Todo el mundo se eriza

    He visto, o más bien escuchado, un video de una conga santiaguera arrollando con cucharas y cazuelas por una carretera del distrito José Martí y confesando un salmo breve: «Oye, yo me erizo». En los carnavales de Cárdenas, mi pueblo, solía arrollarse con un coro que también se ajusta a la presente situación: «Ese carrito tuyo no tiene mecánica». Hay en la secuencia unas líneas blancas trazadas por un pulso nervioso, no sé bien lo que son, quizá los cables del tendido eléctrico. Puede verse muy poco y la policía no alcanzaría a identificar a nadie. Sus jefes tienen el país a oscuras y ya ni siquiera lo pueden vigilar. «La historia se escribe de noche», dice el guaguancó de Patato y Totico. El pueblo exultante se protege en el apagón y con aquellos utensilios que ya no usan porque no hay con qué, cucharas de calamina y cazuelas de aluminio, dictan el ritmo de la madrugada oriental. No hay trompeta china, pero nos cuesta muy poco suponerla, porque algo alumbra ahí, y es el sonido.

    En Supervivencia de las luciérnagas, el formidable ensayo en el que George Didi-Huberman discute el pesimismo del último Pasolini y rescata a Benjamin de la inexorable «destrucción de la experiencia» de un Agamben también crepuscular, hay una rápida mención al videograma Border, que Laura Waddington filmó en 2002 en el campamento de refugiados de Sangatte, al norte de Francia. El poder organizador de la imagen —la noche, el cerco, la insurgencia, la fuga— me ha sugerido aquel relato fantasmático, donde los refugiados afganos e iraquíes intentan escapar de la policía para cruzar el Canal de la Mancha hacia Inglaterra, como una tragedia que opera en el mismo teatro que la fiesta de la protesta política santiaguera, el espacio en penumbras de lo que Didi-Huberman llama pueblos-luciérnaga. «Lo que aparece es también, a veces, la gracia: gracia que esconde todo deseo que toma forma. Bellezas gratuitas e inesperadas, como cuando ese refugiado kurdo danza en medio de la noche y del viento, con su manta por todo atuendo: tal es el ornamento de su dignidad y, en alguna parte, de su alegría fundamental, su alegría pese a todo», dice.

    ¿Qué es, si no exactamente eso, el paso ascendente de la conga sobre la miseria castrista, cuyas patrullas y carros militares barren la oscuridad con sus luces vigilantes? Los medios de propaganda intentan despolitizar las protestas, rebajando la ambición de los reclamos, pero ese no es siquiera un rejuego posible. Cuando un país pide literalmente cambio de régimen, y es algo que también ha pedido, lo está pidiendo incluso menos que cuando exige electricidad y comida. «No estaban en contra del socialismo», van a decir un día, «solo querían desayunar». El castrismo cree que el hambre no es política, solo la ficción propagandística y su lenguaje lineal lo son, la ideología como un fetiche. «Oye, yo me erizo» es una vuelta de tuerca sofisticada entre las consignas que los cubanos incorporaron y desarrollaron apenas en dos años y medio. Supone aprendizaje, elegancia y aumento del repertorio, un recurso propositivo que abre una zona del campo que el lenguaje oficial desconoce.

    Podríamos entenderlo hoy como una expresión más elocuente de la pérdida del miedo que algunos lemas más feroces, no porque los gritos de «Libertad», «Abajo el Partido Comunista» o «Díaz-Canel Singao» no sean lo suficientemente poderosos, sino porque son el bautismo de fuego, la puerta de entrada a la desobediencia. Uno no sabe qué decir y expresa lo que parece, y es, más directo y contundente, pero «oye, yo me erizo» implica ya una soltura, una suerte de acostumbramiento o de adaptación al clima de las insubordinaciones y un tipo de insolencia escurridiza que indica que la gente puede integrar la subversión al lenguaje de sus hábitos. Se trata de una frase que remite a situaciones distintas, pero en el acto de la protesta todas parecen incluidas. Como ironía o sarcasmo ante la desfachatez ajena: «Dicen que es culpa del bloqueo. Oye, yo me erizo». Como emoción propia: «Y me boté pa la calle. Oye, yo me erizo». Incluso como una especie de advertencia, de conversión: «Oye, yo me erizo», es decir, «Oye, no me toques que yo pincho». A pesar del escarmiento recibido —centenares de presos políticos y un éxodo aún en transcurso que se cuenta por cientos de miles—, «hay que afirmar que la experiencia es indestructible, aunque se encuentre reducida a las supervivencias y a las clandestinidades de simples resplandores en la noche».

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    Carlos Manuel Álvarez
    Carlos Manuel Álvarez
    Bebedor de absenta. Grafitero del Word. Nada encuentra más exquisito que los manjares de la carestía: los caramelos de la bodega, los espaguetis recalentados, la pizza de cinco pesos. Leyó un Hamlet apócrifo más impactante que el original de Shakeaspeare, con frases como esta, que repite como un mantra: «la hora de la sangre ha de llegar, o yo no valgo nada». Cree solo en dos cosas: la audacia de los primeros bates y la soledad del center field.
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