Janie
No lo volvió a ver hasta una mañana de inicios de julio de 2023. Ese día se paró ante un par de hombres uniformados, severos, sudados. El calor húmedo de Cuba, del Caribe, es tan distinto del europeo continental. Dejó todas sus pertenencias sobre una mesa y le pidieron que vaciara sus bolsillos. Ella accedió a que palparan su cuerpo.
—Puede entrar —le dijeron.
Había pasado más de un año desde la última vez que lo vio. Fue en la casa de él, en Dresde, Alemania, muy cerca de la frontera norte de la República Checa. Aquella vez, después de pasear por el jardín y la huerta, él anunció que, como cada año, juntaría todos los días de vacaciones para visitar a su familia en Cuba. «Nuestra familia», dijo. Prometió que, como siempre, regresaría en dos o tres meses.
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Lo encontró sentado en una silla, inclinado sobre una mesita de cristal, vestido de gris. Era muy distinto al hombre de Dresde. El cabello antes rizado y rebelde, y con las puntas rubias, estaba ahora cortado casi a ras de cráneo. El rostro altivo, ahora demacrado. Los brazos fibrosos, ahora blandos, sin consistencia ni tersura, considerablemente más delgados. De lo que alguna vez fue el cuerpo pequeño y fornido de su padre, solo quedaban sus manazas rudas, tonificadas durante décadas por el mango del hacha y el azadón; manos que envidiaría cualquier púgil, unas manos, sin embargo, tan engañosamente toscas.
«Yo lloré. Él lloró. Lloramos juntos, abrazados, por casi media hora», recuerda ahora Janie Frómeta.
Ella tiene una rara manera de acentuar las palabras, calza «ges» al final de las primeras sílabas y pronuncia las «eñes» como «ni», pero domina muy bien el español. Él, Luis Frómeta Compte, su padre, cubano de nacimiento, le enseñó su idioma cuando era apenas una niña, mientras iba aprendiendo sus primeras frases en alemán. «Tienes que saber español porque eres medio cubana, para que un día puedas hablar con tu familia en Cuba», le decía.
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El pequeño salón en que se reencontraron era un espacio agradable: aire acondicionado, un sofá de cuero, cortinas limpias cubriendo las amplias ventanas. Luis le dijo que no se dejara engañar, que ese lugar, una prisión conocida como el Combinado del Este, no era para nada aquello que veía.
—Hablemos en alemán —dijo también.
Janie aceptó. Sospechaban que en algún lugar de ese cuarto podía haber un micrófono escondido, tal como había escuchado ella que, muchos años atrás, hacía la Stasi en la parte de la Alemania dividida en que nació.
«Entonces me contó que en realidad vivía en una celda húmeda, oscura y ruidosa», recapitula la hija. «Que había tres literas y otros cinco presos con él. “Todo está sucio”, me dijo. Y también que su cama tenía chinches, y las cucarachas estaban por todos lados. Incluso había visto ratones. Después me pidió hablar de cosas más alegres».
Janie le contó sobre su hermana, María, y sobre los dos nietos.
—Todos están bien. Todos estamos pidiendo por tu libertad. Mamá también.
—¿Y el jardín? —preguntó él.
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Desde que llegó a la entonces República Democrática Alemana (RDA), con 23 años, allá por 1985, Luis Frómeta procuró tener al menos un pedazo de tierra donde sembrar. Su última casa, la que dejó en Dresde en junio de 2021, lo tenía. Allí plantó un jardín con distintos tipos de flores, curiosamente todas amarillas, y otro más, uno especial, exclusivo para sus girasoles gigantes. Siempre que María o Janie lo visitaban con sus hijos, él les daba un paseo; las actualizaba sobre las plantas que ayudaba a crecer; alardeaba de sus favoritas, y dictaba cátedra sobre qué hojas no deben cortarse nunca y qué cantidad de agua necesita cada especie. Janie recuerda haberlo escuchado hablar en secreto con sus flores. Alguna vez, incluso, oyó que les cantaba.
