Donde el cineasta Luis Alejandro Yero habla de la censura en La Habana mientras acaricia un elefante rosado bajo la nieve

    Tras la exclusión de su filme ‘Llamadas desde Moscú’ del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, el realizador denunció la «violencia» de las autoridades políticas y culturales cubanas.

    Hay un momento de esta entrevista en que le digo a Luis Alejandro Yero (1989) que la censura cubana ha visto un cóctel Molotov en su más reciente película, Llamadas desde Moscú, estrenada a principios de año en la sección Forum de la Berlinale. Y por eso nada más natural —en Cuba— que proscribirla de las pantallas del Festival de Cine de La Habana. 

    Le pido entonces que intente un ranking mínimamente razonado de los ingredientes que, en su opinión, componen ese pequeño artefacto terrorista a ojos del Censor… Y enseguida cometo la impertinencia de sugerirle algunos principios activos de la fórmula.

    Yero responde que ya he respondido yo. Y me doy cuenta de que no hay nada que ordenar o jerarquizar en un cóctel Molotov, y mucho menos es posible —o provechoso— cartografiar a ciencia cierta el cerebro burocrático del poder totalitario. Por lo demás, esos ingredientes se mencionan y se elucidan a lo largo nuestra conversación; están oportunamente disueltos en ella y mezclados entre sí.[1]

    Diré todavía que la suya es una película atrevida y virtuosa. Y que la última secuencia parece filmada por un magnífico Yero del futuro, recién llegado tal vez de la órbita de Solaris.

    JAM: Tu largometraje documental Llamadas desde Moscú fue excluido injustificadamente del programa oficial de la edición 44 del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana. Entiendo por tu mensaje en Instagram que esto fue algo que viste venir…, pero aun así no pudiste esquivar, decías, la tristeza y la rabia inmediatas. ¿Cómo te sientes ahora? ¿Has logrado poner en cierta perspectiva lo sucedido?

    LAY: Han transcurrido ya dos semanas, el Festival terminó, cineastas y películas recibieron sus premios, La Habana volvió a su tiempo de hastío y sobrevivencia. Ciertamente, no ha cambiado mucho el cómo me sentía cuando hicimos público el anuncio. Sí, tristeza y rabia, pero sin dejar que las emociones me paralizaran o arrastraran a un estado de fatalismo.

    Hace unos días en Santo Domingo, en una conversación con un grupo de recién conocidos, me preguntaron cómo me sentía al respecto de toda esta situación. Allí había exiliados cubanos, un matrimonio de colombianos, parte de mis amigos más cercanos que son de República Dominicana, de Venezuela, un grupo bastante heterogéneo en la naturaleza de sus diásporas. Y llegamos a cierto consenso: ni la amargura, ni la tristeza deben paralizarnos; ni volvernos obsesos por la fatalidad del exilio. Lo importante es convertir la expulsión —sea por motivos políticos, económicos, afectivos, el que sea— en un boomerang, mantener la vitalidad, el gozo de vivir, porque solo esa vitalidad permitirá fundar la nueva nación que anhelamos. En mi caso, la respuesta a todo lo que ha sucedido con Llamadas desde Moscú es continuar extendiendo esa red de afectos y conspiraciones que ha surgido por medio mundo, y, desde mi lugar, seguir con lo único que sé hacer: películas. 

    En el equipo estábamos preparados desde hacía más de un mes, cuando a mis amigos les llegaban los emails de confirmación o rechazo del Festival, y a nosotros, solo un preocupante silencio. Apenas nos confirmaron lo que estaba sucediendo en secreto —la espera por la aprobación de los filtros políticos—, sabíamos que nuestra película ya estaba condenada. Solo había que prepararse para hacerlo público apenas anunciaran la programación y fuera evidente la ausencia de Llamadas desde Moscú

    Sabíamos que el equipo de programación la había incluido de inmediato en la competencia de Documental, y que, junto a otras películas, todas cubanas o filmadas en Cuba, aguardaba por la aprobación final de los programadores definitivos del Festival de La Habana: los censores políticos. Acá respondo a un señor llamado Jorge Ángel Hernández, que escribió un artículo de una mediocridad mayúscula donde me atacaba acusándome de ególatra, narcisista y resentido furibundo, porque el Festival tenía el derecho de excluir las propuestas que considerara no tienen la calidad suficiente. Por su parte, Fernando Rojas declaró —en referencia a Llamadas desde Moscú— que no aceptarían ninguna película que atacara «la Revolución». Han sido las dos únicas respuestas directas que he recibido hasta ahora. A ver si se organizan mejor sus asesores de Comunicación Pública. Por un lado, un señor que justifica la exclusión con los criterios de calidad del festival, y, por otro lado, el propio viceministro de Cultura que confirma impúdicamente la censura de la película por motivos políticos. 

