Bukele y Milei: el atractivo monstruo del populismo

    Javier Milei y Nayib Bukele son, sin dudas, dos ejemplares de lo peor y, a la vez, de lo más interesante del panorama latinoamericano actual. Sí, son populistas de manual, pero también políticos de un nuevo tipo, disruptores, escandalosos, atrevidos, radicales, neoliberales, hábiles con las tecnologías, queridos por muchos, odiados por otros tantos. Nadie en este continente puede quedar indiferente ante ellos.

    Milei y Bukele, al igual que otros reconocidos líderes de la región como Hugo Chávez, Evo Morales o Rafael Correa, llegaron al poder por vías democráticas, pero, a diferencia de estos, no lo hicieron prometiendo un reparto equitativo de las riquezas o la entrega de los medios de producción al pueblo a través del Estado, ni con una agenda enfocada en los problemas de las poblaciones rurales e indígenas. Entre todos, sin embargo, comparten también la espectacularidad, la osadía política y la intención —en distintos grados, por supuesto— de constituirse como pastores de inmensos rebaños humanos, como figuras de adoración.

    El populismo, pues, carece de signo político. Viene a ser un virus que incuban las democracias endebles y que, una vez aquí, hace todo para quedarse, incluido mutar al signo contrario. Es también el síntoma más visible de la crisis del modelo neoliberal que exhiben los gobiernos de derecha y camuflan los autoproclamados de izquierda. El populismo, manoseado, ideológicamente polígamo, tan acomodaticio, narrado siempre desde experiencias diversas, a veces contradictorias, va siendo una de las drogas de este siglo. Solo son felices quienes, enajenados, la consumen. Esa felicidad, por supuesto, no suele durar demasiado.

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    Como no se identifica necesariamente con signo político o ideología alguna, el populismo ha sido muchas veces entendido como una «estrategia» política. En este sentido, su esencia se mantiene en cierto modo pura: «ir al pueblo», la misma norma que a finales del siglo XIX exigían los socialistas agrarios rusos, o naródniki, los primeros en ser llamados «populistas».

    En nombre de la agilización y la eficiencia, el populista, enemigo declarado de la corrupción consustancial al burocratismo, dinamita las instituciones mediadoras y representativas entre la ciudadanía y el Estado. A veces lo hace eliminando ministerios, como Milei, y otras, como Bukele, volviendo su cuenta en X una suerte de gaceta donde ordenar caprichosos decretos. El populista busca, supuestamente, despejar de intermediarios los canales de comunicación —y de reclamo y poder ciudadanos— entre ellos y el pueblo. Este último percibe la ilusión de que el líder es cercano a él, que cuida sus espaldas, cuando, en realidad, sucede justo lo contrario. El populista no se comporta como un monarca; es un general ordenando un campamento, ganándose el apoyo de la soldadesca, manteniéndola en pie de guerra. Siempre hay unos «delincuentes» o una «casta» que derrotar.

    En América Latina, el populismo nació en la figura del caudillo: hombres que se decían del pueblo y hacían creer que la aristocracia criolla era parte del mismo cuerpo social que compartían los indios, los negros y los mestizos. Aquí la primera instrumentalización del concepto de pueblo en nuestro continente, una que se mantiene hasta hoy. Esos hombres movieron ejércitos y se mataron entre sí en guerras intestinas tras la independencia, crearon constituciones y Estados que fueron calco y copia de cuanto vieron en Estados Unidos y Europa, despreciando o, en el mejor de los casos, ignorando la naturaleza diversa de sus países. Las repúblicas de América Latina nacieron de la mano de sujetos tan complejos que todavía resulta difícil valorarlos como héroes, villanos o, salomónicamente, hijos de su tiempo.

    Los latinoamericanos hemos caído tantas veces en el bache histórico del líder carismático, feroz y hambriento de poder que tal flaqueza parece ya ser parte de nuestra idiosincrasia.

    ***

    Tanto Bukele como Milei comparten el haber surgido como una supuesta tercera fuerza política; una nueva, capaz de canalizar la furia de muchos ciudadanos que deseaban un cambio al costo que fuera. En sus respectivos países, ambos derrotaron viejos sistemas binarios de enfrentamiento electoral: la dinámica más frecuente en la inmensa mayoría de los países del continente, casi siempre conformada por una izquierda corrupta e inoperante y una derecha tradicional igual de corrupta e incompetente.

    En las democracias gastadas, los políticos tradicionales hablan en tiempo presente. Los populistas, en cambio, aluden siempre a un pasado glorioso que no existió —Javier Milei anunció que volvería a hacer de Argentina la primera potencia mundial— o a un futuro merecido, previsto con afán determinista —Nayib Bukele ha prometido que El Salvador quedará libre de corrupción y se volverá una nación moderna, al punto de convertirse en abanderada a nivel mundial del inevitable dominio de las criptomonedas.