Cerca del jardín, estaba la huerta con pequeños sembrados de maíz, patatas, grosellas y frambuesas. Algo más allá, la joya definitiva de su corona: una parcelita de frijoles negros que cuidaba con excesivo esmero. Durante años, Luis se empeñó en lograr una plantación de estos granos, que difícilmente progresan en la tierra y el clima de Dresde. Su sueño, decía, era un día autoabastecerse de frijoles negros, para que nunca le faltara un potaje «a la cubana».
«Le dije que el jardín estaba bien para tranquilizarlo. Hablamos mucho. Le prometí que íbamos a hacer todo lo posible por sacarlo de ahí. Que muchas personas sabían que era inocente».
—Cuando salgas —le dijo—, vamos a celebrar con una botella de ron que te gusta: un ron Mulata de los que bebías antes.
Él, de nuevo, se echó a llorar.
Ramona
El calvario de Ramona Frómeta Compte comenzó en la mañana del 12 de julio de 2021, cuando su hermano Luis convenció a su esposo, Aldo Delgado Romero, de salir en busca de una botella de ron. Ramona los despidió en la puerta de la casa de Brizaida. Seis meses después volvería a despedirse de ambos: ella, en una sala de espera de testigos; ellos, conducidos por policías, rumbo a la prisión.
Pero aquel día de julio, un rato después de que salieran ambos, Aldo apareció. Llegó corriendo como alma que lleva el diablo.
—Recogieron a Luis —dijo.
«Mi hermano siempre ha ayudado a su familia. En el verano siempre estaba en Cuba. Venía a verme a mí y a Brizaida, su mujer, y a su hijo. Se quedaba en casa de Brizaida, en La Güinera. Para una temporada al año que los veíamos, nos gustaba celebrar. Pero ese día no volvió», cuenta Ramona, 59 años, delgada, el pelo negro recogido en una larga coleta.
Ese día, ella y Brizaida habían preparado una olla de espesos frijoles negros.
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Aldo, un mulato enjuto, entonces de 43 años, les dijo que en la calle se encontraron una multitud que avanzaba al grito de «Libertad» y otras frases contra el gobierno cubano. Una multitud de blancos y negros y mulatos, de hombres y mujeres, de adultos y niños y viejos. Luis, emocionado, sacó su celular y comenzó a filmar mientras describía la escena.
—Yo le dije: “Vámonos, no te metas en eso”. Pero él siguió adelante, filmando —contaba Aldo.
La multitud avanzó por las calles. Nadie lanzó piedras, nadie golpeó a nadie. No al principio, no los manifestantes.
Al otro extremo de la calle apareció un grupo de policías uniformados y contramanifestantes vestidos de civil. Los primeros llevaban armas de fuego. Los segundos, tonfas y palos. Se abalanzaron sobre los que marchaban. La protesta se replegó ante los tonfazos y las pedradas. Luego llegarían los disparos. Aldo se echó hacia una esquina. Llamó a Luis. Le gritó que regresara. Para entonces, su cuñado encaraba a unos policías que golpeaban a un joven.
—No den, compadre. No tiren piedras ni disparen. Aquí hay mujeres y niños —le escuchó decir Aldo. Luis no dejaba su celular. Apuntaba al rostro de los policías.
«Aldo me dijo que a Luis le preguntaron que si estaba filmando. Le quitaron el celular a la fuerza y se lo llevaron entre varios», dice Ramona.
Existe un video de su detención. Cuatro hombres lo someten; llevan sus brazos a la espalda; lo empujan por la calle. Alrededor, se repite esta secuencia. Los captores están vestidos de civil, excepto uno, que lleva el uniforme verde del Ministerio del Interior. Algunos portan tonfas policiales. Hacen avanzar a Luis Frómeta, los brazos inmovilizados. Sin razón aparente, le aplican una llave en torno al cuello.
