Un enemigo permanente 

    Hace unos meses, en una página web de una institución cubana, se publicó un texto firmado por Esteban Lazo Hernández, presidente del Consejo de Estado y de la Asamblea Nacional de Cuba, y la profesora Miriam Nicado García, de la Universidad de La Habana. El título es: «La formación político ideológica de los estudiantes universitarios en el contexto cubano actual». Recorrer el texto hasta llegar a —o asignarle, o inventarle— un núcleo sentimental podría ser interesante. En él se mencionan las manifestaciones antigubernamentales del 11 de julio de 2021; la generación de dirigentes a que pertenece Esteban Lazo tiene ese día atravesado en el pecho. Si en algún momento se les ve, junto a una ventana, mirando al vacío, estarían pensando en ello.   

    El texto tiene frases como esta: «El objeto del trabajo político ideológico son precisamente los valores, pero los valores que forman ese sistema de valores de la Revolución, los cuales sintetizan la ética martiana y fidelista, y resumen el sentido histórico y los anhelos de todos los cubanos dignos». Aquí se aclara con firmeza que los valores que promueve el trabajo político ideológico no son valores universales; no están en Homero ni en Balzac ni Stendhal ni Goethe. Los valores de los que hablan Lazo y Nicado fueron confeccionados por «un grupo de trabajo, formado por especialistas de diferentes instituciones del país», basándose en «la sistematización del pensamiento de Fidel, de Martí y de otros grandes pensadores». Podemos imaginarnos quiénes serían esos «grandes pensadores», pero, ¿por qué no están enumerados en la frase?

    Los valores que se mencionan en el texto son los siguientes: «patriotismo, antimperialismo, dignidad, responsabilidad, laboriosidad, solidaridad, humanismo (sensibilidad), honestidad, honradez y justicia, como los más representativos». Aquí, como con los «otros grandes pensadores», se ejerce una jerarquía que da cierta dirección a la frase. Los dos primeros valores son «patriotismo» y «antimperialismo»; el orden inclina la frase hacia un lado, la parcializa. Del mismo modo, Fidel y Martí son los únicos «pensadores» citados con nombre propio. La intención es clara. 

    Los valores que siguen se subordinan a la inmanencia de los dos primeros. Veamos: «cubanos dignos». Esa dignidad, ¿a qué se refiere? Cierto uso de dignidad podría orientarse hacia las condiciones materiales de vida, hacia determinado confort, determinada sanidad básicos, hacia promesas que pudieran haber sido incumplidas durante décadas, lo cual implicaría, quizá, decepción entre los cubanos, es decir, la impresión de que se vive de forma indigna y de que las expectativas han sido defraudadas, etc. Estas supuestas determinaciones, sin punto de apoyo, sin goznes en los cuales girar, son una condición peligrosa para la especificidad que propondría una Revolución guiada por valores propios y por sus propios grandes pensadores, Martí, Fidel… El resto de los valores son como mascotas, animales de compañía que obedecen a una frecuencia de sonido que emiten al entrechocar las dos primeras palabras: son neutros, abstractos; podrían aplicarse a cualquier entorno, Noruega, Holanda, Chile.  

    Entre «patriotismo» y «antimperialismo», del mismo modo que entre Fidel y Martí, hay también una gradación. Uno colorea al otro. A saber, patriotismo implica ser soldado, estar predispuesto a defender una causa que administran los jefes, prohombres cuya inteligencia y retórica vigila el marco de un territorio físico-administrativo. Esto, si se aprecia bien, también es neutro, opaco, sin foco, porque no asigna un enemigo concreto. 

    «Antimperialista», en cambio, es más definido. El soldado predispuesto a luchar puede identificar a lo lejos que le amenaza un ente goloso y de dimensiones físicas superiores. Se le llama «imperio», y es un traga-todo. No se trata de un pequeño enemigo, sino de una entidad filosófica, abrumadora. Si se escuchan los noticiarios cubanos, se nota que la palabra «imperialismo» ha sido construida alrededor de Estados Unidos; no incluye una idea sobre el expansionismo más vasta que incluya, por ejemplo, a Rusia, o China, o la antigua URSS. Se usa conforme a su estrechez. De este modo, el valor de «antimperialista» de la Revolución tiene hacia donde orientarse y reaccionar. 

    En el texto de Lazo y Nicado refieren el proyecto de «convertir a Cuba en una gigantesca escuela formadora en valores». Enumeran, pues, «factores diversos que intervienen y en muchos casos frenan el proceso de educación». En las diez menciones se emplaza a los docentes, se les anima a trabajar. Pero el informe no toca en ningún momento las crónicas carencias económicas que se asocian a la larga lista de prohibiciones que impone el gobierno sobre sus ciudadanos, la ineficiencia de la empresa estatal socialista, el endemismo del robo de recursos estatales, la corrupción de los empleados. Este comportamiento es una gran escuela de valores a cielo abierto de la cual participan docentes que se ven abocados a ejercer, digamos, por inercia, por legado cultural o, simplemente, para sobrevivir. 

