La noche de Kiev

    «Cualquier destino, por largo y complicado que sea,

    consta en realidad de un solo momento:

     El momento en que el hombre sabe para siempre quién es».

    Jorge Luis Borges

    Noche del 28 de febrero

    Después de un día largo y difícil, Raidel Arbelay Becerra, cubano, de 51 años, entra a su apartamento y por primera vez siente que no debería estar ahí, que ha venido a entrar en la casa de otro. La mudez del espacio que hasta hace poco fue un hogar le parece algo terrible. Cada rincón y objeto adquiere entonces una naturaleza sagrada y museable: la cama a medio hacer donde dormía con su esposa, la disposición de los trastos de la cocina, el armario abierto, los juguetes de Marisa. A Raidel le gustaría dejarlo todo así, tal como lo dejaron cuando partieron, pensando que, quizás, no regresarían jamás.

    Le dijeron que lo más seguro era introducirse en la tina vacía, como quien va a darse un baño, y ahí dormir y rezar, rezar mucho para que no cayera un misil sobre el edificio. Después de pensarlo un poco, desiste de la idea y se va a descansar al cuarto de uno de sus hijos, el único sin ventanas exteriores. Sobre la cama deja caer el cuerpo de espaldas anchas y brazos musculosos que conserva de sus tiempos de estrella del beisbol en un país donde este deporte no es precisamente popular. Se siente agotado y, al mismo tiempo, ansioso. Quisiera poder cerrar los ojos y dormir, pero los ruidos que llegan de afuera no ayudan. La sirena de alarma por ataque aéreo es, sin dudas, el más molesto.

    Para pasar el rato se inventa un juego macabro. Consiste en adivinar de oído qué tan cerca tan lejos cae cada misil. Calcula que los pocos que logra percibir lo hacen siempre a más de dos kilómetros y se siente a salvo. Esta vez ningún escalofrío le recorre el espinazo ni le tiemblan las manos ni las piernas. Si tuviera con quién hablar, está seguro de que tampoco lo haría su voz. ¿Será que se va acostumbrando a la guerra? ¿Será que es así, expuesto a ella, como se cura el miedo a la muerte? Una idea lo atraviesa de pronto y explota en él, de la misma forma en que las bombas rusas atraviesan el cielo de Ucrania y explotan sobre los edificios: solo ha temido por la vida de su familia, nunca por la suya. Ahora entiende que fue ese temor y no otra cosa lo que le arrebató el sueño hace ya cuatro días, cuando, en plena madrugada, un avión se desplomó a unas cuadras de la casa. Entonces creyó que aquel era el instante más triste de su vida. Estaba equivocado.

    ***

    El 23 de febrero, su esposa le sorprende con la noticia de que había reservado una sauna por varias horas, a donde irían con algunos amigos. Este es su regalo del Día de los Defensores de la Patria, cuando, según la tradición, las mujeres regalan a los hombres, quienes tienen el deber de responder al gesto el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer. La fecha no es, oficialmente, un día festivo y ni siquiera rememora un hecho relevante de la breve historia nacional de Ucrania. El origen del Día de los Defensores de la Patria está en el primer reclutamiento masivo del Ejército Rojo, cuando estalló la guerra civil rusa, y en una escena que perdura en el imaginario colectivo de lo que alguna vez fue la URSS: la esposa fiel que, desde un andén, despide al guerrero que parte a defender la Revolución.

    En la sauna, Raidel y sus amigos tienen la misma conversación que, seguramente, mantienen a esas horas miles o millones de personas en la ciudad. La amenaza de una invasión rusa se cierne sobre Ucrania y esta vez Putin parece ir más en serio que nunca. El país está bajo un relativo estado de alerta que muchos creen exagerado. Durante años, los ucranianos han aprendido a lidiar con las intimidaciones del Kremlin, que, excepto por la anexión de Crimea, no pasan nunca de bravuconadas. El propio Raidel apuesta entonces que se trata de otra falsa alarma, como la del 16 de febrero, cuando varios medios aseguraron que Rusia atacaría y las cosas no pasaron de algunas maniobras militares cerca de la frontera este. ¿A quién le conviene una guerra luego de una pandemia global?