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El 12 de julio de 2021, en La Güinera, un barrio marginado de La Habana, se reprodujo una versión a pequeña escala de las masivas protestas pacíficas acontecidas el día anterior a lo largo de la isla. Miles de personas; algo inédito en los últimos 60 años de historia en Cuba. El estallido social del 11 de julio (11J), por explícito mandato presidencial, fue sofocado violentamente por fuerzas represoras del Estado.
En La Güinera, la policía lanzó piedras, apresó, disparó. Hubo varios heridos de balas. Hubo, también, un muerto. Se llamaba Diubis Laurencio Tejeda, 36 años, negro y pobre en un barrio de mayoría negra y pobre. Las autoridades justificaron su muerte con la «legítima defensa» de la policía y con la exhumación de antecedentes penales por desacato, hurto y alteración del orden. La vida de Diubis Laurencio Tejeda, parecían decir, era prescindible, casi indeseada.
Tiempo después, se supieron los resultados de la autopsia: «herida contusa situada en el hemitórax izquierdo por el plano posterior». Un disparo por la espalda.
Meses más tarde, el gobierno se ensañaría con los testigos —y posibles testigos— del asesinato.
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El 13 de julio, Luis Frómeta Compte regresó a casa de Brizaida. Allí lo esperaban su hermana, su cuñado, su pareja y su hijo de tres años.
«Cuando llegó dijo que lo habían metido preso y que lo soltaron porque no había hecho nada. Lo único que hicieron fue decomisarle el celular», dice Ramona.
Brizaida
Lo conoció en 2013, en uno de esos veranos en que viajaba a Cuba para ver a su hermana y, antes, a su madre. Se enamoraron. Él, entre otras cosas, de sus frijoles negros. Ella, entre otras cosas, de su pasión por las baladas románticas y su costumbre de conversar con las plantas.
Él le habló de su vida en Alemania como trabajador forestal: una vida humilde, pero lo suficientemente digna como para permitirse visitar su país una vez al año y ayudar a los suyos. Ella le habló de su vida en Cuba: también humilde, pero insuficiente para pensar en algo más que vivir el día a día.
«Luis siguió haciendo esos viajes. Se pasaba conmigo dos y tres meses al año. Luego tuvimos un hijo, su tercer hijo, porque tuvo dos más allá en Alemania, Janie y María, que ya tienen treinta y tantos. Todos nos llevamos bien», dice Brizaida Abad Igarza, 34 años, negra, estatura mediana, las cejas perfiladas, un piercing debajo de la comisura derecha de sus labios.
Durante años, Luis se encargó de que no faltara comida y ropa para ella y el niño. También reparó su casa. Algún día, le contaba a Brizaida, regresaría a Cuba, esta vez de manera definitiva, a gozar de la paternidad por tercera vez. Con sus ahorros pensaba montar un negocio que los mantuviera por el resto de sus vidas.
«Ya lleva más de dos años preso bajo condiciones inhumanas. Imagínate: malos tratos, mala alimentación, mosquitos, mucha suciedad. Ha sido muy duro que mi hijo sufra así su ausencia, que pregunte por su papá. Él tenía tres años cuando su papá fue preso. Ahora tiene seis y sabe cosas y pregunta cuándo lo van a soltar. No entiende por qué está preso. Yo trato de explicarle; lo llevo a todas las visitas. Creo que los momentos más felices de Luis son esos en los que puede ver a su hijo más chiquito en el Combinado».
Ramona
Luis Frómeta Compte llegó a la RDA en 1985. Delgado, fuerte, la piel curtida por el sol, la melena negra al estilo de José Luis Rodríguez «El Puma» o Roberto Carlos. Se trataba de una suerte de beca en que los alemanes al Este del Muro enseñarían a los cubanos del trabajo y el peritaje forestal. Allí conoció a Silke, su primera esposa. Dos años después tuvo a Janie y, poco más tarde, a María.
Su vida en Cuba, recuerda Ramona, había sido muy distinta a la que luego le contó que tenía en la RDA, el mejor de los destinos dentro del llamado Campo Socialista; la más avanzada, al menos tecnológicamente, entre las naciones del Este europeo que emergió tras la Segunda Guerra Mundial.
