Después de llegar a Riohacha, capital de La Guajira —departamento costero ubicado en el extremo norte de Colombia—, me dirigí al municipio de Uribia. En la tarde, me fui con un grupo de guajiros en un carro 4×4 a conocer Bahía Honda, lugar que está a cuatro horas de Uribia y se sitúa en la Alta Guajira.
Camino a Bahía Honda, el carro se varó en varias ocasiones. Lo empujamos, arrancábamos, volvíamos a empujar. Por fortuna, cuando aún quedaba una rayita de cobertura en el celular, logramos solicitar otro vehículo.
Continuamos el viaje. La oscuridad nos sorprendió en medio de caminos secos y polvorientos. Llegamos casi a la medianoche.
En Bahía Honda nos recibió la señora Berta Iguarán, una matrona guajira afable y risueña; llevaba unos ruleros en su cabello y una cómoda batola. Su casa era pequeña, pero el patio era inmenso y estaba colmado de cardones enormes y emblemáticos trupillos.
En ese patio inmenso la señora Berta nos guindó las hamacas para que descansáramos y pasáramos la noche. Antes de dormirse nos dijo:
—Aquí el aire no tiene botones. Duerman sabroso. Hasta mañana.
Fue uno de los mejores sueños que he tenido en mi vida. Me mecí tres veces y me quedé dormida. No extrañé el aire acondicionado. Dormí profundamente mientras la brisa se metía en la hamaca y acariciaba cada parte de mí. Era música, compañera, arrullo, placidez.
Al día siguiente, me despertaron los bramidos de los chivos. La brisa asidua sacudía las mantas de las guajiras. El verde de los cactus y el azul del cielo me invitaron a quedarme embelesada al tiempo en que me tomaba una taza de mazamorra de maíz exquisita y veía caminar a la señora Berta con sus rulos intactos.
Mi celular no tenía cobertura; estaba desconectada del resto del mundo. El teléfono no era ya una extensión de mi cuerpo. Solo estaba viviendo una vida, la de los pies en la tierra.
La cámara fue mi compañera inseparable. Quise hacer fotografías para mis recuerdos, porque la única eternidad es el instante, y ese instante repleto de historias cotidianas se puede escribir con la luz.
Gracias a esas imágenes no olvidaré jamás el sabor de las arepas asadas y los guisos sabrosos, las miradas de los niños que reposan en sus hamacas, los cantos de la brisa, el vaivén de las placenteras hamacas y las carcajadas de Berta.
El tiempo nos come en la ciudad; aquí no lo sentí. Era otro ritmo. Eran otros vientos, otras voces, otros sabores, otras risas, otros andares convertidos en nostalgias visuales que hoy me acompañan. Sin un instante de duda, me acompañan.
No quiero escribir ni decir tanto. Las imágenes se comen el tiempo y hablan mejor.
(Fotografías autorizadas por Linda Esperanza Aragón).
Gracias por esas fotos que avivaron recuerdos de mis años de trabajo en la Guajira venezolana; descubrimiento del Wayunaiki, la lengua guajira que mencionaba García Márquez y la resistencia de un pueblo que habita (olvidado) esos parajes áridos. Solo vivimos lindas experiencias en el afán de brindarles algo de atención.