Llámame Mónica

    Los cubanos han encontrado una manera muy eficiente de reunirse y crear comunidad: los grupos de Facebook. En cada continente, en cada país, en casi cada ciudad, existe al menos uno: «Cubanos en Ucrania», «Cubanos en Bogotá», «Cubanos en Namibia», «Cubanos en Vietnam», «Cubanos en Madrid», «Cubanos en Australia»… En estos foros virtuales se intercambian favores, se publicitan negocios privados (peluquerías, servicios de manicure, rentas, comida criolla a domicilio), se aclaran dudas, se discute de política. Los cubanos, de tan desperdigados que están por el mundo, han instalado sucursales de Cuba dondequiera que han llegado.

    En el chat de uno de esos grupos, «Cubanos en Moscú», a inicios de agosto de 2023, un mensaje interrumpió la dinámica habitual.

    Primero, la foto de una chica joven: el pelo oscuro recogido en una coleta, el cerquillo cayendo sobre unas cejas anchas y pintadas, las pestañas como toldos cubriendo unos ojos negros delineados, los pómulos maquillados, unos labios entreabiertos y carnosos. Luego: «Hola. La de la foto es mi hija. La conocen por Mónica. Desaparesió ace varias semanas. Ella vive en Moscú y no se que pasó con ella. Soy su madre y estoi desesperada. Cualquier información que alguien tenga sobre ella la boy a agradecer. Muchas gracias» [sic].

    En Guanabacoa, La Habana, a más de nueve mil 500 kilómetros de la ciudad en que desapareció su hija, Diana* espera una respuesta.

    «En el chat unos dijeron que a lo mejor la tenían encerrada para deportarla. Pero ya hace casi un mes que no sé nada de ella y no creo que se demoren tanto en deportar, ¿no? Yo intenté hablar con unas amigas cubanas suyas allá, pero me dieron vueltas. Ninguna sabía nada. Hasta que una me dijo que la había cogido presa la policía», dice Diana, 52 años, una mulata delgada de mediana estatura y ojos achinados. Hablamos a través de una videollamada.

    «¿Y lo está?», pregunto.

    «No sé, porque esa amiga suya con la misma borró el chat. Está muy raro todo. El chat de WhatsApp que yo tenía con mi hija también desapareció», dice.

    «¿Alguien ha intentado comunicarse con usted por privado?»

    «Un imbécil ahí. Me escribió al Messenger y dijo que había visto la foto de mi hija y que de seguro estaba muerta, que me olvidara de ella. Pero yo no me voy a dar por vencida. Si es mi niña ¿cómo la voy a olvidar?», responde, conteniendo el llanto.

    Ella no olvida. Ella tiene, de hecho, una excelente memoria.

    Diana recuerda, por ejemplo, el día que la fue a recoger en la prisión. Esperaba verla más alegre después de un año encerrada, pero la Mónica que encontró tenía el cuerpo hecho un hilillo, el pelo corto, desarreglada: un guiñapo triste y cabizbajo. «Ay, mamá, no sabes lo que me han hecho pasar», le dijo. Diana recuerda también que dos semanas después, ya más recuperada, su hija le habló por primera vez de emigrar a Rusia. Lucía, una vieja amiga suya que se había ido dos años antes a Moscú, la convenció de irse a vivir con ella.

    «Yo le dije: “Pero, ¿qué vas a hacer tú allá, si no sabes ni hablar ruso?”. Pero ella ya estaba muy decidida y estuvo con eso jode que te jode. Que si a la Lucía esa le iba bien, que si allá podía trabajar de cualquier cosa y mejorar, que hasta me iba a mandar remesas. Y, la verdad, para la vida que llevaba aquí, que no hay futuro ni esperanzas de mejorar, le dije que sí, que se fuera. Además, ese era el único país al que podía viajar, porque Rusia no pide visa a los cubanos y nosotros no tenemos ariente ni pariente en ningún lado. Eso sí, cuando se iba, le dije que tuviera cuidado, porque allá a la gente no le gustan las personas como ella».

    El 21 de enero de enero de 2020, Mónica salió rumbo a Moscú. La madre y su padrastro fueron a despedirla al aeropuerto. Lloraron, se abrazaron, se tomaron muchas fotos. En una de esas fotos, Diana posa junto a su hija. Ella, la hija, tenía una maletita rosa con ruedas y una mochila negra como único equipaje. Llevaba unos pantalones ajustados, el cabello corto y crespo, una chaqueta de tela sintética que simulaba cuero, rematada con un cuello que simulaba pelo de zorro. Excepto por el volumen de sus senos, oprimidos por una faja bajo la ropa, Mónica se fue de Cuba simulando ser un hombre.

    ***

    La última persona con que habló Mónica antes de desaparecer fue Luz, una cubana de 58 años. Se conocieron en Moscú a mediados de 2022, cuando ambas coincidieron en una renta. Desde entonces, son amigas.

    «Creo que mejor hablamos por audios de WhatsApp, porque la llamada se puede caer en cualquier momento. Estoy esperando a que me llame mi hijo, que hoy debe estar llegando a México», dice Luz, desde La Habana. Ese hijo que la va a llamar, tras intentar asentarse en Rusia con ella y su padre, luego de un año y tres meses de penurias y fracaso, regresó a Cuba para después aventurarse a cruzar Centroamérica y México. Su objetivo: llegar a Estados Unidos. En Miami lo espera su hermano mayor.

    «Yo a Mónica la quiero como la hija que no tuve, porque lo que me tocó fueron dos varones. Hablábamos siempre, incluso después de que cada una tomara su rumbo. Ya cuando regresé a Cuba, ella todas las mañanas me contaba por WhatsApp cómo le iba —por lo de la diferencia de horarios. La noche en que desapareció me mandó un video que yo guardé para verlo más tarde, y después un mensajito de que acababa de tomar un taxi. No volvió a escribirme más. Yo mandaba mensajes y no respondía. Entonces me preocupé. Nuestro chat de WhatsApp, de pronto, se borró».