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«Éramos una familia pobre. Nuestra infancia fue muy triste. Para que veas: teníamos cada uno un par de zapatos. Para no gastarlos, íbamos descalzos a la escuela y nos los poníamos a la entrada», recuerda Ramona, oriunda, como Luis, de Yateras.
Yateras es un municipio montañoso de Guantánamo, la provincia más oriental de Cuba. Tiene un área de 625 km2 y una población que nunca ha sobrepasado los 19 mil habitantes. Hoy es una zona pobre; antes, en la década de 1960, lo era más. Hoy el 84 por ciento de sus pobladores vive en zonas rurales; antes, más aún.
Por ser el mayor, Luis fue el primero de los tres hermanos en ayudar a sus padres en los sembradíos. Lo hacía todo bien y rápido, pero nunca de manera mecánica. A la más simple de las tareas le ponía esmero. La tierra, el monte, eran para él algo más que un medio de subsistencia que brindaba escasos dividendos.
«A veces, incluso, les hablaba a los árboles. De chiquitico lo tuvo bien claro: quería dedicarle su vida a eso», dice Ramona.
Luis estudió para técnico forestal y destacó entre los jóvenes de su graduación a tal punto que fue escogido para una beca en la RDA, donde aprendería, entre pinos, hayas, robles, nogales y abedules, cómo trabajar en las lomas cubanas repletas de majaguas, cupeyes, cedros y yagrumas.
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La caída del Muro de Berlín lo sorprendió en Alemania. Ocho años después logró hacerse con la ciudadanía de aquel país que, finalmente, había vuelto a ser uno.
Brizaida
El 17 de julio de 2021, tocaron a la puerta de su casa. Eran cinco hombres, todos vestidos de civil, hombres como los que apresaron a Luis apenas cinco días atrás. Dijeron que solo querían que los acompañara a la estación policial, que lo necesitaban para completar el trámite burocrático de la devolución de su celular.
—Es un momentico na’má —prometieron, y él accedió. Y no volvió más.
En el cuarto de Brizaida quedaron unas maletas con ropa doblada. Esa noche se suponía que Luis volara de regreso a Alemania.
«Pasaron tres horas y no aparecía. Entonces fui con su hermana a la estación policial de El Capri, que es la más cercana. Preguntamos por él y nos dijeron que lo iban a mantener detenido porque Luis, y lo dijeron así mismito, “tuvo una participación activa en las manifestaciones y había estado hablando boberías por el celular”».
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De la estación policial lo trasladaron al correccional de 100 y Aldabó, donde estuvo cerca de 15 días, antes de ser llevado a la prisión Combinado del Este. Brizaida lo visitó siempre que se lo permitieron. Por esas fechas, además, comenzó a denunciar lo ocurrido con su pareja en redes sociales y a reunirse con los familiares de otros manifestantes detenidos durante las protestas del 11 y el 12 de julio de 2021.
«El instructor penal del caso, Felipe Álvarez Chaveco, me dijo que no hablara de él en redes, que eso podía costarle 20 años de prisión a Luis. Que él se merecía estar preso por ser uno de los líderes de la protesta, pero todo el mundo sabe que eso es mentira. Luis solo estaba grabando. Con el tiempo, empezaron a venir a la casa los de la Seguridad del Estado. Me decían: “Venimos a visitarte”. Así mismo: “visitarte”. Y yo les decía que no eran amigos míos y que esas no eran visitas, sino amenazas. A veces, se plantaban en la calle y me prohibían salir de la casa, sobre todo si ese día la cosa estaba revuelta o había alguna actividad organizada por los familiares de los presos políticos. Me decían que unirse a una manifestación es un delito y que por eso podía caer presa y buscarle problemas a Luis en la cárcel. Una vez me dijeron: “Estate tranquilita si no quieres que lo mandemos a una prisión en Guantánamo, y entonces ahí sí que no vas a poder verlo”».
