Agustín Acosta, piedra desnuda y padre de mi padre

    Desde dondequiera que se observe, suele ser la poesía sustancia de difícil aprehensión. Y es a partir de esta condición, a un tiempo escurridiza y arraigada, que los poetas tienen obras desiguales en profundidad, altura, penetración. Sin embargo, también ocurre que el aprendizaje del morir sea similar en poetas de obra desigual —morir por, para, y desde la muerte—. Es decir: ese arte de ir muriendo dentro de esta franja vital que nos ha tocado en suerte: vida sentida como pérdida, exilio y destierro. Exilio doblemente reforzado si se vive en tierras de exilio: condición ideal para que nazca lo que alguien nombró como el único acto inocente que se conoce de nacer.  

    Fue el caso del español y andaluz Juan Ramón Jiménez, quien muere en la isla de Puerto Rico —esa isla que otra andaluza de similar estirpe, María Zambrano, sintió como catacumba caribeña, como tierra de renacimiento, en su ensayo Isla de Puerto Rico: nostalgia y esperanza de un mundo mejor—. Fue también el caso del cubano y matancero Agustín Acosta (1886-1979), padre de mi padre, que abandona Cuba en diciembre de 1972 y muere en la ciudad de Miami en marzo de 1979. Sobre Agustín tratan estas notas deshilvanadas. 

    Cuentan los poquísimos amigos que visitaban a Juan Ramón cómo, al final de su vida, y sin su esposa y colaboradora Zenobia Camprubí —ella también escritora, traductora y filóloga—, se lo veía siempre sentado y silencioso con la vista clavada en una pared blanca, encalada, refulgente al sol antillano. Juan Ramón —dicen— apenas hablaba de un ensimismamiento a otro, como si hubiera agotado el lenguaje en la inmensa obra que obsesivamente pulió a lo largo de su existencia. Todo para llegar —tal vez partir— a aquel breve poema y a aquel verso contundente, su divisa estética: «¡No le toques ya más, que así es la rosa!”. 

    Por su parte, Agustín Acosta, presionado más por circunstancias familiares y existenciales que por los avatares políticos de la época, marcha al exilio en 1972 con más de 80 años. Hay que decir, sin embargo, que, desde hacía muchos años, y al compás del son «revolucionario» —en realidad, más comparsa o estúpida charanga que delicado y musical son—, su persona y su obra literaria ya no existían para aquel tiempo. En Cuba, después de la Revolución, solo publica un cuaderno de versos, Caminos de hierro (1963), donde volvía a la temática social y azucarera. En 1970, después de un pequeñísimo homenaje que recibe en La Habana, se hunde definitivamente en el ostracismo y el silencio en la casa de Matanzas.

    Es sabido, está recogido en el archivo de la época, todo lo que Agustín «entregó» a la UNEAC —y, personalmente, en carta a Nicolás Guillén— para que le permitieran abandonar el país con su segunda esposa —mi abuela— Consuelo Díaz. Quisiera creer, necesito creer, que en ese momento histórico de la Cuba más gris y «parametrada» de los setenta, y ya superados los 80 años, la dignidad personal de Agustín quedó intacta. Cuando una sociedad en revolución «libera» su manada de lobos, hay que ser muy vil o muy oportunista para no recibir una dentellada: dentellada de envidia y resentimiento disfrazada de pureza y actitud revolucionaria. Afortunadamente, en el bien surtido archivo de la infamia y del horror en Cuba, la respuesta del camagüeyano al pedido de Agustín también se conserva.   

    Al final, después de innúmeros esfuerzos, y de usar como moneda de cambio la hermosa casa de dos plantas en la playa, en el reparto Marazul, «completa y decorosamente amueblada», y un «pequeño solar, escriturado cerca de Peñas Altas», pudo salir del país rumbo a Miami. Así, él y Consuelo, pudieron acompañar a Sara Bernaza (Sarita), hija del segundo matrimonio de ella, quien había sido enviada a los Estados Unidos como parte de la Operación Peter Pan. Aquí no podemos menos que recordar aquella frase de ese otro eterno exiliado, José Martí: «Y me iré por el mundo sangrando; pero libre». ¿Fue Agustín realmente libre en su exilio miamense? No lo sé. Por lo que mi padre me contó muchos años después, hechos pertenecientes a la novela familiar y personal del poeta, realmente llego a dudarlo.   

