Los libros que saqué de Cuba

    Lo primero que se me ocurrió fue escribir sobre los libros que dejé en Cuba, pero me di cuenta de que ya estaba pensando al revés. Qué maneras tiene uno de rezagarse sin apenas notarlo, y casi antes de haber partido.

    Una buena parte de mi biblioteca la vendí. Llamé al mejor librero de La Habana; él vino a mi casa y se puso a apilar libros en silencio. Sentí que había una especie de solemnidad religiosa detrás de cada ademán suyo. No hablamos mucho. Hablamos, quizás vertiendo un poco de ácido, de algunos escritores o escribidores jóvenes que no voy a nombrar, porque es posible que en algún momento lean esto. Después me pagó, llamó a un carro, llenó con sus bultos el maletero y el asiento trasero, y se fue.

    Otros libros los regalé. Y otros, estuve a punto de regalarlos pero al final no lo hice, y terminé sacándolos de Cuba. Por ejemplo, un ensayo titulado Librerías, que empieza evocando al Jakob Mendel de Stefan Zweig (aquel rabino de prodigiosa memoria, entregado al politeísmo de los libros). Ahora lo abro al azar y leo: «¿No es acaso rara la figura del librero? ¿No es más explicable el escritor, el impresor, el editor, el distribuidor, incluso el agente literario?».

    Tampoco es fácil explicar la figura del libro errante.

    ***

    Librerías, de Jorge Carrión (Anagrama, 2013).

    «La última vez que estuve en Venezuela», rememora Carrión en alguna parte de este volumen, su título de mayor recorrido, «un soldado muy joven olió uno por uno los veintitrés libros que llevaba en mi equipaje». El escritor español le pregunta entonces al perro venezolano si ahora la droga viaja en la literatura, y el perro lo mira extrañado.

    Más adelante Carrión hace recuento, firma una trilogía: «Además de en Maiquetía, en otros dos aeropuertos del mundo me han revisado los libros del equipaje: en Tel Aviv y en La Habana».

    En el aeropuerto de La Habana me abrieron el equipaje y me revisaron todos los libros. No eran muchos (de lo contrario este texto se me hubiera hecho muy largo), pero los rayos X o lo que sea que usan esas máquinas tienen su cosa con ciertas figuras o acumulaciones inexplicables. De pronto, una oficial de aduanas estaba revisando un libro donde se hablaba de oficiales de aduanas que revisaban libros. Como para tomarle una foto. Y por cada libro que ella manoseaba, yo decía para mí: sigue, sigue, tengo más. Lo siento mucho.

    'Librerías' de Jorge Carrión y 'Continuación de ideas diversas' de César Aira / Imagen: Jorge Enrique Lage
    ‘Librerías’ de Jorge Carrión y ‘Continuación de ideas diversas’ de César Aira / Imagen: Jorge Enrique Lage

    ***

    Pedro Páramo, de Juan Rulfo (Fondo de Cultura Económica, 1963).

    Una edición de tapa dura que atesoro como una piedra. Entre tapa y tapa, una geología. En las primeras páginas se lee Printed and made in Mexico; en las últimas, es decir, cuando otras novelas abismalmente inferiores apenas están despegando, te despide el dibujo de unos perros infernales, con ojos color de página bíblica. Para que siempre regreses a Comala.

    Cuando todos los grandes sudacas muertos (ya incluyo ahí a Vargas Llosa) se te han hecho ilegibles, cuando incluso Borges ya se vuelve un poquito bebé y señor don pomposo, ¿qué te queda? Quedan Levrero, Ribeyro, por supuesto Onetti, y quizás algún otro. Y queda este petroglifo de Rulfo.

    Hace poco hablaba por WhatsApp, con un amigo, de otro amigo común. Y él lo caracterizó así, como Pedro Páramo: es un rencor vivo. Me parece que no es mal destino para un escritor: ser un rencor vivo en lugar de un muerto viviente, que es en lo que nos trocamos prematuramente todos nosotros (¿por qué estoy hablando en plural?). Escribir para avivar el rencor, la literatura como rencor.