    Hablan, además, de las fracasadas negociaciones de Putin y Occidente, de los pedidos de apoyo militar a la OTAN por parte de Volodímir Zelenski, el presidente, y de las supuestas masacres en Donetsk y Lugansk perpetradas por el ejército ucraniano sobre los separatistas y de las escaramuzas saboteadoras de los ucranianos en territorio ruso, casi todas historias manipuladas, salidas de los periódicos y las televisoras moscovitas. Relajados al vapor y cubiertos con toallas, Raidel y sus amigos dibujan un escenario que apunta indefectiblemente a la guerra. Lo hacen tan bien como pudiera hacerlo cualquier analista político medianamente serio, y como muchos analistas medianamente serios, descartan la posibilidad de un conflicto bélico.

    Ilustración: Darío Alemán

    Al día siguiente, comienza la invasión rusa. Unos optan por huir hacia el oeste y asilarse en Polonia, la entrada al vestíbulo de lo que en Ucrania muchos llaman «el mundo libre». Otros se van a los subterráneos del metro y algunos, como Raidel y su familia, deciden quedarse en casa y no abandonar el país.

    Luego de hablarlo con su esposa, va a alistarse como soldado al Comité Militar, donde son movilizados los hombres que han pasado el servicio en el ejército. Aunque su fe cristiana rechaza el uso de armas, se siente dispuesto a luchar por el país que lo acogió hace 26 años y donde formó una familia y se hizo de un trabajo estable y de amigos y de un apartamento propio. Pero los reclutadores le niegan el ingreso a las milicias con la excusa de que ya tienen suficientes soldados. Una hora después, llama a un compañero, militar de carrera que se encuentra en el frente, y le cuenta lo sucedido.

    —No te aceptaron porque tienes doble nacionalidad. Para ellos eres cubano.

    A pesar del caos que comienza a respirarse en las calles, el 24 de febrero es un día bastante tranquilo en Kiev. Todos suponen que el conflicto tardará en llegar a la capital, que el radio de fuego de los misiles rusos se concentrará únicamente en enclaves militares y que los muertos y mutilados no saldrán de las provincias separatistas, al este y sureste del país. Ayer, sin embargo, suponían que una guerra era imposible.

    No queda claro qué sucede al este de la ciudad en la madrugada del 25 de febrero. Hay quien dice que la caída del avión es solo un rumor, quizás difundido por las autoridades ucranianas para insuflar confianza en sus tropas, como lo es el llamado «Fantasma de Kiev»: un piloto de combate y superhéroe anónimo a quien muchos dicen haber visto derribar seis cazas en apenas una hora. En realidad, aseguran otros, no se trata de un avión, sino de un misil ruso interceptado en el aire, cuya explosión terminó por hacer escombros casi todo un edificio, a solo siete cuadras del apartamento de Raidel.

    El ruido y los destellos de la explosión despiertan a la familia. Raidel y su esposa cargan a toda prisa algunos víveres y se van con los niños al refugio más cercano, que es un sótano sin mucho espacio y mal avituallado. Allí se apretujan con otros vecinos, igual de consternados que ellos. De pronto, Melisa, de seis años, pregunta si esto es la guerra. Su padre contesta que sí, y luego piensa en por qué hasta entonces no se ha hecho él, que jamás ha vivido una guerra, la misma pregunta. ¿Así que esto es? ¿Temblar de miedo, la incertidumbre del próximo minuto, no cuestionar, no dormir?

    Convida a su familia a orar, a rogar a su Dios por la seguridad de ellos y de quienes combaten en los frentes. También pide por «la gloria de Ucrania». Raidel abrazó el cristianismo en 2003 y desde entonces cree ciegamente en un orden absoluto y determinista del universo. Todo lo que es, es porque tiene que ser, porque así Cristo lo quiso. La vida y la muerte de cada uno, de acuerdo a su fe, ya está escrita.

    «Quién puede estar contra mí, si Jesucristo está conmigo. Todo lo puedo en Cristo, que me fortalece».

    A las siete de la mañana termina el toque de queda en Kiev. Salen del sótano rumbo a sus casas, esperando no encontrarlas destruidas. La vida continúa todo lo normal que puede en una ciudad que se alista para un asedio y que bloqueó tres de los cuatro puentes que le sirven de entrada y salida. Raidel y su esposa acuerdan no pasar otra noche en un sótano. Ya habían descartado los subterráneos del metro, espacios caóticos, rebasados, donde la gente se apretuja y comparte sus miedos y también las pocas pertenencias con las que pueden cargar. Al salir el sol, la idea de no abandonar el país se tambalea. Cerca del mediodía, es rechazada por completo.

