Sobre escribir ensayos y dejar un país

    Llegué a Guadalajara, México, en el verano de 2013. Escapaba de todo y de nada en particular. Traía conmigo un par de libros que aún conservo y la promesa de que las cosas podrían ser de otra manera. La vida de todos los días, las preguntas en la noche cerrada. Y la escritura, la posibilidad de que terminara revelándose como un dispositivo completamente extraño a cuanto yo conocía y quería olvidar. De eso también huía, pienso ahora. Del animal fosilizado que la isla me devolvió cada vez que metí la mano en el agua intentando atrapar algo vivo. De lo que esa piedra hizo de mí y conmigo.

    Pero, ¿cómo orientarme en un mundo recién estrenado?, ¿cómo diferenciar, en el plano blanquísimo de ese territorio inexplorado, los pasos buenos de los pasos malos?, y la escritura, ¿cómo? No lo sé, nunca he entendido de dónde salen las respuestas indicadas. Yo sirvo para preguntar. Y la pregunta de entonces era la misma de siempre: ¿cuál es la ruta directa hacia las entrañas de la escritura (la del sobresalto nocturno y la desesperación, la del enamoramiento ridículo de la mediana edad, la del golpe seco, la de la caída)?

    Llevaba poco tiempo en Guadalajara cuando descubrí el taller de ensayos que coordinaba Israel Carranza en la librería del Fondo de Cultura Económica. Al momento pensé que, sin dudas, aquel parecía el sitio perfecto para empezar de cero y me inscribí. A las dos semanas desembarqué en una aulita sin ventanas en la que a la gente no le interesaba hablar de arte ni literatura. Contaban, en cambio, su pasión por el Cruz Azul, la madrugada tapatía y los pueblos de su infancia, de cuando la ciudad era monte, y aún se podía «cazar huilotas y cortar guayabas». Un aula de amas de casa, abogados trajeados, sicólogas, diseñadores y estudiantes universitarios que tomaban ansiolíticos.

    Todos allí escribían en la lengua errática de la inmediatez, queriendo agarrarse de algo que estaba oculto, que nomás ellos veían. Mientras leían en voz alta sus textos cuidadosamente mecanografiados, yo intentaba determinar la sustancia que reverberaba entre la anécdota y el desvarío, entre la liviandad retórica y una peculiar obsesión por el detalle. De qué hablaban, en realidad, cuando hablaban de la Sierra Mixe, de la Barranca de Huentitán, de los perros de sus vecinos. Y por qué yo no hablaba como ellos. Por qué no hablaba, de hecho, como nadie en particular.

    El taller terminaba a las ocho, pero buena parte del grupo se quedaba un rato más largándose un cigarro en los bajos de la librería. Restituidos, a esas horas, al tiempo físico de Chapultepec, pasaban de puntillas por sobre las noticias locales o el clima de la semana próxima. A veces permanecían en silencio con la vista clavada en los quioscos de artesanías del Paseo, y era ahí que empezaba la cosa. El cigarro a medio camino, la mente vagando por quién sabe dónde, aquellos recuerdos a flor de piel y la consciencia súbita de sus significados. Fumar era, es, una manera de ensayar, retener el humo en los pulmones para que todo encaje en la imagen de la mente. Persistir en esa imagen que sabe bien lo que olvidaremos. Luego se despedían con premura, diciendo «nos vemos», diciendo que sí.

    ***

    Fue por esos años que me conecté con el ensayo. Montaigne, Georges Perec, Phillip Lopate, Virginia Woolf, Ander Monson, Susan Sontag, Witold Gombrowicz, Joseph Brodsky, Elias Canetti, Octavio Paz… Entre semana los leía a ellos y el viernes a mis compañeros de curso. En ambos casos buscaba lo mismo: indicios con los que empedrar el camino hasta la escritura feral de mis sueños.