    Agustín Acosta Bello (Matanzas, 1886 - Miami, 1979) / Foto: Cortesía de Nansen H. Tápanes
    Agustín Acosta Bello (Matanzas, 1886 – Miami, 1979) / Foto: Cortesía de Nansen H. Tápanes

    Cuando Agustín y Consuelo abandonan finalmente el país en 1972, mi padre y mi madre, mi hermano y yo, vivíamos ya en un pequeño apartamento en Centro Habana a pocas cuadras de un cine Infanta que pocos años después veríamos incendiarse. Yo tenía solo tres años y no recuerdo a Agustín. Mi hermano sí, pues convivió con él en la casa de la playa, y paseaba en las tardes colgado de su mano, a orillas del mar.  

    Como sea, a mi padre también le gustaba recordar cómo Agustín, su padre, quien siempre cuidó unas maneras y una cotidianidad muy «ancien regime», se sentaba impecablemente vestido al caer la tarde frente a tres palmas reales que le recordaban a Cuba, a Matanzas, a Jagüey Grande y a San Miguel de los Baños: lugares y puertos de su felicidad vital. En silencio, ese sería tal vez su mejor poema: el poema donde desaparecen las palabras y se aprehende el silencio, se aprende del silencio.

    Dado el empuje y la maquinaria verbal —modernista— de su desigual obra literaria, pienso en la lógica férrea de este casi final, de este treno —palabra modernista que seguramente amó— dentro del silencio y la contemplación. Es un proceso que se repite en muchos poetas: desde el silencio hacia la palabra, luz y vida, y de la palabra desbordada y sin fronteras nuevamente de vuelta al silencio. Salvando todas las distancias posibles y necesarias, Rimbaud es el ejemplo paradigmático de este proceso típico de la poesía moderna.  

    La obra de Agustín Acosta, junto a la de Regino Boti y la de José Manuel Poveda, pertenece al primer empuje renovador de la poesía nacional en el siglo XX. Son las dos primeras décadas de esperanza republicana, cuando, al decir de Cintio Vitier en Lo cubano en la poesía, la lírica y la literatura nacional se echan nuevamente a andar. Es el momento, con su libro Ala (1915), en que la lírica cubana intenta salir de los estrechos moldes del Modernismo literario; pero, agreguemos, no del Modernismo como renovación de las formas del mirar, del sentir y del hacer poéticos, sino del modernismo sin modernidad de algunos epígonos insulares de los que Acosta tomó temprana enseñanza y a los que fácilmente superó. En otras palabras: un modernismo hispanoamericano pero sin su pulsión totalizadora, sin nervio y sin tensión.  

    Los otros dos libros importantes de la década fueron Arabescos mentales (1912), de Boti, y Versos precursores (1916), de Poveda. Señálese como dato curioso y destacable: ninguno fue un poeta habanero. Y, de los tres «renovadores», fue el transgresor Poveda quien más caló en esa sustancia escurridiza que arriba mencionamos. José Manuel Poveda: mulato, oriental, bohemio, dandy, alcohólico, drogadicto y homosexual. Sáquense las pertinentes conclusiones. Revísense también sus influencias vitales y literarias, y se verá la razón. Revísese lo que en su momento nutrió su desarraigada vitalidad lírica…  

    Volviendo al matancero: el ambiente estético limitado y conservador en la Cuba republicana, el gusto epocal, la formación personal y el «habitus» de una clase social determinada, etc., lo cierto es que la lírica y el pensamiento estético de Acosta nunca logran salir, con resolución, del limitado ambiente modernista. Es así que vemos alternar libros de mayor o menor calidad, o, mejor dicho, de mayor o menor cercanía a los patrones literarios y expresivos del Modernismo, sin relación con una clara evolución temporal de su sensibilidad poética. 

    Es decir: no fue la obra de Acosta de las que renovaron el ambiente lírico republicano de los años treinta. A partir de esta tercera década, y a tenor de profundos cambios sociales e intelectuales en Cuba, que aprovechan los impulsos vanguardistas de otras literaturas más potentes, es que la poesía cubana entra ya, decididamente, en un ambiente de Modernidad, y no solamente modernista. Esto, sobre todo, con cinco poetas fundamentales: Eugenio Florit, Emilio Ballagas, Mariano Brull, Nicolás Guillén y José Lezama Lima.