    Esteban Lazo parece ajeno a ello. Su olvido puede ser voluntario, estratégico. Quizá ese olvido es retórico, voluntario, consciente; sin embargo, por ello no resulta menos conmovedor. La retórica del poeta y la del político confluyen, tal y como dice el poeta Fernando Pessoa: «El poeta es un fingidor./ Finge tan completamente/ Que hasta finge que es dolor/ El dolor que de veras siente». 

    Digamos que, mientras mira al vacío en su oficina, se repite: «Esteban, es que así debe ser, así debemos lidiar con el desánimo: olvidándolo, sacándolo del pensamiento». Lazo, descrito así, es un hombre envenenado por su propia misión; una especie de matemático que olvida voluntariamente a su familia y se exhorta a sí mismo a comprender el mundo con números y fórmulas, sin jalones morales, sin más imantaciones que las que provienen de las cifras. En su texto, se leemos este fragmento: 

    El trabajo político-ideológico es capaz de ejercer influencia sobre el ánimo político y la opinión pública. Establece ajustes positivos en la actitud de las personas hacia el contenido, formas, tareas y actividad del Partido y el Estado. Forma ajustes y actitudes negativas hacia el enemigo político. Su tarea es también la de formar una opinión pública positiva con relación a los hechos concretos e intenciones del Partido y del Estado, la creación de lo indispensable para la realización de la política y la orientación de la voluntad de los individuos estimulándolos a la acción para ejecutarla. (Pozo, 2017, p. 12). 

    Toda la sabiduría de Esteban Lazo parece condensada es este párrafo franco y maquiavélico. Predomina en ella la cualidad acrítica, obediente y sugestionadora del cuadro político. La eficacia y potencia como sugestionador que debe tener el guía político-ideológico es apenas la punta visible del iceberg; por debajo hay un pesado volumen de obediencia, responsabilidad y voluntad que bloquea el sentido crítico y promueve el sacrificio. Lazo viaja en ello, en una jaula o cápsula espacial, absorto en sus pensamientos.

    En un marco más abstracto, es importante observar que este arquetipo de hombre no puede ser concebido sin un enemigo. Si hay sol, hay luna. Para que haya oscuridad debe haber luz. Para que haya un hombre debe existir la presión que lo configura: su enemigo. Sobre tal figura hay siempre un otro que acosa y potencialmente derriba. 

    Como el Estado cubano rechaza el mercado por doctrina, apenas ha permitido a sus ciudadanos el desarrollo de vínculos con el mundo exterior. Esto implica que muy pocos dentro de la isla puedan saber de primera mano la verdadera magnitud de los ataques del «imperio», o hasta qué punto es real que este es el causante principal de la precariedad económica que sufre el país. Por supuesto, el Estado no permite nada que huela siquiera a mercado libre. Las fuerzas productivas internas, estimuladas por la libre competencia y la propiedad privada, quizá podrían aliviar el déficit de alimentos, la precariedad del transporte, la carencia de casi todo. Los sectores más críticos y curiosos de la población, a menudo universitarios, están sometidos también a estas molestias inmediatas: la censura constante en las artes o en los centros laborales, las prohibiciones al emprendimiento… —en cuyas fórmulas, si se mira bien, no se percibe la presencia del elemento «imperio», sino, de modo absoluto, la del Estado. Estas nociones se agrandan en la mente del universitario idealista y excitan su aparato generador de hipótesis. Una de ellas plantea la naturaleza absolutamente egoísta de un poder demasiado ocupado de sí mismo como para atender las necesidades tanto económicas como creativas de quienes están sujetos a él. 

    Ahí sucede una mutación decisiva. El arquetipo generado no se sale del carril por el que viaja. El logos instalado mediante esta ingeniería política, del cual es muy difícil librarse, se vuelve contra sus autores. El Estado cubano se vuelve la fuente de presión inmediata. Se le identifica entonces, según sugiere el arquetipo, como enemigo, es decir, como el causante de todos los males y al mismo tiempo como perfilador de su identidad. Derrocar a ese Estado entonces otorga sentido a la vida.  

    Quienes construyen las bases del trabajo político ideológico amueblan las mentes. Pero quienes habitan esas mentes orientan los muebles hacia donde más les acomoda. Los ciudadanos, universitarios o no, tienen imaginación; tienen capacidad igualmente de regenerar y mutar un sistema de valores. Ese proclamado producto estrella, «el antimperialismo», es sintetizado. El joven, que ya es un adulto, siente que se libera al crear su propia hipótesis. Cree que existe en efecto, un enemigo externo, uno cohesionado y de dimensiones imperiales, uno que causa todos los males, y que ese enemigo se manifiesta a diario, de forma inmediata, y omnipotente, pero este no es Estados Unidos… Es el Estado cubano. 

    Entre la papelería de José Martí, héroe nacional de Cuba, hay una carta inconclusa que escribió antes de morir. Su autor tuvo que interrumpirla y atender la llegada de un general, Bartolomé Masó, al campamento donde descansaba. Al otro día se subió a su caballo y fue a cargar contra una tropa de soldados españoles. Mientras cabalgaba hacia sus enemigos empuñaba un revólver. Como las balas son invisibles podemos imaginar la escena de este modo: un hombre a caballo avanza a trote mediano. En algún momento del trote se tumba a un lado hasta caer de la bestia.