    El video es de una discoteca en Moscú. Mónica no habla; solo le sonríe a la cámara de su celular. Lleva una blusa blanca con escote y unos pantalones anchos y dorados. Entre los dedos, un cigarrillo que sujeta en un gesto sensual. Al fondo, música electrónica, una canción que se confunde con las reverberaciones de otros muchos ruidos. Juegos de luces. Siluetas de personas que bailan.

    «Entonces me puse en contacto con Diana, que estaba tan destrozada, la pobrecita. Porque los hijos son lo más grande que tiene una, y una situación así… no es fácil. Yo me puse a buscar por mi cuenta en el perfil de Facebook de Mónica y le escribí a muchísima gente. Y todas esas amigas suyas como que me trataban con frialdad. Solo una me dijo que se la habían llevado presa por tenencia de drogas, y ya, dejó de hablarme».

    «¿Cree que esa sea una posibilidad?», pregunto.

    «Segura estoy. Pero a mí lo que más me preocupa es que todos sus chats se hayan borrado. Yo no sé mucho de tecnología, pero eso no es normal… La cosa es que Mónica, cómo decirlo, andaba en muy malos pasos allá».

    Luz emigró a Moscú con su esposo y su hijo menor a finales de septiembre de 2021. Para entonces, al menos desde 2019, cerca de 25 mil cubanos viajaban a Rusia anualmente, aunque se desconoce cuántos con la intención de no regresar a la isla.

    Lo primero que hicieron fue buscar una renta donde no estuvieran muy hacinados, como suele ocurrir con los cubanos que llegan a esa ciudad con la idea de asentarse.

    «La casa era buena: tenía dos baños, varios cuartos. En algún momento pensamos en tener una propia, por supuesto. Pero llegamos y, la verdad, pensamos que nuestra vida había cambiado al fin. Después entendimos que no. Rusia es un país maravilloso, pero no para los migrantes, porque no pueden trabajar en paz», dice.

    En noviembre, con la llegada del invierno, su hijo consiguió trabajo como paleador de nieve. Cada jornada de abrir surcos en ciertas calles supondría un pago de mil 500 (21 dólares) rublos en efectivo, según lo prometido por el empleador. Sin embargo, a última hora el salario fue renegociado y quedó en solo mil (14 dólares). A su hijo, por ser un migrante ilegal, no le quedó otra que aceptar.

    Apenas un mes después, las temperaturas descendieron drásticamente: 0 °C de día y hasta -8 °C en la noche. El frío taladraba los huesos y la familia pasaba hambre. El dinero escaseaba. La nieve tampoco les permitía moverse mucho por la ciudad. El padre, de 60 años, decidió sumarse al trabajo con su hijo.

    «Siempre hubo problemas con los trabajos, porque los dueños pagan si quieren, y no puedes decir nada: tienes que volver la espalda e irte. Si tienes un problema, ya usted sabe, te deportan. Así de fácil. A mi esposo y mi hijo se quedaron debiéndoles dinero. Entonces se fueron a dar mandarria en la construcción, que es el otro trabajo que se encuentra más o menos fácil por allá. Para los hombres, digo, porque las mujeres, normalmente, se van a limpiar pisos en unas tienditas que le dicen “magazines”. Pero ahí es lo mismo: te pagan lo que quiera el dueño, y si quiere».

    A partir de febrero de 2022, tras el comienzo de la invasión a Ucrania, la vida en Rusia se volvió todavía más difícil. El rublo se devaluó, subieron los precios de los alimentos y las rentas, las fronteras terrestres hacia Europa fueron clausuradas. Occidente, en represalia por la invasión, se enfrascó en asfixiar al Kremlin a través de severas sanciones económicas. Los ciudadanos rusos sintieron inmediatamente los efectos en sus bolsillos; los emigrantes, muchas veces más. Incluso aquellos cubanos que esperaban una oportunidad para migrar hacia Serbia, y de allí a algún país de la Unión Europea, vieron frustrados sus planes. Muchos quedaron varados en Rusia. Otros, como la familia de Luz, terminarían por regresar a Cuba.

    Pero en julio de 2022 Luz todavía pensaba que ella y su familia podían sobrevivir a la crisis, que era algo pasajero, aun cuando el precio de la renta había aumentado, de golpe, a 30 mil rublos, diez mil por cabeza. El hijo que vive en Estados Unidos comenzó entonces a ayudarlos con una remesa de 600 dólares mensuales, poco más de lo justo para evitarles ir a un lugar más pequeño donde los cubanos duermen en literas y comparten, entre al menos diez, un mismo baño.

    Sobre el final de aquella época de optimismo fue que Mónica apareció en su vida.

    «Ella vino a la renta muy maltratada. Llegó con dos trapitos prácticamente porque le habían robado todo lo que tenía», rememora Luz. «Me encariñé mucho con ella, y a veces me contaba su vida; cosas que nunca le conté a mi esposo ni a mi hijo. Estaba malita. Hacía poco que se había enterado de que tenía sida. Además, se prostituía, porque eso es lo que la sociedad rusa tiene reservado para las mujeres como ella».

    «¿Y Mónica no tenía otras amistades en ese momento?»

    «Creo que por esa época estaba un poco alejada de sus amigas. También creo que esas amigas no eran buenas. Además, estaba enamorada y la cosa parece que no le había salido bien. Mónica estaba muy triste, deprimida, y andaba en las drogas».

    En la renta, recuerda Luz, Mónica dedicaba casi todo el día a dormir. Luego, en la noche, se marchaba, y no volvía hasta la mañana siguiente. En tres ocasiones enfermó de gravedad. Una vez, incluso, cayó desmayada ante Luz, quien de inmediato llamó a una ambulancia. La ingresaron por unos días. Según Mónica, los médicos estaban convencidos de que era un problema autoinmune. Necesitaba descanso y, sobre todo, iniciar un tratamiento de antirretrovirales.