    —Nos vamos a Polonia.

    ***

    A los diez años, las gamberradas infantiles de Raidel eran todas perdonables y no destacaban mucho entre los habitantes de San Juan de las Yeras, un pueblito ubicado en Ranchuelos, Villa Clara, a unos cuatro kilómetros de la autopista nacional. Su fama se circunscribía al entorno de los parques, donde, ahí sí, era aclamado por los chiquillos de su edad y otros algo mayores, que se disputaban por tenerlo en su equipo de pelota. Por esas fechas también se ganó un nombre en la comunidad como experto en deportes. Leía con meticulosidad los textos deportivos de las revistas soviéticas que llegaban al poblado y memorizaba datos, fechas y nombres con asombrosa facilidad. Las revistas más especializadas traían siempre en las páginas centrales la foto de un deportista famoso. Raidel entonces las arrancaba y las pegaba en las paredes de su cuarto, de manera que, en unos pocos años, convirtió su habitación en una especie de galería de estrellas del deporte soviético.

    En el preuniversitario estudió sin descanso hasta ganarse una carrera universitaria en la URRS, que era el premio al esfuerzo de los estudiantes con mejores notas. Le dieron a elegir entre Rusia y Ucrania para matricular Ingeniería Electromecánica. En septiembre de 1989, Raidel aterrizó por primera vez en Kiev.

    Fue un amigo cubano quien le dijo que si quería mejorar su ruso debía buscarse una novia ucraniana que le obligara a practicar el idioma, y así hizo. Raidel estaba determinado a integrarse en el país y conocer sus costumbres y su historia, ligadas hasta entonces a la URSS, aunque fuese por el tiempo que durase la carrera. La vida de estudiante era buena, mucho mejor que en la isla. Tras el Telón de Acero, quién lo iba a imaginar, la música y las modas de Occidente, del mundo capitalista, llegaban a los jóvenes sin necesidad de burlar tantos filtros de censura como en Cuba. Quizá fue por eso que, un año después de iniciado el curso, el gobierno cubano ordenó a sus estudiantes que debían regresar.

    Raidel estaba obsesionado con volver a Ucrania. En los siguientes años se las agenció para hacerse de una discreta carrera de pelotero en la provincia, sin llegar a integrar el equipo de Villa Clara, y de un inusual contrato para jugar, en 1996, en la Liga de Beisbol de Ucrania, una competición menor y sin mucho público. Sus estadísticas fueron de las mejores en la Liga, casi siempre como segunda y tercera base, así como de bateador. Incluso, llegó a jugar con la camiseta nacional hasta 2010, cuando participó en el Campeonato Europeo, y más tarde integró en la Liga de Veteranos.

    En 2003 se convirtió al cristianismo y poco después se casó con una chica ucraniana, con quien tuvo dos hijos: Miguel, el mayor, y Marisa. Como el beisbol no le reportaba suficientes ganancias, aprovechó sus conocimientos de ruso, ucraniano y español para trabajar de traductor en empresas nacionales vinculadas a la industria y la tecnología, lo cual le permitió conocer varios países de Latinoamérica.

    Su vida laboral, fuera del deporte, fue bastante movida e incluyó cortas estancias en una empresa española que compraba carbón y arcilla blanca en Ucrania, haciendo traducciones para entidades financieras y, finalmente, en un puesto de Atención al Cliente en la sede en Kiev de un banco suizo. En 2017, con los ahorros de cinco años, compró un apartamento de tres dormitorios y una sala amplia al este de la capital, en un barrio residencial llamado Dárnytsia, donde pensaba vivir el resto de su vida.

    En Ucrania conoció a varios cubanos que, como él, fijaron residencia allí de manera permanente. Hablaban con frecuencia por chat y cada cierto tiempo organizaban «fiestas cubanas», donde no faltaban las comidas típicas y los ritmos de su país de origen. Entonces todos bailaban con sus parejas, algunos mejor que otros. Al lado de la mayoría de sus amigos, que se ganaban la vida como profesores de salsa, Raidel siempre pareció un poco torpe en estas lides.