    En la carta que Martí escribe horas antes, le cuenta a un amigo mexicano que su lucha se enfocará en evitar la anexión de Cuba a los Estados Unidos. Se expresa de forma inspirada, con figuraciones antimperiales. El estilo es exaltado; parece una represa que ha roto su barrera de contención. Va al grano de inmediato y comienza a hablar de sí mismo, de cómo se siente; parece un sujeto que necesita desahogarse. Las imágenes vienen simultáneas a su cabeza, las ideas se aglomeran. Por ejemplo: 

    Las mismas obligaciones menores y públicas de los pueblos, -como ese de Vd., y mío,- más vitalmente interesados en impedir que en Cuba se abra, por la anexión de los imperialistas de allá y los españoles, el camino, que se ha de cegar, y con nuestra sangre estamos cegando, de la anexión de los pueblos de nuestra América al Norte revuelto y brutal que los desprecia, -les habrían impedido la adhesión ostensible y ayuda patente a este sacrificio, que se hace en bien inmediato y de ellos. 

    Viví en el monstruo, y le conozco las entrañas;- y mi honda es la de David […]. 

    Se refiere a sí mismo como el David bíblico, aquel que cuenta apenas con una honda para derrotar a su poderoso enemigo, Goliat, arquetipo que remitiría a Estados Unidos, a España… a cualquier poder de dimensiones míticas, mágicas, ante el cual él habrá de prevalecer. Un David victorioso. Y no es para menos: su presencia en los campos de la isla es en ese instante una prueba de su triunfo. Aquella contienda había sido organizada por él. 

    Se refiere a la nación norteña como a un «monstruo». Estados Unidos es una abstracción enorme, insaciable, pesada, que cuando cae sobre algo lo quiebra y lo hace saltar en pedazos. Puede percibirse cómo sentía Martí la amenazadora eficacia de Estados Unidos. Sus dimensiones le tapaban el sol a aquella banda de rezagadas, las Antillas, incluida Cuba. Escribirle al respecto a un mexicano era probablemente como escribirle de vinos a un sommelier. Un mexicano es un experto; alguien que ha sufrido, verificado empíricamente, el peso de Estados Unidos. Las consecuencias de esa vecindad con un territorio que brillaba y subyugaba a la vez.  

    En la carta, el dirigente Martí piensa ya en Estados Unidos porque acaso da la guerra contra España como pan comido. Si se aplana el texto, pues su autor tiende a un estilo inflamado, podemos identificar que le han llegado rumores desde diferentes fuentes. Hay fuerzas en Cuba y España tratando de pactar una anexión con Estados Unidos. 

    el corresponsal del Herald, que me sacó de la hamaca en mi rancho, me habla de la actividad anexionista […] Y de más me habló Bryson,- aunque la certeza de la conversación que me refería, solo la puede comprender quien conozca de cerca el brío con que hemos levantado la revolución. 

    José Martí es un independentista coherente, y también un hombre: está hecho de razón y pasión. Le atormenta, por supuesto, la idea de que su esfuerzo redunde, que regrese a donde comenzó todo, que su país, su Patria, recaiga en la condición de colonia. Y también ve en ello un ninguneo. Le hinca en el orgullo que lo ninguneen, que lo traten como a plebe que no merece autodeterminación. 

    Ha de observarse también que hay una conexión entre su actitud hacia Cuba y el estilo de escritura. Esta sensación de estilo tiene fondo; da cuenta de las olas que chocan dentro del pecho de José Martí, del material con que se teje y desteje su filigrana espiritual. Todo lo que vio desde su niñez en Cuba, los crímenes, las arbitrariedades, la esclavitud, lo asume como afrenta personal. Las relaciones abusivas entre los hombres no dejan de interpelarlo. Quizá le suceda con todos los hombres, pero deberá poner un marco a su proyecto de hacer-algo-para-resolverlo, y así va asumiendo una identificación parental con su país, con el territorio. El país retumba dentro de él; todo lo que está dentro de sus fronteras administrativas y emocionales le atañe. Es tal su sentir que no puede simplemente pasar página. Esta inquietud ante las afrentas colorea, tensa, le da ritmo y furia al texto. 

    No se pasa página cuando interviene el pensamiento, recuerda el físico Fritjof Capra, obsesionado con despojarse de la tradición que no lo deja avanzar en sus investigaciones. «La percepción causa una reacción sensorial, dijo [Krishnamurti]; a continuación interviene el pensamiento —“quiero…”, “no quiero…”, “deseo…”— y así se genera el deseo. No lo causa el objeto del deseo y persistirá con objetos diversos mientras intervenga el pensamiento. La única forma de librarse del deseo es librarse del pensamiento».

    El pensamiento es lo que hace flotar las piedras en estas figuraciones de José Martí; lo que hace posible que él sienta que pertenece a un territorio. «Lo que Krishnamurti no dijo fue cómo puede uno librarse del pensamiento», razona Capra. 