    ***

    Mi maleta despanzurrada sobre la mesa de inspecciones. La oficial buscaba algo, pero daba la impresión de que no sabía qué buscar, ni cómo, ni por qué. Era torpe. Era muy triste todo. Me pidió que saliera de la oficina y esperara afuera. Obedecí. Me senté en el peldaño de una escalera. Afuera todo era más triste todavía. Mi cabeza siguió versionando Pedro Páramo bajo la luz horrorosa: «¿Y por qué está este aeropuerto tan triste?» «Son los tiempos, señor».

    Tiempos que vienen de tiempos que vienen de tiempos inmemoriales.

    ***

    El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad (Editorial Arte y Literatura, 1975).

    Los ejemplares de la Colección Cocuyo son patrimonio de la nación. Recordé a Marlow, el narrador de esta novela publicada en Cuba en tiempos de negrura. Marlow en la desembocadura del Támesis, iniciando su relato con estas palabras: «También este ha sido uno de los lugares oscuros de la Tierra». Antes de partir hacia el Congo, un médico le mide el cráneo; Marlow le pregunta si se lo medirá también a su regreso. «Los cambios tienen lugar adentro», le responde el médico. Ya en plena selva africana, Marlow le da la razón: «Sentí que me estaba volviendo interesante desde el punto de vista científico».

    Los ejemplares de la Colección Cocuyo y sus prólogos estalinistas. Esta edicioncita tropical nos advierte de entrada que El corazón de las tinieblas es «una obra penetrante lastrada por numerosos defectos, escrita por un hombre que estaba limitado por sus ideas erróneas acerca del mundo en que vivía».

    Pobre Conrad.

    'El corazón de las tinieblas' de Joseph Conrad y 'El contragolpe (y otros poemas horizontales)' de Juan Carlos Flores / Imagen: Jorge Enrique Lage
    ‘El corazón de las tinieblas’ de Joseph Conrad y ‘El contragolpe (y otros poemas horizontales)’ de Juan Carlos Flores / Imagen: Jorge Enrique Lage

    ***

    La oficial hizo una llamada. Me informó que había que esperar a otra persona: la encargada de patrimonio. Así le dijo al otro oficial que estaba con ella: «que venga patrimonio». Alguien capaz de detectar lo que ellos no detectaban, supuse. Mientras, siguió revisando mis libros, mecánica y ritualmente. Yo no iba a tomarle una foto, por supuesto, pero a la pobre seguro la estaban grabando.

    ***

    Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás, de Julián Rodríguez (Random House Mondadori, 2008).

    Antes de saber de qué iba este libro, su título me encantó. Julián Rodríguez fue fundador y director de la editorial Periférica, y su muerte en 2019 me sacudió como si se tratase de la muerte de un amigo (solo una vez recibí un email suyo, en el que rechazaba cordialmente una novela que tuve el atrevimiento de enviarle para que valorara su publicación, lo cual demuestra su excelente criterio de editor). Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás iniciaba el ciclo autobiográfico «Piezas de resistencia», y en el inicio ponía una cita de César Aira:

    «El diario no es una novela. Es el registro cotidiano de la experiencia, antes de que esta se transfigure en novelas (o poemas, o comedias, o lo que sea): un modelo extenso de todas las novelas que puede escribir su autor».

    ***

    Volví a la oficina. Estaba nervioso, no recordaba si habían retenido mi pasaporte. Asomé la cabeza por la puerta y el otro oficial me sonrió. El policía bueno. Pero no había policía mala (no para mí, al menos). Solo dos aduaneros perdidos en el sinsentido de la experiencia que yo les había puesto sobre la mesa en forma de bibliografía.

    ***

    Literatura de izquierda, de Damián Tabarovsky (Periférica, 2010).

