Besos de amor en Virginia Beach

    Después, tendido como suelen hacer las islas,/ miraré fijamente al horizonte,/ veré salir el sol, la luna,/ y lejos ya de la inquietud,/ diré muy bajito:/ ¿así que era verdad?

    Virgilio Piñera, «Isla»

    Estamos desayunando frutas y huevos, pan y yogurt. El niño tiene asma por el cambio de tiempo y yo tengo asma por el estrés. Demasiadas facturas que pagar, demasiados sobrecargos en una semana. Pero los niños no se enteran de nada y procuramos que no se enteren. Nada de eso forma parte de su vida aún. Iremos a publix antes de tomar la US1 en dirección a Rickenbacker Causeway. Necesitamos paquetes de galletas de pececitos y jugos de mango para las meriendas de la semana hasta el miércoles. Y, por supuesto, una cuña de carrera de Hot Weels para sumar a la colección (dice la señora cubana vendedora de publix publix publix que me alegre de que mi hijo siempre quiera comprarse una maquinita porque eso quiere decir que tiene su sexo definido, le dije que a mí también me gustan las maquinitas y me miró con pena).

    Encontramos dinosaurios en el escaparate de desahogo. Los mismos dinosaurios de siempre que se olvidan y recuperan cada cierto tiempo. Esto es lo que llevaremos, mamá. Tomamos algunos miligramos de budenoside y albuterol con el nebulizador perfecto que Rosie Inguanzo nos regaló. Vi en Amazon un nebulizador con cabeza de dinosaurio, pero este que tenemos desde el 2019 es un héroe de la república de las caídas. Se ha caído varias veces y no se rompe. Es como esa gente que no se adapta, golpes por todos lados, pero irrompible. Pequeñito y blanco, aunque manchado, como mamá. Metemos los dinosaurios en un frezzer ziploc bag extragrande de Ikea para que quepan de todos los tipos.

    En la bifurcación, continuamos por Brickell Avenue para doblar a mano derecha en uno de los semáforos siguientes. Una tapia más o menos cuadrada sirve de anuncio a donde nos dirigimos, nosotros y muchísima gente, que prefiere las playas de Key Biscayne a las playas del norte, cerca de Lincoln Road o más al norte aún. Es lindo ver el mar y simplemente olerlo, sin pensar en ningún significado. A mí me inquieta el sol y el aire salado que quema. Me he manchado completamente desde que empecé a trabajar en 2021 distribuyendo libros para niños, pues el sol me da de frente a través del cristal durante horas, pero el sol de la playa es otra cosa. El aire salado y la arena golpean duro la piel, no me gusta. A pesar de eso, verlo y olerlo mientras nos acercamos sigue provocando un desenfreno en el pecho, un salto en la boca del estómago. Como si esa carretera fuera otra y empezaran a surgir aquellos tubos metálicos enormes un kilómetro antes de llegar a la playa, cuando tenía diez años.

    Mi hermana y mi cuñado no se casaron, pero ya tienen una hija de once meses que es mi segunda sobrina. Una vez lo oí decirle a uno de sus compañeros de trabajo: esta es la más grande mía, refiriéndose a mi sobrina mayor, que no es su hija de sangre. Después de ese día lo quiero más. Desde que están juntos, nos hemos acostumbrado a esta playa que parece una islita separada de Miami, porque hay que tomar un sendero de dos millas con iguanas hasta el final. Iguanas, mapaches, uvas caletas, mosquitos y hasta dinosaurios de todos los colores en una bolsa de nylon. El final es una bahía con un muelle y varias cabañas donde la gente se esconde del sol, monta sus casas, pone música y esparce el asado. Los carros parquean en círculo. No nos escapamos de la circularidad.

    Las iguanas que nos dan la bienvenida por la carretera Cordero Arturo (así se llamaría en español Arthur Lamb Jr. Rd) son enormes y quietas, aunque he visto a algunas correr a la misma velocidad que un velociraptor. Para entrar nos detenemos en la garita, donde debemos pagar la entrada, que cuesta ocho dólares por automóvil. Mi hermana y mi cuñado dicen que si venimos temprano no hay nadie en la garita y nos ahorramos los ocho dólares. Nunca nos ha pasado. La garita es el arco del triunfo de una mujer de mediana edad que también pone música en la garita, Álvaro Torres o Marco Antonio Solís. Hoy está cantando Marco Antonio Solís, mientras le doy mi tarjeta de crédito a la mujer por la ventanilla. Justo en el momento en que me la devuelve y yo quito el pie del freno, después de darle las gracias por el recibo, Marco Antonio Solís canta: si no te hubieras ido sería tan feliz.

