Los días sin luz

    En la sala de mi casa de La Loma, los días aquellos sin luz, mi papá gastaba el tiempo con los cuentos de Angola. Los repetía todas las noches de apagón, pero yo igual los escuchaba con sorpresa. Sus cuentos tenían en mí el mismo efecto que los apagones, siempre sucedían por primera vez. Por más que nos quitaran la corriente, la rabia del primer apagón era la rabia del tercero, y nadie se acostumbraba, ni tenía por qué acostumbrarse, a aquella desolación.

    Mi papá recordaba el día en que cumplió 19 años en un barco del Caribe a África, y también mencionaba las medallas recibidas, su guarida bajo la tierra, el sonido de balas, o el día que regresó a Cuba y los casi 300 pesos con los que lo recompensaron por dos años en la guerra. A veces, con fortuna, la luz volvía rápido y el cuento de Angola solo alcanzaba hasta su partida en el barco, a veces se alargaba el apagón y el cuento llegaba hasta los sonidos de disparos, y otras veces se agotaba el relato sin signos de que volviera la corriente. 

    Era raro, los días sin luz también traían a mi familia una intimidad singular. Probablemente se tratara del único momento en que nos juntábamos a escucharnos. Nunca comimos sentados a la mesa, no fuimos una familia con horarios que cumplir, con normas estrictas a seguir, algo que podía parecer desestructurado, pero que nos hizo menos presa de nosotros mismos. Yo era una niña de los noventa, y sabía que había algo particular en el tiempo que transcurre desde que se va la luz hasta que llega. Me gustaban las maneras de adaptación del cuerpo: el ojo viendo en la oscuridad, el oído sintonizando los sonidos de las cigarras, de los grillos, y del viento que viene del mar. Me gustaba poner la planta de los pies en las paredes frías de la casa. Recuerdo pegar mi cuerpo a las paredes y recibir un frío que me salvaba del calor agobiante hasta que me quedaba dormida. 

    Afuera, el barrio también funcionaba distinto en los días sin luz. Parecía una gran casa con muchas habitaciones dentro. Los huéspedes de esa gran casa, los vecinos, gritaban de una puerta a la otra y se preguntaban hasta cuándo. Los niños hacíamos linternas con pomos plásticos repletos de cocuyos y jugábamos en la calle hasta que llegara la luz o nos rindiéramos del cansancio. Bajo el silencio que viene con el apagón, se oían los pedos de Pupo, el vecino del frente, al que le faltaban tres dedos. La gente se entretenía averiguando en cuántas horas venía la luz, yo me las juego que en tres, yo me las juego que en una, yo apuesto a que en seis, decían. Una vez yo conté hasta las veinte y justo vino la luz en ese momento y no me lo podía ni creer. Otras veces, cansada de esperar la luz, le preguntaba a mi papá cuándo iba finalmente a llegar, y mi papá, medio en broma, decía la luz ya casi viene, está por la bodega, está abajo del puente, está subiendo la loma. Si hacía demasiado calor y no estaba lloviendo, mi papá sacaba los colchones al portal y amanecíamos en la humedad del rocío. Luego nos dolía la garganta. 

    Había una frase que mi papá repetía si de pronto se iba la luz: «Ahora sí se puso bueno esto». Si el apagón duraba varias horas, se cagaba en la madre de todos los santos. Si de repente se alumbraba la casa, mi papá celebraba con un chiflido. Nunca nadie, en el barrio, hizo más que quedarse tranquilo a esperar la luz, nunca nadie salió a buscarla, siempre fuimos disciplinados, hasta que nos las trajeran de vuelta y, como en una orquesta musical, empezaran a funcionar el refrigerador, el ventilador, la televisión y la grabadora, todos despertando del letargo en que la falta de luz los había dejado. Alguna que otra vez, se escuchó a alguien aislado gritar: «Partía de comunistas». O muy esporádicamente otro se cagaba en Fidel y en la madre de Fidel. Eran contadas veces y solo sucedía en las noches de apagones, porque el peso de la noche te vuelve un anónimo, porque en la oscuridad de un apagón yo puedo ser tú, porque el calor a la hora de dormir te despierta la consciencia, y porque si te quitan la energía, te devuelven la fuerza. 

    Lo ha demostrado la historia de los cubanos de las últimas décadas. El set de una protesta cubana se compone de un plato vacío y una sala oscura. Hay otros móviles, propios de una sociedad al límite, pero son estos dos los que disparan la rabia popular, que luego toma otros rostros, como la falta de libertad. El hambre y la luz, entre otras cosas, se contienen en sí mismos y contienen todo lo demás.