    «¿Y después?», pregunto. Luz no contesta. Pasa una hora. Dos. Tres. Al fin, un mensaje: «Perdone. Es que me llamó mi hijo».

    «¿Todo bien?».

    «Sí», dice, «llegó a México. Ya está en un hotelito, sin ningún problema. En estos días va a subir…  ¿Me había quedado en que se enfermaba, no?».

    «Sí».

    «Ah, bueno. Pues eso, que Mónica se pasó casi todo octubre en cama, y yo al lado de ella, cuidándola. Tenía neumonía y tosía como si se le fuera a salir el corazón por la boca. Como no podía salir a la calle, se quedó sin dinero, y al otro mes el dueño de la renta la botó. Ahí fue donde nos separamos. Estuvimos juntas unos cuatro meses».

    «¿Sabe a dónde fue después?».

    Mónica / Imagen de Mónica recreada por IA
    Mónica / Imagen de Mónica recreada por IA

    «Ahora mismo no recuerdo mucho. La memoria me falla a veces. Pero sé que estuvo rodando de renta en renta, que volvió a salir con algunas amistades. Estaba mal, muy mal. Hasta que un día me dijo que había empezado a trabajar con una proxeneta rusa y que le iba bien. Y la verdad es que se le veía feliz».

    «¿Alguna vez le dijo el nombre de esa rusa?».

    «No. De hecho, ella le decía así, “La Rusa”».

    «¿Y qué pasó luego con usted y su familia?».

    «¿Nosotros? ¡Ay, qué le puedo decir! Que no pudimos más. Los precios siguieron subiendo y la vida se volvió muy difícil. No nos alcanzaba ni con la remesa de mi hijo, y es más fácil vivir con ese dinero en Cuba, que al menos es un lugar que una conoce. En diciembre de ese año regresamos. Y no voy a mentir: extraño mucho Rusia. Es un gran país. Pero, como le dije, no para un emigrante».

    ***

    En el tercer piso de un apartamento situado a dos calles del VTB Arena, casa matriz del club de fútbol Dynamo Moscú, Mónica vuelve a dar señales de vida. Es 20 de noviembre de 2023. En Moscú son las 12 p.m. En las calles, la temperatura desciende a -1°C.

    «Tengo que hablar bajito», me dice. «Esta gente, la Rusa, es peligrosa. Ella ya se acostó a dormir y no sabe español, pero por si las moscas… Tampoco quiero que lea mensajes ni nada, porque los pone en un traductor y ahí sí que me embarqué, así que los voy a borrar. Hasta el chat de mi mamá. Porque este teléfono me lo dio ella. ¿Tú tienes cómo guardarlos?».

    «Sí», digo.

    «Ah, perfecto».

    «Entonces, ¿estabas presa?».

    «Sí, cuatro meses. Hoy fue que me soltaron. Lo que pasa es que allá adentro no tenía comunicación ni nada. Pero ya hablé con mi mamá y está tranquila. Pobrecita, se puso muy nerviosa».

    «¿Y por qué te encerraron?».

    «Es que esa noche, cuando salí de la discoteca con una amiga, la policía nos paró el taxi. Y me cogieron un poquitico de droga encima. Mi amiga fingió que le había dado un ataque como de epilepsia y una ambulancia se la llevó para un hospital y de ahí se fugó. Pero a mí me agarraron».

    Mónica cuelga de pronto. A los pocos minutos, envía un mensaje. La Rusa se levantó, tomó agua y volvió a su cuarto. Debe tener cuidado, dice. En ese apartamento hay tres chicas trans además de ella, todas trabajadoras sexuales, todas «empleadas» de una red de prostitución cuya única cabeza visible, para ellas, es la Rusa. Mónica no confía en ninguna.

    Pasados 20 minutos, vuelve a llamar.

    «No hubo fianza ni nada. Me hicieron un juicio rápido y cumplí los cuatro meses. Muy buen trato, la verdad. Ni siquiera me raparon la cabeza. Al principio pensé que sería un horror, pero nada de eso. Los policías me dieron tremenda atención y me trataron con respeto. Primero me pusieron en una celda, sola. Luego llegó otra chica trans y la pusieron conmigo. ¡Hay una diferencia con las prisiones en Cuba que ni te imaginas!».

    Local donde se ofrecen servicios sexuales en Moscú / Imagen: AFP
    Local donde se ofrecen servicios sexuales en Moscú / Imagen: AFP

    ***

    Su infancia no fue muy distinta a las de otras muchas chicas trans. Una madre cargada de incertidumbres; una visita a un psicólogo que recomendó esperar a los 15 años porque es a esa edad que las personas definen su identidad de género; bullying en la escuela, hartazgos; la decisión de abandonar los estudios poco después de terminar la secundaria; una conversación familiar en la que, muy decidida, la hija informa que se siente mujer y exige que la traten como tal; unos padres que, resignados, aceptan.

    «Nosotros respetamos su decisión. No fue fácil, porque, como madre, en el fondo, no me gustaba que se vistiera de mujer y se pintara las uñas y esas cosas. Imagínese, tengo cuatro hijas y ella iba a ser mi único varoncito. Pero los hijos son como son, y quedamos en que la íbamos a mantener y que, si quería ser mujer, que lo fuera», dice Diana.

    Al abandono de la escuela siguió el cambio de nombre. Al principio pensó en llamarse Selena, como su cantante favorita, Selena Quintanilla: la «Madonna tejana», ídolo chicana que fue asesinada en la cima de su carrera, a los 23 años, solo cinco meses antes de su nacimiento. Pero a mediados de 2011 se decantó por uno que mantuviera un mínimo de relación con el anterior, aunque solo fuese la primera letra. A mediados del 2011 nació, oficialmente, Mónica.

    En 2013, Mónica vivía entre la casa de su madre, en Guanabacoa, y la de su padre, en el municipio San Miguel del Padrón. Sin embargo, había temporadas en que ninguno de ellos tenía noticias suyas.