    ¿Siente Esteban Lazo el mundo de un modo similar al modo en que lo sentía José Martí? Ninguno de los dos puede concebirse sin estos jalones de la Patria, y sin evocar a un enemigo poderoso. Se sienten conectados a Cuba. El territorio amenazado les obsesiona como si fuera parte de su cuerpo. Sobre ambas concepciones no prima una visión artística, o económica, sino marcial, militar, guerrera. Esta orientación hacia José Martí y Fidel Castro, otro guerrillero, afecta no solo las visiones e instintos de Esteban Lazo, sino de varias generaciones de cubanos.  

    El prohombre antimperialista Esteban Lazo, y no la profesora Miriam Nicado, es el vector que colorea y orienta el texto. Lazo es un hombre alto, que proyecta tranquilidad y autoridad cuando habla. Es ya un anciano; habla cansado. Tiene ojos rojos e implacables. Cuando clava la mirada en alguien no solo parece que lo fulmina, sino que sabe de lo que habla. Lazo es una mezcla de hombre práctico, de antiintelectual, y de eso que proyectan ciertas personas que vienen de regreso de todo. Digamos que es como un arquero que conoce cómo aprovecharse del viento y cómo inclinar el arco para que la flecha llegue al blanco. Pero no es que sepa si se serrucha el piso, si derriba a tal o más cual presa. Eso no lo sabría nadie. Ni Fidel ni José Martí, que murió al día siguiente de esbozar su plan de trabajo para los años siguientes. 

    Lazo tiene un vocabulario estrecho, a veces se come las eses. Hay abundantes chistes sobre él, y muchos son racistas. En algunos lo hacen ver como un gorila, en otros se refieren a su bajo nivel cultural. Cada insulto contra él es un viaje a su condición de hombrecito amenazado. Se cuenta que Martí usaba un anillo hecho con el hierro del grillete que arrastró en la cárcel; quería que ese drama lo acompañara siempre.  

    Es fácil y ordinario pensar que Lazo tiene una formación académica deficiente, pero difícil admitir que posiblemente sabe en verdad dónde dice peligro, o dónde el rebaño de universitarios puede quedarse deslumbrado sin más por la atracción de lo desconocido. 

    ***

    El 19 de agosto de 2021 varios periodistas cubanos asistieron a una reunión que daba inicio a un ciclo de encuentros de Miguel Díaz-Canel, presidente de Cuba, con miembros de diferentes sectores de la sociedad fieles al Partido Comunista. El motivo era hacer frente a las protestas multitudinarias del 11 de julio, acontecidas un mes antes. Fueron convocados reporteros de otras provincias, pero en la carretera uno de ellos dio positivo a la prueba de COVID-19 y ordenaron que el ómnibus regresara a casa. Asistieron en su mayoría periodistas de la capital. En todo el país se esperaban nuevos brotes de rebeldía ciudadana. Para un sector de la población eran días alegres, llenos de esperanza; querían un cambio. Para otros, el sector conservador, un grave peligro ensombrecía la Revolución. Miles de jóvenes estaban siendo arrestados; las autoridades del país habían emprendido una campaña de escarmiento. 

    El encuentro se realizó en un salón solemne del Consejo de Estado que resulta familiar. En ese espacio de puntal alto y piso de mármol, rodeado de helechos arborescentes que crecen bajo un régimen de climatización artificial, se ha recibido a Barack ObamaHugo ChávezXi Jinping y cientos de invitados de primer nivel. Los visitantes especiales en esta ocasión eran periodistas de medios estatales. Estaban sentados en sillas distantes entre sí para evitar el contagio, todos hablaban detrás de sus mascarillas. 

    Díaz-Canel entró en el salón vestido con vaqueros negros, camisa azul suelta por encima del cinturón y remangada hasta los antebrazos. Saludó con una palmada campechana, de cómplice, a Ricardo Ronquillo Bello, presidente de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC); tensó los muslos y se sentó. A su faz habitual de hombre de digestión pesada se sumaba un tono de parquedad y eficacia. Su introducción pareció el título de un informe oficial; duró 48 segundos. Invitó a los periodistas a analizar «la situación actual y sobre todo el papel que la prensa debe jugar o que juega en las condiciones del país».  

    Existe en YouTube un video resumen extraído de la transmisión diferida que se hizo del evento. Comienza con la intervención de un veterano periodista de la prensa escrita llamado José Alejandro Rodríguez, de 68 años, quien destacó el papel valiente de los jóvenes de la prensa oficial durante la cobertura del combate contra la pandemia. Hizo referencia a que habían arriesgado la vida reportando desde las zonas rojas con peligro de contagio. 

    Mencionó a dos jóvenes que se habían concentrado en narrar «el drama de la vida y la muerte incrustado en una historia», sin una sola consigna, sin una palabra del universo de la propaganda. Lo había entusiasmado que el verdadero mensaje —el triunfo de Cuba sobre la enfermedad bajo la dirección del Partido Comunista— estuviera allí de forma «subyacente», «sin triunfalismos». 

    Luego hizo un llamamiento a abandonar el modelo que condena a los medios de prensa a volverse órganos de propaganda oficial, porque había «desgajamientos» de jóvenes talentos que se entregaban a «otras causas» al no dejarlos reflejar sus visiones de la realidad. Con «otras causas» se refería a profesionales recién graduados que pasaban al periodismo independiente financiado por agencias de los Estados Unidos.

