La primera vez lo hizo por diversión. Iba por la tercera eyaculación del día y sentía un vacío enorme. Tantos años de espiritualidad profunda, tanta rodilla hincada ante el altar, y las ganas de mostrar su cuerpo no cesaban. Hay en los cuerpos desnudos una conexión extraña con Dios. Ahí estaban los ángeles de todas las mitologías, con esa inocencia burlona, rozándose a penas los dedos. Estaba Cristo desnudo en la Cruz con un gesto de sufrimiento redentor, y el cuerpo de Alberto, encerrado entre cuatro paredes, con una sotana imaginaria que le quemaba la piel.
Transcurría 2020, la cuarentena por la pandemia. En ese punto eran él y Rey, encerrados en un alquiler de Quito, una ciudad monacal, que no los conocía. ¿Qué pensaría la vecina católica del casi cura renegado con impulsos exhibicionistas de la casa de al lado? ¿Qué pensaría su familia tras un silencio de nueve años? ¿Qué pensaría Rey, el único Rey a su lado, despojado de su vida anterior por amarle?
Encontró una página donde podía hacer webcam porno y se unió a esa comunidad temporalmente. Luego supo que algo podía mostrar en TikTok, pero no era suficiente. Se enteró de que Twitter no censuraba ese tipo de contenidos, y no lo dudó. Para la comunidad de Twitter no pasaron desapercibidos sus atributos. La belleza física combinada con una pinga majestuosa y el morbo de alguien que se muestra por placer, fueron el pase para que su cuenta llegara a más de 34 mil seguidores.
Rey tomó las primeras fotos. Saberlo su cómplice fue un alivio. Prendió velas e incienso y se acomodó en la cama como Dios lo trajo al mundo. Allí ensayó poses eróticas que lo excitaron en el acto. Con cada clic de la cámara su libido se hacía más poderosa. Era una conexión divina, la exposición máxima ante los ojos del creador y el resto de sus hijos.
A Alberto Macías le gusta jugar al demonio. Algunos de sus excompañeros del seminario católico le han escrito para pedirle su contenido y no ha dudado en hacer un guiño a su antigua vida de casi cura, para pervertirles. «A los curas les gusta el porno, no lo dudes ¿Cómo van a liberarse entonces de una vida célibe?».
A simple vista se trata de un muchacho común, de los que van al gimnasio y cuidan su barba incipiente. Un muchacho al que le quedaría bien cualquier cosa: la sotana o el látex. El tejido se ajustaría con gracia a su cuerpo y lo haría deambular inadvertido entre el incienso de la misa o de la orgía.
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Alberto tuvo sexo con hombres dentro del seminario. Era impensable para él al principio, pero no podía dejar de notar cómo le miraban y deseaban. Pudo reprimirlo hasta después de aquella misa. El sacerdote había predicado sobre el pecado de la carne y la consagración de los cuerpos del hombre y la mujer a Dios. Apenas salió del salón, un compañero del seminario lo invitó a su habitación. Fue con la ingenuidad de quien no ve en el otro el deseo. Con la intención de estar acompañado en una noche de oración. La celda de su compañero era idéntica a la suya: la cama bien tendida, la Biblia sobre la mesa de noche, unas pocas pertenencias ordenadas. Entró como la res que ignora ir al matadero. Su compañero cerró la puerta de golpe y lo besó. Sintió cómo las células se regeneraban en su configuración anterior, cómo renacía dentro de él un monstruo que había intentado matar. Huyó lleno de culpas y nunca más le miró a los ojos al otro.
Era muy fácil detectar a los seminaristas gays. «Había frases, palabras, modos de ser que no se pueden ocultar». En esos casos Alberto había notado que los chicos amanerados trataban de comportarse más masculinos que nadie. Él sabía lo estresante que es vivir así. Tenía que estar pendiente todo el tiempo de cómo sentarse, caminar o hablar. Era un teatro perpetuo que solo cerraba las cortinas en la soledad.
El monstruo estaba de pie. A veces lo alimentaba con miradas, sonrisas o con el vistazo al jardinero sudado que podaba el jardín, pero cada día aumentaba la contradicción de saber que a su Dios no le molestaban los placeres de la carne, pero a la Iglesia sí.
