En los Los detectives salvajes (1998) Roberto Bolaño retrataba un México que, a pesar de ser refugio de latinoamericanos como la poeta uruguaya Alcira Soust Scaffo o el mismo narrador chileno, veía desaparecer a sus propios escritores: la imaginaria Cesárea Tinajero o el “real visceralista” Mario Santiago Papasquiaro. La leyenda de Soust sobreviviendo a base de agua y poemas de León Felipe y Pedro Garfias la ocupación militar de la UNAM en 1968 o la de Papasquiaro perdido, una vez aterriza en Managua, como miembro de una delegación de escritores mexicanos en solidaridad con la Revolución Sandinista.
El movimiento literario del “infrarrealismo” sirvió a Bolaño para captar el desencuentro entre los exilios latinoamericanos y el campo intelectual mexicano de fines de la Guerra Fría. Sin embargo, hay otra cara de aquella historia que pasa por la integración de no pocos suramericanos, especialmente argentinos, chilenos y uruguayos, en la vida intelectual de México durante los años 70 y 80. Los exilios del Cono Sur, como han estudiado Pablo Yankelevich y otros historiadores, fueron responsables de una importante renovación de las ciencias sociales en México en aquellas décadas.
A través de instituciones como la Casa de Chile o la Comisión Argentina de Solidaridad (CAS) o el Comité de Solidaridad con el Pueblo Argentino (COSPA), sobre todo en los gobiernos de Luis Echeverría y José López Portillo, cientos de exiliados suramericanos se incorporaron a la vida intelectual mexicana. En México, donde un argentino, Arnaldo Orfila Reynal, fundó la editorial Siglo XXI en 1966, tras su despido del Fondo de Cultura Económica luego de la “consignación” como “denigrante y obsceno” del libro Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis, viviría y trabajaría otro argentino: José Aricó, quien continuó aquí su obra de traducción y edición de Antonio Gramsci, además de los Cuadernos del Pasado y el Presente, la Biblioteca de Pensamiento Socialista de Siglo XXI y la revista Controversia.
Hubo en México argentinos fundamentales para las ciencias sociales latinoamericanas, antes y después del golpe de 1976, como Adolfo Gilly, estudioso de las revoluciones mexicana y cubana y del cardenismo, víctima de la represión en tiempos de la guerra sucia, o Rodolfo Puigróss o Noe Jitrik o Juan Carlos Portantiero o Néstor García Canclini.
Los académicos Antonio Camou y Osmar González reunieron testimonios de muchos de aquellos exiliados en el libro Revolución, exilio y democracia (2017), editado por la Universidad de La Plata. México fue decisivo para la obra de Aricó, ya que aquí aparecieron sus libros fundamentales sobre Mariátegui, Marx y América Latina, así como sus esfuerzos de recepción de la obra de Antonio Gramsci y Carl Schmitt, que siguen siendo referentes importantes de las ciencias sociales de izquierda en la región. Sin embargo, tanto en el caso de Aricó y Portantiero, como en el del guatemalteco Edelberto Torres Rivas y los chilenos exiliados tras el golpe contra Salvador Allende y Unidad Popular, México no sólo fue importante para la llamada “latinoamericanización del marxismo” sino para desarrollar una idea de la democracia, basada en el equilibrio entre derechos sociales y políticos, que jugó un papel central en las transiciones de fin de siglo.
El diálogo que esos suramericanos entablaron en FLACSO y la UNAM con sus pares mexicanos (Pablo González Casanova, Arnaldo Córdova, Rolando Cordera, Julio Labastida…) y con otros latinoamericanos cercanos a gobiernos de izquierda como los cubanos de la revista Pensamiento Crítico (Fernando Martínez Heredia, Aurelio Alonso, Jesús Díaz, José Bell Lara…) o los peruanos vinculados al proyecto de Velasco Alvarado (Carlos Franco, Aníbal Quijano, Héctor Béjar, Julio Cotler…), produjo, en aquella generación, un evidente acercamiento a un marxismo heterodoxo y a un socialismo democrático, que atrajeron poderosamente a la izquierda regional en los años previos y posteriores a la caída del Muro de Berlín.
Dos chilenos, Luis Maira y José Miguel Insulza, exiliados de la dictadura de Augusto Pinochet, fueron fundadores del Instituto de Estudios de Estados Unidos del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), creado por la economista Trinidad Martínez Tarragó en 1974, con apoyo del gobierno de Luis Echeverría. Otro instituto del CIDE, el de Estudios Económicos Latinoamericanos, fue dirigido por el uruguayo Samuel Lichtensztejn, cesado como Rector de la Universidad de la República de Montevideo por el régimen cívico-militar de Juan María Bordaberry en 1973.
La sede mexicana de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), creada en aquellos mismos años, tuvo como primer director a René Zavaleta Mercado, un sociólogo y filósofo boliviano que dio refugio a muchos académicos de Suramérica, que huían de las dictaduras militares anticomunistas. El Centro de Estudios Latinoamericanos (CELA) de la UNAM, El Colegio de México y el Centro de Estudios Económicos y Sociales del Tercer Mundo también fueron santuarios de intelectuales de izquierda, perseguidos por los autoritarismos de derecha durante la Guerra Fría. Los chilenos Hugo Zemelman, Francisco Zapata y María Luisa Tarrés se afincaron en el Colmex y algunos sobrevivientes de la “Teoría de la Dependencia”, como los brasileños Ruy Mauro Marini y Vania Bambirra, o neomarxistas benjaminianos como el ecuatoriano Bolívar Echeverría, recalaron en la UNAM.
