Día de la cultura nacional

    Es 20 de octubre y es Día de la Cultura Cubana. Una despejada y fría mañana primaveral, seis mil kilómetros al sur, en Montevideo. Salgo a caminar por la principal avenida, 18 de Julio —«la 18», como aquí la llaman. Son alrededor de tres kilómetros que se inician en la Plaza de la Independencia. Como dato curioso: entre el Obelisco a los Constituyentes y el Monumento al Gaucho, una parte de su trazado coincide con la salida del sol cada 18 de julio, fecha de mucha trascendencia para los uruguayos.  

    Circundada por diferentes construcciones emblemáticas y edificios de los poderes político y legislativo, esta plaza, la más importante de la capital, ocupa el espacio donde se encontraba la antigua Ciudadela, al borde de la hoy llamada Ciudad Vieja. En su centro, se ubica el monumento al «Protector de los Pueblos Libres»: el General José Gervasio Artigas a caballo. En 1977, en plena dictadura, el gobierno cívico-militar construyó bajo el monumento un mausoleo de granito para guardar los restos del Protector. 

    Dos escalinatas, también de granito, descienden hasta una sala subterránea donde se encuentra la urna que guarda los restos de Artigas. Tras ella, una mastaba que funciona como lucernario. Todo aquí es austero, solemne y simple. Ya en democracia, el mausoleo, símbolo del poder militar, creó polémica. Es como si en él se sintetizaran las innumerables disputas, luego de más de cien años de independencia nacional, en torno a la figura del Protector, y, por ende, su ubicación y trascendencia en la vida política del Uruguay moderno. Artigas, ¿guardián de la democracia?

    Desde la Plaza de la Independencia —entre lujosas tiendas, galerías comerciales, restaurantes, plazas y bancos—, la avenida 18 de Julio desemboca en el Obelisco a los Constituyentes de 1830, situado en otro eje referencial de la ciudad: el boulevard Artigas. Así, voy trazando reales paralelas y perpendiculares e imaginarias secantes y tangentes que me permiten intuir el movimiento interno de la Ciudad. Al comprender este movimiento es la propia ciudad la que, sin apenas darme cuenta, toma orden, melodía y concierto. 

    En una gran línea recta asciende suavemente la 18, desde la Plaza de la Independencia hasta el Obelisco, a pocos metros del Centro Hospitalario Pereira Rossell y la Fundación Pérez Scremini para la lucha contra el cáncer infantil. Es una línea constructiva que, al mismo tiempo, es urbana y política. Ahí están el poder y sus tentáculos, en variante militar e instituida —o mejor, constituida—: el Poder, en su asimetría de negociación y ocultamiento: asimetría tantas veces disfrazada de entidades bancarias y financieras, y «necesarios» bienes y servicios. 

    El Obelisco, de granito rosa, está rodeado por tres estatuas de bronce —la Ley, la Fuerza y la Libertad— que se reflejan en una hexagonal fuente de agua. La aguja, contra un cielo hoy totalmente despejado, rinde honor a los participantes en la primera Asamblea General Constituyente y Legislativa de la República del Uruguay. Fue en esta Asamblea, ya instaurada la República, donde, en una Constitución de corte «atlántico», liberal y elitista, se intentó limitar el caudillismo y la violencia política tras la Independencia nacional. 

    Al pie de este mismo Obelisco, más de un siglo después, en 1983, se efectuó el acto político más importante del Uruguay: 400 mil personas en oposición al gobierno de los «hombres de a caballo» —para recordar la novela de David Viñas, premiada en el concurso Casa de las Américas en 1967. Una cifra realmente contundente para una nación que en ese momento apenas rondaba los tres millones de habitantes. Ahí, bajo la consigna de «Por un Uruguay sin exclusiones», comienza la franca agonía del Poder cívico y militar —más militar que cívico—. Suceso que a mí, por supuesto, me trae extrañas resonancias caribeñas. 

    Camino en busca de verdaderas librerías que sacien mi apetito: más de 30 años de «hambre» y de cubana curiosidad. Y, de paso, como en La Habana de mi juventud, si puedo echo una conversada con algún librero, o lector en busca de libros… Pero aquí nada de eso es posible. Las librerías, llenas de excelentes títulos y ediciones actualizadas, de estantes perfectos y apastelados colores, son acogedoras, pero vacías de personas y calor humano. La distanciada cortesía de los empleados no permite empatía alguna, acercamiento y conversación: ronda lo gélido en una mañana ya de por sí bastante fría. 

