En una de sus Tesis sobre filosofía de la historia, explicaba Walter Benjamin cómo una época solo puede comprenderse desde el establecimiento de un «principio constructivo» que, al recuperar y valorar selectivamente procesos y acontecimientos fundamentales, proporciona cierta unidad a un determinado periodo de tiempo.
Toda época sueña la siguiente, dice Benjamin, pero, y en igual razón, reconstruye la anterior… Por eso no hay un tiempo homogéneo o vacío, sino un «tiempo del ahora» o «tiempo actual»: un presente no sincrónico, mezcla de diferentes tiempos. De este modo conserva y supera el curso entero de la historia y participa de los rasgos de una ruptura en todos los niveles de la sociedad. Así, toda época crea las condiciones para el surgimiento de un nuevo objeto de discurso.
Una aplicación de Benjamin al Caribe de los años sesenta evidenciaría, por ejemplo, cómo la descolonización —novedoso objeto de discurso— se impuso en los países de esta periferia capitalista. En esta ribera atlántica, un referente —aunque no exento de profundas contradicciones— fue la Revolución cubana de 1959. Pero el resto del Caribe, desde sus luchas y tensiones políticas propias, también se hizo eco de ese imaginario mundial de revuelta, descolonización e independencia.
Es debido a la conformación histórica de las Islas bajo el signo de la dominación colonial, y la resistencia generada por esta, que —dada también la centralidad e intersección de otras prácticas discursivas— el espacio literario caribeño ha sido siempre observatorio privilegiado para una mejor comprensión de sus procesos socioculturales. Un ejemplo mayor es el teatro contracolonial escrito en los sesenta por Aimé Césaire. Y La tragedia del Rey Christophe (1963), Una temporada en el Congo (1966) y Una tempestad (1968) forman una trilogía paradigmática. En estas notas nos detendremos en La tragedia… Con ella se inicia un tercer momento definitivo en el pensamiento emancipador del poeta-dramaturgo.
El propio Césaire habló en aquellos años —en entrevista con la politóloga Francoise Vergés— sobre la necesidad de llegar a las masas con un lenguaje que expusiera los problemas caribeños a la comprensión de todos. Un lenguaje que no debe ser el discurso de la Historia escrita por Occidente, donde Europa es el lugar de la Civilización y la Razón. Si, como dice Hegel en sus reflexiones sobre estética, el nacimiento de un pueblo debe acompañarse de un teatro propio, entonces aquí la representación dramática, por su valor pedagógico y la posibilidad que brinda al ser humano de verse a sí mismo, es el medio idóneo para exponer los conflictos políticos vinculados a la descolonización.
¿Por qué Henri Christophe, esclavo y caudillo negro, y no la figura luminosa de Toussaint Louverture, se define como el héroe de su pieza teatral más lograda? Henri Christophe: personaje dramático y contradictorio, execrado por la Historia, quien nunca aprendió a escribir más que su propio nombre. La respuesta está, no solo en el estudio que Césaire le dedicó a Louverture en 1962, sino en su personalidad y en el régimen político que este impulsó. Su accionar equilibrado no podía encarnar al «Rebelde sacrificial», al Líder que lleva la Revolución haitiana hasta sus últimas consecuencias.
De tal modo —dice Césaire—, Toussaint Louverture no fue capaz de trascender las contradicciones sociales derivadas de la destrucción del régimen colonial esclavista. Como ha también explicado el historiador haitiano Claude Moïse, al final del primer periodo revolucionario, dentro de una «revolución negra» que ya lo había superado, Louverture se mantiene como un revolucionario «ilustrado» del Antiguo Régimen. Él y las masas no hablan el mismo lenguaje.
Con el gobierno de Christophe, el problema político fundamental no fue la independencia ya lograda; antes bien, la construcción de una nación con una economía y una política propias: un Haití negro e independiente. Controvertidos son los aspectos que signaron los nueve años del gobierno absoluto (1811-1820) de Henri Christophe como rey Henri I de Haití.
Césaire, por su parte, se interesó solo en algunos rasgos altamente simbólicos —y con profunda resonancia en las revoluciones descolonizadoras de los años sesenta—; lo que ha sido llamado, en la historiografía de la Revolución Haitiana, un momento post-revolucionario (Sibylle M. Fisher).
En primer lugar, el nacionalismo de Christophe y su intento de construir un Haití soberano en lo político y en lo económico. En segundo, la idea anticipada de la negritud que, según Césaire, tuvo el monarca haitiano; es decir, la importancia del hombre negro en la historia. Al desarrollar una mística del trabajo en la agricultura y construcción de murallas defensivas, así como en la educación, Christophe se creyó destinado a despertar la conciencia nacional y racial, forjando la nueva identidad del pueblo haitiano degradado por el colonialismo.