Comenzó a estudiar con un chico. Tenía un miércoles libre cada 15 días que no dudó en utilizar para estar a solas con él. En las primeras citas no dejaba de mirarlo con deseo y, cuando estuvieron ese miércoles en su casa, sucedió. Brotaron las ganas reprimidas durante tanto tiempo y el sexo fue imparable. Luego se veían por los pasillos del seminario con morbo. Se encerraban en las habitaciones menos frecuentadas. Los días de limpieza comenzaron a ser una fiesta para ellos.
«Esos momentos no fueron tan perturbadores para mí, porque era mi cuerpo y mi decisión. No es lo mismo querer hacerlo a que te obliguen. Espiritualmente me sentí culpable y me confesé, pero todo era manejable en ese punto. Por suerte el secreto de confesión es real. Uno puede hablar del pecado, pero no del pecador».
El secreto de confesión también fue un momento de insinuaciones. Había llegado un curita nuevo al seminario y Alberto decidió que, lejos de agobiar al resto con sus tormentos, sería ese desconocido a quien le contaría su historia. Entró casi temblando al confesionario. Se sentó en la banqueta y respiró. El olor a incienso le llenó los pulmones y no pudo pronunciar palabras. «¿Eres gay?», le preguntó el cura. «No vine por eso», respondió. Confesó cualquier otra cosa y salió huyendo de allí. Desde ese día, el nuevo cura no paró de darle regalos costosos e intentar acercarse a él, pero no lo dejó pasar. Se sentía coaccionado en medio de un juego del que no quería participar.
«Rompí con la Iglesia porque no podía aguantar que mi futuro dependiera de la decisión de una persona. Podías estudiar la carrera y ordenarte, pero todo dependía de la decisión de los superiores. Además, entré a una nueva parroquia donde no paraban de hacerme bullying por mi homosexualidad. Yo no quería ser una mierda más en la Iglesia. No podía ser uno más de los que daña a otros».
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Alberto resume en su cuerpo estirpes irreconciliables. Era un adolescente salido de la tierra de los sabios: Trujillo. Una ciudad protegida por Nuestra Señora de la Paz, en la cordillera andina venezolana. Sabía que era gay cuando se unió al curso de Teología para laicos, pero lo que comenzó como un intento de hacer currículum, se convirtió en un abrazo al sacerdocio.
«Si un hombre heterosexual puede ser célibe, por qué un hombre gay no», pensó. Venía de la típica familia que tenía creencias, pero no iba a la iglesia. En ese tiempo había sumido su identidad, pero su entorno no lo aceptaba tal cual. A esta altura se pregunta si entrar a la vida religiosa fue una manera de mitigar su sexualidad.
El seminario era una carrera universitaria como cualquier otra, solo que incluía una fuerte formación espiritual y disciplina. Los aspirantes debían educar sus hábitos a través de retiros, convivencias y rutinas diarias de oración. Allí estudió tres años de Filosofía y debía hacer cuatro más de Teología, pero conoció en un evento académico a un cura que le cambiaría la vida. Gracias a la gestión de esa autoridad eclesial se unió a una asociación civil que intentaba vivir la espiritualidad de forma distinta: insertos en la comunidad y trabajando por el bien del prójimo.
Ese cura reclutaba a jóvenes para su causa. Los llevaba a estudiar a la universidad católica y luego los ordenaba como sacerdotes que trabajarían directo con la gente. Incluso, antes de ordenarse, Alberto era parte de la comunidad religiosa que tenía a su cargo una capilla de la parroquia. Allí debía participar de la formación catequética de los fieles, la vivencia de la Semana Santa y la celebración de la palabra, que era parte de la misa, pero sin llegar a ejercer la consagración.
Hay mucho de administrativo en la vida de una parroquia. No se trata solo del ejercicio de los rituales, sino también de la organización precisa y disciplinada del tiempo y los recursos. «La forma en que la Iglesia ayuda a personas vulnerables es a través de predicar en sus fieles comportamientos de solidaridad y organizar la caridad», explica Alberto.
La agenda de Alberto dentro de la Iglesia estaba centrada en el crecimiento personal. Rehuía del discurso eclesiástico que intenta limitar la conducta de las personas y apostaba porque cada cual se aceptase para hacer el bien a los otros. Admite que los ingresos de la institución se basan históricamente en las familias ricas que donan cuantiosas sumas para expiar sus pecados.