    Por supuesto, escaso de dinero como todo inmigrante con «visa humanitaria», voy solamente en plan de «mirón»: manos, puños cerrados en los bolsillos de una chaqueta. Dígase: mírame y deséame: ¡suéñame, pero no me toques! Me viene a la memoria un poema en prosa de aquel maestro de la errancia citadina que fue Baudelaire, donde, desde la calle y a través de vidrieras, unos niños pobres miraban el inalcanzable interior de un cálido y mullido café… Casualmente, mientras escribo, perdido en un pueblo del interior, suena en mi teléfono «Hunger strike» en la voz de ese otro gran desesperado que fue el cantante norteamericano Chris Cornell. No hay duda y no me apena decirlo; al igual que Cornell, he crecido hambriento de todo dentro de una «jaula oxidada» («rusty cage»).  

    Librería en Montevideo
    En Montevideo / Foto: Nansen H. Tápanes

    Debo regresar. Mucho frío para un habitante de los tristes trópicos. De repente, en una vidriera casi a ras del suelo, me encuentro El fin del homo sovieticuslibro de la periodista y narradora bielorrusa y ucraniana Svetlana Alekseievich. Es la edición de Acantilado (2015), en traducción del cubano Jorge Ferrer, antiguo miembro del proyecto cultural Paideia, radicado en Barcelona. 

    Como el resto de su obra periodística y ficcional, este es un libro que desmonta el cúmulo de antiguos mitos que calzaron la historia oficial soviética, y postsoviética. Libro escrito solamente con el auxilio de un bolígrafo y una grabadora de mano; pero, más que nada, con una inmensa pasión por la «otra» verdad histórica. Son los apuntes de una cómplice y testigo excepcional de ese proceso degenerativo. Historias cotidianas narradas por los propios protagonistas, a veces en forma delirante e iracunda. Sin duda, este es un relato doloroso —y hasta sangriento—: la verdad de los sencillos y desheredados que nunca tuvieron voz para expresar su sentir doloroso. El libro, en un contexto histórico preciso, refleja la trama de violencia real y simbólica que se esconde tras una antigua idea cristiana que ha servido de inspiración a algunos totalitarismos del siglo XX: «la creación —siempre apocalíptica— de un hombre nuevo. En este caso, el homo sovieticus».   

    Sobre este libro que leí —y dejé entre mis cosas en La Habana—, escribía en el momento de salir de Cuba. Algo que tomaba pie en las ideas de los lingüistas y pensadores rusos Mijaíl Bajtín y Yuri Lotman sobre el lenguaje, la polifonía de las voces, el diálogo como contradicción, la estética realista y su oposición a la estética de la identidad; la comunicación como acto ético y moral: toma de posición desde el instante en que siempre, en forma dialéctica, incluye un «otro». Para Bajtín y Lotman, el ser nunca es un monólogo: ser es diálogo. 

    Desde el habla hasta los signos de la escritura literaria, desde el mundo de la oralidad hasta el texto, la realidad se construye no en un sentido individual, enclaustrado, vertical y logocéntrico, sino a partir de la diferencia y el entrecruzamiento de las voces. Solamente en este sentido de diálogo, la palabra es un acontecimiento con capacidad de abrir e indagar en la verdad histórica. Pero esto solo en la medida en que como seres humanos nos relacionamos en igualdad de condiciones con un «tú» diferente. Sin embargo, es en ese «tú» donde se encontrarán los diversos contextos que conforman la vida social, tanto del emisor como del receptor. 

    Es en el intercambio con las demás voces dialogantes, dicen Bajtín y Lotman —y es lo que refleja Alekseievich en sus libros entre la novela y el periodismo de investigación—, que surge y se concreta el sentido como palabra dentro de una esfera cultural y social cualquiera (que Lotman llamará semiosfera): espacio colectivo —aunque no necesariamente colectivista— surcado por signos y voces muchas veces contrapuestos. Esa escucha atenta, esa empatía y esa responsabilidad para con el «otro», tan típicas de lo mejor de la cultura rusa, es también lo que vemos en las muchas entrevistas que recoge el libro. 

    Es 20 de octubre, y es día de la cultura cubana. ¿Cómo no recordar nuestro «Himno Nacional»? Hace 156 años, en el 1868 de una mañana bayamesa, sentado en su caballo, Perucho Figueredo da a conocer su letra a una masa enardecida de patriotas. Fue «la hora más bella y solemne de nuestra patria», escribió Martí, siempre propenso a la desmesura y la hipérbole patriótica cuando de juntar voluntades nacionales en pos de la independencia se trataba. 

