Juan Pablo Villalobos, la luz y lo estridente

    Juan Pablo Villalobos me recibe temprano en su estudio del barrio de Gràcia. Me siento junto a una larga mesa, donde imagino se sentarán más tarde los alumnos del taller literario que el escritor mexicano imparte «todos los jueves, algunos martes, ciertos lunes o miércoles, pero nunca jamás los viernes», según se lee en su web. Es un taller muy demandado, con lista de espera. Varios muebles del local los rescató el propio Juan Pablo de la basura; solo tuvo que repararlos un poco, me cuenta, estaban casi nuevos. Mientras restriego mi nariz con un pañuelo voy recorriendo con la vista las estanterías llenas de libros y el ambiente acogedor del estudio, y doy mi aprobación a todo lo que sea recoger cosas de la basura.

    —¿Estás enfermo o qué?

    Respondo enumerando: dolor de garganta, tos, posiblemente fiebre…

    —¿Sabes qué pasa, güey? —me dice Juan Pablo—, ahora vas a agarrar todos los virus nuevos que tú no traes. Los primeros te pegan de la chingada, luego ya te acostumbras… Recuerdo que yo me enfermaba así al principio, cuando llegué, y me sentía súper mal.

    Los mocos me dan un respiro y enciendo la grabadora del móvil. El perro que ha estado merodeando cerca de mis pies de pronto empieza a ladrar.

    —Pirata… —lo regaña Juan Pablo—. ¿Ahora te vas a poner territorial?

    Casi acabo de llegar a Barcelona y ya un perro llamado Pirata se pone territorial, pienso. O más bien: no sé qué pensar.

    —¿Y cómo andas tú? Imagino que muy cansado.

    —Pues estoy apenas en mi primer día de normalidad —dice Juan Pablo—. Pero pasado mañana me voy a México, así que va a continuar el caos… El mes de diciembre ya será más tranqui, y será el momento de procesar todo este sube y baja de emociones.

    Hemos quedado para hablar de la película No voy a pedirle a nadie que me crea (Fernando Frías, 2023), adaptación al cine de su novela homónima, publicada por Anagrama en 2016. Yo estoy recién llegado a España, lo cual no es nada; Juan Pablo Villalobos acaba de aterrizar en Netflix.

    —Las adaptaciones siempre son truculentas —me dice—. Imagínate lo que significa sacrificar, entre comillas, cosas que crees que son importantes en el libro. Porque, claro, es una novela larga, con muchas tramas y personajes; había que sintetizar… Pero estoy contento, por varias razones. Más allá de que la película me ha gustado, hay detalles que me resultan muy estimulantes como escritor, en los que veo que la película trasladó muy bien el espíritu del libro, y además le añadió cosas.

    En la portada de la flamante reedición, para la colección Compactos, de No voy a pedirle a nadie que me crea, la editorial Anagrama ha puesto una foto del Juan Pablo Villalobos Netflix, interpretado por Darío Yazbek Bernal. Porque el protagonista, tanto de la novela como de la película, se llama justamente así: Juan Pablo Villalobos. Ese es el volumen que el día anterior estuvieron firmando a tres manos, antes del preestreno en sala de cine, el director y guionista Fernando Frías y los dos Villalobos: el personaje y el autor; es decir, el actor que hace de autor en la ficción (y que firmaba su portada) y el escritor que firma la ficción de autor.

