En la desembocadura del río Ou, al este de China, conoció el ajedrez a los cuatro años, no sabe cómo. Su madre, enfermera, decidió apuntarlo en una escuela junto a los hijos de sus amigas. Aquellas cosas que ahora recuerda, son todas posteriores al entendimiento del juego. Desde entonces, su rostro ha sido el mismo, inocente y huidizo, presa de una timidez cerval. Su voz es una hilacha y él solo se permite, de tanto en tanto, la mueca de lo que podría llegar a ser una sonrisa. Le gusta oír y ver la lluvia, y si hubiera ejercido lo que formalmente estudió, la abogacía, es probable que sus clientes hubiesen sido absueltos solo por la misericordia que inspira el defensor.
Las cámaras, las entrevistas y los reflectores lo asustan. Encuentra extraños, o inexplicables, los elogios, las celebraciones y la atención. Cualquier exceso, y hay pocas cosas que no le parezcan tal, lo hace retroceder, pero su delicadeza, al cabo, lo vuelve accesible. Aun así, en los circuitos más selectos del juego lo llaman «la tormenta silenciosa». Desapareció durante la pandemia, luego volvió muy brevemente, compitió a última hora en una suerte de torneo local para aumentar su rating, y ese esfuerzo, junto a ciertas afortunadas combinaciones, lo condujo a la disputa del título mundial absoluto después de que el noruego Carlsen abdicara a la corona.
En abril de 2023 llegó a Astaná, Kazajistán, para enfrentar al ruso Nepómniashchi. El duelo alcanzó las tres semanas, un tiempo que en ajedrez significa otra cosa muy distinta, una temporada casi interminable. El descenso a los fondos de la estrategia y las permanentes celadas de la táctica generan una presión abisal. La primera partida concluyó en tablas y en la conferencia de prensa declaró sentirse un poco deprimido. Lo que en boca de cualquier otro pudo considerarse una suerte de truco, en la suya se entendió como una confesión. Tan apocado como amable, Ding desconoce la trampa social o la picardía.
Luego de la derrota en el segundo enfrentamiento, a partir de una jugada forzosa y un tanto absurda en la apertura, Ding cambió su cuartel general a la habitación de un inmueble menor, puesto que el hotel St. Regis, sede oficial del match, le parecía demasiado lujoso. También mandó llamar a su madre y leyó el poema que le había escrito antes de la contienda su amigo Wei Yi, el genio de Yancheng que a los quince años, más temprano que cualquier otro, había sobrepasado la barrera gravitacional de los 2700 puntos, y quien firmaría unos meses después, ante el maestro cubano Bruzón, lo que para muchos es, hasta hoy, la partida del siglo.
Ding lloró con el poema de su compañero, que dice así: «En el tranquilo mes de abril, un viejo amigo viajó miles de kilómetros./ Una vez enjaulado, el pájaro se eleva en los cielos; una vez cautivo, el pez se zambulle en el río./ Por muy lejos que estén nuestros pueblos, qué nos importa, si vagamos juntos./ Los asuntos humanos están plagados de problemas; cada día nos depara preocupaciones./ Solo en un mundo de blanco y negro la perfección pura permanece./ Avanza sobre la posición enemiga, inquebrantable y seguro./ ¡Cuando regreses el 26, beberemos hasta saciarnos una vez más».
En el poema, Ding es el pájaro y Wei Yi el pez. Ambos han abandonado el calor de la casa y han recorrido el suelo extranjero, enfrentando a los más duros rivales, confundidos y azorados por los ruidos de Occidente. El mundo en blanco y negro se refiere, desde luego, al color de los escaques del tablero de ajedrez, y la perfección pura no es otra cosa que la espacialidad de una belleza abstracta, el tipo de milagro intocado que algunos escasos magos, entre los que se encuentran ellos, llegan a producir.
Sin embargo, Ding no volvió a China el 26 de abril, tal como el poema auguraba. Fue un match con tropiezos de ambas partes, con errores impropios de la calidad de los contendientes y también, al igual que en otros eventos similares, con pinceladas de espionaje que para el profano pueden resultar irrisorias y hasta divertidas, pero que aquí son determinantes y trágicas. En mitad del torneo, la preparación teórica de Ding pareció filtrarse, y unos días después las pastillas que Nepómniashchi usaba para dormir desaparecieron de su habitación. Aparentemente, la mucama del hotel las echó a la basura por descuido, aunque, entre todas las medicinas del maestro ruso, solo se esfumaron sus somníferos.
Luego de varios altibajos, el match concluyó en empate, la angustia se alargó, hasta que en la cuarta partida a ritmo rápido, en una posición cargada de nervios y espanto, cuando solo podía aspirar a las tablas, Ding propuso con piezas negras una jugada tan temeraria como desconcertante. Era el 30 de abril. En el movimiento 46, clavó su propio rey al cubrirlo con una torre, algo que nadie recomendaría hacer, pues es como ponerse a tiro de muerte. «¿En qué estabas pensando cuando hiciste eso?», le preguntarían. «En nada», dijo, «en nada». «¿No estabas nervioso en lo absoluto?», insistieron. «No, no». Nepómniashchi diría que quiso de inmediato castigar aquel atrevimiento, pero se percató de que habilitaba algunas combinaciones que también implicaban un riesgo alto para él.
El efecto había sido demoledor, como si en el punto máximo del incendio una de las víctimas se echara más gasolina encima. La jugada parecía esconder una idea profunda, pero lo único que ocultaba era la audacia, el fogonazo de un diosecillo de barro. Veintidós lances después, segundos antes de rendirse, la mano de Nepómniashchi temblaba, el pánico lo estremecía y su mirada no se detenía en ningún lugar. Se había vuelto un objeto de compasión, sacudido por una fuerza seguramente terrible, cuya presencia no podía detectarse más que en la expresión desfigurada de la víctima. Tumbó las piezas en la mesa y apenas alcanzó a sostener aquellas que quedaban con vida en el tablero. Devastado, torpe, casi cae de la silla antes de marcharse al camerino. Estrechó la mano del maestro chino y tropezó consigo mismo.
Ding hundió la cabeza y resopló exhausto varias veces, mientras emitía constantes gestos de negación. Era todo lo contrario a la imagen del triunfo. Él solo parecía aliviado. «Me acordé de Camus», dijo. «‘Si no puedes ganar, hay que resistir’». En otro deporte la desgracia es patrimonio del perdedor. En el ajedrez eso no resulta tan evidente. Desde entonces, Nepómniashchi ha participado en muchos torneos en distintas modalidades, alcanzando como de costumbre un extraordinario nivel de juego. Los estragos del duelo en Astaná, en cambio, le arrebataron a Ding la capacidad de conciliar el sueño, su depresión se acentuó y su estado de salud es aún poco menos que lamentable. Vivió encerrado por meses y pensó seriamente en abandonar de modo definitivo la alta competición.
Su reaparición, casi un año más tarde, pareció responder más a sus compromisos profesionales que a la voluntad propia o el deseo. Recientemente, en un torneo sin demasiada importancia en la costa alemana del Báltico, Ding disputó una partida de consuelo entre los dos últimos lugares, y apenas en el primer movimiento la mano que temblaba era la suya, completamente rebasado por el recuerdo de la violencia que se desencadena a partir de ahí. «Quizá la gente no me conozca tan bien. Ni siquiera yo me conozco», ha dicho. Uno querría curarlo, pero nadie sabe de qué, salvo, quizá, su madre, a quien le entregó su premio de dos millones de euros como campeón del mundo. Así ha sido desde la primera vez. No necesita el dinero y no saber qué hacer con él.