    Cuando vi a la oficial con este tomito panfletario entre las manos, se me ocurrió tontamente que el título podía jugar a mi favor. Quizás en el aeropuerto de La Habana aún funcionaban esas claves inocentes. Quién sabe.

    El equívoco de la izquierda del título, que no se refiere a la bufanda política. Para Tabarovsky los escritores de izquierdas (en sentido político) suelen practicar una literatura de derechas (en sentido literario y en los términos que intenta definir Tabarovsky, quien a la postre no llega a definir nada con suficiente claridad, y eso es lo mejor que tiene su libro).

    Aunque un poco superado, diría yo, por debates posteriores (la primera edición es de 2004), Literatura de izquierda es un ensayo que todavía me resulta entrañable. Alienta una idea de la literatura opuesta al verbo ser («Soy escritor». «Publiqué estas novelas y tengo una inédita». Poca cosa, dictamina Tabarovsky: tremenda mierda) y en sintonía con el verbo estar, que tiene que ver más con el tránsito, con el pasaje, con la mala suerte («Era escritor pero dejé de serlo». «¿Y ahora qué eres?». «Ahora soy nada». En ese estado comienza la literatura, dice Tabarovsky).

    ***

    En aquella oficina, en aquella especie de tránsito o de limbo, me propuse no decir nada. Limitarme a la evidencia. Sí, la maleta es mía. Sí, ahí dentro hay libros, cualquiera puede verlos. Mi lenguaje corporal era el encogimiento de hombros.

    La oficial se dirigió a su compañero y, por ejecutar algo, le mostró el sospechoso cuño impreso en la primera página de uno de los volúmenes (la librería dominicana donde había sido comprado). Les gusta Deleuze, pensé.

    'Matadero Cinco' de Kurt Vonnegut / Imagen: Jorge Enrique Lage
    ‘Matadero Cinco’ de Kurt Vonnegut / Imagen: Jorge Enrique Lage

    ***

    Diálogos, de Gilles Deleuze & Claire Parnet (Pre-Textos, 1980).

    El ensayo de Damián Tabarovsky, por cierto, al igual que varias zonas de la obra crítica de su coterráneo Ricardo Piglia, está impregnado por muchos temas de Gilles Deleuze (y de su álter ego Felix Guattari). Pero, que yo recuerde, ninguno de los dos le da crédito al filósofo francés, no lo citan explícitamente en ninguna parte.

    Uno de los primeros cuentos que escribí, cuando fui escritor, se titulaba «Yo también fui deleuziano». En algún punto que nunca pude precisar, lo deleuziano dejó de ser cool. Sin embargo, hay cosas que quedan, remanentes de un naufragio que llega hasta un aeropuerto.

    En Diálogos, coescrito con su ex alumna Claire Parnet, el viejo y tal vez obsoleto Gilles dialogaba con mis aduaneros, animándolos a «tratar un libro de la misma manera que se escucha un disco, que se ve una película o un programa de televisión: cualquier tratamiento del libro que reclame para él un respeto, una atención especial, corresponde a otra época y condena definitivamente al libro».

    ***

    Con cada minuto que pasaba se hacía más acechante la hora de mi vuelo. Caminé de un lado a otro. Fuera de la oficina, cero percepción de movimiento. Los pasillos estaban desiertos y la iluminación sugería falta de oxígeno. Nadie de patrimonio iba a llegar nunca hasta allí, era imposible. Ni de patrimonio ni de ningún otro nivel, fueran los niveles que fueran. Empecé a considerar la posibilidad de irme, dejar atrás mis libros. Soltar el lastre.

    ***

    Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut (Anagrama, 2007).

    Billy Pilgrim, viajero del tiempo, prisionero de extraterrestres, superviviente de una matanza, conoce en el hospital psiquiátrico a Eliot Rosewater, otro veterano de la Segunda Guerra Mundial aficionado a los libros del escritor de ciencia-ficción Kilgore Trout (el matadero de Vonnegut, ya se sabe, es la cienciametaficción). Más que aficionado: el lector número uno, el mejor y quizás el único lector de Kilgore Trout.