    —Cuando hablé con Fernando —me cuenta el Juan Pablo que tengo yo delante—, mucho antes de que estuvieran firmados los derechos, antes de que él tuviera productora, hubo cosas que me llamaron la atención y me convencieron de que yo quería que él hiciera la película. Por ejemplo, él quiso venir a Barcelona en invierno, en la misma época en que transcurre la historia de No voy a pedirle a nadie que me crea. La novela está muy fechada, porque incluye un diario, tiene marcas de tiempo: transcurre en los meses de noviembre, diciembre y enero. Fernando me dijo: quiero ver la luz de Barcelona en invierno, y en cuanto vino se puso a hacer fotos. Ahí ya me habló de los claroscuros que tendría la película, las sombras en los rostros, toda esa estética de los reflejos, las ventanas, los espejos, etc., que a mí me parece que traslada a la pantalla algo muy literario, que es el punto de vista: desde dónde está contada la historia. La película rompe con la idea de la omnisciencia, queda clarísima la subjetividad de la narración: quién está viendo, quién no ve, qué cosas te quedan ocultas… La decisión de filmar en invierno fue inamovible, y creo que ahí se empieza a respetar la novela: por medio de la luz. Evidentemente, en un texto no se puede ver la luz, por más que la describas; en cambio en una película se toma una decisión de fotografía, que traslada lo literario al cine. Me parece que ese es un hallazgo interesante, que trasciende lo que estaba en el papel.

    Seguido de cerca por Pirata, Juan Pablo va hasta el microondas y calienta cafés y croissants.

    —También me parece muy acertada la parte cómica, cómo se plasma el humor del libro —continúa—. La novela tiene cuatro narradores: Juan Pablo, su novia Valentina, su primo y su madre; y lo que sucede es que los personajes más cómicos, que son estos dos últimos, son involuntariamente cómicos. La comedia, digamos, más exagerada, está en las cartas de la madre y el primo de Juan Pablo. Sin embargo, en la película esto queda difuminado, porque la voz de la madre se integra solo través de audios de WhatsApp, y la del primo solo al principio y luego en el video que aparece al final y que soluciona la trama; no recae en ellos la parte cómica. Y en el libro, Valentina es un personaje muy serio (el diario que escribe es muy reflexivo, muy literario, donde trata de explicarse lo que sucede y lo va comentando con el lector). Entonces, en la película, es el personaje de Juan Pablo el que carga con todo el humor. Es él quien resulta atropellado por los hechos… Darío Yazbek, en la presentación de la película, dijo que su personaje no podía contar chistes, porque él mismo era el chiste. Entonces creo que su interpretación de Juan Pablo era muy difícil, por restrictiva; su personaje es como el idiota de la película, un clown al que le pasa de todo y no sabe cómo reaccionar, nunca para de tropezarse, como si estuviera en una slapstick: cada cosa que le pasa es peor que la anterior…

    —Y él siempre mantiene su rostro inmutable.

    —Exactamente. Y eso en el libro no funciona así, es distinto. Pero en el cine, al menos en la noche del estreno, hubo muchas risas entre el público. Yo no sé si la película es graciosa o no, pero la gente se reía. Y esa es una de las cosas que yo me preguntaba. Cuando Fernando me envió el primer montaje, una versión muy prematura de la película, quiso saber si yo la encontraba chistosa. Güey, ¿la película da risa?, me preguntó. Y claro, yo no sabía… Es que la cuestión del humor es muy complicada.

    El proyecto académico de Juan Pablo Villalobos, el personaje, es sobre los límites del humor en la literatura latinoamericana del siglo XX. Al llegar a Barcelona, se ve obligado a darle una vuelta al tema: ahora es el humor misógino y homofóbico en la literatura latinoamericana del siglo XX. La verdadera razón de ese cambio contiene un spoiler, pero hay otras razones de las que sí podemos hablar Juan Pablo y yo (y las hablamos, de hecho, pero eso es abrir otro melón, como dicen aquí; material para una entrevista aparte), razones de sentido no tan subterráneo que tienen que ver con la capitalización de lo políticamente correcto.

    —Sí, es que en el libro hay como una teoría del humor, ¿no? Hay una escena, narrada por Valentina, donde Juan Pablo y un compañero del doctorado se ponen a hablar de la parodia, se ponen a discutir si la parodia es o no subversiva políticamente…

    —Esa escena no la vemos en la película —le digo.

    —Digamos que el libro tiene su teoría del humor, y la película es la puesta en escena de esa teoría. Lo cual es complicado, porque en algunos momentos parece que la película está haciendo un chiste, pero en realidad lo que está diciendo es: esto es la puesta en escena de un chiste, a ver si te ríes, y si no te ríes, piensa por qué no te has reído.