«Ese dinero se distribuye para la caridad, para la reproducción de la vida de los sacerdotes y otros miembros. No obstante, la palabra no dice eso y nadie se salva comprando el perdón. Se trata de una mala interpretación que los fieles y la institución aprovechan por igual».
Los curas viven bien. Esto no duda en afirmarlo. Además de los beneficios económicos de tener una vida material garantizada, Alberto gozaba de privilegios que su propia comunidad le daba. El cura es algo así como una celebridad en su parroquia a la que la gente le resuelve en tributo cualquier inconveniente de la vida diaria.
«La gente se te acerca, te da contribuciones monetarias, comida, te lleva a su casa para homenajearte, te ayuda a atenderte con los mejores médicos. La Iglesia en principio tiene la ley no escrita de que la redención viene por la pobreza, pero en hechos no es así y la propia comunidad lo favorece. Yo no me sentía cómodo del todo con eso. Traté de vivir mi fe lo más apegado posible a la norma, pero si conocí a otros curas que se aprovechaban».
No pude dejar de preguntarle sobre esa relación macabra entre curas y pedofilia. Tuvo la suerte de no conocer a ninguno, al menos que sepa, pero no niega que existan y sabe que esos secretos la Iglesia los guarda muy bien. Hombres con deseos y escándalos sexuales sí conoció.
«En muchos casos de escándalos la Iglesia burla las leyes. Solo cambia al cura de parroquia. Creo que el primero de los errores está en que induzcan a una persona a ser célibe. Eso supuestamente no es obligatorio porque nadie te coacciona a estar dentro, pero los deseos son humanos y reprimirlos crea monstruos. Esa negación del cuerpo te lleva a otros escenarios en que el deseo explota y sale de maneras aberrantes. Es muy hipócrita que a esta altura la Iglesia maneje estos casos con absoluta discreción. Supe de un sacerdote que acosó sexualmente a unos chicos de la comunidad. Solo lo mandaron a España hasta que bajaran las aguas y luego volvió».
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«Un día común en la vida de un siervo de Dios es como el de un administrador de negocio», explica. Rey, su pareja desde hace siete años, le interrumpe: «Pero tú no eras un seminarista cualquiera. Te vi cargar mendigos en hombros para llevarlos a la iglesia y darles de comer. Por cosas como esa me enamoré de ti».
Rey y Alberto se conocieron en la parroquia donde celebraba la palabra. En ese momento, Alberto estaba a punto de dejar la institución por las tantas incoherencias que veía a diario, pero no fue por Rey que se fue. Su relación vino un año después. Existían miradas entre ellos y la fe los unió en una gran amistad. Rey era casado y tenía dos hijas. Salió del clóset en una terapia familiar. Al día siguiente y en medio de la crisis económica venezolana, comenzó una vida por su cuenta.
«Simplemente no lo pude ocultar más, quería ser libre. Amo a mis hijas, pero sin ser yo mismo no las podía amar plenamente. Alberto me gustaba y me atraían mucho los hombres. No podía callarme. Después del divorcio me fui a vivir a la capital».
En ese punto ya ambos eran libres. Hacía meses que no sabían del otro, pero Alberto quería ver a Rey y lo buscó en Facebook. Le pidió pernoctar en su casa porque necesitaba viajar a Caracas y se quedó a su lado durante siete años de relación. Ambos tenían dos vidas recién estrenadas. El uno salía de la estabilidad familiar y el otro del seno de la Iglesia católica.
«Fue muy difícil al principio porque yo rechazaba todo lo relacionado con la Iglesia. Era el hijo renegado de una institución que Rey aún venera. Hasta los días de hoy no ha dejado de asistir a misa. Yo sí me fui del todo y a estas alturas me incomoda ver un cura delante de mí».
Al irse del seminario quedó desamparado. Su familia lo rechazó al punto de dejarlo en la calle. Actualmente no quiere verlos, a pesar de que han intentado comunicarse con él. En ese momento tuvo que dejar a un lado sus estudios y trabajar de lo que encontrase. Fue desde peluquero hasta operador de un call center, pero las cosas en Venezuela empeoraban por día y la emigración fue la única forma de sobrevivir.
«En 2018 Rey y yo decidimos venir a probar suerte en Ecuador. Como cualquier migrante empezamos buscando fuentes de ingresos, aferrándonos al sistema, pero por el camino me di cuenta de que soy muy exhibicionista y podía hacer de eso un modo de vida».