    Entonces, nuestra reacción no fue un arranque súbito, ni me sentía arrobado por las emociones. Nada de esto me sorprendía, porque mi caso es uno de los tantos que han ocurrido durante décadas. Además, ¿qué significa para ellos prohibir la exhibición de una película, cuando tienen más de mil presos políticos en sus cárceles? ¿Qué significa la censura de nuestra película, cuando cientos de familias cubanas han sido quebradas por una violencia mucho mayor, y aguardan que hijos, padres, madres, hermanas y hermanos salgan de las prisiones en las que terminaron por pedir mejoras durante las manifestaciones del 11 de julio de 2021? Hay violencias mucho más graves ocurriendo ahora mismo en Cuba. Esa perspectiva, que estuvo desde el inicio, no impediría denunciar la censura, porque debe quedar apuntada cada una de estas violencias. El gaslighting del gobierno cubano es brutal, y todavía muchos están convencidos de su dignidad e inocencia. El silencio y la impunidad es el triunfo mayor de un violador. 

    Al final, sea pronto o más tarde, toda persona que ejerce violencia termina condenada a la soledad. 

    Still de ‘Llamadas desde Moscú’ (2023), de Luis Alejandro Yero
    Still de ‘Llamadas desde Moscú’ (2023), de Luis Alejandro Yero / Imagen: Cortesía del realizador

    Has dicho que emprendiste la película para responder la interrogante de qué es el hogar. Y, bueno, Llamadas desde Moscú ofrece una mirada en escorzo, mínima, a la gran crisis migratoria cubana de los últimos años, pero la película tiene la virtud de abrirse hacia una red multidimensional de referencias, temas e historias que asoman gracias a las propias conexiones que establecen los protagonistas mediante sus teléfonos móviles e Internet. Me parece que de ese modo logras documentar, con dosis iguales de rigor y ligereza, ese no habitar que acontece todo el tiempo en el «no lugar» de las redes virtuales, lo cual resulta casi inevitable para el migrante del siglo XXI —en especial, como vemos, para estos cubanos en Rusia. Sin embargo, creo que ese dispositivo narrativo es todavía más importante para plantear la crisis general —en la psique de los personajes y, por supuesto, en los hechos— del «lugar antropológico» que es Cuba (el hogar primero). 

    ¿Por qué/cómo decides reunir a estos personajes en un punto singular —un departamento más bien aséptico de AirBnb, y un clásico diván con motivos fitomorfos— para narrar, desde ahí, siguiendo las líneas de fuga de sus propias interacciones digitales?

    La película en sus inicios resultaba más ambiciosa. Deseaba un retrato mucho mayor de la comunidad migrante queer y cubana en Rusia, que incluía también a varias mujeres trans. A lo largo del año de escritura e investigación remota, fuimos tejiendo un relato que pretendía convertirse en una especie de Las mil y una noches del éxodo cubano. Pero apenas llegué a Moscú, y al ver las imposibilidades de acceso y las fragilidades de los protagonistas deseados, tuvimos que acomodarnos a una película más sencilla y con otras soluciones de realización. Se hacía imposible filmar en las casas de los participantes, ya sea por la prohibición de sus caseros o por la negativa de alguno de los muchos inquilinos que cohabitaban en un mismo espacio —hasta diez personas en un apartamento. Se hacía imposible filmar con ellos en la calle por el pánico ante la probable aparición de la policía rusa —una de las más corruptas del mundo—, que podía terminar, como mínimo, en un soborno que duplicaba sus salarios de todo un mes. 