    Escribí bastante mientras me duró el taller. Con una mano escribía y con la otra borraba. Lo importante era el ejercicio de inmersión sin cortapisas; la premisa de que, pasara lo que pasara, la idea era no ceder. De mis padres, de Cuba, de mi condición de extranjera, de la época feliz del preuniversitario, de la ciclovía, de Juan Forn y Ana Karenina. Ensayaba para entender lo que me había llevado a México, y por qué, a pesar de mis esfuerzos, no lograba arrebatarle al país algo concreto con lo que calmar mi hambre de certidumbres. Como si todo lo que me pasara a mí, allí, le estuviera pasando a alguien más, alguien a quien las cosas no terminan de pertenecerle, aunque cargue con ellas a donde sea que vaya.

    Con el ensayo vinieron nuevos hábitos y modos de practicar la escritura. El choque, además, con unos estados de ansiedad que me obligaban a subir al techo del departamento de dos ambientes que entonces rentábamos en la colonia Chapalita, y respirar, a sorbos, el aire fresco de la madrugada. Solo así podía soltar la piedra del trópico y bajar a escribir como si nadara. Brazada tras brazada, dentro del cuerpo líquido de un texto que se abría y se cerraba por momentos. A tientas, me ubicaba en medio de la dispersión, de las dudas, hasta que algún hallazgo menor se abría paso como una criatura asustadiza y echaba a andar el mecanismo secreto del ensayo.

    Todavía hoy no identifico el sustrato que lo hace combustionar, encenderse, apagarse. El género en donde todo es posible es también el de los malentendidos. Un recordatorio permanente de esa especie de naturaleza indómita que regentea su escritura. A veces cada palabra está en su sitio, cada idea está en su sitio y, sin embargo, no funciona. Lo que falla, siempre, es otra cosa. Con pánico, lo mira uno dar bandazos, alejarse de su propio centro y empezar a parecerse a otros ensayos. El pacto tácito entre el lenguaje y el pensamiento privado del texto se fractura y ya está. Es duro fallar de esta manera: fracasar «por así decir, en escribir mientras se escribía». 

    ***

    Luego de varios años leyendo ensayos por placer, comencé a leerlos por desesperación. Entraba a los libros como se entra a una cápsula de tiempo y sellaba, herméticamente, la compuerta de escape. En aquellas burbujas solitarias asistí temblorosa al espectáculo del desencaje y la puesta en crisis de todos mis sistemas. Cuando el aire me faltó más de la cuenta, abrí los brazos y cargué con lo que pude: retóricas, golpes de efecto, metodologías, pasajes completos que seguían resonando cada vez que el semáforo se ponía en rojo o la olla de presión comenzaba a pitar. Este saqueo, que creía tener un objeto preciso, pronto se reveló como un ejercicio automático de acumulación. Porque, en realidad, ¿qué podría hacer yo con todo aquello? ¿De qué forma apropiarme de esa materia inestable y ponerla a funcionar a mi favor?

    Hubo viernes en los que llegué a la biblioteca con una intensidad que no me pertenecía, estados de turbación provocados por la prosa de Joan Didion, Foster Wallace, Cabrera Infante. De alguna forma, aquella vibración escritural se las arreglaba para viajar a través de huéspedes que, como yo, enloquecían tras el contacto prolongado con sus sustancias lisérgicas. Y entonces parecía que era viable la escritura, que sí existían, a fin de cuentas, respuestas concretas para mí. Mi tarea consistía en rastrearlas a través de la lectura bifocal de ensayos que hablaban del Festival de la Langosta de Maine, por ejemplo, o sobre la enfermedad, la belleza, la fotografía, los modos en los que una madre trenza el cabello de su hija pequeña, sobre lo que significa llevar un cuaderno de notas. 

    Las páginas fotocopiadas que nos llevaba Israel cada semana se fueron acumulando en mi habitación. Al borde de la mesita de centro, en el librero de pino comprado en Tonalá, encima de las sillas que no usábamos para comer porque lo hacíamos sentados en la cama, con el plato en la mano y la espalda incómodamente arqueada. Aquella dispersión me generaba una suerte de bienestar entrópico ligado a la creencia, medio mágica, de que las ideas seguirían circulando en la medida en que yo permaneciera despierta. Para lograrlo era necesario metabolizar los contenidos que, hasta ese momento, subrayaba y subrayaba con un frenesí predador. Para lograrlo era imprescindible pelar el ensayo como una col, desplegar sus hojas sobre la mesa de trabajo y tirar del hilo que las conectaba y convertía el texto en un dispositivo de alta tensión. 