    De cualquier manera, y como señaló un crítico, dejar dos o tres poemas de calidad dentro de la historia literaria de cualquier nación parece ser suficiente para obtener cierto nivel de redención por la palabra escrita. Y, sin duda alguna, Agustín Acosta nos legó algunos de esos poemas. Ellos han formado —y formarán—parte del legado de la poesía cubana, y de su confluencia final en la literatura del Caribe y, de forma aún más general, en la lengua castellana. 

    Al comienzo de esta nota hablaba del andaluz universal, Juan Ramón Jiménez, y no es casual. Fue en 1936, en su exilio americano debido a la Guerra Civil en España, que se publica aquí La poesía cubana en 1936, con un ensayo inicial del propio Juan Ramón y un apéndice de Camila Henríquez Ureña y José María Chacón y Calvo. En ese ensayo introductorio, «Estado poético cubano», texto rico en intuiciones, el andaluz califica al matancero como un poeta «inquieto, variado y sucesivo…». Lo que, si se examina con detenimiento la obra de Juan Ramón —obra lírica concentrada, no variada, y, sobre todo, nunca inquieta— comporta más una crítica que un elogio. 

    En forma general, la crítica literaria coincide en que el momento más alto en la lírica de Agustín Acosta se encuentra en Los camellos distantes (1936). Ahí está su poesía más desnuda, más granada, en el sentido en que algunos de estos poemas logran desprenderse de la retórica y de las formas artificiales del Modernismo. Por otra parte, ha cumplido 50 años y está casado con la matancera María Isabel Schweyer, la hermanita de su libro Hermanita (1923). Y un año después nace mi padre (1937), fruto de su relación extramatrimonial con Consuelo Díaz Carrasco, otra joven matancera que será su segunda y última esposa.  

    De entre los poemas, de gran variedad temática, incluidos en Los camellos distantes, prefiero «La piedra desnuda», suerte de soliloquio de un desesperado con su alma nocturna. Nos remite a cualquier piedra de fundación creada por el Demiurgo: sea piedra bíblica, de Jacob y su escala; sea piedra alquímica, de entraña y raro metal. Toda piedra valiosa tiene un origen celeste: cae desterrada desde un Cielo y se arraiga en la entraña maternal de una Tierra, que es también una piedra y un vientre exiliado desde lo divino. 

    Aunque caída, toda piedra pertenece a un Centro del Mundo y sus valores trascendentes. La piedra es el Hogar donde anida el espíritu y, al mismo tiempo, es la puerta y escala por donde asciende ese espíritu, ya purificado. Por esa misma razón, todo poeta ha de vivir en constante despedida de esa: su personal piedra y madre

    Por ese carácter dual y profético que tiene la poesía, y apartándonos de su simbolismo y sentido inicial, «La piedra desnuda» también puede ser leído como un oscuro presagio de lo que será, muchos años después, su destino de exiliado cubano. Y, hasta quizá, un presagio del mío propio… Sobre todo, ahora que Cuba es un desarraigo sin fin y sin consuelo: una piedra que arde entre las manos de todos; un pedrusco arrojado, lo mismo en las azules e indiferentes aguas del mar caribeño que en cualquier pedazo de selva inhóspita en América Central… Cuba, quizá ya para siempre, una piedra estéril y maldita.

    La piedra desnuda

    Vine a decirte adiós, piedra desnuda.

    Te quedarás sola en medio de la noche.

    Muchas veces en ti recliné mi cabeza

    y tuve el sueño de Jacob. Ahora,

    al continuar el viaje, no me llevo

    sino la huella roja de tu arruga

    en la mejilla. Soy agradecido.

    Las suaves almohadas no me han dado

    sino plácidos sueños, enervantes

    apreciaciones de la vida. Hacía

    falta a mi voluntad tu agria dureza.

    Tal vez la misma que a Jacob

    le dio el bíblico sueño, y en tu entraña,

    como un raro metal, duerme el augurio.

    Te quedas sola en medio de la noche…

    vengo a decirte adiós, piedra desnuda…!