Con todo —y es otro de los aspectos señalados por Césaire—, la radicalidad del gesto descolonizador fracasa debido a la actitud ambivalente que muestra Christophe con respecto a sus antiguos amos blancos. A pesar de haberlos derrotado, política y militarmente, el caudillo negro continúa persuadido de que la civilización europea es superior y debe copiarse puntualmente en tierras del Nuevo Mundo. Por tanto, imita también el uso instrumental de la vida humana, y el racismo y la violencia impuestos en las estructuras jerárquicas de la civilización europea en su proyección colonial. Imitación o mímesis que Frantz Fanon, discípulo de Césaire en Fort-de-France, estudiará exhaustivamente en su libro Piel negra, máscaras blancas.
Otro motivo destacado por Césaire es el desprecio que siente el líder negro por la democracia formal y clasista puesta en práctica por el gobierno ilustrado del mulato Alexander Petion en el sur de la isla, así como su concepto de ciudadanía burguesa que sigue los Derechos del Hombre de la Revolución Francesa. A este respecto, Christophe, quien practica los ideales de 1789 con suma radicalidad, rehúsa tomar la Presidencia de la República que le proponen «los buenos amigos del Senado, los mulatos de Puerto Príncipe» tras el asesinato de Dessalines. Al no confiar en las buenas intenciones de esta oligarquía mulata ilustrada, y con la alta idea que tiene el caudillo negro sobre la soberanía del Estado y su dirección política, intenta formar un «patrimonio de energía y de orgullo» para su pueblo, renunciando así a una función vacía de significado con que la nación haitiana seguiría siendo juguete de los intereses foráneos.
Significativamente, el objetivo de la independencia y la abolición de la esclavitud no era para Christophe un simple traspaso del poder blanco a las élites mulatas, sino la conquista de la grandeza de Haití, logrando por esta vía que el negro saliera del lugar en que se encontraba hundido. Una política verdaderamente revolucionaria no tendría, pues, como principal objetivo la conservación de la democracia clasista y el concepto burgués y abstracto de ciudadano y libertad, sino la implantación de una «mano de hierro para reconstruir la industria, para levantar fuertes y fortalezas, para desafiar a todos los colonialistas». Solo por estos hechos el mundo occidental conocería del renacimiento y la grandeza del pueblo haitiano negro.
Así, en una sabia mezcla de lo cómico y lo épico, Césaire va bosquejando el núcleo dramático de la pieza: la tragedia del poder revolucionario absoluto, su grandeza inicial, su desmesura y su caída al traicionar los ideales fundacionales. En otras palabras, el drama del poder revolucionario en su afán de refundar el «material humano» y remodelar la «arcilla haitiana» para forjar un hombre nuevo en sus hermanos alienados por el colonialismo. Sin embargo, el noble ideal de Christophe se convierte en una dictadura donde todos los medios son correctos para terminar con la miseria, la ignorancia y la degradación de su pueblo. Ilustración de lo anterior es la escena en que el líder, escandalizado por sus hermanos de raza que danzan, ríen y se divierten en vez de construir la nación del futuro, opta por el trabajo forzado —mujeres, ancianos y niños— en las plantaciones y en obras arquitectónicas suntuosas o defensivas. Ahora, «contra la suerte, contra la historia y contra la Naturaleza», decide la construcción de una Ciudadela fortificada: La Ferriere.
A partir de aquí, Christophe —convencido por experiencia propia de que la libertad no puede subsistir sin un arduo trabajo físico— toma medidas drásticas; procede a una militarización de todas las ramas de la sociedad haitiana. Se autoproclama Rey de Dahomey y, haciendo constante referencia a sus ancestros africanos, crea los cuerpos armados Royal Dahomey con hombres venidos de África. Este cuerpo militar recorre el país imponiendo la violencia y haciendo reinar la más estricta disciplina en las plantaciones y en las obras constructivas de lujo o de fortificación. Apoyado en la represión de los Royal, el gobierno autocrático de Christophe —su dictadura militar e ideológica— desemboca en la barbarie. Paradójicamente, «sirviendo a la libertad por los medios de la servidumbre», el amor a su país lo conduce a violar el derecho más elemental de la persona humana: el derecho a la vida.
Al final de La tragedia…, Césaire sugiere, desde la radicalidad y la coherencia de su pensamiento poético y conceptual, que es la propia vida asfixiada quien se revela contra un Rey que, investido con el poder absoluto y como un nuevo Demiurgo re-constructor, intenta dar forma diferente al contorno, al ritmo y al color de los cuerpos negros mediante el vestuario y las costumbres de origen europeo. Será una apoplejía, metáfora de la rebelión de su propio ser físico oprimido, lo que precede al motín del cuerpo colectivo de la nación que acaba con el poder despótico: fracasada opresión de su propia naturaleza física que tiene un perfecto paralelo verbal en el intento de imponer su retórica autoritaria y egocéntrica sobre la polifonía de las voces y los sonidos de los estratos inferiores del pueblo (Jean Michael Dash).