    Pero yo, como decía mi hijo a los tres años, no sabía saber. Por eso seguí leyendo, movida por la convicción de que la mejor manera de ensayar es leer, y pensar mientras se lee, y seguir pensando más tarde, cuando se friegan los platos de la cena o se tiende al sol la ropa recién lavada. Leer hasta que el encantamiento se desgaste y, por las juntas bien pulidas del fraseo melodioso y la extrañeza argumental, comience a transparentarse la osamenta desnuda del artificio. Con la roca de la abstracción en el bolsillo, pensaba entonces, sería más sencillo atravesar la bruma y desembocar en el cuarto de máquinas de la escritura.

    Por supuesto, estaba equivocada. No existe tal cosa como ese santo grial. El ensayo es un monolito que, una vez descompuesto en piezas, se seca al contacto con la intemperie. Lo que ocurre, sea lo que sea, funciona en las profundidades del mar, lejos de la exposición y la luz. Funciona, además, porque estamos dispuestos a creer en el todo, entendemos la relación de absoluta interdependencia entre el tono y las ideas, la retórica y la estructura. Si el ensayo tuviera una llave maestra que nos abriera las puertas a sus largos corredores solitarios, si pudiéramos colarnos en ellos y desandar los pasos de su autor, tendríamos que conciliarnos con los principios del cálculo y la malicia técnica. Unos principios que conocemos bien, naturalmente, pero que queremos negar tres veces tan pronto empezamos a leer. 

    El taller de ensayos se terminó un día. Y otro día nos fuimos de México siguiendo esa calle errática que nos había sacado de Cuba y que veíamos extenderse, sin propósito aparente, hasta los confines del mundo. En una bodega de 2×2 acomodé los libros que no pude llevarme, los folios impresos, las páginas con los nombres caligrafiados de aquella gente que, los viernes en las tardes, cruzaba la ciudad para leernos la historia de cómo llegó a Guadalajara cuando todavía no existían los smartphones y había que ubicarse con mapas de papel cromado, o sobre el vicio de buscar colchones capaces de monitorear la frecuencia respiratoria de los bebés, luego de que un hijo demasiado pequeño hubiese muerto de la nada. Textos así de entrañables guardo aún en esa bodega.

    Y entonces, en el año 2023, aquí, en ninguna parte, compré un librito menudo de portada azul titulado Ensayismo, del escritor irlandés Brian Dillon, solo para comprender que, a fin de cuentas, México sí que me había estado dando sus respuestas. Palabras tibias donde apoyar la cabeza y el cuerpo migrantes. El taller de Israel, primero en la José Luis Martínez, y más tarde en la Casa ITESO Clavigero, fue una de las más contundentes. Sin protocolos ni tecnicismos decía, sencillamente, ¡Ensaya! Porque eso era lo que intentábamos hacer en aquella aulita sin ventanas de la librería del Fondo.

    En las primeras páginas del libro, Dillon emprende una serie de recorridos etimológicos por el concepto de ensayo: «(balanza), el ensayo es antes que nada un tipo de medida o de juicio […], es decir, ensayar es valorar»; «expulsar, perseguir, requerir luego». Muy pronto, sin embargo, estos ejercicios se manifiestan innecesarios, prescindibles, y es ahí que el texto remonta y, desde la más absoluta emotividad, yo conecto con él y con su recurrencia al capricho y al enamoramiento.