    Otra veterana del sistema de prensa, Edda Diz Garcés, de más de 65 años, directora de la Agencia Cubana de Noticias, leyó un breve informe donde mencionó la falta de transparencia institucional que impedía a los periodistas hacer coberturas eficaces en defensa de la Revolución. Razonó que la comunicación debía ser más proactiva que reactiva, y que debía apelar más a las emociones, sin dejar de dar argumentos. Pidió que el mandatario compareciera al menos una vez por semana para explicar temas de actualidad y agregó: «El pueblo sabe que ni los dirigentes ni los periodistas dicen mentiras». 

    Ana Teresa Badía, en la cincuentena, profesora universitaria y periodista de la radio, citó un estudio sobre la salud de la comunicación política en el país. ¿Qué pensaba la población de los políticos y su gestión económica? Las personas usaban con frecuencia las palabras o sintagmas «desconfianza», «ineficiencia», «mentira», «especulación», «ineptos», «improvisados», «bloqueo», «éxodo», «hay que irse», «huérfanos sin Fidel». No se estaba comunicando bien la política del Partido Comunista. El estudio recomendó que los mensajes debían ser más intencionados, debía lograrse una combinación más eficaz de racionalidad y emotividad. 

    La frase de Edda Diz Garcés y la investigación comentada por Ana Teresa Badía hacen pensar en que hay un conocimiento de causa en el gremio oficialista. Este conocimiento de causa corrige la frase de Diz Garcés: «Aunque no lo queramos reconocer, el pueblo [encuestado en la investigación] sabe que tanto los dirigentes como los periodistas dicen mentiras». 

    José Alejandro, Edda y Ana Teresa no querían hacer propaganda, pero tampoco les preocupaba asumirse como veladores o defensores de las ordenanzas impartidas por el Partido. José Alejandro aspiraba a que el mensaje del Partido —o la superioridad del Partido, o la hegemonía del Partido— fuese subyacente, que no se notara. ¿Trabajar con esta expectativa no es hacer de propagandistas? 

    A juzgar por quienes tomaron la palabra: si se notaba la intencionalidad del mensaje, no era periodismo, sino propaganda. Clasificaban la calidad del mensaje en propaganda visible o invisible. ¿Qué sentido tiene ofrecer una escena así en televisión nacional? Respuesta: normalizarla; volver un hábito vivir en el misterio de una contradicción.

    Se podía servir mejor a los intereses del PCC trabajando el lenguaje, amplificando las emociones, construyendo mensajes cuya intencionalidad se camuflase en bucles y pliegues retóricos tan atractivos que, visto a la distancia correcta, no dejara ver grietas. Querían que sus mensajes fueran tan incuestionables como el propio Partido Comunista se percibe a sí mismo. Sobre todos gracias a reflejos engañosos como el que reproducía Edda Diz Garcés: todos saben que no mentimos.   

    Ariel Terrero, de 59 años, periodista de temas económicos, también pidió la palabra. Partió de que existía una diferencia entre comunicación política y comunicación de medios. Según él, en la práctica, los medios cubanos eran influidos negativamente por la comunicación política oficial. Esta imponía códigos que empobrecían el trabajo de la prensa. Había una comunidad de intereses entre ambas esferas, dijo, pero la comunicación política sometía a la mediática. 

    Terrero consideraba, por ejemplo, que no había que esperar a que la Presidencia del país respondiera a un ataque para sumarse a la respuesta combativa. Debía existir una diversidad de enfoques sobre un mismo hecho. No abundó en qué consistía esa «diversidad». ¿Se refería a una diversidad alineada con el punto de vista del Partido Comunista? No sería complicado imaginar qué sucedería si varios comentaristas de tendencias ideológicas diversas pudieran tener espacio para expresar propuestas o críticas.

    El 27 de noviembre de 2020 (27N), un grupo de artistas pidió frente al Ministerio de Cultura (MINCULT) garantías para la libertad de expresión.  El movimiento de protesta fue dividido por la propaganda oficial y la policía política en fieles e infieles a la Revolución. En general, los artistas tenían razones suficientes para pedir no solo «derecho a tener derechos», sino la disolución del Partido Comunista. 

    Ariel Terrero, sin embargo, hablaba de una diversidad unitaria, fiel, un artificio que en última instancia cediera y se protegiera en un discurso esotérico hasta desaparecer. Su modo de «decir sin decir» era precisamente una muestra de la única «diversidad» posible, un juego de diversidades ilocalizables.

    Armando Franco, de 27 años, director de la revista Alma Mater, pidió la palabra en la reunión. Dijo que si desapareciera la Editora Abril nadie la extrañaría. Las publicaciones que producían no se estaban imprimiendo y no tenían lectores. Franco fue destituido meses después. Es posible que la causa de su destitución estuviese relacionada con una serie de trabajos sobre las revueltas del 11 de julio de 2021, que aparecieron en la versión digital del medio que él dirigía. En esos artículos no se juzgaba a los indignados, no se les acusaba de mercenarios ni provocadores. En una escala menor, Alma Mater mostró cierta autonomía; publicó textos que intentaron comprender por qué las personas se habían lanzado a las calles en toda Cuba gritando consignas contra el comunismo, el gobierno y sus dirigentes. Más adelante, en la reunión, sus colegas citaron criterios de Armando Franco sobre la autonomía de los medios, pero estos fragmentos no aparecen en el video publicado. 