    El populismo en América Latina nace de una promesa trunca de modernización, de la frustración en la carrera del progreso según los moldes occidentales que fundaron nuestras repúblicas. Para llegar a la meta, de acuerdo con la estrategia populista, se puede mirar hacia atrás o hacia adelante, nunca al ahora.

    Los líderes populistas como Milei y Bukele vienen a eso: a cumplir, ahora sí, las viejas promesas históricas. O eso dicen. Milei busca respuestas en Adam Smith, la Escuela Austriaca de Economía, Friedrich Hayek y Murray Rothbard —este último, padre del paleolibertarismo, es su referente intelectual y el motivo por el que llamó Murray a uno de sus adorados perros. Bukele, por su parte, compara el «renacer» de El Salvador tras el fin de las pandillas con el de Alemania tras la caída del nazismo.

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    El populista destruye buena parte del orden político y social de su nación para reconstruirlo a su antojo. El complejo mapa sociopolítico queda entonces dividido en dos: el pueblo moralmente intachable, que le apoya, y los otros, los enemigos, que impiden la materialización de la grandeza que persigue el líder. Lo esencial, la desigualdad y la violencia, sin embargo, permanece: el ejercicio del poder, como mucho, cambia de una élite a otra, y la violencia queda monopolizada exclusivamente por el Estado.

    Los populistas son a menudo Tancredi, gatopardistas capaces de imponer cambios radicales de manera que las cosas, las sustancialmente importantes, se mantengan igual.

    En América Latina, no son pocos los que desean un Bukele en la silla presidencial de su país. Quién sabe si, pasado un tiempo, también deseen un Milei. Muchos latinoamericanos están tan hastiados de los políticos tradicionales que confunden a aquellos con la democracia, y ya la mayoría, según la encuesta regional de Latinobarómetro, prefiere un «autoritarismo eficaz» de derecha —el autoritarismo de izquierda, tras las experiencias del chavismo, el castrismo y el régimen Ortega-Murillo en Nicaragua, parece haber perdido su encanto— que continuar con los viejos modelos liberales democráticos.

    Bukele —«el presidente más popular de América Latina»— llegó al poder con la promesa de resolver, de una vez y por todas, el gran problema, o mejor, el más evidente de todos los problemas de El Salvador: las pandillas. No se anduvo con remilgos. Con fuerza y celeridad, pactó con las pandillas y luego las sometió, a la vez que se cargaba el poco poder conservaban las instituciones democráticas salvadoreñas. El problema, sin embargo, no eran las maras, sino la violencia en sí, y, sobre todo, sus causas socioeconómicas. La violencia de las pandillas, finalmente, fue sustituida por la del Estado.

    Milei, por su parte, basó en gran medida su campaña en la promesa de acabar con la «casta» política, es decir, con los políticos tradicionales —sobre todo kirchneristas— que habían contaminado de corrupción las instituciones públicas. Su solución: erradicar estas instituciones o, lo que viene a ser lo mismo en muchos casos, privatizarlas. El paladín libertario y anticorrupción, sin embargo, apenas llegado a la Casa Rosada, modificó un decreto del expresidente Macri que prohibía designar como funcionarios públicos a personas con vínculos familiares con el presidente o miembros del gabinete ministerial. Y, antes de cumplir las primeras 48 horas como mandatario, había designado a Karina Milei, su hermana menor, como secretaria general de la Presidencia.

    Bukele, otro que dice luchar contra la corrupción, ha hecho del gobierno un clan familiar compuesto por sus hermanos Karim, Yusef e Ibrajim, quienes cuentan en El Salvador con una gran autoridad de facto avalada por su parentesco con el mandatario.

    ***

    Javier Milei y Nayib Bukele son del tipo de populista que propone un nuevo pacto social: el sacrificio de más derechos a cambio de una solución drástica al problema que ellos identifican como el más urgente del país. Un trato, a todas luces, fáustico.

    A diferencia del dictador común —marca registrada del continente—, el terror no aparece en sus gobiernos como garante del orden, o no en un primer momento, no abiertamente. Estos populistas de derecha han llegado al poder de manera democrática, bañados en multitudes, y no lo necesitan. Aunque construyen ese estado de miedo y represión desde el inicio, esta es una carta que suelen reservarse para después.

    Bukele mueve militares y policías a su antojo en una guerra contra las pandillas que, recordemos, siguió al escándalo que trajo la divulgación de sus pactos con los principales líderes de la Mara Salvatrucha. En 2020, además, irrumpió en la sede del Congreso salvadoreño con militares armados para extorsionar a los diputados; a continuación, se dirigió a una multitud de seguidores plantada a las afueras del edificio.

