Antonio Ballesteros González, ensayista español: «La creencia en lo sobrenatural se opone a los excesos de la industrialización»

    La época victoriana supone el cénit de la revolución industrial en Reino Unido y el esplendor del Imperio Británico. Entre 1837 y 1901, Londres tuvo su Exposición Universal, Darwin revolucionó la biología con la teoría de la evolución, se inventaron la plancha, la aspiradora, el horno eléctrico, también el telégrafo. Las mujeres no solo lograron el derecho a divorciarse sino también a pelear por la custodia de sus hijos, la economía crecía de un modo exponencial… Eso sí, el sexo era tabú, las tensiones con Irlanda se intensificaron y se radicalizó el movimiento obrero y sindical. Fue un periodo fructífero incluso para los monstruos. Drácula, la criatura de Frankenstein, Hyde o algunos terroríficamente reales como Jack el Destripador surgieron en esta época. De ellos hablamos con el ensayista y catedrático de Filología Inglesa en la UNED Antonio Ballesteros (Madrid, 1961), que acaba de publicar El lado oscuro de la cultura victoriana (Akal).

    ¿Tiene lado luminoso la cultura victoriana?

    Sin duda. Todo en la vida tiene —al menos— una doble lectura, y el periodo victoriano, tan obsesionado por la dualidad, no es una excepción. Pese a los monstruos que contribuyó a generar y desarrollar, reales e imaginarios, no puede negarse que la época victoriana, con bruscos altibajos, dejó traslucir grandes avances de carácter científico, tecnológico, ideológico, social y sexual, gracias a la lucha y a la implicación de numerosas personas en la mejora de las condiciones de vida, en no pocas ocasiones en contra del sistema. Cuando fallece la reina Victoria, en 1901, después de un reinado de sesenta y cuatro años, el Reino Unido es una nación poderosa que llevaba en su propia esencia el germen de la autodestrucción, como sucede con todos los imperios, pero dejó el legado de una cultura rica y fascinante, especialmente en el ámbito literario y artístico, con obras que han cimentado el imaginario colectivo de la humanidad.

    ¿Por qué, tantos años después, nos sigue fascinando el personaje de Jack el Destripador?

    Hay varias causas. Por un curioso mecanismo de índole psicológica y cultural, son muchos los seres humanos que se sienten atraídos por fenómenos como los serial killers, que hoy proliferan más que nunca en distintas manifestaciones culturales (ojalá que no lo hicieran en la vida real). Como el psicoanalista Carl Gustav Jung defendió en sus escritos, es preciso lidiar con lo que él denominaba «la Sombra», el lado oscuro que todos tenemos y que hay que aprender a dominar y encauzar para que la maldad no derrote a la bondad que también, en términos generales, habita en nosotros. A Jack le cupo el dudoso honor de encarnar al primer asesino múltiple moderno, en el sentido de que concitó una atención de masas que no se había conocido hasta el momento, gracias a la expansión e influjo de la prensa, que, como hoy los medios de comunicación y las propias redes sociales, y aunque fuera en gran parte para denunciar sus atroces crímenes, apelaron al sensacionalismo más populista para ganar lectores, cosa que, a todas luces, consiguieron. De igual manera, la fascinación por Jack el Destripador proviene del hecho de que su identidad sigue (y seguramente seguirá para siempre) envuelta en el más absoluto de los misterios. Esa imposibilidad de descubrir quién fue, y por qué cometió tan espantosos asesinatos, ha servido sin duda para convertirlo en una figura de carácter mítico.

    Los monstruos surgidos de esta época, ¿son más terroríficos que los de la literatura grecolatina acaso porque nos resultan más reales?

    Es muy posible. Son más cercanos en el tiempo y, aunque sigan teniendo una vigencia cultural incontestable en la esfera de la cultura popular a través de numerosas figuraciones y reinterpretaciones, los monstruos grecolatinos se han ido desemantizando y «desencantando» a través del tiempo. Con todo, el ser humano, a través de la cultura, somete aquello que lo desestabiliza y le causa miedo a ese proceso de desencantamiento, tratando de despojarlo de connotaciones inquietantes. Así ha sucedido, por ejemplo, con el mito del vampiro, que, desde su origen como icono del folclore comunal relacionado con los ritos mortuorios, pasó a convertirse en un emblema terrorífico a través de la literatura, con el Drácula de Bram Stoker como exponente principal, para, a través de otras manifestaciones de la cultura popular contemporánea, devenir en —paradójicamente— un espejo de inquietudes adolescentes. Cada época crea sus monstruos para, gradualmente, ir despojándolos de su esencia terrorífica. 

    ¿Qué papel jugó la industrialización en la promoción de monstruos literarios?