    Y sí, me orienté en este otro océano de la misma manera en que antes lo hiciera en el paisaje de los viernes tapatíos: a golpe de pulsión y de estremecimiento. Dillon decía las cosas que a mí me hubiera gustado decir si supiera escribir, y si lograra escupir el fósil caribeño de cal y arena que efectúa conmigo esta huida hacia adelante, este escapar de la isla y del continente. Dice, por ejemplo, que en ocasiones piensa que solo ama de los ensayos y los ensayistas el estilo, el artificio, esa capacidad estética de ciertos textos para hincarte un puñal en el ojo y arrancarte de la cama a medianoche, en trance, a copiar un pasaje o una página entera. ¿Quiénes, de los que leemos de camino a, o con nuestros hijos dormidos en la habitación contigua, de los que abrimos un volumen en los puestecitos de viejos y nos tragamos las primeras cinco páginas con incredulidad o euforia, no hemos estado ahí?

    A veces, cuando escribí sobre lo que me gusta, se me reclamó por mi falta de objetividad. Debo decir que no sé bien a qué se refieren. Debo decir que yo, como Dillon, me enamoro de los artistas y los escritores, y cuando eso ocurre, lo menos que uno necesita es ser mesurado y correcto: «Querido ensayista, me gusta tu estilo». Nos enamoramos, precisamente, por todo lo contrario. Por la rareza, por la belleza, por lo excesivo, por la empresa enloquecida que supone escribir de espaldas al sentido común. Nos enamoramos porque, como Valeria Tentoni, buscamos algo secreto y desconcertante en quienes intentan la escritura: «Entrevisto escritores y escritoras como una enamorada. ¿Pero qué es lo que deseo? ¿Y por qué no lo tengo?». Dillon busca la verdad, que a los efectos no es otra cosa que la clave de acceso al artilugio imposible del ensayo.

    ¿Es viable escribir o leer desde el comedimiento? Cioran afirmaba que el sosiego de la sabiduría es la muerte de la escritura. Él lo ponía en estos términos: «La indignación es menos un estado moral que un estado literario, es incluso el resorte de la inspiración. ¿Y la sabiduría? Es precisamente lo contrario. El sabio que hay en nosotros arruina todos nuestros ímpetus, es el saboteador que nos disminuye y paraliza, que acecha al loco que hay en nosotros para calmarle y comprometerle, para deshonrarle.» Yo salí de la isla (también) persiguiendo la escritura, consciente de que cuanto había visto y sopesado en mis manos de entonces tenía forma de piedra recalentada al sol. Sabía, sin embargo, que en las aguas oscuras en las que me iba adentrando, había algo vivo a modo de confirmación que no alcanzaba a entender.

    En este departamento ya no me subo a la azotea los días de angustia, aquí los techos son a dos aguas. Pero salgo al balconcito minúsculo desde donde observo a los chicos nocturnos que, al igual que Dillon, deambulan por la avenida con un cigarro entre los dedos e, hipnotizados por la luz del semáforo («las luces de los cargueros en el mar del Norte»), se detienen en las esquinas por mucho rato. El mismo tiempo que gasto en observarlos y pensar en el irlandés, en los modos en los que desenrolla el calcetín del género y se revela ante sus lectores como un hombre frágil, irritable, enamoradísimo de los detalles menores (puntuación, tipografía, empleo alucinante de los paréntesis y los dos puntos) y de los detalles mayores («la extravagancia de la interpretación […], la manera indirecta y metafórica de impulsar un argumento»).

    La desmesura lúcida de Dillon le sirve para comprender que no basta con hacerlo bien. Para hacerlo bien resulta más que suficiente con ser medianamente astuto, algo que, por otra parte, todos hemos sido. Hay trucos, atajos, sitios seguros en los que abrevar. Pero el ensayo no va de eso, y tampoco le alcanza. Como no me alcanzaron a mí, en mi depa de Guadalajara, los muchos fragmentos que copié en las notas de mi teléfono celular, frases estrellas que se fueron endureciendo y volviendo refractarias a mis intentos por incorporarlas al ADN estilístico de mi escritura. Natalia Ginzburg decía que los detalles «se echan a perder si uno los lleva consigo sin utilizarlos durante mucho tiempo». Pero ¿de qué forma convertir en combustible aquella energía indisciplinada de escritores que parecían, por momentos, excesivos, temerarios, absurdos, hermosamente vacuos, geniales?