    «Creo que soy la única persona que ha oído hablar de él», fantasea Rosewater. «No tiene ni dos libros publicados por un mismo editor, y cada vez que le escribo a alguna editorial me devuelven las cartas porque el editor ha quebrado».

    Escribir así: para que las editoriales quiebren. El escritor como asesino en serie de editoriales. Esto es otro nivel. Dejar atrás no solamente un rastro de libros, sino también de editoriales muertas. Ficción a lo huno: por donde pasa mi escritura no vuelven a imprimirse páginas.

    ***

    Por supuesto, voy a omitir aquí todos los títulos que saqué de Cuba cuyos autores son muy capaces de leer esto. Y libros firmados, y con dedicatorias.

    En la aduana deberían concentrarse más en eso (en el fondo yo quiero ayudarlos): las dedicatorias, y también los subrayados, las notas en los márgenes, y menos en los cuños que puede haber en las páginas de los libros.

    Dedicatoria en 'Fuera del juego' de Heberto Padilla / Imagen: Jorge Enrique Lage
    Dedicatoria en ‘Fuera del juego’ de Heberto Padilla / Imagen: Jorge Enrique Lage

    ***

    Fuera del juego, de Heberto Padilla (Ediciones Unión, 1968).

    La edición del premio famoso, del prólogo famoso e infame, del caso que todavía nos ocupa, de una forma u otra, interminablemente.

    El mío, no es más que el ejemplar dedicado a mi abuela, una dedicatoria a lápiz que no se ha borrado:

    Para Iris Dávila, que entiende de estas cosas…

    Invierno del 68.

    Y abajo, la firma de Heberto Padilla.

    No se me olvida el gesto dubitativo de mi abuela, sus palabras: «Nunca supe qué fue lo que me quiso decir».

    ***

    En algún momento que rondé cerca de la puerta, escuché que la oficial le decía a su compañero algo relacionado con bibliotecas. ¿Libros robados de bibliotecas estatales? ¿Qué bibliotecas?

    Recuerdo que yo visitaba con frecuencia la Biblioteca Nacional. Pero eran otros tiempos. Ahora no imagino a nadie entrando allí voluntariamente. No creo que mis aduaneros hayan pasado ni de cerca por la Biblioteca Nacional en su vida adulta.

    La oficial no parece estar en su salsa frente a mis libros. A lo mejor ella es más de inspeccionar bolsas, cajitas, qué sé yo.

    ***

    Ficción en cajitas y Cuaderno del Bag Boy, de Lorenzo García Vega (Casa Vacía, 2016).

    LGV es LSD; es una droga, es una combinación, una contraseña, y también una especie de fetiche, o de amuleto. Poco más que decir. Hay un solar fantasmagórico, ya sin mar y sin isla y en completo abandono, llamado Playa Albina: el reverso de todo color local, una dimensión paralela o versión dienteperro de Miami por donde caminan, anacrónicos, como cangrejos, los exoesqueletos de una literatura.

    ***

    En cualquier caso, robados o comprados, dedicados o regalados, los libros también se desplazan, atraviesan fronteras terrestres y marítimas. En los últimos dos años o algo así, una cantidad exorbitante de cubanos han abandonado la isla, y el vacío no para de crecer. Pero me pregunto, por ejemplo, cuántos libros habrán hecho la travesía por Centroamérica y México, si es que hay algunos. Estoy pensando ya como un coyote de libros.

    ¿Qué libros vale la pena guardar en un equipaje hecho para la escapatoria y la guerrilla? ¿Cómo se seleccionan los libros que vas a sacar de Cuba? ¿En qué piensa uno en ese instante? Quizás en algo vago: señales, cifras abstractas. Coordenadas de un mapa impreciso, azaroso, chamuscado por la prisa o la presión. ¿Cosas que intuyes que en un incierto futuro te podría decir algún autor? ¿Ciertos movimientos que ves contenidos, o comprimidos, a la manera de explosivos, en determinados títulos?