    El que sí se ríe es Juan Pablo cuando empezamos a hablar de su cameo en No voy a pedirle a nadie que me crea. La película tiene una escena medio pesadillesca salida del sueño de su álter ego: Darío Yazbek/Juan Pablo Villalobos sueña que le han otorgado el Premio Herralde por la novela que está escribiendo, que por supuesto se llama No voy a pedirle a nadie que me crea. Esa novela que Juan Pablo Villalobos nunca llega a terminar, ni en la película ni en No voy a pedirle a nadie que me crea: la novela. Esta segunda novela (digámoslo así) fue la que obtuvo el Premio Herralde en 2016. La premiación que muestra Netflix tiene como presentador al escritor mexicano, quien está sentado al lado de su clon cinematográfico Darío Yazbek, quien recibe el galardón de manos del editor Jorge Herralde (el único, por el momento).

    —Yo le dije a Fernando desde el principio que me gustaría hacer un cameo —sonríe Juan Pablo—. Me pones por ahí, sentado en un café, le dije. Porque estaba a huevo que yo tenía que aparecer, tratándose de una autoficción, de un juego con mi nombre y con el desdoblamiento de la identidad… Pero Fernando lo llevó más allá. De pronto me dijo: te voy enviar una escena que se me ocurrió; queremos que salgas en ella, y queremos que salga Herralde… Me pareció genial, pero al mismo tiempo me daba un poco de vergüenza. Ahí estoy yo leyendo elogios de mi propio libro, diciendo cosas como «una voz única en la literatura mexicana»… Es muy vergonzoso en el fondo, pero me presté al juego porque me pareció chistoso.

    —En otras secuencias de la película predomina un tono más serio —le digo—, que como tú bien has dicho corresponde sobre todo al personaje de Valentina. Hay una escena en la que ella está mirando por la ventana el skyline de Barcelona y dice: «Pinche ciudad de mierda, tú ganas». Ahí yo recordé lo que me dijo una vez un amigo, que también emigró a España y que ahora vive en Madrid: «Barcelona me derrotó». También conecta con la cuestión del idioma… Pero, claro, imagino que tú experiencia no fue nada parecido a eso.

    —En realidad, no. Yo lo explico en el epílogo autobiográfico que está incluido en la edición de Compactos de No voy a pedirle a nadie que me crea: la historia de ese Juan Pablo no es la mía. No puedo negar que a mí la ciudad me acogió. Mis hijos son de aquí. Aquí me ha ido muy bien. Ahora, es cierto que en la novela se ponen en juego diferentes experiencias…

    Lo interrumpo para insertar, antes de que se me olviden, las palabras de Facundo, el casero de Juan Pablo y Valentina. Tanto en el libro como en el filme, Facundo le dice a Valentina, cuando se entera de que su novio está tomando clases de catalán: «Dejate de joder, boluda, los catalanes no quieren que los demás hablen catalán, boluda, lo que quieren es sentirse superiores, o como mínimo diferentes, pero ya el boludo de tu novio se va a enterar, cuando quiera hablar catalán en la calle y nadie le haga ni puto caso».  

    —Es una manera de entender ese fenómeno, que no es necesariamente la mía —asiente Juan Pablo—. Además, Facundo es un personaje muy caricaturizado, con todos los lugares comunes del argentino… Sí me interesaba mucho cuando escribí el libro, y lo sigo sosteniendo, la idea de desidealizar esos viajes de migración que en realidad son viajes privilegiados: vienes a Barcelona con una beca, a vivir en un piso con amigos de varios países, la experiencia multicultural, irse de fiesta, etc. Ni la novela ni la película hablan de la emigración más dura, la emigración forzosa, que es venirte acá porque políticamente ya no puedes vivir en tu país, o porque no tienes oportunidades económicas… Pero aun así, Valentina viene a Barcelona sin saber bien a qué viene, y ella sí que encarna un poco la emigración como derrota: todo te va a salir mal, la ciudad nunca te va a acoger, la ciudad es dura…

    Pirata, por cierto, no ha dejado de mirarme ni un instante mientras mastico lo que me queda del croissant.

