Vuelvo a dormir abrazado a él. Le digo que lo quiero, pero no es así; tampoco es del todo incierto. Lo quiero en ese momento, para no dormir solo, para besar sus labios delgados, para sentir su risa burlona. Me espera en la esquina del barrio; su casa queda a menos de una cuadra. Tenía ojeras. No ha dormido la noche anterior, se la pasó bebiendo. Se droga con las colillas de los porros que encuentra en las calles. Saca la yerba de esos residuos, de esos envoltorios chiquitos; deposita la carga recolectada en una pipa hecha de hueso. Algunas colillas están aplastadas, manchadas por creyón de labios, algunas son grandes, otras pequeñísimas: el que fumaba no hubiera querido nunca que se acabara el pitillo. Estos residuos brindan mucha información.

La lástima y la necesidad son sentimientos que cuando se juntan tienen un efecto demoledor. Más de una vez he querido abandonarlo, decirle que lo nuestro no tiene sentido. Pero cuando voy a comunicarlo no me salen las palabras; sobre todo cuando lo escucho hablar: no son los vocablos que utiliza; es su tono, las modulaciones de su voz, lo que me paraliza. Termino postergando el anuncio: «No quiero que sigamos viéndonos».

Una fuente de piedra en Quito / Foto: Yanier H. Palao
Una fuente de piedra en Quito / Foto: Yanier H. Palao

Las palomas vuelan alrededor del parque de la fuente de piedra. Hoy están ariscas, como si supieran lo que pasa. No han querido acercarse, ni siquiera por comida: un pedazo de pan viejo, las sobras de la última vez que desayunamos juntos. En esta ciudad no pasa nada. Es una urbe destinada para la escritura, para ir incorporándole historias. Los sucesos son demasiados noticiosos; sin embargo, no veo que se vendan periódicos. Un niño corre detrás de las palomas; su padre o abuelo lo incita a que siga corriendo. Aquí las palomas crecen libremente, no son atendidas por ningún agente del municipio. Las casas de las palomas son los árboles, los aleros de los edificios. Las palomas de por aquí no corren el peligro de ser comidas o maltratadas.

Pienso en él, en su infancia. Me comentó que sus padres eran alcohólicos. De niño, sus hermanos mayores, sus primos, lo obligaban a tener sexo, lo violaban. 

—Eso empezó más o menos cuando tenía cuatro años —me dice.

Su cuerpo alberga años de violaciones. 

—Dormía en la calle junto a otros jóvenes igual a mí. Dormía en las afuera de la ciudad. Era un hospital que se quedó a medio construir por falta de presupuesto. Los bloques estaban sin revestimiento. Al final del día nos reuníamos para dormir abrazados, bajo una misma cobija, que nos habíamos encontrado en la basura. Me acostumbré al tufo rancio de la manta que nos cubría. 

Quizás sea eso lo que nos une: lo hecho a media, lo que no tiene un acabado completo. Hablamos en realidad poco. Lo que me une a él es un sentimiento de pena. Escucho a Julieta Venegas. No hay mucha relación entre la música que escucho y la situación que vivo. No obstante, disfruto esa letra, esa voz dulzona, el rostro angelical casi tonto de la intérprete mexicana. Es linda la muchacha. Nunca antes había vivido una experiencia así. 

Sé que hace años no sufro por el deseo de querer a nadie. Sé que no necesito vivir ese sufrimiento. La última vez que pasé una noche llorando por la pérdida de un amor, fue por aquel hombre de estatura baja que me rompió los lentes en medio de la calle, el restaurador de pinturas de caballete.

¿Cómo puedo seguir recordándolo?; ¿cómo puedo seguir escribiendo sobre él? Todo este tiempo he querido que el muchacho que no amo, sea el amor de mi vida: ¿cómo se entiende eso?

Pongo vaselina en mis labios, que se han quemado porque respiro por la boca. Es la alternativa que mi cuerpo ha encontrado para no morir asfixiado. Tengo el virus. Él es también una alternativa: recibir mensajes, dormir abrazado a alguien. 

¿Pero cuándo me ha importado estar solo, o acompañado?

Uno emigra para perderse, para ser otro, para hacer en otra tierra lo que nunca hiciste en la tuya. Una semana completa para escribir tres oraciones. La dificultad al respirar dificulta la escritura. Dificulta el flujo de pensamiento, el irremediable río de palabras del que surge la escritura.      

Palomas en Quito / Foto: Yanier H. Palao
Palomas en Quito / Foto: Yanier H. Palao

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