    'Cuaderno del Bag Boy' de Lorenzo García Vega y 'Diálogos' de Gilles Deleuze y Claire Parnet / Imagen: Jorge Enrique Lage
    ‘Cuaderno del Bag Boy’ de Lorenzo García Vega y ‘Diálogos’ de Gilles Deleuze y Claire Parnet / Imagen: Jorge Enrique Lage

    ***

    El contragolpe y otros poemas horizontales, de Juan Carlos Flores (Letras Cubanas, 2009).

    La segunda y última vez que vi a Juan Carlos Flores en persona fue en casa de la autora del prólogo de este poemario, un prólogo que concluía así: «Juan Carlos Flores ya ha emprendido el camino». Poco tiempo después el poeta se ahorcaba en el balcón de su apartamento en Alamar. No quiero trivializar el suicidio, ni la enfermedad mental, pero digamos que hay sucesivas capas de estrangulamiento, y solo la última capa es el material fibroso del que está hecha la cuerda.

    En uno de los extraordinarios textos de este libro (no son poemas, siempre son otra cosa: otras piezas de resistencia), Juan Carlos Flores nos dice: «Ninguna parábola me gusta más que la parábola del segador, mi cabeza es un aspa, mi cabeza ha usurpado la función de mis pies, ¿aún queda hierba en el césped?».

    Y a continuación, como si esa pregunta, con la inevitabilidad de una sinapsis, produjera una respuesta, y la respuesta fuera, ¿por qué no?, una caravana: «En esa caravana me hubiera gustado a mí enrolarme, ir tocando armónica hasta los fuegos verdes de Miami Beach».

    ***

    De pronto se hizo evidente que «la de patrimonio» no vendría. La oficial me llamó de vuelta a la oficina. Lucía más hastiada y más incómoda que yo. No recuerdo si fue entonces que me devolvió el pasaporte, o si ya lo tenía conmigo. Me dijo que ya podía guardar los libros. Se quedó mirándome en silencio mientras el coyote volvía a introducir los libros en la maleta. No hizo nada por ayudarlo.

    Reorganicé el equipaje atropelladamente. Era como si ella hubiese puesto un reloj para que yo hiciera mi movida, y si no la hacía rápido, se agotaba el tiempo y yo perdía la partida. Pero ni ella ni yo éramos jugadores. Éramos, los dos juntos, si acaso, tan solo una de las jugadas. Y ni siquiera de las complejas.

    Mi equipaje, cuando terminé de acomodarlo todo, tampoco era el mismo que armé en mi casa antes de partir hacia el aeropuerto. Era una cosa distinta, tal vez mucho más simple. Y me pareció bien que así fuera.

    ***

    Continuación de ideas diversas, de César Aira (Jus, 2017).

    Leo en una página de este libro: «Todos los lectores han tenido la experiencia de releer algo que les había parecido admirable y encontrarlo deplorable, o viceversa». Una observación más que exacta. Que yo no creo que se verifique nunca, para mí, en el caso de este autor.

    Aira es un genio y el mejor narrador del mundo en lengua española en la actualidad. Punto y aparte.

    ***

    El otro oficial (al que creo que he llamado, no sé por qué, el policía bueno), me indicó afablemente el sitio donde debía depositar la maleta. Allí vendrían a buscarla para subirla al avión. Le pregunté si podía asegurarse de que, primero, la subieran en efecto al avión, y segundo, de que fuera el avión correcto. Ahora tenía miedo de que en medio de un ajetreo inexistente, en un aeropuerto internacional entre comillas, con un tráfico aéreo insignificante, pudieran extraviarse mis libros.

    Tranquilo, me dijo aquel hombre, campechano. Claro que sí. Solo le faltó darme una palmadita en el hombro. El equipaje siempre va a donde tiene que ir. Aquí nada se pierde ni se queda botado. Todo fluye, como un río.