    Dillon se aproxima a este asunto a través de una apuesta muy suya: el gusto por «los sistemas a punto de desplomarse». Es decir, una ruta que parece moverse desde la razón hasta la locura y que se expresa, en concreto, a través de la pérdida del control de lo escrito. Aquel principio de que Eso piensa en mí. Uno podría suponer que ello tiene que ver con sus problemas de salud mental, sin embargo, uno debería pensar otras cosas. Por ejemplo: que la escritura es más que el mensaje. Yo podría decirlo claramente, sin excusarme con los que desprecian la performatividad y el poderío de lenguaje, su capacidad para volver inocuo el discurso mejor aceitado: ¡La escritura es más que el mensaje! Y a veces lo hago, aunque algunos sigan creyendo que me voy de rosca y que la forma es una cajita más o menos bien ensamblada en la que nos aguarda, impaciente, el duendecillo desnudo del contenido.      

    ***

    En Cuba estudié historia del arte y fue allí que me inicié en la tendencia de convertir el paisaje en mapa, el tejido en hueso. Eso, claro está, tiene poco que ver con el ensayo que me interesa. Entre las muchas cosas de las que huyo, se encuentra la escritura academicista de aquellos años: árida, ortopédica, ridícula. Cuando tiempo después, ya en México, me preguntaron por qué el taller de ensayos, para qué el taller de ensayos, respondí, con seguridad, que por agotamiento. Todo en Cuba se me fue agotando. Llegó entonces la época de cargar con el saco de cosas muertas, unas cuantas piezas retóricas que me sirvieron para agitar de un lado a otro el mismo artefacto discursivo haciéndolo pasar por nuevo.

    Hay en Ensayismo un capítulo entero dedicado a Susan Sontag. Dillon lo titula «Sobre hablar con uno mismo». Es una parada algo angustiosa en la que se despliega ante nosotros el carrete fotográfico de una escritora urgida por la necesidad de saltarse el cerco de la argumentación y llegar al otro lado del pensamiento. Sontag era, por supuesto, una magnífica ensayista, sin embargo, a partir de sus diarios vamos viendo su inconformidad creciente con el tipo de autora que hizo de sí misma. «Demasiado arquitectónica, demasiado discursiva». ¿No es esta inquietud, este vértigo, esta incapacidad para la certidumbre, esta lucha entre la idea de estar acercándose a algo y el temor al inmovilismo, lo que permite que un ensayista se lleve por delante todas las vallas y estire los bordes de la escritura, del lenguaje, hasta meterse en territorios que ni siquiera sabe bien qué son o cómo nombrar?

    En la intimidad de sus diarios, Sontag identifica lo que no quiere («Creo que estoy preparada para aprender a escribir. A pensar con palabras, no con ideas»), aunque le toque lidiar con lo que puede. Dillon desmonta este malestar con cierto desapego, no le pasa la mano, a pesar de que Sontag es, de hecho, una de las ensayistas que admira; no, que ama. Entiende el malestar —la sensación de estancamiento— como un síntoma consustancial al proceso de la escritura y que le acompaña, también a él, en sus noches de insomnio, haciéndole cuestionarse la legitimidad de escribir «enseguida» sobre su depresión e impulsos suicidas. Afincarse en la enfermedad y taquigrafiar desde la coartada de lo anecdótico lo posiciona en un sitio que, francamente, no le interesa. No le sirve para ensayar, para tensar la cuerda, para abrir las cosas del mundo y hacer circular en sus entrañas el vector implacable del extrañamiento. Este es Dillon: «Me digo que es porque quiero de la escritura, de la literatura, una prueba más consciente y trabajada de forma más notoria, de distancia y pensamiento, de transformación de la materia prima».