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El 22 de diciembre de 2021, el Tribunal Provincial de La Habana amaneció rodeado de policías y agentes y oficiales de la Seguridad del Estado. Adentro, se celebrarían los primeros juicios contra los manifestantes de La Güinera.
«Era un montaje aquello», dice Brizaida. «El Tribunal estaba rodeado y no podía haber nadie cerca, como si fueran los peores asesinos del mundo los que estuvieran juzgando allí».
Ella, Ramona y Aldo se mantuvieron la mayor parte del tiempo en la sala de espera de los testigos, junto a la sala del proceso, desde donde llegaba con claridad cuanto se decía. Se trataba de un juicio conjunto. Sentados junto a ellos estaban también los testigos de otros casos.
«Los jueces no dejaban hablar a nadie. Cada vez que alguien mencionaba la violencia policial, la de golpes y disparos que repartió la policía, lo mandaban a callar. Ni siquiera los abogados tocaban el tema. La situación era tan tensa que creo que se podía respirar y tocar con las manos ese mal ambiente», explica Brizaida.
Los testigos de la Fiscalía eran militantes del Partido Comunista, de la Unión de Jóvenes Comunistas, y policías que hicieron de contramanifestantes el día de la protesta, o eso pudo advertir Brizaida. Llegado el momento de Luis Frómeta Compte, los acusadores dijeron que presentarían como pruebas los materiales encontrados en su celular. Brizaida tuvo entonces esperanza de que su pareja fuera declarada inocente. Pensó que aquel video revertiría el orden del juicio: los demandantes se volverían acusados…
«De pronto, el fiscal dijo que no iban a poner el video, solo el audio. El audio eran gritos y cosas que no se entendían, y Luis narrando lo que pasaba. Como no pusieron las imágenes, se inventaron lo que estaba pasando, y él, claro, quedó como que se estaba inventando lo de la violencia de la policía. Ese juicio fue la mayor mentira que he visto en este país. Nunca imaginé que en Cuba sucedieran cosas como esta».
Aldo Delgado fue llamado a testificar. Del otro lado de la puerta, Brizaida lo escuchó narrar con detalles lo sucedido el 12 de julio de 2021: que salieron a buscar una botella de ron, que Luis se limitó a filmar, que la policía disparó contra manifestantes pacíficos y desarmados, que había mujeres y niños entre ellos. A duras penas los jueces pudieron callarlo.
Aldo regresó contento a la sala de espera de los testigos. Confesó haberse desahogado, como si se quitara un gran peso de encima. Pocos minutos después, sin siquiera haber terminado la vista oral, varios policías se presentaron en la sala.
—¿Aldo Delgado Romero? Está detenido. Hace rato que te estamos buscando y, mira, te entregaste mansito, mansito —dijeron.
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La Fiscalía pidió 24 años de privación de libertad para Luis Frómeta Compte. El Tribunal decidió que serían 25, por el supuesto delito de sedición. Una apelación ejecutada meses después lograría rebajar la condena a 15 años.
Aldo Delgado Romero, por su parte, fue encerrado en 100 y Aldabó, y luego liberado bajo fianza y a espera de un juicio. Finalmente, fue condenado a cinco años de correccional con internamiento en un campamento para presos comunes llamado «La Lima».
En noviembre de 2023, según la ONG Cuban Prisoners Defenders, el gobierno cubano mantenía en prisión a mil 62 personas por motivos políticos, muchas de ellas participantes en las protestas del 11 y el 12 de julio de 2021, incluidos 34 menores de edad. El delito de sedición, por su parte, ha servido para encarcelar a 224 personas, de las cuales 209 fueron procesadas con condenas promedio de diez años de cárcel: Luis Frómeta Compte entre ellas.
En Cuba, los juicios que implican una motivación o un interés políticos para el gobierno no son imparciales, según han denunciado innumerables veces activistas y organizaciones de derechos humanos. El sistema judicial cubano está formalmente supeditado a los intereses del Partido Comunista de Cuba, que la propia Constitución reconoce por encima de cualquier institución del Estado. En septiembre de 2022, el presidente Miguel Díaz-Canel lo dejó claro: «Se habla mucho de la división de poderes […] En Cuba no se trabaja con la división de poderes. Se trabaja con la Unidad de Poder, a través de órganos que tienen funciones diferentes».