    ***

    El Danubio, de Claudio Magris (Anagrama, 2012).

    Magris es un puñado de libros (y un sinnúmero de citas) pero sobre todo es este libro, que es simplemente precioso.

    «Esta insignificancia del escribir», apunta por ahí el maestro triestino de la germanofilia como bibliofilia (y viceversa), «ayuda a descubrir la miseria y la relatividad de la inteligencia». Tiene toda la razón.

    De las paradas danubianas, recuerdo con especial afecto el relato de su visita a la exposición de arte titulada Turcos ante Viena, en el Künstlerhaus. Lienzos y fotografías de artistas turcos contemporáneos contaban la paleta de humillaciones del consabido drama universal de la emigración. «Nuestros abuelos pasaron por aquí a caballo», se lee al pie de una de aquellas obras, «y ahora nosotros barremos estas calles». Sin embargo (lo subraya Magris) el texto añade: «Pero la culpa es nuestra, no de los austriacos».

    'La soledad del lector' de David Markson y 'Ficciones en cajitas' de Lorenzo García Vega / Imagen: Jorge Enrique Lage
    ‘La soledad del lector’ de David Markson y ‘Ficción en cajitas’ de Lorenzo García Vega / Imagen: Jorge Enrique Lage

    ***

    Subí a la sala de embarque. Todo listo para subir al avión, y luego, despegar. Apenas habían transcurrido unos minutos y nada de lo que había pasado allá abajo tenía la menor importancia. Lo único importante era cómo me sentía yo en ese momento, esos lapsos de espera a menudo robóticos.

    Ir a la pestaña de ajustes. Una nueva configuración se descargaba sin pausa dentro de mí. Respiré profundo.

    Me sentía desbloqueado.

    ***

    La soledad del lector, de David Markson (La Bestia Equilátera, 2012).

    Nunca entendí por qué en esta edición argentina, para traducir el original Reader’s Block, les dio por traer a rastras la palabra soledad, con todo y su falseamiento lírico. Quizás porque una traducción más exacta no estimularía precisamente la lectura.

    Yo pienso lo contrario. Tengo un relato (es lo que nos advierte Markson en este libro que inicia la tetralogía de «las tarjetas de notas», su proyecto de narración conceptual: la escritura como catálogo crazy, coctelera y collage), pero tendrás que encontrarlo. ¿Hay mejor estímulo, para la red neuronal, que los links entretejidos en unas páginas impresas?

    Los links externos. «Clasificando, embalando. ¿Con vistas a qué sombría contemplación en el desorden?», se pregunta Markson.

    Tal vez para eso mismo uno escoge ciertos títulos, compañía de contrabando, a donde sea que vaya, le respondo: para que en medio del desorden, unos libros te conecten o te reconecten con otros libros. Y así sucesivamente.

    ***

    Todo lo contrario al bloqueo del lector era lo que yo sentía antes de irme de Cuba. Pensé en muchas cosas, por supuesto. Pero pensé también en David Markson, quien en algún pase de página me reconectó, por ejemplo, con Herman Melville.

    Melville, que trabajó como inspector de aduanas en una oficina de West Street, en Manhattan, por cuatro dólares al día. Cuatro. Desde hacía años era el autor de una monstruosidad llamada Moby Dick, pero nadie lo sabía.

    Markson, que no recuerdo a través de qué otro libro de esos raros suyos (¿This is Not a Novel?) me hizo acudir también, por ejemplo, a Joseph Brodsky; me hizo buscar en los ensayos de Brodsky sin tener claro qué era lo que estaba buscando (como debe ser). En uno de esos ensayos, sobre el agotado tema del exilio, leí luego lo siguiente, cito de memoria:

    «Deberíamos ser capaces de imitar el modo en que fracasa un hombre libre. Un hombre verdaderamente libre, cuando fracasa, no le echa la culpa a nadie».

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