    Viajaba a Cuba todos los años, aunque fuese por una semana. Visitaba a su madre y a su hermana, y también a los viejos amigos de San Juan de las Yeras, quienes recordaban con cariño al chico que tenía la extraña costumbre de pegar fotos de deportistas soviéticos en cada espacio libre de su cuarto y terminó por integrar el equipo nacional de beisbol de Ucrania.

    ***

    Cuando se anuncia una guerra, lo más común es que los periodistas, académicos y políticos que todavía pueden escribir artículos o discursos sin temor a que una bala o un misil los alcance en su escritorio rebusquen en la historia hasta encontrar «el verdadero origen del conflicto». Y tienen razón: ninguna guerra empieza con el primer disparo ni la primera muerte.

    He aquí una perogrullada: la invasión rusa a Ucrania, formalmente iniciada el pasado 24 de febrero, es el desenlace de años de choque de intereses entre el Kremlin y un bloque conformado por la Unión Europea, Estados Unidos y la OTAN. Los análisis de un sector de la izquierda occidental que parten del presupuesto de que la responsabilidad primera de la guerra recae en la OTAN y su expansión hacia el este europeo, y de considerar a Rusia como una fiera acorralada sin más remedio que lanzar peligrosos zarpazos o terminar abalanzándose sobre quienes la encierran, suelen obviar a uno de los protagonistas de esta historia: Ucrania, y más específicamente, los ucranianos.

    Hace varios años, buena parte de ellos decidieron que querían ser considerados europeos en toda regla y no parte de una ex república soviética fatalmente ligada a Rusia por la historia y la geografía. Esa determinación, y no la OTAN o este o aquel tratado, hizo que en 2014 miles de ciudadanos se concentraran en la plaza de Maidán, en Kiev, y allí alzaran barricadas y prepararan cocteles molotov con los que enfrentar las balas de la policía y las palizas de los tituskis, cuerpo paramilitar al servicio del entonces presidente Víktor Yanukóvich. Para entonces, este mandatario había cumplido bien con su papel de títere del Kremlin al echar por la borda las negociaciones de Ucrania para solicitar su entrada a la Unión Europea y, por otro lado, estrechar aún más los vínculos de su Gobierno con Vladimir Putin. En aquel momento no faltaron quienes, más antiestadounidenses que antimperialistas, culparon a las potencias occidentales de promover otra «revolución de color» al este europeo; mientras, en las calles de Kiev, resistiendo los disparos de francotiradores, jóvenes ucranianos decían a las cámaras que filmaban las protestas que estaban ahí porque aspiraban a «ser europeos» y «pertenecer al mundo libre».

    Yanukóvich huyó del país y terminó por recibir asilo en Rusia. La situación política de Ucrania no hizo más que empeorar y polarizarse entre las provincias pro rusas y aquellas que pretendían enterrar de una vez por todas el pasado soviético del país. Inmediatamente, Rusia se anexó la península de Crimea y dejó en la región del Donbás la simiente de un movimiento separatista, al que dotó de armas y apoyo económico y político. Por otro lado, hubo un auge de movimientos y milicias abiertamente declaradas fascistas, que encontraron en el nacionalismo radical un opuesto natural al expansionismo ruso. Durante ocho años, el Donbás fue escenario de una guerra sin cuartel entre extremistas de ambos lados, cuyo saldo se calcula cercano a las 14 mil víctimas mortales.

    En Ucrania las cosas se complicaron y torcieron como solo puede suceder en una democracia débil. Petró Poroshenko, nuevo presidente y viejo empresario y oligarca de renombre, conocido como «el Rey del Chocolate», comenzó a jugar a los dos bandos: por un lado, mantuvo la guerra contra los separatistas y aupó a grupos fascistas armados, y por otro sumó considerables cifras a su patrimonio mediante acuerdos comerciales con Rusia y las provincias pro rusas. Las potencias occidentales y Putin movieron sus piezas en un ajedrez geopolítico que se jugaba sobre cualquier tablero, salvo sobre los acuerdos de Minsk. Mientras, los ucranianos mantuvieron sus aspiraciones de pertenecer a la Unión Europa, a la vez que su gobierno alimentaba a una oligarquía tan corrupta que Bruselas jamás aceptaría en su club exclusivo.