Para Alberto y Rey la monogamia dejó de ser una opción un año después de haber emigrado. Ambos venían de reprimir durante toda una vida sus cuerpos, así que decidieron emprender juntos ese camino, procurando no dañar a nadie en el proceso y resguardar su relación. Rey disfruta saber que su pareja es deseada, e incluso ha sido su contraparte en videos, cuidándose de mostrar su cara y escondiendo su identidad, pues no quiere que sus hijas aún sepan de su vida actual.
«Fuimos aboliendo poco a poco ese concepto de pertenencia que encierra la monogamia. La primera vez que se mostró en redes fue a través de unas fotos hermosas que yo mismo le tomé y la verdad me sentí tan halagado de saber que no solo yo conocía su cuerpo y que teníamos una complicidad tal, que los celos no fueron una opción».
Pero un seminarista no se quita la sotana y un día decide ser actor porno. El proceso de Alberto es aún más complejo. Respira lento y lo cuenta. Decir lo que le pasó en voz alta es su forma de redención.
«Yo fui abusado en el seminario y tuve que lidiar con la represión de mi sexualidad y con un secreto a voces: en esas relaciones de jerarquía nadie te va a creer. Nos decían que el seminarista es un huevo y el cura una piedra, si el huevo choca con la piedra, se rompe. Siempre vas a ser tú el perjudicado. Desde que entras te advierten esas reglas y tienes miedo a que te boten, porque es tu sueño».
Aquel curita tenía cuarenta y tantos años, de los cuales más de quince los había dedicado al señor. Una persona que cierra de golpe la llave del deseo en plena juventud tiene que ser de hierro para sostener el celibato. Alberto estaba de pastoral con él desde hacía buen tiempo y no dejaba de sentir cómo sus miradas lo desnudaban. El cura se encerraba cada noche en su celda a fantasear con el cuerpo desnudo de su pupilo y no reparaba en rozarle en cualquier oportunidad. No hubo misa, ni consagración en que no imaginara degustar su semen, como la ostia en el paladar.
Comenzó a inventarse momentos a solas con un Alberto tierno de 19 años, que debía obedecer a su superior. Lo cercó al punto de que el huevo se rompió contra la piedra. El joven gay de diecinueve años, que soñaba con ser cura y debía reprimir sus deseos y maneras todo el tiempo, tuvo que ceder. Hundió su carne en su superior con asco tantas veces, que su fe se quebró a la par del agujero del cura. Su esperanza en la salvación, cada vez más pequeñita, se hundió en la sotana jerárquica de la Santa Madre Iglesia, para siempre.
El casi cura y el actor porno
En algún momento de su carrera pornográfica Alberto se cuestionó volver a la Iglesia. Pero solo de pensar en tanta represión, abuso y rechazo se convencía de que no podía hacerlo. No solo porque todos conocían su cuerpo, sino porque nunca logró perdonar a la gente que habita esa institución. En el proceso descubrió que mostrarse era su forma de reivindicación. La libertad de desnudarse ante el mundo le borraba la sotana de la sien.
Al comenzar a usar TikTok se dio cuenta de cómo ganar dinero. Empezó a hacer trasmisiones en vivo y dinámicas en las que si llegaba a un número alto de likes escogía a alguien de su audiencia para hacerle una videollamada sexy. Sus propios seguidores le marcaban el camino cuando le escribían por interno para pagarle por contenido exclusivo. De pronto a su cuenta de PayPal empezaron a llegar sumas cuantiosas por seguir el llamado del morbo y su popularidad creció tanto que comenzó a monetizar sus directas en la red social.
Lo que había comenzado como su momento de autosatisfacción del día, se convirtió en un salario mensual de al menos 700 dólares, que en muchos casos llegaban de la mano de solo uno o dos clientes fieles. En ese punto, ya tenía activas sus cuentas en Instagram, TikTok y Twitter, así como un canal de Telegram donde subía contenido para provocar a su público y vender videos, llamadas o fotos exclusivas. Por demás, cobraba la suscripción a ese canal, donde cada persona debía pagar un mínimo de cinco dólares por acceder.
Esa tarde lo contactó un chico ecuatoriano común. Le escribió por Instagram, para pedirle unas fotos, pero su interés fue escalando, al punto de proponerle tener sexo con él en persona y sin condón.