    «Ella me decía: “Me voy pa’ La Habana”, y se daba tremendas perdidas. Bueno, perdidas no, porque estaba en casa de un novio que se había buscado. Y a veces también se iba para el Parque de la Fraternidad, que es donde se reúnen las muchachitas como ella», cuenta Diana.

    De una de sus escapadas, Mónica llegó a casa de su madre con un enorme tatuaje de una rosa en su tallo, hojas y espinas incluidas, que le bajaba del hombro derecho al pecho. De otra, lo hizo con un par de senos implantados, perfectamente redondos.

    —Es que ya me cansé de estar tomando pastillas anticonceptivas para que me crezcan las tetas. Y mira ahora, qué lindas están —le dijo a su madre.

    Diana decidió entonces que, si su hija tenía edad suficiente para someterse a un implante de senos por su cuenta, también la tenía para aportar a la economía de la casa, y que debía buscar algún trabajo. Pero con solo noveno grado de escolaridad, las opciones en los centros estatales, que generalmente exigen un mínimo de duodécimo grado, eran muy pocas. No obstante, por esa época comenzaba a surgir en La Habana un increíble número de cafeterías, pequeños establecimientos de comida y casas de rentas que necesitaban ayudantes de cocina, meseras y mucamas, trabajos casi siempre mejor pagados que los ofrecidos por el Estado. Una mucama en un AirBnb, por ejemplo, podía ganar mucho más que un médico especialista.

    «Yo la acompañé a hacer muchas solicitudes, pero nadie le quería dar trabajo. Nadie, ni por el Estado ni los particulares. Le cerraban las puertas hasta para limpiar pisos en cuanto la veían. Entonces ahí sí se volvió rebelde y empezó a hacer su vida lejos de la casa por completo. No trabajaba. Todas las noches se iba al Parque de la Fraternidad; comenzó a andar por ahí con otras trans y… Mire, yo le voy a ser clara: mi hija en esa época empezó a prostituirse. Me enteré más tarde, y de la peor manera», confiesa Diana.

    La peor manera fue una llamada telefónica de la policía, a inicios de 2017, en la que le informaron que «su hijo» estaba detenido por robo. Una semana antes, en la noche, mientras Mónica y una amiga trans rondaban el Parque de la Fraternidad en busca de clientes, un hombre se ofreció pagarles por tener un trío. Ellas aceptaron. Todo se dio como siempre, sin complicaciones. Sin embargo, poco después, el sujeto las acusó de haberle robado, en un descuido, su teléfono móvil. Aunque ante los jueces Mónica juró ser inocente —y ante su madre que, en cualquier caso, había sido su compañera la ladrona—, el tribunal la condenó a dos años de prisión domiciliaria.

    La sanción exigía a Mónica trabajar —«aportar a la sociedad»— y presentarse diariamente en la oficina del jefe de policía local. Por entonces, Diana había conseguido empleo como mesera en una pequeña cafetería cercana a su casa, lo que le permitió interceder para que, en el mismo sitio, contrataran a Mónica como recadera. Su hija cumplió, al menos por unos meses. Luego volvió a las noches del Parque de la Fraternidad, donde podía ganar mucho más. Durante un tiempo vivió con amigas en la zona más turística de la capital y dejó de presentarse a la oficina del jefe de policía. El tribunal, en respuesta, cambió la sentencia a un año de cárcel, que cumpliría en la prisión de Melena del Sur.

    Desde Moscú, Mónica se niega a extenderse sobre aquel año tras los barrotes.

    «No me gusta hablar de eso. Solo te diré que me encerraron con hombres, que yo tenía el pelo largo y me lo cortaron. Me maltrataban mucho, me humillaban. Por ejemplo, yo entré allí con los senos ya operados, y cada vez que venía inspección de los jefes de ese lugar, me obligaban a desnudarme delante de todos los reclusos del pabellón… En serio, no me gusta hablar de eso».

    ***

    Todavía no anochece. Es 1 de diciembre y Mónica está en una especie de centro comercial donde un gigantesco pino artificial cargado de bolitas de colores y guirnaldas anuncia que se acerca la Navidad. Vino aquí a estirar las piernas, comprarse una pieza de lencería y encontrar algo de intimidad para una videollamada.

    «Yo te cuento todo lo que quieras, pero mejor que no salga mi nombre. Alguien lo lee después y… no, no, no. ¡Quién sabe lo que me puede pasar! Esta gente es una mafia», dice preocupada.

    «Entiendo. ¿Con qué nombre quisieras salir?».

    «No sé. Es que el mío me gusta tanto. Mejor uno que se parezca, ¿no?».

    «¿Qué tal Mónica?».

    «Sí, ese mismo. Mónica».

    ***

    Moscú la recibió blanca, majestuosa, llena de lucecitas para alumbrar las noches, que en invierno son más largas. Lucía, vieja amiga de las noches cortas y cálidas del Parque de la Fraternidad, la recogió en el aeropuerto y la llevó a una renta que compartía con otras dos chicas trans. Era un espacio pequeño, sin muchos muebles, un solo baño. Las cucarachas parecían tener su colonia dentro de las paredes, y el sol apenas entraba por la única ventana.

    Mónica recuerda que cuando Lucía vio los abrigos que traía encima se echó a reír.

    —Esto no es Cuba, mi amiga. Aquí el frío pela. Y trabajamos de noche, que es peor. Hay que comprarte algo para que no te congeles —le dijo, y se fueron de compras.

    Eso, comprar, darse ciertos lujos que en Cuba no podía, hizo pensar a Mónica que sería feliz.

    Por unos meses lo fue.

    ***

    Comenzó a trabajar en ciertas calles, avenidas oscuras que todos en la ciudad reconocen como malls de la prostitución trans, donde la «mercancía» se exhibe cada cien metros. Lucía, aunque no sabía ruso, se movía con soltura en esos espacios que son, a la vez, donde se hace la transacción y se ofrece el servicio. Google Translate, por supuesto, ayudaba.