    Rosa Miriam Elizalde, de 55 años, propuso crear un gabinete de guerra mediática. Contagiada con el tema pandemia, dijo que había más ciencia invertida en la propaganda contra el gobierno que en la fabricación de vacunas. Elizalde fue por mucho tiempo directora de Cubadebate, medio digital cuya misión es elaborar contenidos enfocados en combatir la opinión pública negativa emitida desde el exterior contra el gobierno cubano. En un periodo de su carrera estuvo muy cerca de Fidel Castro, quien la consideraba entre las mejores periodistas del país. Se volvió célebre en el gremio nacional a partir de la crisis económica que siguió al fin de la Unión Soviética por unos reportajes de tono profiláctico que produjo para la prensa escrita sobre la prostitución en Cuba. Ahora hablaba dulcemente, como maestra de parvulario doctorada en Pedagogía, pero con el estilo acerado y filoso que acaban por proyectar los funcionarios de alto rango, sin demostrar flaquezas, acudiendo a la jerga militar y la amenaza de invasión externa. 

    Elizalde desarrolló el tema del ciberataque permanente del imperialismo norteamericano contra Cuba y argumentó la necesidad de más recursos para el gremio. No abundó en el contenido de lo que se producía en los medios, sino en la necesidad de incrementar el respaldo logístico para evitar un hecho como el 11J. Los medios de prensa se deterioraban por falta de inversiones. Las sedes de los periódicos apenas contaban con autos o con ancho de banda para la navegación en Internet que permitiera hacer coberturas en línea. 

    Ricardo Ronquillo, de 56 años, presidente de la UPEC, razonó sobre el peligro de perder credibilidad: «Lo único que nosotros no nos podemos permitir…», dijo. «Lo dijimos con mucha claridad y con mucha fuerza… Se lo dijimos a los compañeros del Partido y del gobierno de los territorios… Todo lo que hagamos políticamente que menoscabe el crédito del sistema de medios públicos no solo desacredita al sistema de medios públicos. Junto con el descrédito del sistema de medios públicos menoscaba el crédito del sistema de instituciones de la Revolución. Van juntos». Los medios, continuó Ronquillo, debían tener «la suficiente autonomía, autorregulación, […] la capacidad de decidir sus contenidos, discutir su agenda, poner su agenda». 

    Ronquillo es opaco a la hora de localizar el problema que ata de manos a los medios oficiales cubanos. Es cierto que menciona a los compañeros del «Partido y del gobierno de los territorios», pero tal parece que no se refiere a ellos como culpables, sino como acompañantes en la refriega de encontrar y extinguir cierto tipo de pereza, cierto hábito que habita en «determinadas instituciones». La palabra institución por sí misma no dice nada. Se asume que lo institucional por vicio es negativo; tiene estatutos, estructuras, reglas que son colocadas o no, que son liberadas o impuestas y que podrían resultar laberínticas a voluntad de quienes las conforman. En ese sentido se asume que él habla de los burócratas mediocres y corruptos que trabajan fuera de la influencia del espíritu justo del Partido en las instituciones. 

    ¿Por qué Ronquillo no es más específico? ¿Por qué no le dice a Díaz-Canel que el Partido que él dirige tiene una parte importante de responsabilidad en el problema? La respuesta no es solamente «miedo»; podría ser idealismo. Ronquillo podría ser un idealista enceguecido por una idea luminosa que le cuesta abandonar; porque si la abandona: ¿qué sentido tendría su vida? Podría ser miedo e idealismo a la vez. Una entidad atávica, arquetípica, incluso anterior a José Martí, Fidel Castro, o Esteban Lazo, hecha de miedo e idealismo a la vez… 

    Quienes hemos trabajado en medios oficiales sabemos que Ronquillo no quiere mirar hacia el Departamento Ideológico del Partido Comunista. Quizá a ellos se refiere cuando habla de «determinadas instituciones». Fuimos criados en el mismo juego; miles de veces condenamos al culpable a morir, le apuntamos a la nuca, pero disparamos al cielo. El condenado se iba caminando, y sonriendo tranquilo.  

    Ronquillo habita un traje que en algún momento en Cuba casi todos usamos. Ese traje nos hace proceder como esos súbditos ilustrados a quienes se les tiene prohibido mirar a los ojos al monarca, y, aunque ello nos moleste, sabemos que no mirar es necesario para que la unidad permanezca, para que el universo en que crecimos no se desmorone. Cuando decimos Ronquillo, decimos drama, estructura, carapacho, techo, máscara… Algo nos dice que hay un ronquillo acurrucado dentro de aquel otro Ronquillo que, en la reunión, jugaba a no decir del todo lo que había que decir. 

    En la misma intervención Ronquillo tuvo a bien evocar la experiencia de Alma Mater. «Tal y como decía Armandito, las respuestas no son de un mes: ahora es instantaneidad». Con ello se refería a la lenta respuesta de la prensa oficial ante sucesos extraordinarios como los del 11 de julio. Los directores de medios, excepto el mencionado Armando Franco, habían esperado la orden del Departamento Ideológico para dar cobertura al momentum de los indignados. 

