En el Barrio Gótico de Barcelona

    A lo gótico en el Barrio Gótico de Barcelona se llega como si fueras por la autopista atravesando un valle y aparecieran cientos de vallas publicitarias, una tras otras, con un mismo tema que en verdad no leíste, sino que imaginaste, porque al volverte no hay ni hubo valla alguna.  

    Lo gótico se siente de forma anticipada; es como eructar antes de tomar el primer trago de gaseosa. Uno dice en voz alta: hay algo aquí, la luz, el entramado de calles que sabe a…, y luego alguien dice «¿gótico?». Eso, gótico. Pero la pregunta de valor es: ¿de dónde saldría el sentimiento de lo gótico?; ¿cómo es posible que lo sienta gótico sin haber estado antes en una de estas ciudades?».

    La respuesta más objetiva que se le ocurre al Periodista sería… por la exposición a Batman. Específicamente por la exposición que tuvo la generación nacida a partir de 1975 a la saga de películas que Tim Burton dirigió y produjo entre 1989 y 1994. Lo cual sugiere otra pregunta: ¿quienes nacieron en los dos mil y no vieron los Batmans de Tim Burton podrían reconocer lo gótico? Esa pregunta sugiere una respuesta: no. Hay millones de personas que escuchan a Bad Bunny, y hay otros que lo odian. Entre unos y otros hay una porción que nunca escuchará un aria, un fragmento de belleza eterna como el Réquiem de Mozart, y que tampoco conocerán la sensación gótica. 

    Los edificios del Barrio Gótico acumulan cientos de años. La verdad es que parecen erigidos sobre montículos chatarreros de años. Y se tiene la impresión también de que los años han caído ladera abajo como latas de refrescos y cervezas aplastadas luego del consumo. El transeúnte sensible que no estudió directamente lo gótico, pero que nació y creció en el periodo antes mencionado, y que estuvo expuesto a aquellos estrenos de Hollywood, percibe entonces que camina por una invisible acumulación.

    Otra cosa que se nota es que ninguno de esos edificios se hizo adulto fuera. Son como solterones provincianos de pies enormes y manos agigantadas. Y eso los acompleja. Son altos, muy altos, y cotillean todo el tiempo. Sobre qué, nadie lo sabe. Sobre algo, sobre muertos, sobre las antiguas tiendas que desaparecieron, sobre asuntos que ya nadie entiende porque el referente se extinguió, se volvió irrelevante. 

    Los hilos de turistas pasan anónimamente. La mayoría visten con los colores pálidos, mates e incluso cenagosos de las omnipresentes Zara, Mango o Bershka. Visten la gama de colores de esos pacientes hospitalizados a los que ninguna salida al sol va a devolverles ya el buen matiz de la libertad. Recorren las calles de diez de la mañana a la medianoche que es cuando por fin comienzan a desaparecer.

    Es casi un milagro ver a un turista despertándose temprano para disfrutar la paz de estas calles. Digamos que algunos niños se despiertan temprano para disfrutar un río o una playa cuando no hay bañistas. La corriente es tan plácida y transparente a esa hora que parece un milagro, y a veces cuesta saber dónde termina el aire y comienza el agua. A estos niños les encanta pensar que a esas horas por fin la playa o el río les pertenece. Y ambos se susurran cosas de amor, o cosas íntimas. 

    Calle del Barrio Gótico de Barcelona / Foto: Pixabay/Antonio_Cansino
    Calle del Barrio Gótico de Barcelona / Foto: Pixabay/Antonio_Cansino

    No se verá esto entre los turistas que llegan a Barcelona. Los turistas prefieren las aguas turbias, las crecidas, las discotecas repletas. Los sitios vacíos generan en ellos la angustia de haber gastado dinero para visitar un sitio que no vale nada. Llegan y se van todos a la vez para no quedarse solos. Se miran unos a otros, se comparan, se desean en vano, y se van de vuelta a sus países y sus vidas. Tampoco se verá en ellos a niños madrugadores; ha sido solo un ejemplo del Periodista. Los únicos sensibles al espacio y su silencio, y al vaciamiento de las calles, son los ancianos que pasan horas sentados en los bancos mirando al infinito desde primeras horas de la mañana. 