    Sexo furtivo, inseguro, barato. Buenas y malas jornadas. Las noches de Moscú de Mónica, a grandes rasgos, no se diferenciaban mucho de las noches de La Habana.

    Entonces llegó la pandemia de COVID-19.

    «Lucía tenía VIH. Lo cogió aquí, en Rusia, y no se cuidaba mucho», dice Mónica. «Como a los seis meses de mi llegada se puso muy mal. Ella empezó a quedarse en casa y yo era la que trabajaba, pero ni aunque tuviera una racha de buenas noches me daba para pagar los gastos de las dos. Cuando ya no pudo levantarse de la cama por las fiebres, la llevé al hospital. Yo tenía mucho miedo, porque las dos estábamos ilegales; pero aun así la atendieron, y gratis. Estuvimos hablándonos todo el tiempo, hasta que un día me dijo que la querían matar, que las ventanas de su cuarto estaban rotas y le entraba el sereno, y que la bañaban con agua fría. Me puse muy nerviosa y fui al hospital a sacarla, pero ella me dijo que no. La encontré muy mal, y le dije: “Pero ¿no que te quieren matar?”. Ella me contestó: “No, déjame aquí. Le prometí a mi mamá que me quedaría en el hospital”. No sé bien qué fue lo que pasó, porque cuando vi las ventanas de su cuarto estaban enteras y cerradas. Al otro día me llamaron del hospital para decirme que se había muerto de Covid esa misma mañana. Muy raro todo, ¿no?».

    Cuando se enteró de la muerte de Lucía, el dueño de la renta las expulsó a todas. Una de las inquilinas convenció entonces a Mónica de irse con ella a una casa refugio para personas de la comunidad LGBTIQ+ sobre la que había escuchado.

    «No recuerdo cómo se llamaba la organización, pero te daba refugio en una casa muy grande, con mucha gente trans y gay de muchísimos países. Allí te garantizaban la comida, el baño, un cuarto, y ya. Era como una organización secreta que te daba techo y sacaba de a poquito a la gente gay de Rusia; todo ilegal, clandestino. A nosotras nos iban a llevar para Serbia a escondidas, y de ahí creo que teníamos que cruzar Macedonia y llegar a Grecia. De Grecia entonces yo quería irme a España».

    Rusia es un país homófobo y transfóbico, con leyes tan absurdas como una que sanciona «la propaganda gay dirigida a los jóvenes», o sea, cualquier muestra de afecto o información pública fuera de los parámetros de la heteronormatividad cisgénero. Las campañas anti-LGBTIQ+ del Kremlin parecen surtir efecto entre la población: en 2019, el Centro Ruso para la Investigación de la Opinión Pública dio a conocer una encuesta en la que dos tercios de los participantes creían que en el país se cocinaba una conspiración para «destruir los valores espirituales de los rusos a través de la propaganda de las relaciones sexuales no tradicionales». 

    El discurso de odio del presidente Vladimir Putin ganó espacio en sus intervenciones públicas, sobre todo, tras la invasión a Ucrania. En sus palabras, la homosexualidad y lo transgénero son tan condenables como la pedofilia; y todas son «degeneraciones de Occidente». En junio de 2023, Putin ordenó la creación de un instituto «para la investigación del comportamiento sexual de la gente LGBT», y aprobó una ley que prohíbe la transición de género. Desde el Kremlin también se han dado los primeros pasos para el reconocimiento legal del «movimiento público internacional LGBT» como un grupo extremista prohibido en el país. Los actos violentos de homofobia y transfobia, además, suelen quedar impunes, y ni siquiera se consideran crímenes de odio.

    «Sí, aquí hay mucha homofobia y transfobia», dice Mónica. «A mí, por suerte, de día la gente me ve y piensa que soy una mujer, y los hombres se meten conmigo. Ya sabes, ando derritiendo el hielo por donde paso. Pero la prostitución trans es tremendo negocio, una industria, porque nunca faltan los clientes. Creo que aquí son muy cínicos con eso».

    Junto a su amiga, pasó dos meses en la casa refugio, cuya única regla inflexible era no regresar nunca después de las 8 p.m. Mónica lo hizo solo una vez, y la expulsaron.

    Prostitución en las calles de Moscú / Imagen: Playboy
    Prostitución en las calles de Moscú / Imagen: Playboy

    ***

    Mónica tiene muchas compañeras, «colegas» de trabajo, pero no amigas. Ha estado jodida muchas veces, mucho tiempo, como para creer que la amistad es fácil de encontrar en una situación como la suya, entre gente tan desprotegida como ella, gente que solo busca sobrevivir. Quizá la única de ellas que pudiera considerar amiga sea Yamilka, una chica trans que conoció hace casi dos años, cuando trabajaba para «la Taichika», su segunda proxeneta.

    «¿Qué tan difícil es la vida en Rusia para una chica trans?», pregunto.

    «Para las chicas trans no, para todo el mundo la vida aquí es pura nostalgia y tristeza», explica Yamilka. «Se pasa mucho trabajo porque nada es seguro. Supongo que es algo que le ocurre a cualquiera: emigras a un país al que no perteneces y tienes problemas con sus leyes, su idioma, su cultura y, a la hora de la verdad, eres una migrante más. Aquí se sufre con el frío del clima, pero también con lo frías que son las personas. Rusia es un país para rusos. Claro, el cubano busca una mejor vida como sea, alguna escapatoria, porque en Cuba no hay nada».

    «Entonces ¿no recomiendas Rusia para emigrar?».

    «No. Aquí se pasa demasiado trabajo. Puedes venir y formar un negocio o comprar cosas y llevarte para revender a Cuba; no a emigrar».

    Yamilka llegó a Moscú en 2019 para prostituirse, ganar dinero y escapar luego hacia algún país de la Unión Europea, pero las dos últimas partes de su plan no se dieron como esperaba. Poco después de su entrada al país, una conocida suya, también cubana, la puso en contacto con la Taichika, una mujer trans proveniente de Tayikistán, encargada de vigilar y «proteger» a por lo menos cinco chicas trans cubanas: una proxeneta, parte de un entramado mayor de prostitución en la ciudad.