    Pero tal «instantaneidad» por sí sola no resolvía nada, pues se puede gritar al instante frases hechas y consignas desprestigiadas. Su «instantaneidad», entonces, tenía una curiosa fe en la rapidez. Pero como ser rápido no implicaba ser veraz, quizá lo que intentaba decir Ronquillo es que, si se movían «rápido», «muy rápido», no iban a ser detectados por los radares del dispositivo que los mantenía atados. O sea, si se movían rápido, no serían captados por la «cámara de vigilancia» que anulaba la veracidad y el prestigio de los medios de comunicación oficiales. De este modo las mordazas de los funcionarios del Partido Comunista no caerían a tiempo sobre las bocas de los periodistas. 

    Otra lectura dentro del reclamo de rapidez hecho por Ronquillo sería… sugestionar al Partido Comunista para que desinstalara la cámara de vigilancia. Ronquillo querría entonces que el Partido Comunista tomara nota de la imposibilidad de su reclamo como presidente de la UPEC. Querría decirles a las ovejas, frente al pastor y el perro ovejero, que nada les impedía salirse del rebaño. Nada, salvo su propia voluntad. 

    Ese Ronquillo tal vez quería que el Partido comunista, presente allí en la persona de su primer secretario, viera corriendo a Armando Franco, evitando el imposible de ser captado por la cámara de vigilancia, y que viera a la multitud de quietos-en-base del resto de los medios, y se apiadara de ellos como gremio, y se apiadara de sí mismo como Partido, y se diera cuenta de que había algo anómalo, cómico, inmaduro en todo ello. Las palabras de Ronquillo hacían lo que podían, intentaban generar ese virus. 

    Pero, ay, lo que había pedido el presidente de Cuba en sus 48 segundos iniciales, sin embargo, no era autonomía, no era lo-que-pedía-Ronquillo, sino más compromiso. Quería que los periodistas asumieran que el 11J había sido también responsabilidad de la prensa. 

    Hablar así no era una innovación de Díaz-Canel, sino un comodín bastante frecuente en la retórica de los políticos cubanos acostumbrados a buscar enemigos externos incluso dentro del más recóndito interior: responsabilizar al Dios del conformismo dentro del militante, acusarlo de no haber hecho más con menos, hacerle ver que como subordinado tenía la misión de autovigilarse, y de resolver sus propias dudas y las de sus compañeros, de empujar al país para resistir a toda costa los embates de la pobreza y la austeridad cada día mayores. 

    La «prensa revolucionaria» que encarrilaba allí Díaz-Canel debía hacer que los reveses que agobian a las familias —la carencia de alimentos, la inflación, los apagones, la falta de medicinas y de transporte, la corrupción, los regalos a los médicos, las prohibiciones impuestas por el Estado al sector privado, la apatía e ineficiencia de la empresa estatal socialista— no fuesen vistos con negatividad y, todavía más, se convirtieran en victorias. De tal modo se quería transferir a la prensa, como una enfermedad venérea, los problemas de descrédito e ineficacia de los políticos. 

    Díaz-Canel aspiraba a que el periodismo fungiera como cortafuegos, que desviase la atención cuando fuera necesario, que atendiese a los logros y nunca a los fracasos, mucho menos a los responsables de los fracasos. Los periodistas oficiales cubanos no solo debían trabajar con los escasos recursos materiales que mencionó Rosa Miriam Elizalde, también debían elaborar mensajes que hicieran olvidar la materialidad que exige la vida. Eran los encargados de hacerles creer a los cubanos confinados en la isla que su existencia mejoraba sin que esto sucediera en realidad, o que la sociedad participaba en algo.  Asumían que resistir, mal vivir, sufrir represión y callar, era un modo de participar. 

    Gracias a las intervenciones de Ronquillo y de Terrero podemos intuir que todos los que estaban presentes bloqueaban partes de sí mismos y potenciaban otras, intentaban representar un papel, usaban una máscara en aquella reunión. Las soluciones que presentaron ante el presidente no eran más que sofismas contradictorios, imposibles. 

    ***

     En su libro sobre la Curiosidad, Philip Ball observa que era un «imperativo de humildad piadosa lo que llevaba a San Agustín a recomendar el asombro al mismo tiempo que condenaba la curiosidad». 

    Ball se refiere a estas líneas de San Agustín: «Pues no se acerca el Señor salvo a los contritos de corazón, ni es hallado por los soberbios, aunque con curiosa pericia cuenten las estrellas del cielo y las arenas del mar, y midan las regiones del cielo e investiguen el curso de los astros».

    Para San Agustín, explica Ball, «el asombro no tenía nada de frívolo ni de hedonista: infundía temor reverencial y nos recordaba nuestra impotencia e insignificancia frente la gloria divina. De ahí que el asombro ante el esplendor de la naturaleza se considerase la reacción apropiada: la disposición a creer en prodigios y maravillas no era solo digna de encomio, sino poco menos que un deber religioso. La curiosidad, como el escepticismo, delataba falta de fe y de devoción». 