    Y, si como alguien dijo en un conocido discurso en el crucial año de 1968, en Cuba solo existe una Revolución con cien años ininterrumpidos de luchas independentistas —por cierto, imposible longue durée—, pues ya sabemos desde qué aguas encrespadas llegan algunos de los peores componentes del ADN nacional: verticalismo autoritario, monológico y fonocéntrico; poder patriarcal y paternal; pensamiento unidireccional y excluyente; violencia contra el chivo expiatorio. Lo otro a destacar: las luchas por la independencia nacional no comenzaron con los patricios que se lanzan a la manigua en 1868. Y, más importante: la corriente anexionista no tuvo solamente, como se dijo en ese discurso, un fundamento de carácter económico. Mezclado con ese «espíritu» independentista de los «hombres del 68», habitaba también la pulsión anexionista… Es la propia pulsión que, muertos José Martí y Antonio Maceo —y como ha demostrado en forma convincente la historiadora cubanoamericana Ada Ferrer—, vuelve a manifestarse en 1898.    

    Como tantos himnos patrióticos y nacionales —de los pater familiae—, el nuestro tiene algo de invitación al sacrificio. Es una letra de combate, muerte y profundos desencuentros. Refuerza lo identitario de una nacionalidad en ciernes: una nación sin comunidad imaginada y sin la imprescindible dialogicidad. Una nación desde la cruda realidad —de los sacos de azúcar—, que había comenzado a perfilarse en los comienzos del siglo XIX: una nación desde el chasquido del látigo, los perros de presa y el trabajo extenuante en las plantaciones; desde el hacinamiento del barracón, el bocabajo, la hipocresía y la violencia sexual. Y con toda esa taxonomía racial de «negro de nación», negro criollo, mulatos, cuarterones y ochavones, que intenta aislar y salvaguardar «lo blanco» y su poder del creciente mestizaje social.

    Calle de Montevideo
    En Montevideo / Foto: Nansen H. Tápanes

    No dudo que nuestro himno fuera necesario en su momento histórico, pero la cotidianidad de una nación con sus diversos imaginarios y sensibilidades contradictorias, sus pequeñas alegrías y desvelos, no pueden construirse sobre la resistencia y el sacrificio de un pueblo en una plaza militar eternamente sitiada… Si como escribiera José Martí para referirse a las independencias americanas, el espíritu colonial siguió viviendo dentro de las repúblicas recién creadas, en Cuba —quizá porque llegamos casi con cien años de retraso a esas independencias «atlánticas»— esa colonialidad del poder y del saber también se infiltró e hizo metástasis en el cuerpo político y social de la naciente Revolución de 1959… pero esta vez sin res-pública

    Aunque duela debe decirse: ese himno de notas altas y metálicas no hizo más que profundizar el tortuoso y triste cauce colonial, que parece ser el curso más «conveniente» de la nación cubana: delaciones, presos políticos, bayonetas y machetazos; muerte por vil garrote, disparos a mansalva y fusilamientos minuciosamente calculados. Cuentan amigos personales que en sus momentos oscuros José Lezama Lima solía decir: «Este país está maldito». Algo similar daba también a entender cuando en alguna entrevista Lezama recordó, con su poderosa capacidad metafórica, que en la Cuba precolombina se le rindió culto al murciélago. 

    Hoy, más que un himno de combate y fervor revolucionarios —con llamados a tomar unas calles semidesiertas en nombre de una ideología enclaustrada y mezquina, una ideología supuestamente defensora de lo nacional, pero que en realidad esconde un tumor destructivo de la nación—, necesitamos un himno de concordia y entendimiento.  

    No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que, en el momento actual, Cuba y la cultura cubana —así, con minúsculas, como debe ser— no es un lugar de encuentro, debate y contradicción, desde el mínimo espacio de transparencia que brinda la esfera pública, sino un lugar de profundos desacuerdos y múltiples exclusiones y linchamientos. Así, en una vieja polémica, lo señaló el historiador cubano Rafael Rojas, radicado en México: no cabe duda, los cubanos, no nos vemos. En otras palabras, la cultura cubana del momento, más que melodía es disonancia: amasijo de notas falsas, convulsas y sincopadas que parecen deslizarse, sin prisa pero sin pausa, hacia un abismo. Y, sin embargo, con esas notas debemos hacer música. 

    Hoy lo cubano no es aquella olla de ajiaco de la que hablaba Fernando Ortiz en su obra de madurez: recipiente abierto que, por transculturación y sincretismo, ha amalgamado «las sustancias de los más diversos géneros y procedencias» para conformar los factores humanos de la cubanidad. Hoy, Cuba, «la Isla», cazuela de humilde barro abierta al fuego de los trópicos, abocada a contingencias y determinismos que parecen insuperables, ha estallado y derramando ese contenido hirviente en nuestro rostro. Nos miramos en el espejo y la imagen que nos devuelve es un semblante quemado. Ese rostro es también el de la cultura cubana. 