    Los turistas son blancos, y a veces altos. Muchas veces son bajos, con cierta tendencia a la obesidad, pero también hay cientos de miles de turistas delgados. Vienen de todas partes: de Asia, Latinoamérica, África o Norteamérica. Algo en ellos, que va ganándose a medida que pasa el tiempo, recuerda a una multitud de gaviotas. 

    La palabra «gaviota» no solo tiene un vínculo fantasmal con el Barrio Gótico, sino con toda la ciudad. Como palabra tiene una connotación en Barcelona, donde al parecer se han vuelto urbanas o protourbanas. Si las palomas son nobles y encasillables, si son mendigas luchando un granito de maíz por aquí y por allá, las gaviotas son ladronas de algo que todavía no se ha inventado. Se comen algo que solo existe en el futuro, que todavía no es, y eso es lo que de alguna manera las vuelve terribles. Mientras eso que se cuaja aparece y se define, ellas comen palomas. Ahora bien, digamos que esa ansiedad omnívora e insaciable por la otredad es lo que crea un puente entre ellas y el turismo que revolotea sobre esta parte de Barcelona. 

    Se podría plantear entonces que las gaviotas han encontrado un manjar frecuente en palomas tontas o distraídas-de-hambre del mismo modo en que los turistas repletan el metro alcoholizados, gritones, afectuosos y con olor a flujos internos. Los turistas caen sobre las palomas y las descuartizan sin pudor. Y las palomas, que son urbanas por antonomasia, que llevan siglos conviviendo con el monstruo de su ciudad, los miran invadir su espacio con tarjetas de crédito y débito. 

    El barrio está tan ganado por los guiris (así le llaman en España al turista) que sin su presencia sería otra cosa. Son espejos que devuelven reflejos de otros espejos. Y esta mutualidad impide saber qué cosa es real y cuál falsa. La ansiedad por encontrar la columna vertebral en cambio persiste, y eso motiva, pero genera ansiedad al mismo tiempo. 

    Las tiendas de souvenirs dieron de casualidad con una solución; están tan iluminadas de la artificiosa luz led que disolvieron, o aliviaron, la metafísica del gusto. La luz intensamente blanca es en ellas lo que el hiperrealismo con su exceso de realidad es al realismo, o la azúcar es a la dieta cubana. Su función es tender un velo sobre el sabor de los productos de forma tal que no se sepa qué es bueno y qué es malo y a qué saben las cosas. Es curioso cómo el turista entra en las tiendas de souvenirs y pierde una media hora escogiendo cuál recuerdo fabricado en China parecería más auténticamente catalán. Cuál parecería más catalán pegado en la puerta del refrigerador de su casa.

    Cuando se observa estos edificios con el rabillo del ojo hay una sensación de realidad que combate el sentimiento de recreación industrial china. Pero si se presta atención a ese mirar de soslayo, esa antigüedad se vuelve entonces demasiado profesional. Parecen conservados por una especie de spray para superficies que los ha dejado como congelados en una resina de nácar; las vetustas fachadas, algunas de piedra, están cruzadas de algo que parece barniz de museo.

    Cuando a alguien nacido en Barcelona habla de su ciudad brota a veces la nostalgia. Es ahí donde parece habitar el lugar real, el hueso, la estructura insustituible. Quizá sea eso lo que buscan los ancianos por las mañanas. El pasado sería el agua, y el presente el aire. Buscan el momento en que no existe diferencia entre aire y agua. 

    La mayoría comparte la idea de que el turismo se posó como miles de buitres albinos sobre la ciudad real, lanzando el velo de su mirada vulgar y ansiosa sobre las cosas. Lo que va quedando es esa proyección de plástico y metal barato hecha en una provincia de China. Pero esta es otra idea artificiosa. Lo turístico es un barniz apenas. Es lo que hace ver falso algo que es real. 