    El asombro como recompensa implica estar a salvo de la angustia del que se queda sin paradigmas, a la intemperie, por haber ido demasiado lejos con la curiosidad. Aquella reunión de los periodistas con Díaz-Canel era un espectáculo de asombro y no de curiosidad. 

    Como en las protestas de Tiananmen, en 1989, muchos de los periodistas compartían las decepciones que habían impulsado a la población a tirarse a las calles; vivían en la misma precariedad. Pero el dispositivo de inteligencia del cuadro comunista Díaz-Canel puso a prueba un sistema de resiliencia que se dispara incluso en el individuo más sensible y capaz. Este se camufla; prepara un techo que lo protege ante la adversidad. A semanas de una protesta multitudinaria en toda Cuba, donde se gritó todo tipo de ofensas contra el presidente y el comunismo, la periodista Edda Diz Garcés dijo: «El pueblo sabe que ni los dirigentes ni los periodistas dicen mentiras».  

    ***

    En la novela La carretera, de Cormac McCarthy, un padre y su hijo de unos diez años vagan por un mundo devastado buscando sobrevivir y llegar al sur, donde intuyen una solución, un hogar. Todo se ha quemado, los árboles caen, solo hay cenizas y humanos caníbales. En un pasaje encuentran al fin, luego de meses o años, una especie de almacén enterrado, con abundante alimento y provisiones. Hay carne prensada, golosinas, legumbres enlatadas. Como el almacén está bajo tierra, el padre, el hijo y el lector tienen la sensación de que están protegidos. 

    Al cerrar el libro este episodio permanece en la memoria. Si se lee de nuevo, o si se ve la versión cinematográfica, el lector o espectador ya avisado espera con alivio que ese momento llegue. Este alivio tiene algo que ver con la comprensión que hacemos de esta novela y de lo que nos rodea. Conectamos con el padre porque nos sentimos, al igual que él, en una tierra desbastada por la soledad, por el desamparo, por una terrible intemperie. Intemperie implica abandono, y el abandono, la agonía. 

    El padre resiste, no se quiere entregar a la muerte que anuncia la intemperie. El padre se aferra a la responsabilidad que implica tener un hijo, la responsabilidad de mantener su creación viva. Este «hijo» es una causa, y ante la intemperie esa causa nos ofrece una especie de alivio, de consuelo, de morada. Defender esa morada nos anima a no tirar la toalla y salir adelante, salvar a nuestros íncubos. Tal podría ser esa la situación de Ronquillo y de Esteban Lazo. Si se es padre en la precariedad, si a menudo se mira a un hijo y de ello emana la pregunta de «¿por qué te quiero tanto?», es casi seguro que La carretera se vive como metáfora de la vida propia. 

    Para quienes han sido criados dentro de un poder totalitario eficaz como el de Cuba, no es sencillo alejarse de la sensación de que no se ha hecho todo lo posible para salvar algo en lo que se creyó; aunque han sido hijos, tienen esa sensación de padres. El sistema que los crio y dio sentido a sus vidas se vuelve un referente al cual se quiere devolver el gesto de cuidado. El que ha sido emplazado por tal poder pone toda su inteligencia, ingeniería y sensibilidad en encontrar o crear un almacén de provisiones en el páramo. Defiende la necesidad de permanecer entre quienes ama, para protegerlos, y para ser protegido. 

    Su obediencia es una íntima y sofisticada filigrana hecha de silencio, autocompasión, pros y contras, posibles e imposibles puertas de escape, ignorancia, miedos, y cálculos hacia el futuro. Cada milímetro de esta filigrana ha sido ganado a la adversidad; es un trozo de plástico, PVC, teja francesa que conforma el techo bajo el cual se acurruca el hombrecito constituido en la educación de una perenne amenaza. No importa cuán precaria sea la morada; al trozo de PVC agujereado, a la despensa vacía, a las colas enormes por un desodorante les llamará, por ejemplo, «dignidad revolucionaria», y se convertirán en su hogar: un asombro cuya integridad debe ser defendida. Tal sujeto renuncia a encontrar el fondo de las cosas; renuncia a buscar la verdad con sus paredes de mármol o de mampostería; mira con desdén ese otro impulso. Defiende simplemente una morada, un espacio seguro donde habitar. El hombrecito amenazado no está nunca fuera del alcance enemigo, pero sí a cubierto del francotirador que lo acosa. 

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    Carlos Melián
    Carlos Melián
    Vive en Santiago de Cuba. Las congas lo hacen llorar. No tiene pasión por ningún deporte, pero es fan a Savón, a Rigondeaux (a quien una vez le picó un cigarro), y a Gabriel Pierre el gran pelotero. Cree que el verdaro cronista de la música cubana es Candido Fabré y no Juan Formell. Y que Cuba se divide en esos dos bandos, los de Fabré y los de Formell. A él le gusta más Formell porque tiene tendencias pequeñoburguesas, pero eso no quita que el tipo sea Fabré. Fabré forever. No fuma, pero es picador fula de cigarros. Le da ansiedad ver a una gente fumando, no es que sea un estafador, o que no se le pare.
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