    Milei, por su parte, no discursó ante el Congreso durante su investidura, como estipula la tradición presidencial en Argentina. En su lugar, habló fuera de las paredes de esa institución, de cara a las multitudes que allí se aglomeraron. Entre otras cosas, aludió a lo que consideraba un grave problema del país: la seguridad. Lo exageró, de hecho, puesto que su país no tiene precisamente una de las mayores tasas de homicidio en la región (menos de cinco homicidios por cada 100 mil habitantes). Milei había propuesto durante su campaña electoral —ya ha dado los primeros pasos en ese camino— eliminar casi todos los ministerios y reforzar Defensa y Seguridad Interior, que serán depositarios de fondos estatales como nunca antes en los últimos años. Esto indica que el nuevo libertario asume el Estado como aquello que Ferdinand Lasalle llamó un «vigilante nocturno»; visión liberal esta que, llevada al extremo, se conoce como «minarquismo», el cual defiende la idea de un Estado (solo) represor, limitado a garantizar la seguridad de los ciudadanos y sus propiedades.

    Aunque por ahora cuentan con el apoyo de la mayoría, al menos electoralmente, Bukele y Milei, con sus diferencias, no dudan en blindarse ante sus opositores y ante la posibilidad de un descontento social que se manifieste en las calles.

    Con el pretexto de la seguridad y la necesidad de «mano dura», el presidente de El Salvador ha encarcelado y torturado a personas inocentes y ha permitido la impunidad de ejecuciones extrajudiciales. En agosto de 2022, la ONG Human Rights Watch pidió públicamente la liberación de Luis Rivas, un salvadoreño que criticó en redes sociales el uso de batallones de seguridad privada de parte de los hermanos Bukele en espacios públicos. A Rivas se le acusó de «desacato», una figura legal también usada con fines represivos políticos en dictaduras como la cubana y la nicaragüense. Algo parecido sucedió con Mario Gómez, especialista en informática y criptomonedas, quien cuestionó la política de circulación del bitcoin promovida por el gobierno.

    El presidente salvadoreño ha perseguido a la prensa mediante instrumentos jurídicos ilegítimos, así como ha robado, espiado y amenazado a periodistas críticos de su gestión.

    Javier Milei, quien se dice anarcocapitalista y defensor de las libertades individuales, se ha manifestado en varias ocasiones contra quienes han desmentido sus afirmaciones. También ha amenazado a periodistas y ha aceptado agresiones a la prensa por parte de partidarios. Entre sus promesas está desmantelar el sistema de medios públicos argentino, incluida la agencia nacional Telam, lo cual ha hecho saltar las alarmas de organizaciones como Reporteros Sin Fronteras.

    Por el momento, la aprobación de ambos en sus respectivos países goza de buena salud. Sus figuras atraen, encandilan peligrosamente en América Latina. Sus adeptos son muchos y variados, incluidos algunos que padecen regímenes autoritarios y que, por alguna razón, no atinan a ver en estos dos populistas mucho de lo que rechazan en sus propias naciones.

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    Darío Alejandro Alemán
    Darío Alejandro Alemán
    Nació en La Habana en 1994. Periodista y editor. Ha colaborado en varios medios nacionales e internacionales.
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    4 COMENTARIOS

    1. Certeras y agudas las inferencias del autor de este articulo… Aunque las peculiaridades de El Salvador antes, durante y despues de la lucha guerrillera, tienen en la violencia su mas fuerte emblema, hasta el asesinato de poetas como Roque Dalton, a manos de sus propios companeros de lucha, que devinieron tan corruptos como los politicos al uso y costumbre.
      Lo de Argentina es un tango mal bailado desde Evita y Peron hasta ahora mismo…

    2. Pésima costumbre de comparar a líderes de la derecha con la izquierda. Chávez es el paíscida de Venezuela, Ortega es el paíscida de Nicaragua. No hay comparación. Bolsonaro y Trump no interrumpieron la institucionalidad democrática de sus países. De hecho, la democracia fue abusada contra ambos. Bukele intenta una limpieza cívica positiva: regenerar una raza civil degradada y degenerada: la salvadoreña. Milei ni siquiera ha gobernado. Pero es un lugarcito común estas comparaciones de dos por quilo de los «verdaderos nuevos demócratas» cubanos. Según ellos, la detecha nunca debería gobernar en el hemisferio occidental. Sólo la izquierda tiene derecho a fallar y rectificar e irse haciendo menos autoritaria y populista con los siglos.

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