    «Los momentos más tristes de mi vida los pasé con esa mujer, pero como yo tengo un ángel de la guardia tan grande, dije: “Hasta aquí”. Porque yo sentí que con esa gente me iba a morir. Me tenían casi secuestrada en una casa para atender a clientes. Pero yo soy inteligente, inteligentísima, y me les fui», cuenta Yamilka.

    «¿Cómo hiciste?».

    «Una vez me sacaron y vi a unos policías cerca. Yo soy muy pilla, ¿sabe?, y me mandé a correr hasta donde estaban ellos, y les hablé. Bueno, les hablé no. Hice como todos los cubanos aquí: usé el traductor de Google. Y les dije la verdad, que me tenían secuestrada, que me ponían a prostituirme y me daban a consumir drogas, que esa gente comercializaba con seres humanos. Y ya, me les perdí a la Taichika y a la policía».

    Mientras trabajó con la Taichika, Yamilka conoció a Mónica, una chica trans como ella, que venía de trabajar en la calle.

    «Mónica es tremenda persona: muy buena, pero muy confiada. Yo le dije en cuanto me salí que se fuera de allí, que dejara las drogas. Ella no me hizo caso, y casi se busca un problema tremendo con aquella psicópata». 

    Poco después de salir de prisión, Mónica la llamó. Yamilka no pasaba precisamente sus mejores momentos. Dormía en una renta muy pequeña, junto a otros migrantes de varios países de Eurasia, y en las noches salía a prostituirse por su cuenta. Mónica la convenció de unírsele y trabajar para la Rusa. Le dijo que era mejor que la Taichika, más amable, y que no la obligaba a consumir drogas. 

    En una semana, ambas dejarán Moscú. La Rusa cree que el mercado está saturado en la ciudad, que las calles ya no son seguras para sus chicas. Se las llevará a otra región. No les ha dicho a dónde.

    ***

    Tras la expulsión de la casa refugio, Mónica consiguió una renta barata y volvió a las mismas calles en que meses atrás trabajó con Lucía, aunque esta vez sin su protección y experticia. Prostituirse por su cuenta tenía como única ventaja la posibilidad de quedarse para sí todas las ganancias de cada noche. Pero también dos grandes inconvenientes: no siempre conseguía clientes y, sobre todo, no era seguro.

    Hubo veces en que regresó a casa con las manos vacías porque quienes pasaron por ahí prefirieron irse con esta o aquella chica. Hubo veces también en que no quisieron pagarle, y hasta sucedió que un hombre, después de tener sexo con ella en un callejón, le apuntó con una pistola en la frente y le arrebató el dinero que llevaba encima. Sin embargo, recuerda Mónica, nada en aquella etapa la marcó tanto como aquel cliente que, subiéndose la cremallera del pantalón, le dijo que no tenía un rublo encima y que, si quería recibir algo a cambio de su servicio, podía darle unos gramos de mefedrona.

    «Casi todas las trans aquí consumen drogas», dice, «y esta te la encuentras en todos lados. En las discotecas, en las casas de prostitución. Yo sabía de amigas mías que la consumían, pero nunca le entré… hasta ese día».

    También conocida como la «mefe» o la «MC», la mefedrona es una de las drogas más populares en la vida nocturna de Europa. Su circulación fue apenas descubierta en 2008 y todavía los científicos estudian los niveles de adicción que genera, en comparación con otros estupefacientes, así como los daños que a largo plazo puede provocar a la salud. La base química es milenaria, y parte de la Catha edulis, la «khat» (o «cat» [gato, en inglés], de ahí que también se le llame la «miau miau»), un arbusto cuyas hojas son masticadas como estimulante en países de Oriente Medio y el Cuerno de África. En 2010, la Unión Europea la declaró ilegal. Al año siguiente, su consumo se disparó en países como Hungría e Irlanda del Norte, superado solamente por el de cocaína; entre los jóvenes (16 a 24 años) de Inglaterra y Gales ocupó el segundo lugar, después del cannabis. Según datos del Plan Nacional de Drogas de España, en 2018, la mefedrona se encontraba entre las 20 sustancias psicoactivas más consumidas, y en 2021 encabezaba la lista de causas de las admisiones para tratamientos por dependencia de drogas entre los españoles. Sus efectos más conocidos son el incremento de los niveles de alerta, la euforia, la locuacidad y el apetito sexual.

    «Me enganché muy rápido a la mefedrona», dice ahora Mónica. «Estaba muy deprimida, y solo así salía de la depresión, aunque fuera un rato. Pero cuando digo que me enganché, me enganché. Era cosa de todas las noches desde aquella. Me encontré más hombres que me pagaban con eso, y yo muy feliz. Verás, esa droga es, cómo decirlo, estimulante, afrodisíaca. Y eso es muy útil cuando trabajas teniendo sexo con personas que no te gustan».

    ***

    Fue una cubana trans, también trabajadora sexual, quien, además de invitarla a compartir una renta de dos, le enseñó cómo ofrecer servicios fuera de la calle. Lo primero, le dijo, era comprar «lencería sexy»: pantis, escotes, bridas de malla, siempre negras o rojas. Después, una sesión de fotos con poses provocadoras. Luego, abrirse un perfil gratis en cualquiera de las decenas de plataformas web para chicas trans, colgar allí las fotos, esperar por los clientes, y acordar el tipo de servicio y el costo por chat.

    «Así una ofrece el servicio en su propia casa, y es más seguro. No del todo, pero más que en la calle. Mi amiga y yo estuvimos así un tiempo, hasta que un día recibí a un cliente muy especial», dice Mónica. (Ese hombre, por decisión de ella, será llamado Boris).

    Cuando llegó a la renta, Mónica pensó que Boris era un cliente más. Sin embargo, no era precisamente sexo lo que él buscaba.

    —Puede que por tu cuenta consigas algunos clientes, pero yo puedo darte más. Puedo darte clientes con dinero y seguridad. Aquí tienes mi número. Escríbeme si estás interesada —le dijo, y se marchó.