Janie
El 2 de diciembre de 2023, Janie temió lo peor. «Te voy a llamar. Le pasó algo a Luis», había escrito Brizaida.
«Brizaida me contó que pudo hablar con mi papá, y que él le dijo que estaba en la enfermería y le dolía todo el cuerpo. Le dieron una paliza. Fueron los mismos presos. Brizaida me dijo que ella y Ramona habían ido corriendo a la prisión, pero no dejaron que ellas lo vieran. Entonces solo les permitieron una llamada».
A más de ocho mil 400 kilómetros de distancia, en una celda del Combinado del Este, tres reos habían sujetado a Luis por la espalda mientras un cuarto le daba puñetazos. Para rematar la golpiza, le abrió el tabique de la nariz de un navajazo.
Esa tarde, como cada tarde de los últimos dos años, Luis había ido al comedor con un recipiente para solo recoger algo de arroz. La comida de la prisión, escasa y de pésima calidad, le resultaba insoportable. El arroz, sin embargo, servía para acompañar lo que Brizaida y Ramona le llevaban los días de visita. Un preso lo confrontó. Le dijo que debía comer en el comedor, como los demás. Luis se negó, echó el arroz al suelo, y se fue a descansar a su celda.
«Ya sabíamos que eso iba a suceder», dice ahora Janie. «Mi papá se lo dijo a Brizaida, que intuía que le iban a dar una golpiza. Lo había escuchado y se lo informó a un hombre de la Seguridad del Estado que trabaja en la prisión. Pedro, creo que se llama. Ese día fue muy triste. Lloré mucho. A él le pasó eso, y yo y mi hermana tan lejos».
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Laritza Diversent es una abogada cubana radicada en Estados Unidos que, durante años, ha dirigido en Centro de Información Legal Cubalex. Se trata de una organización que brinda información sobre violaciones de derechos humanos en Cuba, asesoría legal a presos políticos en Cuba y medios independientes, y que realiza informes y presentaciones de estos casos ante organismos internacionales.
Según Diversent, lo sucedido el pasado 2 de diciembre con Luis Frómeta Compte es ejemplo de una práctica común en las prisiones cubanas. Esas golpizas, explicó a El Estornudo, suelen ser auspiciadas por las propias autoridades carcelarias y usadas como método de control dentro de los centros penitenciarios.
«Esto ocurre en las prisiones desde hace mucho tiempo. [En Cubalex] empezamos a recibir denuncias al respecto desde 2014, cuando todavía operábamos directamente en Cuba. En el lenguaje carcelario a estos agresores se les conoce como “disciplinas”. Son reclusos que reciben de parte de los guardias cierto poder para mantener el orden», explica la experta. «Esta práctica está prohibida por el derecho internacional, porque [de ese modo ilegal] estos reclusos hacen el trabajo que corresponde a las autoridades. Además, se trata de reclusos que suelen tener un liderazgo alcanzado mediante la violencia física».
Pero, ¿qué tan común es esta práctica contra los presos políticos en Cuba?
«Bastante, pues los presos políticos muchas veces se niegan a usar el uniforme o no quieren participar en las actividades políticas dentro del centro penitenciario», advierte Diversent. «Eso afecta las emulaciones de los guardias dentro de la prisión, y por eso usan a esta figura del “disciplina”. Estos sujetos, además, actúan casi siempre por beneficios: más derecho a visitas de familiares y conyugales; progreso en los regímenes de severidad o de tratamiento del recluso; más pases. Si un preso político realiza alguna protesta, afecta la evaluación de la prisión. Y, por supuesto, también a otros reos, que pierden la oportunidad de obtener estímulos».