    La película encontraba en su propia realización el tema profundo que la orientaba: la ausencia del hogar, su significado, y qué convierte un espacio en casa. Nuestros participantes carecían de un hogar; por tanto, era imposible filmar en un hogar. De ahí que reescribimos la idea originaria —algo que ocurre muchísimas veces en el documental; de hecho, es saludable que ocurra así—; nos planteamos rentar un Airbnb en la periferia de Moscú y convertirlo en un escenario, en un espacio artificial donde representar o acoger los gestos mínimos de un cotidiano que se hacía épico en sus mínimas acciones. Ser gay, inmigrante ilegal, cubano, y con casi ningún capital material y cultural, implica una verdadera odisea en Rusia. 

    Ya hallado el dispositivo que haría posible la película, surgió otra cuestión a resolver. Habíamos decidido filmarlos por separado, que nunca interactuaran —de hecho, ninguno de ellos se conoce entre sí—, para de esta forma intensificar la sensación solitaria de la condición migrante en un territorio tan hostil como puede llegar a ser Rusia. Rápidamente surgió una pregunta muy obvia: ¿cómo filmas a alguien en solitario?; ¿haciendo qué? Surgió entonces un objeto muy presente en sus vidas: los celulares. Significan su única ventana a la patria íntima que dejaron atrás: sus familias, novios, vecinos, amigos. Y, también, su única forma de pertenencia, más allá de los cubanos con quienes logran hacer pequeñas comunidades en Moscú. Porque Rusia, con sus leyes migratorias desfavorables y su política represiva hacia la identidad LGBTIQ+, hace en extremo difícil cualquier intento de integración. 

    Más allá de la obvia cuestión de las identidades de estos individuos, ¿cuán queer es esta película (también en términos estéticos o genéricos)?

    A lo largo de estos diez meses que lleva la película en su distribución por festivales, nos hemos encontrado con algunas reacciones curiosas, por llamarles de una forma amable. Si bien nos han acogido con una generosidad tremenda en algunos espacios enfocados hacia nuestra comunidad, en otros nos han dicho que Llamadas desde Moscú no resulta queer, o no lo suficiente. 

    El término, sujeto a muchos debates y reflexiones, pienso que a veces puede convertirse en una especie de cárcel. A veces me encuentro con situaciones donde lo queer, que apela a lo heterodoxo, al rechazo a las normas, a lo disidente, se plantea como un mandato de ciertos tics y comportamientos: la misma lógica de aquello a lo que se opone. 

    Siempre he entendido lo queer como sinónimo de libertad y de hallar tu propia expresión, sea cual sea, sin pedir la aprobación de ningún mandato, sea cual sea. Y esa expresión no se reduce únicamente a tu orientación sexual o identidad de género. Creo que trasciende a todas las formas de expresión humana. 

    Ser un hombre gay significó para mí una serie de rebeldías. Y si Llamadas desde Moscú retrata a cuatro jóvenes gays, si su equipo de realización en su mayoría es queer, hay una sensibilidad que inevitablemente nos une a todos y que se traspola a la película: la historia compartida de nuestras desobediencias y resistencias. Cada uno de nosotros venimos de contextos muy distintos, con más o menos privilegios, pero todos tuvimos que enfrentarnos y defender nuestra identidad en algún punto ante nuestras familias, nuestros amigos, ante el mundo. Y eso crea una sensibilidad muy específica, que inevitablemente se filtra en la propia película. Ya el hecho de que los protagonistas canten karaoke travestidos con un abrigo rojo únicamente al interior de un apartamento, y no en las calles de Moscú, como deseábamos al inicio, habla ya de esa disidencia, esa resistencia ante la hostilidad de las normas opresivas.  

    Que vengan a decirnos que la película no es suficientemente queer, me parece, cuando menos, irrespetuoso con nuestras propias historias. 

    Mientras vemos la imagen de un elefante rosado bajo la nieve moscovita, Juan Carlos te dice por teléfono: «…y para estar en Cuba, sin futuro, sin nada, un país que está podrido en la necesidad, en la miseria […], entonces, nada, seguir hacia adelante». Y luego: «Este es un país [Rusia] donde no hay democracia; aquí tú no tienes derecho a opinar libremente lo que sientes y crees». Más adelante se escucha a un influencer hablar del 11J y denunciar la represión en la isla, etc. Estos son solo un par de momentos explícitos, pero siento que la película tiene una gran corriente, digamos, agonista o beligerante que viaja por debajo del relato más íntimo y estilizado, como en sordina, sobre el extrañamiento de la experiencia migratoria. 