    La industria de la conservación parece haber llegado a su meseta definitiva en las principales urbes de España. La mayor parte de los edificios lucen de buena salud. Pero este certificado impreso llega a ser monótono. Cuando aparece un edificio descuidado la sensación es de alivio. Si alguna vez, dígase uno de cada mil edificios vistos, aparece un edificio descuidado, con algunas grietas, con un atisbo de derrumbe, el hallazgo es tomado como indicio de vida, un vaso de agua fría. Un recuerdo de Cuba. 

    En la fachada de un edificio del Barrio Gótico de Barcelona / Foto: Pixabay/falco
    En la fachada de un edificio del Barrio Gótico de Barcelona / Foto: Pixabay/falco

    ***

    Fernando Cabreja, un trovador del Oriente de Cuba de más de 60 años, estuvo un rato parado en la puerta del Harlem Jazz Club fumando tabaco negro. El Harlem está enclavado en el Barrio Gótico de Barcelona, en una coordenada intrincada. Adentrarse en el barrio da la impresión de laberinto, de madriguera de Golem, de ciudad creada según el método de las hormigas; por más que se esforzara un gigante en atrapar a alguien metiendo su largo brazo, le sería imposible agarrarlo aquí.  

    El cantautor llevaba una camisa azul que le quedaba justa y al mismo tiempo sobrada. El conjunto tenía ese aire de «desaparecer bajo la ropa» que consiguen los hombres sin tejido adiposo en el trasero. Usaba la bolchevique gris que no se quita nunca y miraba con el nerviosismo de una ardilla todas las cosas y los cuerpos que pasaban calle arriba o abajo. En general lucía pequeño; tenía un no sé qué de cachorro mojado. 

    Al mismo tiempo que fumaba, conversaba a base de monosílabos con una señora de su tamaño vestida de malva, de amarillo, de verde, como salida de una tienda de ropa de segunda mano. La mujer parecía una prolongación de Cabreja, digamos que la sombra que él proyectaba. Pero Cabreja, al mismo tiempo, parecía una invención de esa mujer. 

    Estaba arrugada, y tenía, como Cabreja, algo pétreo en la cara, a la manera de un gigante de piedra, pero con rasgos finos. Y también mucho de groupie anticapitalista, de las que fueron a Nicaragua para ayudar al primer sandinismo, y que vieron luego caer el muro de Berlín, y que oyeron a Silvio Rodríguez mientras la mirada se les perdía a través de la ventana por donde se esperaba ver llegar el porvenir en poncho y con mate. Luego les alcanzó la vida para concluir que no amanecía como se juró y perjuró que sucedería por aquel camino de tierra, pero —y esto es lo que en definitiva importa— nada de eso la apagó. Se esfumaron las esperanzas, alguien sacó mal las cuentas y el Titanic no llegó, pero quedó su cuerpo, su rostro pétreo. Digamos que amaneciera o no, ella, o una versión en precipitado de ella, estaría ahí, frente a la misma puerta, nutriéndose de trovadores en alpargatas, de outsiders y tal.  

    Algo en movimiento redundante los unía, pero uno no sabía cómo atraparlo. La nicotina, el alquitrán, los había curtido como jamones, pero podría ser otra cosa, algo más abstracto o arquetípico, que dicho rápido y mal podría ser la ansiedad. Mientras ella le hablaba, por ejemplo, Cabreja parecía esperar ante una puerta entreabierta el momento preciso para lanzarse y escapar. Él había salido a fumar, pero quien fuma hace algo más que aspirar y soltar humo; había salido del antro como salía el humo de su boca. Escapaba de algo a lo que aquella mujer lo devolvía. Y esa tensión entre salir y regresar animaba la escena.  

    Mientras la señora fumaba le daba la espalda a Cabreja, pero no se le iba un mínimo movimiento del trovador. Lo observaba con sus sentidos, al modo de un radar, como quien no quiere exponer su habitual relación obsesiva con ciertas cosas. ¿Qué le llamaba tanto la atención? Pues cierto efecto: Cabreja aparecía y desaparecía. El Periodista cree que ella se esforzaba en deconstruir ese raro estar ahí. 