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Cada cierto tiempo, en las plazas y parques de Dresde, Janie Frómeta se planta con una bocina portátil, un micrófono y carteles con la cara de su padre y rótulos de «Libertad para Luis Frómeta Compte», en inglés y alemán.
«Lo hago para que en Alemania sepan que en Cuba hay una dictadura que tiene varios presos políticos, que no es el paraíso que intentan vender para que los turistas vayan a vacacionar a las playas. Cuba es un país muy bonito, pero su gobierno lo ha convertido en un infierno», dice.
Desde julio de 2021, ha intentado obtener ayuda de las autoridades alemanas, así como un posicionamiento del Parlamento Europeo: cartas, protestas, discursos en eventos auspiciados por organizaciones defensoras de los derechos humanos, declaraciones a la prensa…
«Pero rara vez contestan», lamenta Janie. «En Cuba le dicen a la familia que están al tanto, pero que toda la comunicación es por el MINREX (Ministerio de Relaciones Exteriores). Cuando me responden, es para decir que sí cuento con su apoyo, pero que mi papá es alemán y cubano, y para Cuba solo importa que es cubano».
Legalmente, las autoridades alemanas están atadas de pies y manos respecto al caso de Luis Frómeta Compte. Con la aprobación de la Constitución de 2019, el Estado cubano instauró la denominada «ciudadanía efectiva», que permite que un cubano tenga varias ciudadanías. Sin embargo, mientras dicho ciudadano esté en territorio nacional, solo está autorizado a exhibir, utilizar o hacer valer la ciudadanía cubana en todos los actos civiles, políticos o de otra índole. En decir, mientras esté en Cuba, el Estado cubano no reconocerá la ciudadanía alemana del padre de Janie.
El de Luis Frómeta Compte es uno de —al menos— tres casos en que las autoridades alemanas no han podido interceder por sus ciudadanos presos, a todas luces injustamente, en el extranjero.
En julio de 2020, durante una corta estancia por negocios en Dubái, el empresario germano iraní Jamshid Sharmahd desapareció. Según se supo después, Sharmahd, que estuvo vinculado a grupos opositores al régimen del Ayatolá Jamenei y denunciaba las atrocidades cometidas en el país árabe a raíz de las protestas que siguieron a las elecciones presidenciales de 2009, fue secuestrado por los servicios de inteligencia iraníes. Luego de ser sometido a torturas, el empresario fue condenado a muerte por terrorismo y actualmente espera la ejecución de esa sentencia.
Algo parecido sucedió con la activista feminista germano-iraní Nahid Taghavi, apresada y condenada por el gobierno de Irán por los supuestos cargos de «perturbar la seguridad nacional» y «difundir propaganda contra el Estado». Taghavi cumple desde 2020 una pena de diez años en prisión. En su caso, como en los de Jamshid Sharmahd y Luis Frómeta Compte, las autoridades alemanas apenas han podido negociar, pues Irán y Cuba poseen leyes análogas de reconocimiento de la ciudadanía.
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En Dresde, una casa vacía hace años. En la sala, discos de salsa y de viejas baladas románticas en español. Cuando cumplió 18 años, recuerda Janie, su padre comenzó a invitarla a fiestas con sus amigos y se empeñó en enseñarle a bailar «casino». Aquellos eran «los momentos cubanos» de Luis.
«En las fiestas hablaba de Cuba y sus problemas, pero evitaba entrar en discusiones. La política nunca había sido un tema importante entre nosotros. Bailábamos y él hacía comida criolla y una carne enrollada alemana, y bebía ron Mulata, su favorito».
Cerca del televisor, una colección de DVDs con toda la filmografía de Bud Spencer, un italiano de nacimiento que, a fin de entrar con el pie derecho en el mundo del spaghetti western, se decidió por este nombre gringo. Las dos películas de Trinity eran las preferidas de su padre. Las vio más de una decena de veces; al punto de memorizar los parlamentos de Bambino, el personaje de Spencer.
Afuera, se deshacen una huerta y un jardín de flores amarillas. Dos años y medio después, nadie les habla y les canta como Luis.