    —Lo que pasa con Barcelona es que no te recibe con los brazos abiertos, aunque tampoco te rechaza —continúa Juan Pablo—. Tienes que insistir, y empeñarte. Pero una vez que encuentras, y aquí sí hablo desde mi experiencia, una vez que encuentras la clave, las llaves de la ciudad, vamos a decirlo así, las puertas se te abren. Y eso es lo opuesto a lo que sucede en México. Allí todos te reciben, te invitan, te dicen: güey, vente a comer cuando quieras…

    —¿Y luego no es cierto?

    —¡Es mentira! Es que es mentira… Aparentemente somos muy abiertos y muy receptivos, pero es una cosa muy superficial: el día que en realidad tienes un problema, nadie te va a echar una mano. Por supuesto, estoy generalizando, pero digamos que culturalmente somos opuestos. En México te pueden recibir con los brazos abiertos y luego en el momento duro a lo mejor te das cuenta de que no era tan cierto; y aquí, la persona que te cierra la puerta un día, luego te ayuda de verdad… En fin, son culturas distintas. Y yo creo que tanto en la novela como en la película simplemente se manifiestan y se expresan distintas visiones de la ciudad, que dependen mucho de las experiencias de cada personaje.

    —«El verdadero lector lo único que quiere es leer más», dice Juan Pablo en la novela —le cito a Juan Pablo—. Ahí hay un guiño a César Aira, ¿no? Aira en alguna parte dice exactamente lo mismo. Y en Aira también está la conexión con una idea del humor en la literatura. Peluquería y letras (Anagrama, 2022), tu libro más reciente, es una novelita muy airana, que se desarrolla a partir de la puesta en escena de su propia escritura.

    —Evidentemente, en mi manera de entender la literatura seguro que hay una influencia de Aira, porque lo he leído mucho, y lo he estudiado. Y también por una cuestión de admiración, de afinidad… Pero igual te digo que Aira es inimitable. El que imita a Aira hace el ridículo. El problema, entre comillas, de escritores como Aira, es que son callejones sin salida. Es tan único lo que hace que va quemando el terreno detrás de él… Por otra parte, Aira siempre ha dicho que los procedimientos metanarrativos le producen repugnancia; incluso suele molestarse cuando alguien habla de lo metanarrativo en su literatura. Para mí, en cambio, desde El Quijote, desde Jacques el fatalista de Diderot, y mucha otra literatura que leí hace mucho tiempo, lo metanarrativo fue una influencia importante. Desde mi punto de vista, pensar la narración mientras narras es lo más interesante que se puede hacer.

    Peluquería y letras, entre paréntesis, es una novelita muy feliz, muy de barrio (como esas especies de Aira del barrio de Flores, en Buenos Aires). Al protagonista y narrador le hacen una colonoscopía y le extraen un pólipo benigno con una concentración inusitada de sodio y capsaicina: es la primera vez que se detecta un pólipo como ese en Cataluña. Leemos: «No estaba orgulloso, pero esa perla era mía, había salido de adentro de mí, yo la había fabricado con mi apetito, estaba hecha de hambre, era una idea y al mismo tiempo su forma».

    —Lo que sí es una enseñanza importante en Aira es su actitud ante la escritura —prosigue Juan Pablo—. No se trata del estilo, la articulación de la trama, la voz narrativa, el tono… Creo que no va por ahí. Tiene que ver más con eso que has dicho: la escritura como una puesta en escena. Aira lo ha llevado al extremo: vete tú a saber si es mito o realidad eso de que no corrige, de que escribe una página al día…

    —Siempre en la mesa de un café del barrio de Flores…

    —Exacto. A mí eso me interesa mucho, pero no creo que sea algo que se pueda imitar o que se pueda trasladar.