    Cabreja tenía consigo la expresión del misionerito cuyo destino no era el asunto que le ocupaba en aquel sitio específico, como cantar canciones suyas, alfabetizar o hacer bautizos, sino «regresar a» o «huir de» un sitio que lo perseguía. 

    Cabreja miraba hacia la calle como se mira desde una carreta tirada por un asno a los pasajeros de un tren de alta velocidad: todos lucían mejor vestidos, mejor alimentados y animados por unos motivos que solo ellos conocían, pero que a su edad (la de Cabreja), más de 60 años, sabía que no eran más puros o legítimos que los de la gente de la isla de Cuba. Tenían comercios abastecidos, trabajo, prosperidad. Tenían productos en abundancia, luz eléctrica, esas cosas. Se reían, se veían guapos. Caminaban por aquella callecita del Barrio Gótico movidos por una brújula inequívoca. Parecía que iban, e iban de verdad, sin duda alguna. Iban hacia alguna parte que quizá valía la pena. ¿Cómo lo habían logrado aquí en España? ¿Todo era en verdad tan sólido? ¿Por qué lado se desmoronaban las cosas?

    Cabreja subía al tren de alta velocidad y sacaba el cuerpo por la ventanilla y disfrutaba viajar con el acelerador a tope. ¿En qué pensaba mientras le daba la ventolera en la cara? ¿Se vengaba de algo, cuestionaba, reflexionaba con humildad, con soberbia… sobre alguna cosa? Vale anotar también que los ojos de Cabreja tienen algo que uno no sabe a qué corresponde. Son como un charco sucio; ves la superficie con colillas, con cabellos de perros, con algún escupitajo, y crees que el charco tiene una opinión articulada sobre las cosas, pero no es necesariamente así, pues opinar implica disponer una palabra tras otra, establecer un logos. Si dijeras «La mirada de Cabreja tiene una mitad, y en esa mitad hay un cesto de basura hacia el cual arroja parte de lo que mira», es probable que quien mire de tal modo sea la esquizofrenia de quien describe. Bien podría ser que Cabreja mirara sintiendo solo vibraciones ligadas a las dificultades que había dejado en Cuba y que lo esperaban a su regreso.

    Harlem Jazz Club, en Barcelona / Imagen: Vía bcnhoy.com
    Harlem Jazz Club, en Barcelona / Imagen: Vía bcnhoy.com

    ***

    Entre el sube y baja de transeúntes abrigados para ahuyentar lo que quedaba del frío benigno de la primavera, se distinguió una familia de cuatro que se detuvo y señaló hacia el cartel del bar. Tanto el niño de tres como la niña menor de 15 años tenían los ojos grandes de la madre, una mujer de 1.60 de estatura, treinta y tantos años de edad, y rasgos originarios, casi indígenas, de Latinoamérica. El hombre, a quien se parecían también los niños, tenía la nariz larga y aguileña. Era mucho más alto que ella y que la estatura promedio. Tenía más bien rasgos de árabe. 

    Sus modos de caminar, mirando las fachadas, transparentaban el asombro con tintes de respeto y la lejanía de quienes pisan una ciudad ajena. No sabían muy bien hacia dónde los llevaban las aplicaciones móviles que usaban para ubicarse, y una angustia vieja de emigrantes por necesidad asomaba en sus rostros y en su ropa. Tanto la indumentaria de los adultos como la de los niños correspondían a esa paleta cenagosa y mate, carente de gusto, que es propia también de las prendas descartadas que reciclan y luego donan las organizaciones de caridad. Según lo que comentaron horas después en el antro, acababan de llegar a Barcelona, casi directamente desde Cuba, tras una breve escala en Madrid. 