    ***

    Agustín Acosta Bello nace en 1886, en Matanzas, y muere en 1979, en Miami, Florida. 

    En 1923 se casó con María Isabel Schweyer (emparentada con el ensayista y novelista Alberto Lamar Schweyer). Poco después del matrimonio, María Isabel (la «hermanita» de su poemario) enfermó. Aunque él la cuidó y estuvo a su lado, se involucró en una relación extramatrimonial con otra joven matancera, Consuelo Díaz Carrasco (Consuelito, en las cartas), a quien había conocido en San Miguel de los Baños. Agustín era ya un hombre de 50 años, y Consuelo, una joven en edad de casarse. De esta relación nació en 1937 mi padre, Juan José Tápanes Díaz. 

    Mi padre lleva el apellido Tápanes porque Juan Tápanes, joven funcionario, hombre noble, y eterno enamorado de Consuelo, se casó con ella y consintió en darle su apellido. Años después, en un segundo matrimonio, Consuelo tuvo otra hija, Sara Bernaza (Sarita). En 1947, se divorciaba también de Bernaza. Y, finalmente, en 1949, se casó con el poeta Agustín Acosta, el «amor de su vida». 

    Con este casamiento se produjo una situación interesante y no exenta de equívocos: mi padre, quien desde los nueve años sabía toda la verdad, pasó a vivir como hijastro de su propio padre. Hasta donde sé —y mi padre me contó—, jamás él y Agustín, o él y Consuelo, hablaron de este tema. Sarita dejó Cuba —o, mejor, fue enviada a los Estados Unidos en 1962— como parte de la Operación Peter Pan.  

    Dado el gusto de mi padre por los libros, las ciencias naturales, el conocimiento…, Agustín lo apodó «Viejo» (este es el «Viejo» al que se refieren las cartas). Lo otro interesante es la muy buena relación que siempre tuvo Agustín Acosta con Juan Tápanes (el «querido Tápanes»), tal como refleja la correspondencia.

    Ya viviendo en La Habana, mi padre se casó en 1965 con mi madre, Laura Ortega. En 1966, nació mi hermano Manfred. Fueron a vivir a Matanzas, en la casa de Bellamar. Al poco tiempo, volvieron a la capital, al pequeño apartamento de Juan Tápanes, en Centro Habana, donde nací yo en 1969. Hubo otra casa en el Casino Deportivo, que robaron con nosotros dentro, y este es el episodio al que se refiere Agustín en una de estas cartas. 

    En 1972, Agustín y Consuelo salieron de Cuba hacia los Estados Unidos con el objetivo de reunirse con Sarita. He dicho que Agustín Acosta murió en 1979. Mi abuela Consuelo murió en los dos mil. Mi padre pudo verla —también a su media hermana Sarita— cuando fue a los Estados Unidos en 1993. Mi padre murió en San Miguel de los Baños en el año 2012. 

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    Nansen H. Tápanes
    Nansen H. Tápanes
    Nansen H. Tápanes (1969). Licenciado y master en Historia por la Universidad de La Habana. Ha publicado artículos en las revistas Cubanow (ICAIC) y Conexos, el portal CubarteHypermedia Magazine y Rialta Magazine.
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    3 COMENTARIOS

    1. Excelente exposición la de Nansen. Creo, más allá de la información que ofrece sobre la realidad de su abuelo Agustín Acosta, y que, por demás, yo conozco, sus palabras llevan el sello del compromiso con la poesía cubana y con la verdad. Se me ofrecen además, como un acto de contrición, como limpieza y depuración de miles de cosas que tiene que contar y decir este joven escritor. Gracias mil, Nansen.

    2. Como siempre, Nansen, nos regalas uno de esos textos de honda mirada y concisión poética. Los pormenores de una vida nos distinguen, pero sabemos que hay una familia más grande que nos contiene, y esa va con nosotros a todas partes, como una piedra desnuda que atesorar. Gracias por abrirte y dejarnos entrar a tus espacios sumergidos una vez más.

    3. La historia personal nos circunda y la historia de la nación nos arropa…el abuelo Tin» como lo llamaban sus nietos y Cuba son parte de las visiones y ensoñaciones de este heredero de palabra que es Nansen.

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