    Los cubanos que protestaron en agosto de 1994, lo hicieron hastiados de la falta de luz y comida. La ausencia de apoyo económico que llegaba al país tras la desintegración de la URSS, hizo que cientos de habaneros se lanzaran a las calles en el histórico Maleconazo que Fidel Castro en persona tuvo que aplacar. Los apagones no dejaron de suceder y la comida nunca llegó a ser abundante, pero pasaron 27 años para que, por las mismas razones, otra protesta multitudinaria tomara las calles de Cuba. La situación del país, agravada por la pandemia de coronavirus y la caída del turismo como sector fundamental de la economía, se volvió insostenible. Si algo diferencia al tiempo que va del Maleconazo al 11 de julio de 2021, del que va del 11 de julio de 2021 a la protesta del pasado 17 de marzo, es el tiempo en sí mismo, el tiempo en que se acumula el descontento y el tiempo de la memoria. Si en 27 años los cubanos del 11 de julio pudieron haber olvidado el saldo del Maleconazo —donde hubo tres muertos, varios heridos y cientos de detenidos—, en casi tres años los cubanos del 17 de marzo sí tienen presente el saldo del 11 de julio, que se cobró una vida a causa del disparo de un policía y miles de detenidos, algunos de los cuales cumplen hoy condenas de hasta 20 años de prisión. Aun así, cientos de cubanos volvieron a salir a las calles. ¿Cuánto tiempo falta para la siguiente protesta? ¿Para la protesta del futuro? ¿Para la protesta definitiva?

    A Cuba le ha costado protestar en grande, pero eso no quiere decir que Cuba no haya protestado. Son las protestas menores las que alimentan la protesta mayor. Se ha protestado por la falta de agua, por la ausencia de una Ley de Protección Animal, una madre ha salido al paso por la situación de la vivienda, por la leche del niño que no llega, o por la cirugía a la que no se sometió por falta de médicos e insumos. También ha habido otras protestas menores por los cortes de electricidad, pero las calderas han sonado en medio de la oscuridad del apagón.

    Hay una grabación específica de las últimas protestas. No se ve el rostro de nadie, pero se escuchan cientos de voces que recorren el distrito José Martí, en Santiago de Cuba, coreando: «Oye, yo me erizo», «No hay comida, no hay corriente, Pinga pal presidente». En un sentido, no parece una protesta, sino una conga. No parece un reclamo, sino un canto. Aprendimos a quitarle la solemnidad a las causas. Es mentira que una protesta es un luto, una protesta es la gente en una acción cívica. Una protesta en Cuba es el pueblo ejerciendo el derecho que por años le han dicho que no tiene. Un disfrute. Me he imaginado en el centro de una protesta similar: ¿Cómo empieza? ¿Quién se atreve? ¿Quién se suma? ¿Qué se siente? En la protesta no parece que se fue la luz, sino que llegó. Como si Cuba hubiese cambiado tanto que ya no celebra cuando llega la luz, sino cuando se va. Porque la gente sabe que si llega, se va a volver a ir. Lo definitivo no es que llegue, sino que siempre se vaya, y ya nadie se conforma con tan poco.

    Luego de que se aplacaran las protestas de este mes, que entre otras cosas la desató los cortes de electricidad de hasta 18 horas, principalmente en el oriente de la isla, supimos que en algunos lugares ha mejorado la situación con los apagones. La termoeléctrica Antonio Guiteras echó a andar y también el gobierno ha hablado del cargamento de 650 mil barriles de crudo enviados por su homólogo ruso, o de la posible perforación gaso-petrolífera horizontal en la costa noroeste del país, como parte del proyecto Canasí para la extracción de gas natural.

    Hace poco conversaba con Helen García Calvo, una socióloga de Cienfuegos, quien me comentaba que durante los cortes de electricidad del Periodo Especial los cienfuegueros iban a sentarse al malecón, y que ahora ni siquiera eso hacen. La inseguridad en las calles del país, que muchos aseguran va en aumento, ha hecho que la gente se recluya incluso hasta en los días de veinte horas de apagón. Y no solo eso. Helen, como cualquiera, sabe que nada funciona cuando no hay corriente: ha estado dos días lavando para adelantarse a los cortes de electricidad y que no se le acumule la ropa, no puede hacer ningún tipo de trámite cuando no hay servicio eléctrico, las panaderías no echan a andar, la gente ha tenido que volver a sacar las cocinas inventadas de los noventa, los fogones improvisados, el carbón y la luz brillante. Helen sabe que no hay solución.

    «El sistema comunista en Cuba se agotó», me dice. Tiene 52 años y una vida. «El organismo del cuerpo social del comunismo en Cuba ya se paralizó, ya esto está muerto, este muerto tiene peste, y todo el mundo lo sabe, lo que no sabemos es dónde se va a enterrar». Ahora que escribo esto, debe haber gente sin luz, alguien seguro queriendo estallar. 

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