    —Quería preguntarte también por una escena concreta, que por supuesto no sale en tu novela. Valentina entra a una librería donde se está presentando Cosas vivas (Periférica, 2018), la novela debut de Munir Hachemi, interpretado por Facu Díaz. Es como si ahí la película le estuviera recomendando al espectador, además de la propia novela en la que se basa, la lectura de otra novela más reciente… ¿Por qué precisamente ese libro? ¿Por qué esa escena?

    —Es curioso, y también habla mucho de cómo fue que se hizo No voy a pedirle a nadie que me crea: el mismo proceso de hacer la película fue muy autoficcional… —la sonrisa de Juan Pablo te hace avizorar un territorio que disfruta, es como si se frotase las manos—. Cuando Fernando vino a Barcelona, uno de los lugares a donde lo llevé fue al mercado de Sant Antoni, a los puestos de venta de libros de segunda mano. Como Barcelona es una ciudad muy editorial, en Sant Antoni puedes encontrar libros prácticamente nuevos: libros que las editoriales envían de regalo, como cortesía, a la gente de prensa, y luego acaban en los puestitos de allí sin que nadie los haya leído… Bueno, estábamos paseando por allí y Fernando me pidió que le recomendara algo. Entonces encontramos ese libro, que yo había leído poco tiempo atrás y me había gustado mucho, y le dije: Esto, léete esto. Y a Fernando le encantó.

    —Munir Hachemi —digo—. Tiene nombre de canterano del Barça.

    Una parte poco profesional de mí ha querido descarrilar todo el tiempo esta conversación (entre dos culés) hacia la actualidad futbolística blaugrana, pero Juan Pablo no me deja.  

    —Munir nació en Madrid —aclara—, pero su padre es argelino, y tiene una historia muy interesante desde el punto de vista literario, porque lo que más le gusta a él es la literatura latinoamericana; su tesis doctoral fue sobre Borges. Cosas vivas es una novela muy poco española, cada capítulo está titulado con referencias a libros latinoamericanos, y aunque es una historia de unos chavos que se van a trabajar en verano a Francia, a mí me pareció una novela muy latinoamericana… Así la leí. Y me llamó la atención el hecho de que, aunque Munir no parte directamente de la experiencia migrante (él es de una segunda generación), en cierto modo pudo lograr esa escritura distinta, tan poco española.

    El perro, ya menos territorial, hay que decirlo, empieza a hacer bulla por alguna parte, alejado de nosotros. Juan Pablo se levanta a regañarlo. Pirata, ¿qué te pasa? Pirata, sal de ahí. Después retoma el hilo:

    —En mi novela, el equivalente de la escena de la presentación del libro es la conferencia del doctor Alberca, el profesor de Málaga, que es como el teórico más importante en España en el género de la autoficción. Valentina acude a la universidad a pedir información sobre su doctorado, entra a la conferencia, habla con Alberca, y luego él le dice: vente a tomar algo, ven con nosotros, pero ella se aparta del grupo y no va. O sea, la escena existe, lo que pasa es que Fernando la quiso convertir en la presentación del libro de Munir… Y aquí viene la cuestión más chistosa. Fernando buscó a Munir para pedirle que saliera en la película, interpretándose a sí mismo, pero Munir estaba en China y no podía venir por las restricciones de la pandemia. Fernando le preguntó entonces que quién le gustaría que lo interpretase, y Munir dijo que Facu Díaz, porque sus amigos siempre le dicen que Facu y él se parecen, lo cual es una broma, claro, porque no se parecen en nada. Entonces buscan a Facu, y este acepta. Todo esto lo cuenta Munir en un hilo muy gracioso de Twitter. Luego, en su canal de Twitch, que tiene muchos suscriptores, Facu estuvo anunciando que iba a salir en una película, pero que todavía no podía decir nada. Y se ve que los amigos de Munir todo el tiempo lo estaban chingando en los mensajes del Twitch, diciéndole que ellos sí sabían, que lo iban a decir todo, hasta que Facu se ralló… En fin, que la semana pasada alguien le avisó que la película ya había salido, y allí mismo, en su transmisión en vivo, él se puso a revisar si estaba su escena, quería ver si no lo habían cortado… Y de pronto soltó: ¡entonces tú eres uno de los amigos de Munir que me han estado dando por saco todo este tiempo!