    En la puerta del Harlem, el Padre casi se da de narices contra el trovador. Ambos se abrazaron, y segundos después hizo lo mismo la Madre. Se conocían de La Habana o de Holguín, que es donde vive Cabreja. Estaban en la lista de invitados y tenían el asunto arreglado para entrar gratis. No se podían permitir pagar la entrada de 15 euros por cabeza, que es lo que regularmente cuestan en la zona los conciertos de grupos de pequeño formato.  

    Luego del abrazo Cabreja miró a los niños, hizo una mueca, y dijo que no sabía si los iban a dejar pasar. El trovador tenía la expresión quirúrgica y realista de quien sabe que tiene muy poco poder para mejorar la vida de quienes le rodean, sean amigos o familiares. Parecía desprovisto de todo. Iría a hablar con el dueño del local, o algo así, pero cierto dejar-ir en el rostro indicaba que no podría hacer mucho más que esperar un no o un sí. En este sitio, en esta provincia, en este país, nadie era amigo suyo, nadie era fan, nadie le debía nada.

    El trovador se volvió para entrar en el establecimiento, pero casi inmediatamente el Padre adelantó su mano y agarró por un brazo a Cabreja hasta hacerlo volverse nuevamente. Quería que le regalara un cigarrillo. Cabreja lo pensó unos segundos, quizá no más de un segundo y treinta centésimas, que resultaron una eternidad. Luego se sacó del bolsillo de la camisa una cajetilla de cigarrillos negros marca Criollos, y dijo: «Si eres de los que no tienes cigarros, seguramente eres de los que no tiene fosforera». 

    La excusa que usó el Padre con el trovador no fueron simplemente las ganas de fumar, sino el fumarse un cigarrillo de Cuba. Haber bajado la mirada tras hablar, y esa necesidad de justificarse, sugerían que estaba avergonzado. Actuaba como alguien que quiere ocultar algo íntimo, pero eso íntimo que lo avergonzaba se había mostrado al pedir aquel cigarrillo. 

    El Criollo que le tendió Cabreja ejercía una atracción que ningún compatriota suyo habría dejado pasar de largo, si era fumador. No es solo una marca única de Cuba, sino que quizá es el mejor cigarrillo de la isla, donde no hay estancos de tabaco, ni existe el concepto, y donde no hay más de diez marcas de cigarrillo, sumando las que expenden en las pequeñas cafeterías prácticamente desmanteladas de productos subvencionados y de baja calidad que distribuye el Estado y la red comercial para extranjeros y nacionales con acceso a moneda dura. La puntuación de «mejor tabaco» no es inmediata; se justifica por una sumatoria de méritos, derivas y tensiones sociales. 

    Que lo portara Cabreja indicaba que el cigarrillo correspondía al lote que se produce en Holguín, que abastece a casi la mitad del país. De la misma marca se fabrica uno en Villa Clara, al centro de Cuba, pero de una calidad logarítmicamente inferior. Los Criollos de Holguín por alguna razón suelen tener un mejor tabaco y una confección más compacta. El Criollo de Villa Clara se conoce a dos metros de distancia, sin fumarlo. Las cajetillas son pálidas, mal pegadas y sin envoltura de plástico; incluso puede deshacerse en el bolsillo de la camisa del fumador. 

    La chapuza se percibe también en la hechura y consistencia. Los cigarrillos se apagan mientras son fumados, o se les despega el papel. Lo peor es que saben a Titanes, otra marca célebre por su difícil sabor. Tanto los Titanes como los Criollos de Villa Clara son un viaje a la zona oscura de Cuba. Y esto es probablemente lo que define la extraña sensación de calidad en peligro que produce el Criollo de Holguín.   

    El interior oscuro cubano es un sitio común a donde van a parar ciertas sublimaciones. Esto es: el elixir de las delaciones, la doble moral, las horas perdidas esperando ómnibus o algún transporte, los cortes eternos de electricidad, los tumultos, las bravuconerías de los que venden turnos en las colas para comprar cinco libras de pollo, la falta general de alimentos, las bacterias en los hospitales, los productos echados a perder que distribuye el Estado para autoconsuelo. 