    De pronto, ocurrió lo impensable. El cuadro político ucraniano, hasta entonces caótico, sumó unos retoques rocambolescos cuando Volodímir Zelenski, un actor de comedias ligeras, ganó las elecciones de 2019. La administración de Zelenski tampoco escapó a los escándalos de corrupción, sin embargo, el nuevo mandatario dijo estar decidido a barrer con la oligarquía nacional y mantenerse distante de Moscú. De hecho, coqueteó con la Unión Europea y con la OTAN como ninguno de sus predecesores, lo cual provocó que Putin, como un ex novio celoso, amenazara con una dramática reconquista. Y entonces, ahora sí, oficialmente, comenzó la guerra.

    El 24 de febrero de 2022, Putin ordenó la invasión de la región del Donbás, donde contaba con un sector de la población que le apoyaba. En principio, declaró que se trataba de una «operación especial» que respondían a la política expansionista de la OTAN —considerada un peligro para la seguridad nacional rusa— y a la misión de «desmilitarizar» y «desnazificar» Ucrania. Sin embargo, el Partido Libertad (Svoboda), considerado de corte fascista, ya había sido aplastado en la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 2019, con apenas un 1.62 por ciento de los votos. Volodímir Zelenski, por demás, es judío.

    Putin apostó por una guerra relámpago: reconocer la independencia de Donetsk y Lugansk, movilizar a los separatistas, eliminar las instalaciones militares ucranianas, llegar a Kiev y derrotar a Zelenski. Debía ser un ataque de unos pocos días, una marcha imparable que lograría sus objetivos antes de que Estados Unidos y la Unión Europea se pusieran de acuerdo y sancionaran a Rusia. Pero no sucedió así. Mientras Putin aseguraba a sus soldados que serían recibidos como salvadores en Ucrania, el pueblo invadido mantuvo una resistencia heroica que entorpeció el avance ruso. No es poca cosa lo que hacen los ucranianos. Según un informe del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos de Londres, Rusia invirtió en 2021 unos 62 mil millones de dólares en armamento. Ucrania no llegó siquiera a los 5 mil millones.

    ***

    Periodistas y académicos debaten y escriben para encontrar las razones últimas de este conflicto, las que van más más allá de los «problemas de seguridad» y los intereses geopolíticos. Se ha dicho de todo: desde que se trata de un enfrentamiento entre dos maneras de ver y habitar el mundo, donde Rusia se considera defensora de principios y valores muy por encima de la depravación occidental —tesis que podría aplicarse a la inversa en otros momentos—, hasta teorías que mencionan una supuesta tradición de victimismos y complejos de la potencia eslava. Esta última resulta especialmente interesante, ya que sirve, al menos, de sostén a la propaganda del Kremlin.

    Putin ha declarado la guerra a un mundo que le rechaza, le teme y discrimina; un mundo que, según sus propias palabras, «no cuenta con Rusia». La propaganda del Kremlin habla de aislamiento, de un sufrir histórico del pueblo ruso que es mucho mayor al de cualquier otro pueblo, incluso al sufrir que puedan causar ellos mismos. Putin, además, ha echado mano a un selectivo rescate de la memoria histórica, que incluye tópicos tan sensibles como la lucha antifascista y, por supuesto, la idea de que las repúblicas endebles que le rodean son hijas arrancadas de los brazos de la madre Rusia.

    Sus palabras, vale aclarar, no responden a un delirio romántico, por tanto, no se trata de un desquiciado con la capacidad de apretar un botón y desatar una hecatombe nuclear. Quienes han podido entrevistarse largo y tendido con él, como el ex presidente francés François Hollande, insisten en que, aunque el líder ruso tiene una manera «muy particular» de ver el mundo, es un hombre en extremo pragmático. Basta recordar la frase de Putin que hace de epílogo en Limónov, la novela de Emmanuel Carrère: «El que quiera restaurar el comunismo no tiene cabeza; el que no le eche de menos no tiene corazón.»

    El marxismo ortodoxo hizo que los exégetas de manuales empezaran a interpretarlo todo desde procesos macropolíticos, macroeconómicos y macrosociales. Hoy, este tipo de análisis se ha vuelto popular, despreciando el papel de los individuos, los llamados «grandes hombres», en la Historia. Craso error. No puede entenderse la caída de la República romana sin entender a Julio César, ni la Europa del siglo XIX sin Napoleón, ni la Revolución rusa sin Lenin, ni la II Guerra Mundial sin Hitler o la América Latina de la segunda mitad del siglo XX sin Fidel Castro. Hoy no queda más remedio que entender también a Putin, quien ha demostrado ser un estadista clásico, de los que siguen máximas atemporales, como aquellas que dejó escritas Maquiavelo en El Príncipe: «La naturaleza de los hombres es de obligarse unos a otros». «No debemos dejar nacer un desorden para evitar una guerra». «El partido más seguro es ser temido antes que amado».