    Juan Pablo se ríe, y yo con él, aunque por supuesto son cosas de redes y streaming que no se captan bien fuera de su contexto, pero también, a su modo, configuran narraciones.

    —Son cosas que han sucedido por fuera de la película, pero que también están en el espíritu del libro, ¿no?, que es cuestionar los límites de la ficción y la realidad —resume el escritor.

    —Otra cosa que me llamó la atención de No voy a pedirle a nadie que me crea, que no sale en la adaptación, es el artículo que está escribiendo Juan Pablo sobre la relación entre Felisberto Hernández y las sex dolls. ¿Es un tema que has trabajado?

    —Sí. Las cosas más exageradas del libro son las verdaderas. El seminario de género que se describe en la novela, donde el profesor de Santiago de Compostela y su novio hacen toda una performance con falos prostéticos, fue real. Cuando yo fui a hacer mi doctorado a la Universidad Autónoma de Barcelona (en la película es la Pompeu Fabra, porque en la Autónoma no permitieron filmar), me inscribí en un curso que se canceló, y como tenía que cubrir esos créditos, en Secretaría me recomendaron que fuera a un seminario, porque lo podía hacer en una semana, escribía un trabajo y me quitaba eso de encima. Entonces asistí a un seminario de Estudios de Género que fue muy esperpéntico. La profesora que lo llevaba era muy vanguardista, perdía totalmente el control de lo que sucedía en el aula. Eso se me quedó grabadísimo. Y el trabajo que escribí era sobre muñecas inflables, sobre la fetichización de las muñecas… Es real: yo tengo ese trabajo, que habla sobre Las Hortensias, de Felisberto, y recoge también otras anécdotas. Hay una muy famosa sobre el pintor Oskar Kokoschka, que rompió con su pareja e hizo una réplica de ella y la llevaba al teatro, a la ópera, una locura… Y hablo también de los robots sexuales. En fin, hay cosas en la novela que pueden parecer muy ridículas pero son reales, y luego hay cosas que parecen verosímiles, y son ficción.

    —En relación a esto mismo: intereses, lecturas, autores favoritos… ¿Cómo es el Juan Pablo Villalobos de ahora, comparado con el que escribió No voy a pedirle a nadie que me crea?

    —Esa novela es de hace unos siete años; yo he cambiado mucho como lector. Obviamente, hay autores que siguen siendo importantes para mí, pero es lo que nos pasa a todos: seguimos leyendo, y nuestras ideas de la literatura van cambiando. Algunos autores se mantienen, otros se nos caen del pedestal, otros que no nos gustaban, de repente nos gustan… —Juan Pablo se queda pensativo, como valorando si dejar caer ya algún nombre—. Ahora es una época en la que leo mucha más poesía que en la época en que estaba escribiendo No voy a pedirle a nadie que me crea; leo más ensayo, leo más cuento. He recuperado el cuento. Hubo una época en que yo leía mucho cuento, después lo dejé, ahora he vuelto. Son como etapas, ¿no? Por ejemplo, a Felisberto, que fue como un héroe para mí, hace tiempo que no lo releo. Y otras lecturas que menciono en el libro se me han quedado un poco desfasadas en relación a lo que leo hoy. Ahora me interesan autores que no son tan esperpénticos, por decirlo así. Estoy en una línea de lectura más como de baja tensión. Me empieza a molestar lo estridente.

    —Y No voy a pedirle a nadie que me crea…

    —Es una novela suuuuuper estridente —afirma—. Mis novelas posteriores, La invasión del pueblo del espíritu y Peluquería y letras, son mucho menos chillonas. Creo que ahora voy más por ahí. Hay autoras como Hebe Uhart, como Lydia Davis, que antes no me gustaban y ahora me gustan muchísimo, y creo que tiene que ver con eso: son autoras de un tono así —hace un gesto con la mano en sentido horizontal, como recorriendo una línea recta uniforme—. Ahora ese efecto me encanta. Como que no te están contando nada, pero sí te están contando algo. O sea, ha sido mi manera de leer la que ha cambiado, más que los autores que me gustan. Ha sido más profundo el cambio.