    Desde que pienso en ensayos y ensayistas, que es como decir desde que pienso en la escritura sin inocencia ni fórmulas, me he apropiado del principio aquel de Flannery O’connor a propósito del proceso de hacer (y leer) cuentos: la mejor manera de aprender a escribirlos es escribiéndolos, y luego tratar de descubrir qué es lo que hemos hecho (lo que hemos leído). Tratar con vehemencia, ensayar de nuevo.                                                

    ***

    Como yo, el ensayo se obstina en la búsqueda de unas respuestas que nadie sabe si existen. Esa incertidumbre me otorga el consuelo de los agnósticos, la posibilidad de que un día la calle que me sacó de Cuba, y que tira de mí cada vez que mi vida comienza a ralentizarse, termine por desembocar en el que, se supone, es el sitio que me corresponde. Un sitio ligero de aguas cristalinas, cuyas corrientes pulen los bordes de los cantos que pisamos al caminar. Como el ensayo no tiene una hoja de ruta, la cartografía que dibuja es huidiza, confusa. A determinada altura, no obstante, si uno voltea la vista y conecta esos puntos aislados que por sí mismos poco dicen, descubre señales en el vacío, hebras de sentido y un propósito.

    Uno de los pasajes más llamativos de Ensayismo es aquel en el que Dillon desarrolla una especie de reivindicación del fragmento. Y de eso estoy hablando ahora, porque tiene mucho que ver conmigo, con los modos en los que ficciono el relato de este viaje. La clave está en las conexiones, en el ensayo y en todo. ¿De qué forma nos explicamos la conversión de «x» en «y», el recorrido desde La Habana hasta Guadalajara, de Guadalajara a Montreal? Y el resto, lo que sucede en el ínterin, los puntos grises, ¿tendrán acomodo? Dillon se refiere entonces a disposiciones poco sistemáticas, a eventualidades, enfrentamientos y dispersiones. De manera que las respuestas que buscamos son, pueden ser «el mero accidente del orden de la composición». El ensayo, contrario a otros géneros, se interesa por las situaciones más que por la trama y nos deja a nosotros el resto. Para que seleccionemos a voluntad, para que insertemos en la guirnalda semántica de nuestra narrativa fundacional, el material retórico que dejaremos en herencia a nuestros hijos.

    ***

    El otro pasaje llamativo del libro, y que sería la obsesión de ensayistas como Phillip Lopate, está relacionado con las formas de cerrar un ensayo. «¿Cómo demonios termino la maldita cosa?», se pregunta, desesperado, Lopate. Todos hemos estado ahí, por supuesto, participando de la imposibilidad del final contundente luego de un período de trabajo en el que el pensamiento se va «esencializando», por así llamarle, perdiendo recorrido, volviéndose una línea recta y punzante. Siempre recuerdo aquel cuento de Foster Wallace, «El planeta Trilafon y su ubicación respecto a Lo Malo», un texto que leí en mis tiempos del taller de ensayos y que acaba con la historia justo cuando parece que va a suministrarnos su clave de bóveda. Acaba, digo, con un corte abrupto, un machetazo. Sin asideros ni frases de las que tirar y a las que volver. Sin puntos finales.

    Tal vez es así como debería terminar un ensayo cualquiera, un viaje cualquiera, da igual cuáles sean sus puntos de partida y destino. Después de todo, diría William Carlos Williams, y refrendaría Brian Dillon, un ensayo «puede detenerse, pero, si se detiene, es seguramente porque se ha terminado y así sigue siendo perfecto, igual que un niño pequeño que no consigue sobrevivir». Nunca, debo confesar, había leído una metáfora tan perturbadora y exacta.

    «Querido ensayista», aquí corto, aunque esto no sea propiamente un ensayo y todavía no sepa dónde ni cómo terminar el viaje. Quien ha dejado un país entiende lo que implica esa respuesta.

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    2 COMENTARIOS

    1. Gracias, Daleysi, el arte de estimular tiene deliciosos recovecos, laberintos hacia uno mismo. Y tu ensayo ensaya muy requetebién por la empecinada energía que logras transmitir. El oráculo de Delfos te recuerda que la vocación no es opcional… Gracias. Y a El Estornudo.

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