    Pero dejemos todo esto atrás. Dejemos a la OTAN, a Estados Unidos, a la Unión Europea, a Putin y los análisis macros, fríos y distanciados de los periodistas, académicos y políticos que pueden escribir artículos o discursos sin temor a que una bala o un misil los alcance en su escritorio. Ahora, mientras las sanciones de Occidente acorralan más al Kremlin y se habla de amenazas con un conflicto nuclear y el efecto mariposa de la globalización hace que una guerra en Europa del Este termine por afectar la vida en la Patagonia, los ucranianos se enfrentan por su libertad a uno de los ejércitos más poderosos del mundo.

    ***

    Raidel Arbelay Becerra / Foto: Cortesía del entrevistado

    Después de pasar por casa, Raidel toma la camioneta de sus suegros, sube a su familia y conduce hasta salir de Kiev. Llegan a Bila Tserkva, donde viven unos amigos, luego de hacer una ruta zigzagueante, esquivando aquellas zonas donde los noticiarios reportan enfrentamientos. Para entonces, las tropas rusas avanzan peligrosamente por el este y el sur, mientras las bielorrusas refuerzan la invasión por el norte.

    Vuelven al camino a la tarde siguiente. El avance es lento, sobre todo por los atascos de autos cargados de mujeres, niños y ancianos que, como ellos, buscan escapar de la guerra. Esta vez se ven obligados a parar en los múltiples puestos de control, donde el ejército ucraniano revisa la carga y los documentos de todo el que pasa.

    Hacen una segunda escala en casa de otros amigos, donde se bañan, comen y conversan sobre todo lo que ha acontecido en los últimos días. Los anfitriones preguntan a Raidel cómo se vive la guerra en la capital y él responde que con relativa tranquilidad.

    —Todavía cuesta creer que hayamos llegado a esto. La gente ya se adapta a la idea, pero no estábamos preparados —dice, y luego cuenta la historia del supuesto avión que cayó a 700 metros de su casa.

    Adonde Putin no puede hacer llegar a sus hombres, explica, envía sus misiles. Nadie está a salvo.

    Raidel nunca se ha sentido un patriota, pero se descubre esa noche hablando como uno. Durante los últimos días ha llegado hasta admirar a Zelenski, de quien nunca esperó demasiado. Si votó por él en las pasadas elecciones no fue porque le apreciara especialmente, sino porque no había mucho para escoger fuera de su partido. Antes que el corrupto de Poroshenko o los nazis y radicales nacionalistas, era preferible que el país fuese gobernado por un comediante.

    —Me alegro de haber votado por Zelenski, porque ha demostrado ser un verdadero líder —dice, mientras en el televisor reproducen los mensajes de ánimo del presidente.

    Raidel hace notar a los demás ciertos detalles en las imágenes que le parecen admirables, como las ojeras de Zelenski o el hecho de que viste una sencilla camiseta o un traje de soldado en vez de un lujoso esmoquin, como es costumbre en los políticos y oligarcas. ¿Quién iba decir que un actor terminaría por dirigir un país? Tal vez quienes, en su momento, apoyaron a Havel y a Reagan.

    Zelenski no es «un santo» y su gobierno no pocas veces cayó en la mira de los medios, quienes le achacaron escándalos de corrupción, a veces instigados por la oligarquía nacional y Rusia. De hecho, una conversación telefónica con Donald Trump puso la honestidad del ucraniano en tela de juicio y casi le cuesta un impeachment a su homólogo estadounidense. Las políticas de Zelenski, sin embargo, fueron abiertamente confrontativas con los separatistas y alejadas de Kremlin, aunque sin llegar a los excesos de sus predecesores.

    Si bien se le descubrieron vínculos con oligarcas y personas ligadas a ellos, fue el primer político ucraniano en atacar directamente a la élite parasitaria. Algunos asociaron estas «contradicciones» a su pasado de actor y su capacidad de desdoblarse sobre las tablas sin problemas, mientras otros discutían si clasificarlo a la izquierda o la derecha del espectro político. Zelenski, en efecto, domina la escena como todo buen actor, pero es imposible limitar su administración a una etiqueta.

