Un episodio psicótico en la Tribuna Antimperialista

    Días después yo sería diagnosticado con un trastorno mental por consumo de sustancias que derivó en un episodio psicótico. Pero, ese día, con una semana sin dormir y habiendo consumido una droga que llamaban «la bailarina», y luego mucho, mucho alcohol, pasé ya de madrugada por la Tribuna Antimperialista y decidí colarme en las instalaciones que hay allí.

    Rompí una puerta de pleibo y me tiré por el agujero. Caí en un baño. Entonces comencé a escuchar unas voces que me decían que tenía que hacer ciertas cosas. Me prometían una recompensa que no recuerdo. Salí del baño y entré a lo que parecía un salón de reuniones. Agarré un cuadro de Martí que colgaba en la pared y lo coloqué en la silla de cabecera. Hice algo parecido con otros retratos de héroes: Maceo, Gómez, etcétera. Los dispuse en varias sillas. También, con una tiza que encontré, dibujé símbolos y escribí frases en latín en las paredes. Mi idea era que en cualquier momento llegarían unos representantes del país y de la cercana embajada estadounidense, los cuales debían reunirse en aquel salón para tratar asuntos fundamentales. Yo debía facilitar el encuentro.

    Escuchaba el ruido de una fiesta cercana. Pasaban «Hotel California» a todo volumen y, entre el bullicio, pude distinguir voces conocidas. Las escuchaba de verdad, en mi cabeza, como les pasa a los esquizofrénicos. Pero no presté atención a eso, sino que me dirigí a un radio analógico que había en un despacho contiguo. Moví el selector y se escucharon varias emisoras. Escarbé entre unos papeles que resultaron ser expedientes, perfiles de gente joven. Me quedé un rato leyendo hasta que me dio sed, así que abrí la puerta del despacho y me topé con una mujer a la que mandé traerme agua. Me la trajo con la mayor naturalidad. Salí al exterior y me encontré con un custodio que me trató como si yo fuese alguien conocido. Tal vez pensó que yo estaba de guardia o algo por el estilo. Hablamos bastante y me regaló varios cigarros. Al rato, obviamente, se dio cuenta de que yo no era un invitado ni un trabajador, sino que estaba «infiltrado».

    Cuando amaneció llegaron alrededor de diez agentes de la Seguridad del Estado, de los que solo dos eran hombres mayores y los demás tenían más o menos mi edad, alrededor de 30 años. Los agentes me rodeaban y conversaban conmigo de temas aleatorios, coloquiales. De súbito, me condujeron amablemente hacia una patrulla y me dejaron allí, como para que yo refrescara mi cabeza. El número de matrícula era 420 o 240, porque yo enseguida lo relacioné con mi fecha de nacimiento, que es el cuatro de abril, el día del nacimiento de Lenin. Intenté escaparme y uno de los agentes me cayó atrás. En la persecución, el agente resbaló y cayó al suelo, y yo decidí volver y ayudarlo a ponerse de pie. Así que me agarraron de nuevo y fui esposado.

    En la reproductora de la patrulla sonaba reguetón. Me dio por pensar que había un lenguaje cifrado en las letras de las canciones, que los agentes se comunicaban mediante un código a través de la música. Yo pensaba, por ejemplo, que «follanquele» o «palón divino» eran voces de mando, las cuales, digamos, significaban llevarme preso o matarme. Esa era la idea que yo maquinaba. Al rato llegaron unos agentes, arrancaron el carro y condujeron por varias calles de La Habana. Después me sacaron de esa patrulla, me montaron en otra, e hicieron otro recorrido hasta que llegamos a Zapata y C.

    En la unidad se referían a mí como «el de Tribuna». Me interrogaron varias mujeres, muy preparadas en su oficio y hasta cierto punto agradables. Yo había refrescado un poco y creo que, dentro de mi locura, fui algo coherente. Una de las preguntas fue si yo tenía relación con la CIA. Cuando se dieron cuenta de que yo estaba descolocado, buscaron a una psiquiatra que me hizo una especie de evaluación de la que salí «aprobado». La psiquiatra dijo que yo no tenía ningún problema mental, sino que había consumido algo raro.

    Me colocaron en una celda que compartí con un tipo negro, muy alto, que permanecía callado en una esquina. Supongo que era otro agente; porque ellos hacen esas cosas: te ponen a alguien cerca. O puede que aquel hombre estuviese allí por otro motivo. Tal vez esa celda estaba reservada a los que hacían cosas escandalosas en la ciudad a altas horas de la noche, como fue mi caso. No lo sé. No conozco el régimen de especializaciones del sistema carcelario. Allí dentro tuve un momento de catarsis que consistió en recordar a personas queridas y llorar por ellas, como un jesuita sufriente. Pensé en mis amigos y en mis familiares. Lloré por mucho tiempo.

    Un día me llevaron a una habitación en la que había una computadora con Internet, como por descuido, o como si esperasen que yo contactara con alguien. Luego me dejaron libre por aquel sitio laberíntico. En cierto momento me pusieron de «pasillero», a hacer pequeños favores (llevar comida, agua, etc.). Mi pareja de entonces supo que yo estaba allí —no sé cómo se enteró— y fue varias veces preguntando por mí, pero nunca le dijeron nada. Estuve en Zapata y C alrededor de tres días. Cumplido el plazo y resuelta la evidente cuestión de mi psicosis, fui ingresado por un mes en el hospital Calixto García. Me administraron un número exorbitante de fármacos. Cuando abrí los ojos, mi madre estaba conmigo.

    *Este es un testimonio del filólogo y editor Vladimir Echeverría Morales (1990), exespecialista en cine cubano de la Cinemateca de Cuba y director de la banda de rock Say Cheese and Die.

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