Como en las monarquías sagradas del continente africano, el Rey, que trasciende todas las normas y excede todos los límites humanos, acaba siendo ultrajado e insultado por su propia comunidad, asumiendo el papel de víctima sacrificial. Christophe va a la muerte —en la mejor tradición carnavalesca de la cual desciende el rito del chivo expiatorio— con la voz burlesca del bufón Hugonin y los tambores del vodú retumbando en sus oídos. Por la muerte ritual, la comunidad vuelve al orden, a la unidad y la cohesión social. Lo irónico de la situación es que, de aquí en adelante, la víctima sacrificial será amada y odiada al mismo tiempo, y el orden de cosas, restaurado, se alejará definitivamente de los principios radicales de la Revolución.
En la década del 60, y al compás de los procesos de descolonización en el mundo periférico —Cuba incluida—, una obra de teatro cuyo tema fundamental era los medios y los fines de la Revolución contracolonial mediante el uso del poder militar, político e ideológico tenía que revestir carácter de ejemplaridad. De un lado, el poeta-dramaturgo apuntaba a la trágica historia de la independencia haitiana cuya culminación fue el uso distorsionado que la dictadura del clan Duvalier (1957-1986) hizo de la negritud; del otro, al carácter problemático de las independencias africanas y las contradicciones políticas de sus líderes en un continente que recién comenzaba a descolonizarse y no podía dejar atrás las huellas de la relación colonial. Respecto las posesiones francesas en el Caribe, la nación haitiana de La tragedia… funcionaba como perfecto ejemplo de lo que podía suceder en el resto de los Departamentos Franceses de Ultramar; señalaba hacia la alternativa entre una independencia nacional con todos los riesgos y una segura «departamentalización» que, al mismo tiempo que renovaba el pacto colonial, garantizaría ciertos niveles de vida y de bienestar social en el Caribe colonial francés. En resumen, la dificultad —para los pueblos con larga historia de coloniaje y subordinación física y mental— de crear un Estado soberano tras una independencia mediatizada o no por los poderes metropolitanos.
Escritas en las peculiares circunstancias histórico-políticas de los sesenta, las tres obras de Césaire mencionadas al comienzo de este texto giraron en torno a un eje central: la posibilidad de una revolución contracolonial, la independencia nacional, la toma del poder político y la creación de un hombre nuevo para circunstancias históricas diferentes. Así, desde diferentes ángulos de visión, las piezas mostraron el proceso revolucionario en toda su dramática realidad.
Si el fracaso del poder revolucionario, visionario y utópico, fue el tema de Una temporada en el Congo; Una tempestad, con sus citas intertextuales y el uso libre de los personajes de Shakespeare, parece decirnos que la dialéctica del amo y el esclavo no tiene fin. Para cerrar la trilogía, La tragedia del Rey Christophe reflejó el drama de un líder negro caribeño que, pese a su radicalidad revolucionaria, no logra romper con el legado simbólico del colonialismo que sobre él gravita, perdiendo, de paso, el meridiano descolonizador al separarse de su pueblo con políticas crueles y autoritarias. En una dimensión mayor, la obra apuntaba a los dramas contemporáneos de líderes políticos africanos y caribeños que, en medio de la efervescencia que siguió a los combates por la liberación nacional de los pueblos negros y mestizos, reprodujeron las políticas autoritarias y dictatoriales de la dominación metropolitana.
Salir de las grotescas representaciones tradicionales que han visto la prometeica figura de Henri Christophe como un mal imitador de la civilización occidental; encontrar, a través del humor y la ironía, la fibra trágica en una historia que, según Césaire, es la de todos los pueblos caribeños que han sufrido el colonialismo; alertar sobre las variadas y sutiles formas que adquiere la dominación colonial y neocolonial en las nuevas circunstancias históricas, y, más allá del entorno de los años sesenta, apuntar a las cuestiones más profundas sobre el encuentro y desencuentro de las civilizaciones, son las lecciones más duraderas que nos ha dejado esta pieza teatral de Aimé Césaire.
Tapanes, perspicaz ensayo. Voy por otro lado: en el guión trágico de Césaire, Christophe el ex esclavo se convierte en “capitalista despiadado”. ¿No es el azar de más de seis décadas de castrismo? La reconstrucción de la «ciudadela», es la excusa de Cristophe (inadvertida por él) para establecer la estructura de poder repitiendo la desgracia que termina en otra rebelión (el retrato de la revolución castrista y su porvenir). Hay otra salida: otra ex colonia al otro lado del mundo: Indonesia. La «Dutch East India Company» se establece en 1799 y termina con la Revolución de Sukarno el Antiimperialista en 1949. La Indonesia de los 60 tempranos de Sukarno es un desastre (el Cristophe indonesio es Sukarno). Su general Suharto (un Batista posible) lo saca del poder y agencia la verdadera “revolución” económica (no sin un despotismo fuerte de por medio). Suharto sería el Batista que no fue y «ganó la pelea», llevando al país a la cima económica del sudeste asiático.