    —Pienso publicar esta entrevista en El Estornudo. ¿Conoces el medio?

    —Sí.

    —La mayoría de sus lectores son cubanos —le informo. No sé de dónde he sacado ese dato, lo estoy asumiendo. En realidad, lo que quiero es poner entre algodones o quizás justificar un poco, haciéndola pasar como obligatoria, la pregunta que formularé a continuación, que cada día me parece más tonta e injustificable. Pero, bueno, a fin de cuentas sigue siendo una pregunta gravitatoria gracias a la cual Juan Pablo Villalobos y yo nos conocimos, hace mucho tiempo, cuando él visitó La Habana con el encargo de escribir una crónica para la revista Gatopardo.

    —Cuando estuve en Cuba para hacer aquel reportaje sobre escritores cubanos contemporáneos —responde—, tenía una curiosidad genuina por la literatura cubana, con las dificultades que esta tiene para salir de sus fronteras y distribuirse en un circuito comercial. Fue la época en la que leí más autores cubanos: aquellos que entrevisté más otros que no entrevisté pero me informé sobre ellos y los conocí y busqué sus libros… Pero luego continuaron las mismas dificultades, ¿no? Me fui de allí, y las dificultades persisten. Tú lo sabes muy bien. Hay que hacer un esfuerzo grande para leer a autores cubanos y para saber lo que está pasando dentro de Cuba… Recurrir a amigos que pasan por allá y pedirles que te traigan algo interesante, preguntarles de quiénes se está hablando, qué se está leyendo…

    Juan Pablo escoge un libro del estante, me lo enseña y se pone a hojearlo.

    —Ya lo he dicho muchas veces: Virgilio Piñera está entre mis autores de cabecera, desde hace muchos años —me dice—. Virgilio no desaparece; para mí está al nivel de Felisberto, pero a él sí que lo he releído: vuelvo a sus cuentos, a su poesía… Me gustan mucho sus novelas, que se conocen poquísimo en España; creo que aquí ni se leen. Hay en Virgilio una cosa muy de Aira, o más bien en Aira hay una cosa piñeriana… Yo sé que Aira leyó muy bien a Piñera, seguramente para él debió ser una influencia importante. Sus novelitas son muy absurdas, van muy rápido, pasan muchas cosas. Presiones y diamantes, por ejemplo. Muy buena, y muy contemporánea, con todo ese toque conspiranoico…

    Le sonrío a Pirata, que ya se deja acariciar. Cómo explicarle a un perro en Gràcia lo que significaba, en mi rincón de Cuba, la piratería de libros y películas.

    —¿Algo más que quieras decir? —concluyo—. ¿Vas a pedirle a alguien que vea Netflix?

    —¡No voy a pedirle a nadie que la vea! —se ríe Juan Pablo, aliviado de que la entrevista llegue a su fin—. No, nada, pues eso: estoy muy contento con la película. Hay cosas en ellas que funcionan bien, mejor que en la novela, y por supuesto hay otras cosas que no se pueden llevar al cine.

    Me voy recordando otra escena, filmada con los claroscuros invernales de rigor: Valentina en la cama con Laia, compañera de estudios de Juan Pablo. Laia (interpretada por la maravillosa Anna Castillo, e íntimamente relacionada con ese spoiler del que no hablé antes) alzando la cabeza de entre los muslos desnudos de Valentina. Laia que vuelve la vista hacia Juan Pablo Villalobos, que está en la sombra, es decir, hacia el espectador, que está al otro lado de la pantalla, es decir, hacia el lector, que es el voyeur de esta reescritura. Laia, que solo (nos) hace esta pregunta: «¿Te gusta mirar, mexicano?».

    Nota: Las fotos son de © Juan Lemus (Jalisco, México, 1972, fotógrafo y escritor. En los últimos años se ha dedicado con empeño a documentar el trabajo y la vida privada de Juan Pablo Villalobos.

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