    Jugó un papel fundamental, porque la industrialización, al extenderse y proliferar, se concibió como monstruosa en términos simbólicos. Fueron muchas las voces reformistas en el ámbito victoriano que advirtieron y denunciaron sus facetas más negativas y deshumanizadoras. El sueño de la razón industrial produjo monstruos reales e imaginarios, y convirtió a numerosos seres humanos en víctimas de un sistema dominado por la avidez, desprovisto de todo atisbo de empatía y compasión genuinas. En términos positivos, dio lugar a que no pocas personas alzaran voces reformistas contra la barbarie impuesta por el sistema. En todo caso, si lo pensamos bien, de manera más sutil y manipuladora, hoy seguimos sujetos en nuestro entorno a la tiranía de la tecnología supuestamente creada para hacernos la vida más fácil, sin que mucha gente se dé cuenta de ello. Seguimos creando monstruos en nuestro mundo posthumano.

    Salvo en Cumbres borrascosas, ¿el paisaje como elemento terrorífico en las ficciones fantásticas victorianas deja paso a la intimidad de las casas o castillos para que el miedo se manifieste?

    El castillo, en realidad, es un elemento consustancial a la literatura gótica original de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Es muy interesante el proceso paulatino que lleva del castillo, emblema feudal, al ámbito doméstico. El terror es mayor cuando se inserta en nuestro ámbito cotidiano, y de ahí la proliferación de ficciones y relatos victorianos de «casas encantadas». Este fenómeno explica, en cierto modo, el cultivo de la literatura de terror por parte de numerosas autoras victorianas, que se veían confinadas de manera real y simbólica en la esfera de lo doméstico, dejándolas poco tiempo para sus aspiraciones literarias. Cuanto más se adentre el fantasma o el monstruo en la casa, más terror producirá. Y este se incrementará cuanto más penetre en la mente, que es simbólicamente una casa. Pero, contestando a tu pregunta, el paisaje fue siempre en la literatura gótica un elemento de alienación y terror cuando se utiliza para dichos fines. No solo Emily Brontë, sino también otros muchos artífices de la pluma, tanto masculinos como femeninos, utilizaron el paisaje como factor inquietante y desasosegante. Por ejemplo, así sucede en narraciones de Margaret Oliphant o Amelia Edwards. Este fenómeno se percibe todavía más en ficciones de carácter colonialista e imperialista, en las que el paisaje de las tierras sojuzgadas (el caso de la India en la literatura victoriana es paradigmático en este sentido) se torna en un entorno de extrañeza y miedo a lo desconocido. También hay que tener en cuenta, de manera colateral al respecto de tu pregunta, que en la época victoriana la ciudad industrial, y especialmente sus barrios más pobres (como el East End en el que Jack el Destripador cometió sus crímenes inicuos), es otro de los ámbitos de alteridad y terror más recurrentes. Se trata, en realidad, de una cuestión bastante compleja.

    Hay fantasmas hasta en el Manifiesto comunista… ¿De qué depende que unos monstruos Drácula, Frankenstein nos resulten muy cercanos, casi comprensibles, y a otros los rechacemos como criaturas abominables, como es el caso del Gólem?

    Sí, en el Manifiesto comunista hay muchos monstruos y fantasmas, ya desde su comienzo: Marx y Engels se refieren al propio comunismo como «espectro» y, posteriormente, el primero tipificaría al capital como «vampiro» en su obra homónima. Esto habla de la extraordinaria capacidad simbólica de estos seres monstruosos. Por otra parte, Drácula y la criatura de Frankenstein son hoy cercanos (y desencantados), pero hay que tener en cuenta que en el instante en el que fueron creados generaron un profundo sentimiento de exquisito terror, como puede verse en las reseñas de la época en la que se publicaron las obras magnas de Mary Shelley y Bram Stoker. Han sido el cine y otras manifestaciones posteriores de la cultura popular los que han ido acercándolos a nosotros, al tiempo que los ha transformado (los monstruos son siempre proteicos y cambiantes) en figuras aún fascinantes y atractivas, pero ya desprovistas de su carga terrorífica inicial. El Gólem es todavía desasosegante porque no se ha humanizado su figura mítica. En todo caso, el mito del Gólem, aunque seguramente no de manera motivada o consciente por parte de Mary Shelley, está emparentado con el del monstruo de Frankenstein (conviene no confundir creador y criatura). El monstruo más recurrente hoy en día es el zombi, lo que dice mucho de la sociedad contemporánea…

    El fantasma como símbolo, ¿de qué exactamente?