Las redes intelectuales de los exiliados latinoamericanos, a fines del siglo XX, están íntimamente relacionadas con el mapa teórico de los socialismos y los desarrollismos en la región. Un mapa que se enfrentó a la llamada “crisis del marxismo” en los años 80, cuyos efectos se advierten, dentro del campo político, en el abandono de la lucha armada y el desplazamiento de muchos partidos de izquierda a la socialdemocracia o al socialismo democrático. De aquella crisis, que se profundizó bajo la hegemonía del neoliberalismo en los 90, la izquierda salió reconfigurada por medio de la búsqueda de alternativas en los movimientos sociales y los proyectos neopopulistas de principios del siglo XXI.
Sin embargo, no sólo las ciencias sociales, también la literatura fue tierra de exilios en la larga Guerra Fría. En México vivieron tres de los mayores escritores colombianos de la segunda mitad del siglo XX: Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis y Fernando Vallejo. Los dos primeros murieron aquí, como antes tantos otros: Augusto Monterroso, el genial fabulador y aforístico hondureño y guatemalteco, o José Luis González, el escritor comunista dominicano-puertorriqueño, autor de ese ensayo emblemático del pensamiento caribeño titulado El país de cuatro pisos (1971), cuya primera versión apareció en la revista Plural de Octavio Paz, o Eliseo Diego, el elegante poeta católico cubano, amigo de José Lezama Lima y Cintio Vitier, Premio Juan Rulfo de 1994, y su hijo, el narrador Eliseo Alberto, Premio Alfaguara por su novela Caracol Beach en 1998 y autor de la desgarradora memoria Informe contra mí mismo (1997), donde rindió tributo a su país de destino.
No fue México, desde luego, el único santuario de las izquierdas intelectuales de la Guerra Fría. También lo fue Santiago de Chile, sede de la CEPAL y de FLACSO antes de Pinochet, donde trabajaron Fernando Henrique Cardoso y Norbert Lechner, o Caracas, donde se estableció, luego del golpe de Estado de 1973, el uruguayo Ángel Rama, fundador de la Biblioteca Ayacucho, o La Habana, donde vivieron el argentino Ezequiel Martínez Estrada, el guatemalteco Manuel Galich, el salvadoreño Roque Dalton o el haitiano René Depestre, acogidos todos por la institución cultural Casa de las Américas.
La historia de esos exilios está por hacer. No sólo por tratarse de un capítulo central de la política exterior mexicana en las dos últimas décadas de la Guerra Fría, equivalente por su generosidad e inteligencia al del exilio republicano en tiempos de Lázaro Cárdenas, sino porque sin aquellos exilios difícilmente se pueda narrar la experiencia de la izquierda latinoamericana a fines del siglo XX. En los últimos años no han dejado de asentarse académicos, intelectuales, artistas y escritores latinoamericanos en México. Ahora mismo no son pocos los venezolanos que fijan residencia en este pedazo de América. Ellos mantienen viva la noble tradición del asilo.
Ahora en Exilios e izquierdas de la Guerra Fría, Rafael Rojas se complace en hacer glosario de toda esa intelectualidad zurda prófuga de la represión de derecha en el cono sur, y las ensalza como invaluable baluarte y promotor de toda una cultura beneficiosa para el continente y como crisol de humanismo.
Pero al pintar este devenir parnasiano no es justo ni siquiera con su propia experiencia personal en el totalitarismo cubano. Se le olvida reconocer e incidir en lo que realmente y en definitiva resultó ser este bastión refugiado en México con sus amargos frutos, de los que él también, insisto en que de poca rememoración, en su momento paladeó: promotora de bagaje seudocientífico para montar infiernos, celebradora y justificadora complaciente de una represión y despotismo mucho peor del que huyeran estos intelectuales, ya instalados bajo el blasón del comunismo en Cuba, lafuente de todo mal duradero regional. Esta “cultura de socialismo democrático”, valga la blasfemia, con aplatanamiento ideológico dio pie argumentativo a las ideas del Socialismo Siglo XXI que hoy matan de hambre a Venezuela y que muy pronto, con las sanciones a los envíos de petróleo para la isla, nos va a hacer soltar piedras por el recto.
Se ve bien que con las glorias se olvidan las memorias y que hace rato Rojas no tiene que descender en la escala humana y empujarse la incertidumbre del diario del cazador -recolector en una de tantas colas a ver si alcanza a agarrar una
maltrecha y caliente bolsa de yogur de soya o lograr que no lo llame un “compañero de los de darle atención” al mostrar poco “pensamiento político correcto” en sus escritos.
Admiro a Rojas y no creo que opinar diferente en el debate cubano sea lesivo a los intereses de una causa vasta como la libertad. No otro tema se disputa en Cuba y Venezuela hoy. Ciertamente hay un viejo pregón ya en decadencia, pero pervive, y harto conocido, somos los malos de una pelicula silente. Si Rojas aporta notas de renuevo al menos ayuda a la renovación, refresca el ambiente y obliga a los censores a reconsiderar la triste tarea impuesta.