    ¿Consideras que se trata de un filme político? ¿Hasta qué punto filmaste y montaste el documental con una conciencia de sus efectos específicamente políticos, dado también el contexto cubano?

    La película es profundamente política. Que sus protagonistas estén en Moscú es consecuencia directa del totalitarismo y el colapso de Cuba. Que nunca aparezcan en los exteriores de la ciudad se debe a las políticas desfavorables hacia la migración en Rusia. Que no puedan vestirse en las calles de Moscú con el abrigo rojo que con tanto desparpajo usan en el interior del apartamento mientras cantan canciones pop, responde a la profunda homofobia del país, que Putin ha convertido en las leyes más opresivas de Europa. Que los escasos trabajos precarios e informales a los cuales logran tener acceso hayan reducido aún más sus posibilidades, habla sobre ese otro totalitarismo, el del gobierno de Putin y su invasión a Ucrania, que ha significado el aislamiento de Rusia respecto a medio mundo. 

    Como bien dices, todo esto se halla como una lava subterránea que corre bajo la premisa principal de la película, esa exploración sobre el concepto del hogar. La ausencia de hogar responde a todas estas cuestiones políticas. 

    Articulamos Llamadas desde Moscú con varios interlocutores: uno más inmediato que se identificaría con el éxodo cubano, la invasión a Ucrania, los derechos LGBTIQ+ en Rusia, las políticas migratorias desfavorables, y un lector más alejado que pueda dialogar con cuestiones que trascienden cualquier época y geografía: el hogar, la pertenencia, el propio tiempo como verdadero fundador de toda casa. 

    Del rodaje de ‘Llamadas desde Moscú’, de Luis Alejandro Yero
    Del rodaje de ‘Llamadas desde Moscú’, de Luis Alejandro Yero / Foto: Cortesía del realizador

    En La mala memoria, Heberto Padilla cuenta que escribió los poemas que luego iban a condenarlo en la isla mientras vivía y trabajaba, justamente, en Moscú. Las circunstancias son muy diferentes, pero tú también has traído estas imágenes de allá… ¿Sientes que ahora, finalmente, ha quedado fuera del juego alguien que, sin renunciar a una obra crítica, ha sido en los últimos años coordinador de la Cátedra Documental de Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV) y que, por ejemplo, hace cinco años ganó el Premio Coral a Mejor cortometraje documental en el propio Festival de La Habana [Los viejos heraldos (2018)]?

    Me da igual, porque a ¿qué juego te refieres? Yo sigo mi propio juego, que es el de los amigos, los encuentros, la generosidad, el desparpajo, el construir afectos y nueva vida. Estoy donde quiero estar. Y esto debo agradecerlo a los muchos amigos y familiares que me acogen y protegen. Y es también por el trabajo duro de estos años, que me ha permitido tener autonomía y libertad de movimiento. La escuela de San Antonio, donde me formé como cineasta y ahora coordino su Cátedra Documental, es un espacio donde, por lo pronto, he decidido estar. Es un lugar que me ha protegido desde estudiante y me ha permitido construir una familia. Y, sobre todo, para mí significa un proyecto pedagógico que ha tenido un impacto gigantesco en las cinematografías de Latinoamérica, e incluso más allá del continente. Realmente, junto al jardín de mi abuela, es el único lugar que puedo llamar hogar en Cuba. 

    Y digo esto con conocimiento de las manchas y fallos que hay en su funcionamiento. Como mi propia familia que se fundó alrededor de ese jardín que cuida mi abuela. La escuela donde trabajo y vivo algunos meses del año —aunque su carácter sea internacional, y sus miembros, una comunidad compuesta por personas de muchos orígenes, geografías, ideologías, privilegios, caracteres y culturas— no deja de ser una institución que debe rendir cuentas al Ministerio de Cultura; no solo por radicar en territorio cubano, sino también por recibir una parte de sus ingresos del presupuesto nacional. 