    La proyección simbólica y metafórica del fantasma es absolutamente polisémica: sirve para plasmar y ejemplificar numerosas facetas de la realidad. En la época victoriana concretamente viene a representar aquello que se teme o no se comprende por completo, como, por ejemplo, según quien lo cultive, el dinero (el capital), el patriarcado, el sujeto o el objeto colonial, los demonios familiares… En suma, lo temido y lo desconocido (o lo que no se desea conocer…), el objeto de las ansiedades y obsesiones de la sociedad victoriana.

    En un momento en el que algunas facetas de la realidad aún no se conocían desde una perspectiva científica, puede entenderse que hasta personalidades como Conan Doyle quedasen subyugadas por la posibilidad de la existencia de espíritus, pero, hoy en día, tan descreídos como somos, habiendo entronizado a la ciencia, ¿cuál es nuestra relación con lo sobrenatural?

    Sigue existiendo, y siempre existirá, en parte por la necesidad de escapar del excesivo cientificismo imperante y como reacción —consciente o no— contra el dominio de la tecnología. Es lo mismo que sucedió en el Romanticismo, enfrentado al excesivo enciclopedismo dieciochesco y a la supremacía de la razón ilustrada, y en la propia época victoriana, en la que la creencia en lo sobrenatural se opone frontalmente a los excesos del materialismo y la industrialización.

    Si hubiera que escoger entre lo siniestro freudiano y un monstruo, ¿con qué conviene quedarse?

    No contamos en castellano con un término que pueda traducir das Unheimliche de Freud en su sentido exacto. En puridad, cabría hablar mejor de «la inquietante extrañeza», tomando como referencia la traducción francesa, que es mucho más adecuada que «lo siniestro». Sea como fuere, lo monstruoso es siempre parte intrínseca de esa inquietante extrañeza, y está ligado a ella de manera indisoluble. Todos los monstruos que causan terror parten de esa condición.

    ¿Todos hospedamos a un Hyde en nuestro interior?

    Sin duda. Y como el propio Stevenson señala en su fantástica narración por boca de Jekyll, no somos dos, sino que «somos muchos». Es lo que, pocos años más tarde, postularía el propio Freud con el descubrimiento del inconsciente. Hay partes de nuestra personalidad que nos resultan ajenas de manera consciente, como pone de manifiesto el mundo de los sueños, al que solo podemos asomarnos, pero no dominar o subyugar. Y así con otros aspectos de la psicología humana, que es en sí compleja. La casa de nuestra mente está también encantada… Lo importante para nuestro bienestar psicológico y emocional (sigo acordándome de Jung) es tratar de, en la medida de lo posible, dominar y encauzar los aspectos negativos de nuestra personalidad para no convertirnos en “monstruos” para nosotros mismos y para los demás.

    Ahora parece que estamos más cerca que nunca de disfrutar de la posibilidad de «vivir para siempre», pero sin necesidad, como Dorian Gray, de empeñar el alma. ¿Es esto más terrorífico aún que la historia de Wilde?

    Pues posiblemente. Aunque el ser humano ha fantaseado desde siempre con la idea de la inmortalidad, su existencia no deja de causar desasosiego y una sensación de inquietante extrañeza… Pensarse inmortal, como en los magistrales relatos de Borges al respecto, no deja de tener connotaciones terroríficas. También sucede así en la tercera parte de Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, y en otras tantas ficciones, sean o no de carácter gótico. La ciencia-ficción ofrece no pocos ejemplos.

    ¿Acaso El corazón de las tinieblas es el argumento más actual de todos en nuestros días?

    De nuevo, me temo que sí. Como demuestra el magistral relato de Conrad (que, por ejemplo, Coppola llevó a la pantalla en Apocalypse Now, emplazada en la guerra del Vietnam), es muy fácil para el ser humano pasar de la civilización a la barbarie, y el devenir de la Historia demuestra que las distintas etapas de esta han consistido en parte en una sucesión de «tinieblas». Con todo, quedémonos con un halo de esperanza, porque, en el seno de dichas tinieblas también ha brillado la luz, aunque sea de manera intermitente. A ella hemos de aferrarnos para que nos guíe, en compañía de los monstruos con los que vivimos, los cuales, bien encauzados, pueden aportarnos enriquecimiento personal. En todo ser humano, aunque sea en lo más recóndito, late ese corazón de las tinieblas del que debemos regresar con un mayor aprendizaje y comprensión de la vida. En todo caso, lo que sí es cierto es que los monstruos literarios que representan esa complejidad simbólica, y especialmente los del periodo victoriano, son una fuente de disfrute en nada exento de reflexión que recomiendo encarecidamente revisitar.

    *Por Esther Peñas (1975), periodista y poeta española

    **Reproducimos esta entrevista, aparecida originalmente en la revista española Ctxt.

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