    Como artista y empresario de la industria del entretenimiento, Zelesnki apoyó las revueltas del Maidán y se opuso a las movidas militares rusas que terminaron con la anexión de Crimea y el asentamiento de grupos armados separatistas en el Donbás. También se opuso a la censura impuesta por Poroshenko sobre el arte y la cultura rusa y aprovechó su fama en ascenso para despotricar contra la corrupción en el país.

    Finalmente, llegó al estrellato gracias a su rol protagónico en la serie de sátira política Servidor del pueblo. Aquí interpretó a un profesor de Historia, tipo humilde y simplón, de los que van a todos lados en bici y visten ropa de segunda mano, que es grabado en secreto por un estudiante mientras habla en el aula de cómo la corrupción ha hundido a Ucrania. En su discurso, el personaje dice que quizás el país debiera ser gobernado por alguien que conozca las miserias del pueblo como, por ejemplo, un insignificante profesor de Historia. Luego el video se vuelve viral en redes sociales y el protagonista termina de presidente, intentado sobrevivir en un mundo de hipócritas, demagogos y ladrones.

    En 2019, Zelenski no solo hizo que la realidad superase la ficción, sino que las entremezcló indisolublemente. Se presentó a elecciones y nombró a su partido como a la serie que lo lanzó al estrellato. Además de sus promesas de acabar con la corrupción y con el conflicto en el Donbás, dijo estar a favor de la distribución gratuita de marihuana medicinal y de la gratuidad del aborto, y en contra de la legalización de las armas. Zelenski resultó un nuevo tipo de político, tal vez menos tradicional —usó las redes sociales de plataforma principal de su campaña— y con un discurso más cívico que nacionalista. Llegó al poder en un momento en que solo un nueve por ciento de la población decía confiar en el Gobierno. Ahora es la figura de la resistencia, el hombre ojeroso, vestido como aquel simplón profesor de Historia de Servidor del pueblo, que conmueve a Europa cuando dice que en Ucrania se está luchando también por la seguridad de todo el planeta.

    —Que Dios lo bendiga y le permita salir vivo de esta. Ahora es nuestro líder —dice Rafael frente al televisor.

    ***

    Reanudan la marcha al amanecer. Una fila de 18 kilómetros de autos los obliga a detenerse muy cerca de la frontera con Polonia. El cruce hacia territorio seguro es lento y promete tardar varias horas. Raidel baja entonces de la camioneta. Está tenso, contraído. Evita llorar delante de Marisa y Miguel, que aún no comprenden por qué su padre los abandona.

    Su esposa sí lo sabe. Raidel podría continuar con ellos, presentar en la frontera su pasaporte cubano y cruzar como refugiado. La ley marcial impuesta por Ucrania, que impide marcharse a los hombres entre 18 y 60 años, no lo afecta. Sin embargo, Raidel se queda a luchar. El momento es tan dramático como irónico: hace cinco días la familia celebró una fecha sin más significado que una tradicional escena romántica y patriótica que ahora reproducen. Besos, abrazos, promesas de reencuentro, palabras de despedida.

    —Quién puede estar contra mí, si Jesucristo está conmigo. Todo lo puedo en Cristo, que me fortalece.

    En Leópolis, cerca del lugar donde dejó a su familia, intenta alistarse nuevamente, pero es rechazado. Emprende entonces el camino a Kiev. Va algo molesto porque el gobierno ucraniano ha preferido liberar a los presos con experiencia militar que quieran combatir antes que aceptar la ayuda de un extranjero. En cualquier caso, no siente que haber nacido en San Juan de las Yeras lo hace menos ucraniano. Raidel es, ante todo, un hombre agradecido, y se cree en deuda con un país que lo aceptó de buena gana y le permitió prosperar y formar una familia perfecta. No cree ser un héroe, pero prefiere actuar como uno antes que huir, mientras su tierra es atacada y sus amigos masacrados.