    Este viaje al páramo trasero de la isla se arma y desarma en cada calada. El sabor es pesado y agresivo, deja el paladar destrozado y una leve mueca de asco en el fumador. La hidalguía que sugiere ese nombre, «Titanes», es de una ironía tan fácil que ni el sujeto más elemental pierde su tiempo en ella: se la calla, se la traga, la deja ir. Es más digno agotar la paradoja de fumarlo en la paradoja de fumarlo. El miserable titanato dura de cinco a diez segundos cada vez. El vicio, que busca a su cierva blanca en la oscuridad, siempre fracasa. 

    Los Criollos de Holguín se distribuían en esa provincia y, por lo menos, en Santiago de Cuba y La Habana. Fumarlos, sostenerlos en la mano, observar su inesperada calidad, todo ello destilaba la impresión de que, por un golpe de dados, tanto los cigarrillos como los consumidores eran tomados en serio. 

    Entre nacionales es común expresar beneplácito cuando algún funcionario —la mayoría de los cubanos lo son— trata bien o con amabilidad a un usurario (funcionarios de otros enclaves estatales); una impresión similar es la que se tiene con un Criollo encendido en la mano. Quien lo fuma sabe que podría apagarse, o que podría de pronto convertirse en un Titán: su calidad es furtiva e incoherente. Es cierto que se expende un mejor tabaco en las tiendas de moneda dura, pero ninguno tan barato como el Criollo de Holguín. El Criollo de Holguín es, o era, acaso el último rincón donde habitaba el imposible Estado de bienestar socialista.  

    Esta digresión ha buscado deconstruir el probable beneplácito del padre sosteniendo aquel cigarrillo en la mano. Cruzó la calle y se sentó encima de un postecillo. Daba caladas espaciadas, como si se lamiera por dentro con ellas. Miraba las fachadas, pero no era en ellas donde parecía detenerse. Su cabeza viajaba preocupada. El cigarro sería un túnel de regreso al hogar, pero al mismo tiempo podría ser un pilote hacia el futuro. Uno de esos descansos de escalera en los que tomar aliento. Necesitaba pescar un permiso de trabajo, para no ser «un hombre sin fosforera». 

    Su mirada no era la de Cabreja. No parecía un cuerpo intermitente que regresaba y se fugaba de Cuba en un mismo segundo. Su cuerpo era definitivo. Era tan real como un residuo o algo abandonado a su suerte. Había sacado el cuerpo por la ventanilla y había saltado del viejo y destartalado tren en que llegó a Europa. Luego del salto miró la vía férrea por la que se marchaba el vehículo de acero y deseó que se alejara de forma definitiva. Deseó no volver a verlo. Deseó superar la tentación de tomarlo de regreso algún día.  

    Una hora después, hacia el final de la actuación de Cabreja, el Periodista escuchó que aquella familia en Barcelona planeaba aguantar dos años y pedir la nacionalidad. El Padre y la Madre estaban divorciados y querían que sus hijos estudiaran. Su estancia allí apenas comenzaba. El hombre había tenido líos con la policía política cubana y su estancia en Barcelona había dejado ya de significar el fin de un largo tramo de gestiones y sobornos, meses de insomnio. Ahora era apenas el comienzo. 

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    Carlos Melián
    Carlos Melián
    Vive en Santiago de Cuba. Las congas lo hacen llorar. No tiene pasión por ningún deporte, pero es fan a Savón, a Rigondeaux (a quien una vez le picó un cigarro), y a Gabriel Pierre el gran pelotero. Cree que el verdaro cronista de la música cubana es Candido Fabré y no Juan Formell. Y que Cuba se divide en esos dos bandos, los de Fabré y los de Formell. A él le gusta más Formell porque tiene tendencias pequeñoburguesas, pero eso no quita que el tipo sea Fabré. Fabré forever. No fuma, pero es picador fula de cigarros. Le da ansiedad ver a una gente fumando, no es que sea un estafador, o que no se le pare.
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