Cabrera Infante o la cubanía

    No hace mucho el ex ministro de Cultura y ex asesor de Raúl Castro, Abel Prieto, publicó en Granma un artículo titulado «Cubanidad y cubanía», que retoma las ideas centrales de su ensayo «Cultura, cubanidad, cubanía» (1994), presentado en una de las primeras conferencias de «La nación y la emigración». Entonces Prieto no era ministro de Cultura sino presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac), pero las ideas planteadas en aquel texto esbozaron un criterio de deslinde y exclusión en la comunidad cultural cubana, que se adoptó como política de Estado. Hoy Prieto es director de la Oficina del Programa Martiano. ¿Por qué se repite a sí mismo?

    El punto de partida es un conocido pasaje de Fernando Ortiz en «Los factores humanos de la cubanidad» (1940), una conferencia —no un «ensayo»— que el antropólogo pronunció en 1939 en la Universidad de La Habana. El título fue propuesto por los estudiantes universitarios, una evidencia más —por si hicieran falta obras como La cubanidad negativa del apóstol Martí (1934) de Arturo R. de Carricarte o El cubano, avestruz del trópico (1938) de Enrique Gay Calbó— de que la idea republicana de la cubanidad circulaba en el campo intelectual y la esfera pública de la isla antes de la conceptualización de Ortiz.

    El centro argumental de aquella charla era el concepto de «cubanidad», que Ortiz, de acuerdo con las tesis del Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940), veía como resultado de la transculturación o el ajiaco de todos los componentes étnicos de la formación social de la isla. Sin embargo, a Prieto no le interesa el centro sino la periferia del texto, es decir, la distinción ética entre cubanía y cubanidad, que Ortiz tomó de Miguel de Unamuno: «hay cubanos que, aun siéndolo…, no quieren ser cubanos y hasta se avergüenzan y reniegan de serlo. En esos la cubanidad carece de plenitud, está castrada». A diferencia de cubanidad, que es un concepto antropológico, cívico e, incluso, jurídico-constitucional, el de cubanía era moral y, por tanto, más ideológico o subjetivo: la cubanía era, supuestamente, la «cubanidad plena, sentida, consciente y deseada».

    ¿De qué cubanía ética o ideológica hablaba Ortiz? Tal vez la respuesta se encuentre al final de la conferencia, en un párrafo que Prieto no cita. Allí sostiene el antropólogo que la cubanía surgió en Cuba, entre los siglos XVIII y XIX, «brotada desde abajo y no llovida desde arriba», entre las «gentes nacidas y crecidas en la isla, con el alma arraigada a la tierra». Pero ese proceso de formación nacional no hubiera sido posible, según Ortiz, sin «los requerimientos económicos de aquella sociedad, ansiosa del intercambio libre con los demás pueblos», y sin que en la ciudadanía se «oyeran con agrado, entonces pecaminoso, las tentaciones de patria, libertad y democracia que nos venían de la Norteamérica independiente y de la Francia revolucionaria».

    De manera que Fernando Ortiz, como el pensador liberal y republicano que era, estaba convencido de que la moral de la cubanía brotaba del patriotismo y la democracia, del sentimiento de pertenencia a una comunidad y de la igualdad de derechos entre los ciudadanos de una misma república. Es por ello que no hay en toda la obra de Ortiz un solo momento de clasificación excluyente de los intelectuales cubanos en miembros de la cubanidad o de la cubanía, como hace Prieto en su nombre. Y si lo hubiera, no hay que olvidar que provendría de una voz reconocida del saber humanístico y de la sociedad civil de la isla y no de un funcionario o miembro de la clase política, que Ortiz abandonó para siempre en 1926.

    La idea de cubanía de Fernando Ortiz no se puede abstraer de su propia ideología, que no era comunista, ni siquiera socialdemócrata, sino estrictamente liberal y republicana. La moral patriótica es un compromiso que, históricamente, puede manifestarse desde múltiples ideologías. De ahí que resulte forzado transferir el patriotismo de Ortiz a cualquier otro, mucho menos al tipo de patriotismo que Abel Prieto y los ideólogos oficiales de la isla quieren difundir en la Cuba del siglo XXI. Ese patriotismo, subordinado a una ideología de Estado que no es marxista, sino autoritaria, es el que opera como una verdadera castración o mutilación de la nacionalidad.

    Abel Prieto usa la letra de Ortiz, y de José Antonio Ramos —cónsul en Filadelfia, profesor de la Universidad de Pennsylvania, protestante, gran admirador de la cultura de Estados Unidos y autor de un todavía útil Panorama de la literatura norteamericana (1935) —, y de Elías Entralgo —seguidor del evolucionismo social de Enrique José Varona y defensor de la Constitución de 1940— para distorsionar su sentido. Así, amparado en la autoridad de tres intelectuales republicanos, decreta, una vez más, la expulsión de Guillermo Cabrera Infante de la cubanía.

    Dice Prieto que «Cabrera Infante era francamente anexionista de alma y pensamiento». Que en su libro Mea Cuba (1993) promovía la adoración por Estados Unidos, que se burlaba de José Martí, que odiaba a la nación cubana, aunque su literatura fuera «radicalmente cubana». En síntesis, lo que dice Prieto es que se puede ser esencialmente cubano en la escritura pero anticubano en la ideología. ¿De veras? ¿Y si fuera al revés? En ese caso, tal vez Prieto sería uno de los escritores emblemáticos de la literatura anticubana contemporánea: un ideólogo nacionalista con una prosa exógena.