    «Fueron muy buenos tiempos con él. Éramos seis muchachas trans, incluidas otras dos cubanas. [Boris] nos buscaba los clientes, todos con dinero y ninguno conflictivo. Además, me ofreció gratis un buen departamento para vivir y recibirlos».

    «¿Y cuánto ganaba Boris?».

    Escena nocturna de Moscú / Imagen: Fotositio Libre
    Escena nocturna de Moscú / Imagen: Fotositio Libre

    «Lo mismo que todos los proxenetas aquí, la mitad. Ahora mismo, por ejemplo, gano seis mil por hora de servicio. Ese dinero se deposita en una cuenta. Tres mil van para la Rusa, y los otros tres mil a una tarjeta que yo uso».

    «¿Tienes manera de guardar tu propio dinero?».

    «No, porque aquí estoy ilegal, y si no tengo papeles, tampoco cuenta bancaria. Cuando trabajaba por mi cuenta sí guardaba mi dinero, porque el pago era en efectivo. Pero cuando tienes a alguien que te consigue los clientes, esa persona te da una tarjeta, que te puede cancelar cuando quiera, y ahí te deposita el dinero con el que vives».

    «O sea, que dependes por completo de esa persona…».

    «Sí. Estás como presa. En algunos casos, como con Boris, está bien; pero hay otros en los que no».

    ***

    Aquellos «buenos tiempos» duraron apenas seis meses, lo que tardó Boris en descubrir que Mónica era adicta a la mefedrona. Para él, esto resultaba inaceptable, malo para el negocio. Los clientes que conseguía, todos con un considerable poder adquisitivo, o al menos por encima de la media, pagaban para tener sexo con una inmigrante ilegal, pero no aceptaban que esta se drogara para soportarlos. De cualquier forma, Mónica dice recordarlo con cariño. Boris, a diferencia de otros proxenetas, tuvo la deferencia de ofrecerle un mes de renta gratis en lo que buscaba otro lugar para vivir.

    «Después me metí en un cuarto de estudio, chiquitico, malo, pero barato. ¡Yo he dado una de vueltas por esta ciudad…! Ahí volví por mi cuenta, anunciándome en páginas web, hasta que conocí a la Taichika. Ella me prometió lo mismo que Boris, pero los clientes eran de menos dinero y tenía que compartir renta con otras trans que ella controlaba. Ah, y con ella yo tenía que pagar aparte por esa renta».

    La Taichika, recuerda Mónica, era una mujer de muy mal carácter, una «tirana» que controlaba a sus chicas día y noche, y jamás aceptaba excusas. Todas debían estar dispuestas para lo que les pidiera a todas horas, sin excepción. Era eso o «sufrir las consecuencias».

    «¿Cuáles eran las consecuencias?».

    «Ella se llevaba con gente peligrosa, violenta, gente más poderosa y más importante. Podían secuestrarte en una casa, como meterte presa y obligarte a hacer cosas», dice Mónica. 

    Sin embargo, el más eficiente entre los mecanismos de control de la Taichika no eran las amenazas, sino las drogas. Quizás su regla más estricta era que ninguna de las mujeres trans que dirigía podía comprar drogas a otra persona que no fuera ella; de manera que las sometía a través de su adicción.

    Por esa época, Mónica conoció a Carlos, un cubano joven, atractivo, emprendedor, y se enamoró de él. Cada tanto, él pasaba temporadas de no más de tres meses en Moscú. Vivía de comprar en los mercados rusos baratijas que luego revendía en Cuba. Su sueño, le dijo más de una vez a Mónica, era emigrar a Europa. Ella también soñó alguna vez irse con él, y por estar a su lado en no pocas ocasiones se arriesgó a una reprimenda de la Taichika. Sin embargo, la relación duró solo tres meses, hasta que él volvió a Cuba.

    «Y allí me desenamoré. Porque yo estaba mal con esa mujer que era malvada y, además, muy metida en las drogas. Y cuando estaba con Carlos, él no hacía más que convencerme de meternos más y más mefedrona. Él sabía todo eso y no le importó. Regresó después y salimos un tiempo, pero ya como cosa ocasional. Y al poco rato brincó a Europa. Creo que ahora está en España. Pero en esa segunda vuelta ya yo no estaba enamorada de él, porque se supone que cuando alguien te ama no te hace daño y te cuida, ¿no? Pero él no hizo eso por mí».

    ***

    Las Naciones Unidas estiman en 50 millones las víctimas de la trata. La cifra resulta alarmante: si reuniéramos a todas esas personas en un país, estaría entre los 60 más poblados del mundo. El número, sin embargo, está muy lejos de ser exacto, pues se basa en datos recogidos a partir de denuncias, rescates, y algo de especulación. La contradicción es evidente: conocemos el relativo alcance de un fenómeno tan triste como la trata de personas por sus «finales felices».

    El 38.7 por ciento de los casos de trata detectados se relacionan con la explotación sexual, casi tantos como los que se relacionan con el trabajo forzado (38.8 por ciento). Para ser más exactos, la tasa mundial de personas sometidas de alguna manera a la prostitución es de 0.37 por cada 100 mil habitantes. Casi la mitad de las veces este sometimiento es ejercido por grupos criminales que funcionan con lógicas empresariales, para cuyas acciones suelen utilizar apartamentos de su propiedad. La explotación sexual es un negocio sumamente lucrativo para el crimen organizado: representa el 85 por ciento de las ganancias totales de la trata.