    De regreso, hace una directa en Facebook con la única intención de comunicarle a sus conocidos su decisión de quedarse pelear. Entra a la capital por el único puente en funcionamiento, luego de pasar varios puntos de control y zonas de atasco. Muchos autos intentan llegar a Kiev, más de los que cualquiera esperaría en una ciudad que próximamente será atacada. En su directa, Raidel graba esta escena, y también las pantallas gigantes en la carretera que antes servían para publicitar marcas comerciales y ahora muestran mensajes dirigidos a los invasores rusos:

    NO MATES EN FAVOR DE PUTIN

    EN LUGAR DE FLORES TE ESPERAN BALAS

    PUTIN, PERDISTE LA GUERRA CON UCRANIA

    REGRESA A CASA

    La directa se vuelve viral en redes sociales, especialmente entre los internautas cubanos. Varios periodistas buscan comunicarse con él para pedirle entrevistas. «Pelotero cubano decide quedarse a combatir en Ucrania», será el titular que durante los próximos días reproducirán varios medios independientes de la isla. Raidel da declaraciones cortas, algunas mediante videollamadas. Luego llama a su hermana y a sus amigos en Cuba para pedirles que no le cuenten nada a su madre e intenten alejarla de esos medios para los que ha hablado. En cualquier caso, les dice, lo mejor es que solo se informe por la prensa oficial, donde sabe que la realidad de la guerra está siendo tan minimizada como en las televisoras rusas.

    Una vez dentro de Kiev, va a cumplir con su turno laboral de la tarde. Es un trabajo monótono, pero tranquilo y bien pagado, todo cuanto aspira un hombre de su edad y con una familia que mantener. Las calles que recorre hasta llegar al edificio del banco suizo parecen algo más vacías de lo normal, pero ni de lejos semejen las calles de un país en guerra. Dos horas después, una explosión hace retumbar las paredes y ventanas del edificio. Luego otra hace lo mismo. Suenan peligrosamente cercanas. Su jefa dice que ya está bien, que todos pueden irse a buscar refugio. Raidel sale de su oficina entre escalofríos. Será la última vez que los sienta.

    Una vez más intenta sumarse al ejército. Hace la petición en el Comité Militar que alzaron casi frente a su casa, justo al lado de un hospital. Nuevamente le dicen que no lo necesitan, pero él insiste. Quiere ayudar, aunque sea con una pala en lugar de un fusil, y ofrece su apartamento por si el hospital rebasa su capacidad o si alguien necesita descansar en un sitio más acogedor. Los militares contestan que todo está bien, que le llamarán en caso de necesitarle y que, de momento, lo único que escasea es el combustible.

    Frustrado, da un pequeño recorrido por los alrededores antes de lo hora del toque de queda. Busca comprar algo de pan, pero ningún establecimiento tiene. En apenas unos días, comer pan se ha vuelto un privilegio en Kiev. Tampoco hay vegetales ni huevos. Agradece entonces haber nacido en un país donde nada es más natural que la escasez de comida y la gente compra todo lo que puede en grandes cantidades, como si se aproximara una guerra. Nunca abandonó esta manía tercermundista, y por eso ahora calcula que tiene en la despensa suficiente arroz, espaguetis y productos enlatados para una semana, quizás dos si los raciona.

    ***

    Noche del 28 de febrero

    Es tarde en la noche y Raidel continúa mosqueado porque no le aceptaron para ir a combatir, no una, sino tres veces. Echa mano a la cábala. El tres es un número sagrado, una señal. Pensándolo bien, piensa, tal vez se trate de eso, una señal de su Dios, que no quiere que empuñe un arma y mate, violando así sus mandamientos. Se convence a sí mismo de esto y promete encontrar otras maneras de ser útil. Le pesa imaginar que regresó en vano.

    Hace unos minutos su esposa le llamó. Ella y los niños están bien, a salvo en territorio polaco. Hablan sobre la posibilidad de quedarse ahí o avanzar por Europa y llegar a España. Raidel le cuenta su tarde y su noche sin dar muchos detalles. Insiste en que Kiev está segura gracias a los patriotas ucranianos que impiden el avance ruso. Se duerme, al fin, pensando en esto. Afuera, las sirenas de alarma no paran de sonar.

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    Darío Alejandro Alemán
    Darío Alejandro Alemán
    Nació en La Habana en 1994. Periodista y editor. Ha colaborado en varios medios nacionales e internacionales.
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    3 COMENTARIOS

    1. Pekeca cuidate paisano. Te deseo la mejor d las suertes. En estos días pensaba q habrá sido d ti y ahora leo esto. Me alegra saber q estás bien.

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