    Pero no se trata de recurrir a la fácil inversión de los términos: se trata de enfrentar la falacia con una lectura precisa de Mea Cuba. En la primera edición de este libro, por la editorial mexicana Vuelta, el anexionismo no es tema. Cabrera Infante, que era un gran retratista, dedica varias páginas de su ensayo «El nacimiento de una noción» a una semblanza de Cirilo Villaverde y, asombrosamente, no dice nada de su anexionismo. Tampoco menciona a Narciso López o a cualquier otro líder de la corriente anexionista cubana del siglo XIX. El anexionismo no existe en Mea Cuba: lo que existe es el exilio, una constante en la historia de Cuba que le sirve para rendir homenaje a algunos de los mayores creadores de la isla: José María Heredia, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Juan Clemente Zenea, José Martí, Lydia Cabrera, Lino Novás Calvo, Reinaldo Arenas.

    Todo lo que dice Cabrera Infante de Martí, en Mea Cuba, es homenaje: «la vida entera de Martí consistió en recordar su tierra»…, «Martí muere cuando recobra Cuba»…, «Martí vibra con una trascendencia que nos hace creer que apuntaba más lejos, a nosotros mismos que vivimos a un siglo de su muerte»…, «¿por qué lamentar que Martí no debió de morir? Martí no ha muerto. Ahí está, vivo en su prosa viva…» La pregunta es esta: ¿por qué molesta a Prieto este homenaje a Martí? Tal vez porque el escritor encuentra un ansia de inmolación o martirio en el héroe cubano y llega a hablar de suicidio —una interpretación perfectamente legítima, siempre y cuando no se entienda la historia desde el positivismo decimonónico. O, más bien, porque este apasionado tributo a Martí proviene de un escritor «contrarrevolucionario».

    En el prólogo que Cabrera Infante escribió para la edición de los Diarios de Martí en Galaxia Gutenberg, en 1997, el autor de Tres tristes tigres continuaba su homenaje. Allí recordaba con nitidez el día de 1939 en que su maestro de tercer grado lo mandó a buscar La edad de oro en la biblioteca municipal de Gibara. «Acaricié el libro de lomo liso, lustroso y empecé a leerlo» —contaba Cabrera Infante, como un lector devoto más que como un escolar sencillo. Y agregaba: «Todavía no he terminado, no creo que terminaré nunca. Quiero decir darlo por terminado, porque es un libro vivo». Todo Martí, vida y escritura, era, para Cabrera Infante, un libro vivo.

    Tras su salida definitiva en 1965, luego de una breve estancia en Madrid, Guillermo Cabrera Infante vivió casi cuarenta años exiliado en Londres. Es decir, ni siquiera vivió su exilio en Estados Unidos como tantos otros cubanos de su generación. Ya hemos dicho que el anexionismo no existe en Mea Cuba, pero habría que agregar que ni siquiera existen, propiamente, los Estados Unidos, más allá de su gran literatura y su gran cine. Cabrera Infante aludía constantemente a Melville y Whitman, Faulkner y Hemingway, Griffith y Welles, pero no más que a Cervantes y Shakespeare, Borges y Paz, Marx y Trotski, Sartre y Malraux, Buñuel y Fellini.

    La famosa crónica de la victoria de Ronald Reagan sobre Jimmy Carter contiene múltiples alusiones a presidentes de Estados Unidos: Abraham Lincoln, Franklin D. Roosevelt, John F. Kennedy, Richard Nixon… A todos se refiere elogiosamente, sin distinguir demócratas y republicanos. Es cierto que aquella crónica era muy favorable a Reagan, a quien Cabrera Infante defendía no solo como político sino como actor de películas B en los años 30 y 40. Pero tampoco era Cabrera Infante más admirador de Reagan que de Winston Churchill o Charles de Gaulle, a quien definía «como el más grande actor que ha tenido Francia desde Mollière. Por lo menos, el más grandioso».

    Como Prieto se repite a sí mismo desde aquellos textos de mediados de los 90, en que intentó descalificar Mea Cuba, no toma en cuenta que hay una edición definitiva de ese volumen en las Obras completas de Cabrera Infante, a cargo de Antoni Munné en Galaxia Gutenberg. Si lo hiciera, advertiría que la última edición del libro, en 2015, incluye los escritos revolucionarios de Cabrera Infante en Carteles, Revolución y Lunes de Revolución entre 1959 y 1961. Allí ese «anexionista» y «cubano castrado» ataca la dictadura de Fulgencio Batista, defiende las insurrecciones del 26 de Julio y el Directorio Revolucionario, rinde honores a Pablo de la Torriente Brau y Jesús Menéndez, a la Revolución mexicana y a la República española, y celebra la reforma agraria y la campaña de alfabetización.

    Entre el Cabrera Infante revolucionario de 1959 y el Cabrera Infante anticastrista de 1967 hasta su muerte hay una constante: el rechazo a dictadores de derecha o izquierda como Mussolini, Hitler, Franco, Stalin y Mao. Antifascismo y antiestalinismo están en el trasfondo doctrinal y ético del gran escritor cubano. Un trasfondo que cuando opta por la geografía, antes que por la historia, no es por anexionismo, como lee Prieto, sino por patriotismo habanero o radical habanerismo. Cuando Cabrera Infante decía preferir la eternidad de la geografía a la historia efímera no hacía más que profesar amor a La Habana. Su cubanía tuvo la lucidez de vislumbrar esa Habana eterna que ya sobrevive a Fidel Castro.

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