    El último informe mundial al respecto, correspondiente a 2022, celebraba que por primera vez en 20 años se redujo la cantidad de víctimas detectadas; sin embargo, advertía sobre un curioso cambio en la tendencia: la cantidad de víctimas masculinas había crecido en un tres por ciento. En la zona de Europa Oriental y Asia Central —donde se ubica Rusia—, este aumento se dio como en ninguna otra región, con un 42 por ciento. El informe, sin embargo, no establece parámetros metodológicos para la clasificación del género de las víctimas; de manera que resulta imposible saber si esta se realizó a partir de documentos oficiales o de la identidad de género de cada persona. Por su parte, el Counter Trafficking Data Collaborative (CTDC, un proyecto colaborativo de estadísticas que cuenta con el apoyo de organizaciones de derechos humanos en 150 países) estima que el cinco por ciento de las víctimas de trata son transgénero; de ellas, más de tres cuartos sufren explotación sexual.

    En Rusia la prostitución es ilegal, aunque no muy perseguida. Según La Rosa Plateada, organización rusa por los derechos de las trabajadoras sexuales, el alcance de la legislación vigente solo garantiza la mayoría de las veces pequeños sobornos para la policía. Esta es una de las razones por las que, al menos hasta 2018, solo el diez por ciento de las trabajadoras sexuales en el país (cuyo total se calculaba entonces alrededor de los tres millones) ejercieran en las calles, mientras que la inmensa mayoría lo hacía bajo el control de redes criminales de diferente envergadura. Hasta el momento, no existen datos de cuántas personas trans son explotadas sexualmente allí.

    Rusia cuenta con importantes organizaciones criminales de trata que la colocan entre los cinco principales exportadores de trabajadoras sexuales hacia Europa Central y Occidental. También Turquía y Estados Unidos, según datos del CTDC, son destinos habituales para las mujeres rusas explotadas sexualmente. El Kremlin, por su parte, no parece muy interesado en resolver este asunto, un mal soportable que, en ocasiones, incluso se ostenta con orgullo.

    En enero de 2017, para congraciarse con Donald Trump, recién electo presidente de Estados Unidos, Vladimir Putin declaró públicamente que aquellos que criticaban a su homólogo eran «peores que prostitutas», para luego hacer una aclaración: «[Las prostitutas rusas] son chicas con baja responsabilidad social, aunque son las mejores del mundo, sin duda».

    ***

    Mónica desapareció una tarde de la vista de la Taichika. Aprovechó un descuido y se fue de la casa. Atrás dejó todas sus pertenencias: ropas y accesorios que ninguna de las otras chicas trans quiso devolverle. Para evitar que la rastrearan, dejó de anunciarse en Internet y volvió a la calle.

    «Pero aun así la Taichika me anduvo buscando. Decía que yo le debía dinero».

    «¿Y eso era cierto?».

    «¡Niño, no! Yo le pedí prestado dinero para pagarme los labios, ¿ves?», dice, y acerca a la cámara un par de labios carnosos, muy rojos, como los que hace años puso de moda la actriz Angelina Jolie y, luego, las empresarias y modelos del clan Kardashian. «Pero ese dinero se lo pagué descontándome de mi paga. Ella lo que quería era agarrarme, secuestrarme. Y le estuve huyendo hasta que la mujer con la que trabajo ahora intercedió por mí y todo quedó aclarado. Entonces empecé con la Rusa».

    Antes de que la Rusa la salvara de su proxeneta anterior, Mónica compartió renta con una familia de cubanos cuya matriarca, Luz, habría de convertirse en una de sus pocas amigas. Por esas fechas tuvo su primera crisis de salud, una neumonía que la puso en cama. Luego de hacerse análisis, un doctor le reveló la causa de su enfermedad: VIH.

    Vista aérea del Kremlin de Kazán / Imagen: Getty Images
    Vista aérea del Kremlin de Kazán / Imagen: Getty Images

    ***

    Desde la ventana, a lo lejos, se ve el Volga. También se divisan edificios hermosos, aunque no tanto como el Kremlin de Kazán, que está al otro lado del río, hecho de muros de blanco absoluto y coronado por cúpulas azul turquesa, ahora medio cubiertas por la nieve. Mónica y Yamilka están en Kazán, capital de la República de Tartaristán y la octava ciudad más poblada de Rusia. Llegaron anteayer, después de 12 horas de viaje, 829 kilómetros por carretera desde Moscú. El auto y el chofer fueron dispuestos por la Rusa.

    Al otro día, tuvieron una sesión de fotos en lencería sexy y semidesnudas. A Mónica le gustaron las que fueron en una tina repleta de agua, espuma y pétalos de rosas. Las fotos son para el catálogo de la Rusa, que cuenta con una aplicación propia, exclusiva para sus chicas, capaz de ofrecer servicios en varias ciudades del país. Junto a las fotos, la dirección de la casa, la edad de Mónica, y su precio en ruso y árabe.

    «Este lugar está bonito. Y dice la Rusa que es mejor para nosotras porque no molestan tanto a los migrantes. Como aquí hay gente de todos lados por la universidad, y también muchos musulmanes, la policía no se pone para eso», explica Mónica.

    «¿Todavía sigues deseando irte a España?».

    «Sí, pero digo España por decir algo, porque ahí se habla español, y la verdad es que estoy cansada de vivir sin entender lo que hablan los de aquí. Pero en realidad me iría a cualquier país. Yo me considero una mujer valiente. He pasado por mucho y todavía estoy entera. Y por eso, porque soy valiente, sé que voy a salir adelante».

    «¿Qué es lo que más deseas?».

    «Primero, tener a mi madre al lado. Segundo, ser alguien en la vida».

    «Pero todos somos alguien. ¿Qué es “ser alguien en la vida” para ti?».

    «Ay, no sé. Creo que llegar a un país y tener documentos, poder trabajar en algo que me alcance para vivir y no tener que prostituirme, tener una relación estable. Sería eso», dice, fingiendo estar nerviosa. Por primera vez desde que nos conocimos, sonríe.

    *Los nombres de las fuentes fueron cambiados por decisión de ellas. Para esta crónica se acordó con las fuentes usar nombres falsos que guardaran una relación fonética con los originales.

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    Darío Alejandro Alemán
    Darío Alejandro Alemán
    Nació en La Habana en 1994. Periodista y editor. Ha colaborado en varios medios nacionales e internacionales.
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