    Hoy, lo cubano tampoco se asemeja a la visión del antropólogo e historiador Joel James, quien, en una suerte de contrapunto con Fernando Ortiz, veía a Cuba como «una gran y excepcional Nganga». A diferencia de Ortiz, James no ve lo cubano como una sumatoria de elementos transculturados y sincretizados en diferentes momentos históricos, sino en la coexistencia armónica, en un mismo espacio geográfico caribeño, de símbolos y prácticas diversas. Así, la nganga como metáfora de la cultura, y, más aún, Cuba como Gran Nganga, sería ese conjunto de fuerzas que la definen y particularizan sin aislarla de otras culturas e identidades caribeñas y americanas. 

    En esta compleja metáfora tomada de la regla del Palo Monte, la nganga también es olla, un caldero de hierro. Un tenso conjunto de energías y fuerzas entrecruzadas, conformador de un poderoso sistema que se mantiene vital y actuante, solamente en su conexión con un Arriba y un Abajo en tanto ángulos cósmicos. Solo en esa convivencia de elementos orgánicos e inorgánicos de la naturaleza, actúa la sustancia invisible —¿lo cubano?— que trasforma el caos en cosmos. Si sus elementos se separan —y es lo que parece ocurrir en la Cuba actual—, la nganga se destruye, se agota su potencial y eficacia. 

    Mencionar a Svetlana Alekseievich y su Homo sovieticus, y a Don Fernando Ortiz, nos hace pensar en el Homo cubensis o insulares; hombres nuevos supuestamente creados por una Revolución saturnina y devoradora en su delirio sin destino. Y en hombres no tan nuevos atrapados por esa propia circunstancia histórica; hombres viejos que nunca quisieron ser redimidos en su sabiduría escéptica y republicana; hombres cuyos rostros valiosos fueron borrados en la arena —para recordar la metáfora final de Las palabras y las cosas— debido a la indiferencia, el olvido, o la más estricta violencia física y simbólica. 

    Monumento a Artigas, Montevideo
    Monumento a Artigas, Montevideo / Foto: Nansen H. Tápanes

    Pienso, entonces, en la olla y el ajiaco de Fernando Ortiz que mixtura lo cubano, desde La Habana y el occidente de la Nación, y en aquella nganga de la que nos hablaba Joel James, desde las altas montañas y la profundidad marina del oriente de la isla. Pero, en las circunstancias actuales de Cuba, pienso sobre todo en Antonio Benítez Rojo, desde el frío Amherst College de Massachusetts, y su perspectiva sobre la nación, la nacionalidad y la cultura cubana dentro de la diferencia caribeña. En otras palabras: lo cubano desde una visión pos-estructural, más allá de toda homogeneidad y espíritu identitario. Cuba como «isla que se repite», inmenso fractal, caótico y aciclonado, deshecho y huérfano, que vuela por el mundo —y así nosotros también. Digamos: lo cubano en la poesía, en la prosa, en las imágenes de sus escritores, intelectuales y artistas; pero, más importante aún, lo cubano en la tan ignorada y golpeada vida común y corriente.

    Es 20 de octubre, día de la cultura nacional, y no puedo dejar de pensar en los comienzos y en los fines. Y en alguien (yo) que creyó en una Nación revolucionaria, concebida en sus inicios «con todos y para el bien de todos». Alguien que ahora está parado frente a una vidriera y frente a un libro que resume el fin y fracaso de ese proyecto de equidad social. Alguien —como cualquier cubano que vaga por el mundo— que tiene que coserse la piel con una aguja oxidada y asistir al fin de un mundo que es el suyo propio, recomponer sus pedazos, y seguir caminando. Renacer. Y pienso en todo lo que me llega desde esa isla rota —y viajera— en medio del Caribe, a seis mil kilómetros de distancia. Todo lo que no cabe en estas líneas y golpea mi emoción y mis sentimientos en esta fría mañana. Me cierro bien el abrigo, entono mi desasosiego, y echo a caminar por la principal avenida de Montevideo: la 18… como aquí la llaman.

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    Nansen H. Tápanes
    Nansen H. Tápanes
    Nansen H. Tápanes (1969). Licenciado y master en Historia por la Universidad de La Habana. Ha publicado artículos en las revistas Cubanow (ICAIC) y Conexos, el portal CubarteHypermedia Magazine y Rialta Magazine.
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    3 COMENTARIOS

    1. Crónica de viaje, antropología, historia y teoría literaria enlazadas en laberinto de enlaces covalentes e inesperados. ¡Encantadora pieza!

    2. No hay duda y no me apena decirlo; al igual que Cornell, he crecido hambriento de todo dentro de una «jaula oxidada» («rusty cage»). .
      Tan profundo, que estremece!

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