    Hoy cambió la hora y es una hora más tarde. Abuelo viejo no viene porque se siente mal. Cuando viene, siempre trae naranjas y se las come él mismo. Cuando estaba embarazada me dio por comer naranjas. Podía comerme una bolsa de diez naranjas en un ratico. El primo de mi cuñado y su mejor amigo siempre vienen. Traen cerveza Heineken y hablan boberías. Son cariñosos entre ellos y celan a mi cuñado. Cada uno por separado dice que mi cuñado se desatina cuando llega el otro. Mi hermana también lo cela. Mi cuñado esparce chorizos y carne de res sobre la parrilla, fumando como una chimenea. Por eso está tan flaco, dice mi hermana. A base de cigarro y sin comer. Todos conversan. 

    Me voy al mar con los niños a cocinarme al sol. Creo que la nariz se me va a caer. Parece que se cae pero no se cae, igual que tantas cosas que deberían caerse, pero nada, no se caen. Regreso al carro a buscar los dinosaurios, para jugar en la arena hasta que la nariz se caiga. Los niños están felices. Hoy no hay mapaches. Iba a poner «en busca de» pero me pareció construido. Quiero decir demasiado construido. Me gusta la construcción, pero no demasiada. Es mejor escribir despacio para darme cuenta de la frase muy construida y borrarla, antes de que ocupe espacio o pase desapercibida. Construimos un parque jurásico de arena que es en realidad un círculo. Él solito lo hace, con el pulgar. Yo lo observo raspar la arena, con la mano cerrada y el pulgar tenaza, abriendo surcos subcutáneos.

    El paisaje de neveras llenas de hielo con laticas de cerveza (porque no permiten botellas), sodas, agua, bebidas refrescantes y comidas frías para que no se malogren forma una segunda cresta del lado de acá del mar. Años atrás vinimos con otras personas. Un hombre nacido en Miami comentó lo curioso de esta playa, que era la playa de los negros antes de que llegara la ola de cubanos y latinos a Miami. No he comprobado el dato porque el comentario fue hecho delante de Achy Obejas, que lo confirmó. Y tampoco era el punto exacto donde estamos ahora. Hay una playa muy cerca, más oficial, llamada Virginia Key Beach Park, implementada con otro confort. Se trata de una isla, en efecto, rodeada de playas accesibles y bajitas. Nosotros estamos en el lado más salvaje, más pegados al mangle y a la naturaleza. Igualmente hay salvavidas y puestos de comida en verano. Pero lo mejor de la playa es lo que podemos hacer fuera de temporada, alejados de las ventas. Mi cuñado y sus amigos conocen al hombre del carrito, que se pasea entre las cabañas y trae pedidos que le hacen. La oferta deliciosa del ceviche mixto es la preferida de mi hermana. 

    Al lado de los niños y los dinosaurios, en la arena, una pareja se unta bloqueador solar mutuamente y se acaricia. Adentro del mar otra pareja se besa. Detrás de nosotros, una madre le arregla el traje de baño a su hijo, que ya es un hombre de su tamaño. La alegría y el agua terminan en beso como mismo la escritura termina en construcción. Mi hijo besa a mi sobrina. Mi sobrina besa a mi hermana. Mi hermana besa a mi cuñado, que también la besa, en traje de buzo profesional. Mi cuñado juega con su primo, como dos niños. El primo de mi cuñado me alcanza una cerveza. Me dice que la argolla de mi nariz es muy grande, que me la cambie, y mi cuñado le dice que no sea fresco, que eso se llama septum, no argolla, y que me queda muy bien. Yo beso a mi hijo, lo abrazo, lo aprieto, aprovechando cada segundo, aunque el sol me haga heridas y la nariz se me caiga. 

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