Presidencia constitucional o monárquica

    Lo que está en juego para la institucionalidad política estadounidense en el juicio contra el expresidente Trump.

    Donald Trump ha pedido a la Corte Suprema de Estados Unidos que se pronuncie sobre la afirmación de que los presidentes tienen inmunidad absoluta ante la ley, como parte de la acusación criminal en su contra por el intento de anular la derrota electoral de 2020. Para los muchos a quienes cuesta trabajo seguir la miríada de casos que involucran a Trump, esta es su tercera imputación federal, independiente de las acusaciones criminales estatales en Nueva York y Georgia, así como, por supuesto, del juicio civil por fraude fiscal.

    El recurso frente a la Corte Suprema es muy importante porque decidiría de una vez por todas si el presidente de Estados Unidos es una persona jurídica normal, que debe actuar dentro de la ley, o, como dicen los abogados del exgobernante, un individuo con inmunidad absoluta contra el cual el único recurso viable es el proceso de destitución. Dado que ese proceso es inevitablemente político (recordemos que ni Clinton ni Trump fueron destituidos), en caso de pronunciarse afirmativamente la Corte Suprema, la implicación sería una Presidencia monárquica en que el mandatario podría violar cualquier ley —incluso cometer asesinato— siempre que tenga la protección política de su partido en el Congreso. Lo del asesinato no está traído por los pelos; fue un ejemplo específico sobre el que la Corte de Apelaciones preguntó al abogado de Trump, y este respondió que sí, que el presidente, en su opinión, puede cometer asesinato hasta el momento en que sea destituido.

    Se puede decir que esta es la más importante de todas las acusaciones que enfrenta Trump; no solo para él y sus esperanzas de evitar la cárcel y recuperar la Casa Blanca, sino para los siguientes presidentes. En esta, como en muchas otras instancias, el caótico mandato de Trump ha representado una prueba a fuego para las instituciones civiles y políticas de Estados Unidos. Nunca antes un presidente norteamericano ha sido acusado civil y criminalmente. El precedente más cercano, y que la Corte Suprema va a considerar, es el de Richard Nixon, quien renunció en agosto de 1974 antes de ser destituido por el Congreso o acusado formalmente. Los recientemente expuestos documentos del Gran Jurado encargado de revisar las acusaciones contra Nixon revelan que planeaban acusarlo formalmente de soborno, conspiración y obstrucción de la justicia. Su renuncia, y el consecuente perdón del presidente Gerald Ford un mes después, evitó que la nación tuviera que responder esta pregunta. Ahora es inevitable.

    El mayor obstáculo para llegar a una decisión es nuevamente la estructura constitucional de Estados Unidos, donde la Corte Suprema se limita a examinar argumentos a veces enrevesados y situaciones hipotéticas que tratan de adivinar el significado original, la intención de los creadores y firmantes de la Constitución, un documento arcaico con más de dos siglos de existencia y con un tono muy general en su redacción. La carta magna define el proceso de destitución para los funcionarios electos, el cual se ha interpretado que incluye al presidente, y además establece que los funcionarios pueden ser acusados y juzgados, pero no dice en qué orden se toman estas acciones. Tampoco explicita cuál es el rol del presidente durante la certificación de los comicios y, por tanto, no señala el límite donde su acción se consideraría criminal. De hecho, la Constitución ha sido interpretada ambiguamente en lo que respecta a la cuestión más amplia de las responsabilidades presidenciales y los límites generales del poder del presidente.

    En el único caso sobre inmunidad presidencial, Nixon v. Fitzgerald, la Corte Suprema falló en 1982 que los presidentes y expresidentes tienen inmunidad civil por actos cometidos en función de su cargo, y esta decisión se clarificó en Clinton v. Jones, donde la Corte decidió que un presidente puede enfrentar juicios civiles por acciones cometidas antes de ser elegido. Ahora bien, en ese caso la Corte especificó que la decisión se reducía a acusaciones civiles y en tanto las acciones del presidente no violaran leyes criminales y estuvieran en el «perímetro más externo» de sus funciones —frase muy importante. El argumento de Trump busca extender esta inmunidad a acusaciones criminales y además expandir el perímetro de funciones presidenciales a prácticamente todo lo que haga u ordene un presidente, por el mero hecho de ser presidente. Es decir, eliminar todo límite sobre la actuación presidencial.

    Es bueno anotar aquí que, aun cuando la Corte Suprema tiene una clara tendencia conservadora y tres de sus miembros han sido nombrados por el mismo Trump, los expertos dudan que se pronuncie categóricamente a favor de la inmunidad absoluta. Es una papa caliente que ningún magistrado quiere tener en sus manos, además de una decisión obvia jurídicamente: la idea de que un presidente pueda ordenar al asesinato de cualquier persona, incluido un oponente político, o cometer cualquier otro crimen, no tiene lógica jurídica. El otro agujero por donde hace aguas la petición de inmunidad de Trump es el argumento de que la destitución tendría que venir primero: esto no solo mezclaría la política y la justicia, sino que haría fácil evitar cualquier encausamiento al perdonarse a sí mismo antes de renunciar. Es importante recordar también que tres de los magistrados —Roberts, Kagan y Kavanaugh— ejercieron como asesores jurídicos presidenciales y, en su momento, tomaron decisiones que expandieron los poderes del presidente. Kavanaugh, en particular, jugó además un rol en el equipo de abogados que buscaba la destitución de Bill Clinton, así que ha estado en ambos lados del asunto. Otra complicación es que la esposa del magistrado Thomas —Ginni— fue muy activa en los círculos que pretendían justificar las acciones de Trump para mantenerse en el poder.

    Una decisión absoluta a favor o en contra de esta petición resultaría un cambio fundamental en la institución de la Presidencia. O tendremos presidentes con protección monárquica, o bien presidentes más vulnerables a la persecución judicial aun después de sus mandatos. No es difícil imaginar acusaciones criminales contra George W. Bush por ordenar la guerra de Iraq bajo falsas justificaciones, contra Barack Obama por el ataque con drones que mató a un ciudadano estadounidense, o contra Joe Biden por cualquiera de los muchos cargos que le endilgan en el ambiente político actual. Ambas vertientes constituirían una nueva modificación en el sistema político estadounidense debido a Trump.

    Pero es posible, y quizá lo más probable, que la Corte Suprema tome un tercer camino que sería, al mismo tiempo, una derrota y una victoria para Trump. Los magistrados podrían elegir no pronunciarse absolutamente sobre la inmunidad presidencial y, por ejemplo, enviar de vuelta el caso a las cortes más bajas para definir qué acciones constituyen actos oficiales del presidente. Esto sería una derrota en tanto se rechaza la afirmación de inmunidad absoluta de Trump, pero también una victoria al aplazarse la decisión del caso y, por ende, el principio del juicio contra Trump por interferencia electoral. (Una situación parecida ya tuvo lugar en 2020, cuando Trump perdió, pero fue capaz de retrasar el caso que exigía la entrega de sus declaraciones de impuestos).

    A medida que se acerca noviembre, Trump quiere ante todo evitar el espectáculo de estar en una corte defendiéndose de haber querido anular la elección de 2020 para perpetuarse en el poder —con constantes recordatorios de sus acciones y palabras por aquellas fechas. La Corte Suprema podría decidir este caso en junio o julio próximos, mientras que la corte criminal ya estableció un calendario de tres meses solo para preparar el juicio, que sería muy extenso, por lo que serían casi nulas las probabilidades de ver al mismo tiempo en las noticias al candidato Trump y al acusado Trump cuando los votantes asistan a las urnas. Esta es quizá la verdadera estrategia del expresidente.

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