Alberto le aclaró que no tenía sexo con sus seguidores. No era necesario. Ganaba lo suficiente y la virtualidad lograba satisfacer sus deseos. En todo caso, si lo hiciera sería por diversión y con la complicidad de Rey. Ese era su límite. Ambos cuidaban mucho su salud sexual, como para arriesgarse con desconocidos.
El tipo se ofendió y le empezó a insultar. Lo bloqueó de WhatsApp, pero le seguía escribiendo por otras redes o desde números telefónicos distintos. Llegó a amenazar con que le difamaría públicamente diciendo que lo había visto comiendo de la basura e inyectándose heroína. Esa experiencia hizo que Alberto pausara su ritmo de trabajo en redes sociales y cerrara su canal de Telegram.
Ya no está tan activo como antes porque TikTok le quitó la posibilidad de hacer lives, como forma de censura a su contenido. Ahora solo sube videos en Twitter y con un tono más mesurado en TikTok y se mantiene proveyendo a clientes fieles en privado. Nunca abrió OnlyFans, porque no está de acuerdo con que esa red social se quede con ganancias que en otros espacios puede gestionar de manera autónoma. «OnlyFans es como tener un chulo trasnacional», me dice.
Actualmente, Alberto y Rey trabajan en una sauna gay en Quito. Ambos se desempeñan en atención al cliente y como masajistas. El trabajo allí no es tan morboso como la gente imagina. Se limitan a atender profesionalmente a los clientes sin finales felices. Obviamente se les han acercado con propuestas picantes o han intentado meterles mano, pero aceptar es una decisión muy personal que no forma parte del trabajo, ni tiene transacciones comerciales de por medio. En la sauna se dan todo tipo de encuentros: orgías, tríos, eventos swingers. Han participado en ellos como clientes fuera del horario laboral e incluso, en ese escenario cumplieron un fetiche de Alberto: estar con una mujer.
Rey ya tenía la experiencia de haberse casado y concebir dos hijas. A Alberto, en cambio, nunca le habían atraído los cuerpos femeninos, pero era como una deuda vivencial que no dudó en cumplir cuando se dio la oportunidad. La inquietud estaba desde el inicio de la relación y ese día, en la fiesta swinger de la sauna, participaron de un intercambio de parejas. Para Rey fue un goce verlo, una meta cumplida por el placer del otro. La sensación no fue muy distinta a la de leer los comentarios de los usuarios que le coqueteaban por las redes. Al terminar fueron exhaustos a casa y durmieron abrazados.
La negación de los placeres de sus cuerpos está excluida de la fe de ambos. Hoy se sienten más fieles a ellos mismos, más auténticos. En ese sentido, se presentan en locales para adultos haciendo shows eróticos y de transformismo. Recién participaron del espectáculo taller Monstra Cabaret, un laboratorio del performance auspiciado por el colectivo ecuatoriano transactivista PachaQueer, que devino en una puesta en el teatro «Variedades» de Quito, como parte del Festival Fiesta Escénica 2023, organizado por la Fundación Teatro Nacional Sucre. En el show Rey interpretó a Ifigenia la cigarrera, personaje de cabaret que irrumpe en el público y es parte de la narrativa del espectáculo. Alberto encarnó a «Pecado», un personaje que en su performance interpela al clero y la Iglesia, al mostrar los deseos sexuales reprimidos de un sacerdote.
Ambos personajes estuvieron de manera virtual en la gira europea de PachaQueer. Alberto participó con su corto de producción autónoma «Crucifixio», donde muestra la rutina de un cura que termina masturbándose con la sotana puesta. También fundaron un canal de YouTube llamado «Up- Zurdas», que con cortos como «Curuchupas» pone al descubierto la homofobia, la transfobia, el sistema patriarcal y el conservadurismo ecuatoriano.
Nos despedimos un viernes a la hora en que el tráfico paraliza a Quito y los «curuchupas» —término ecuatoriano que se refiere a las personas conservadoras y religiosas— están más molestos que nunca. Termina una jornada laboral para ellos y Alberto les roza, camuflado, con su porte masculino y su camisa blanca. Los transeúntes no saben que llegará a casa, prenderá la cámara y como insulto reivindicatorio a sus masculinidades católicas, manchará de semen su sotana imaginaria. Alberto se hará una paja burlona y tal vez, alguno de los curuchupas lo verá en su pantalla con miedo, excitado, a escondidas y eyaculará toda la culpa de ambos.