    Y respondo a otro de los dardos envenenados y ridículos que lanzó ese señor, Jorge Ángel Hernández, quien me describe como «becario y asalariado de la EICTV, cuyo financiamiento y recurso no caen de mamá, por cierto». Bueno, los recursos salen de la riqueza que crea mi familia y todo cubano que trabaja, y, también, de todos los migrantes que sostienen a sus familiares desde la diáspora inyectando millones de dólares a un país en ruinas, incapaz de proveer los bienes mínimos a sus ciudadanos. Por tanto, yo no tengo que pedir ningún permiso a nadie sobre qué decir, hacer, dónde estar o cómo comportarme. Mucho menos a las instituciones políticas cubanas, que apenas logran funcionar como unos matones que mal gestionan y coartan ese capital material, espiritual, cultural que creamos nosotros, los ciudadanos cubanos. 

    Por otra parte, al interior de la escuela han existido y siguen existiendo —seguirán existiendo— diferencias a veces radicales entre sus miembros, que han traído episodios algo infames que muchos recordamos con dolor y a veces rabia. Pero es la familia a la que he decidido pertenecer. Porque hasta ahora, y aun cuando esas diferencias no siempre se resuelven de la mejor manera, ha existido el principio inquebrantable de una enseñanza libre y arriesgada, de intentar construir una comunidad ecuménica donde cada uno pueda hallar su lugar. 

    Del rodaje de ‘Llamadas desde Moscú’, de Luis Alejandro Yero

    No siempre se logra. Toda comunidad humana siempre implica una lucha. Lo decía Sartre: «el infierno son los otros». Pero, justamente, en sobreponerse a ese infierno e intentar construir una tierra común está la verdadera grandeza. La escuela lo sigue intentando. Y eso me mantiene allí. Cuando ya esto no ocurra, como siempre hago, será hora de despedirse. 

    […]

    Me interesa el destino de los protagonistas del filme. ¿Qué sabemos, si es posible decirlo, de ellos?

    Dariel y Juan Carlos continúan en Moscú. Viven gracias a los trabajos que logran hallar, limpiando la nieve en las calles, trabajando en la construcción, en los mercados, uno de ellos a veces modela para marcas rusas. Siempre me dicen que, a pesar de la dureza de la vida, prefieren estar en Moscú que en Cuba. Dos de ellos regresaron tras la invasión a Ucrania. Como cuento en la película, perdí el contacto con Daryl. No sé ahora mismo dónde está. Eldis va y viene. La última vez que hablamos estaba en Haití comprando mercancías para revender en Cuba. 

    ¿En qué proyectos estás enfrascado ahora mismo? ¿Qué cine quiere hacer L.A. Yero?

    Inicié la investigación de un nuevo documental que continúa las búsquedas de Llamadas desde Moscú. Esta vez deseo filmar en la frontera entre México y Estados Unidos. Pasé todo el verano último viviendo, investigando y dando talleres para migrantes queer en Tijuana. Pronto esperamos hacer el segundo viaje de investigación, y filmar en algún punto del 2024. 

    Escribo también mi primera película de ficción. Muy pronto para hablar públicamente sobre ella, más allá de su título: «Las montañas quemadas». 

    Y otras más, que estoy conversando con los amigos, tanto como director como productor. De tanta autogestión en mis películas, he ido desarrollando una habilidad, aún con mucho por fortalecer y aprender, en la producción. A mi alrededor existen amigos con una sensibilidad increíble con los que deseo unir fuerzas para gestar nuevas películas. Me interesa crear un corpus fílmico, tanto como director como productor, que manifieste una nueva sensibilidad: desparpajada, libre, generosa, arriesgada. Sí, una sensibilidad queer


    [1] Excepto, quizá, uno de esos elementos: la participación de Llamadas desde Moscú en el reciente IV Festival de Cine INSTAR, una iniciativa autónoma de índole trasnacional que encarna, en cierto modo, la misma materia diaspórica con que trabaja la película de Yero y que ha sido objeto de una campaña de descrédito por parte de la institucionalidad cultural en la isla.

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    Jesús Adonis Martínez
    Jesús Adonis Martínez
    Es, como Dios o cualquier otra cosa, posterior al Big Bang. Es, por tanto, nuestro contemporáneo. Lee, y a veces escribe. Cuando alza la vista se descubre, siempre asombrado, en medio del mundo.
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