Sobre la paradoja del mentiroso, la ley de comunicación social, y la chanza como método de resistencia 

    La propaganda debe limitarse a un número pequeño de ideas y repetirlas incansablemente, presentarlas una y otra vez desde diferentes perspectivas, pero siempre convergiendo sobre el mismo concepto. Sin fisuras ni dudas. 

    Joseph Goebbels

    La Constitución cubana de 2019 recuerda la paradoja del mentiroso. El artículo 41 afirma: «El Estado cubano reconoce y garantiza a la persona el goce y el ejercicio irrenunciable, imprescriptible, indivisible, universal e interdependiente de los derechos humanos, en correspondencia con los principios de progresividad, igualdad y no discriminación. Su respeto y garantía es de obligatorio cumplimiento para todos». Ergo, la Constitución hace suyos íntegramente los derechos humanos. 

    Los mismos se encuentran listados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Su artículo 20 reconoce el derecho a la libertad de opinión y expresión, y este se encuentra hermanado con la libertad de prensa. La libertad de opinión no es simplemente tener derecho a una, puesto que nadie puede evitar que tengamos nuestra propia opinión sobre las cosas, sino que consiste en la libertad de expresarla, darla a conocer, publicitarla si así nos place. 

    Por su parte, el artículo 28 de la citada Declaración reza: «Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos». Y agrega el artículo 30, enlistado como uno más de esos derechos aunque su formulación sea negativa: «Nada en esta Declaración podrá interpretarse en el sentido de que confiere derecho alguno al Estado, a un grupo o a una persona, para emprender y desarrollar actividades o realizar actos tendientes a la supresión de cualquiera de los derechos y libertades proclamados».

    La redacción de tales derechos utiliza un lenguaje llano, sin ribetes ni resonancias, y el propio documento establece, como hemos visto, una suerte de cláusula contra autócratas que gustan de reinterpretaciones. Advierte: no te pases de listo, estos son los derechos humanos, y no valen malabares exegéticos.  

    Pero a nuestro Legislador nadie le dictará cómo interpretar…, para dictador él. Así que, en el artículo 45 de la Carta Magna reformada, se lee: «El ejercicio de los derechos de las personas solo está limitado por los derechos de los demás, la seguridad colectiva, el bienestar general, el respeto al orden público, a la Constitución y a las leyes». Es una versión constitucional de la paradoja del mentiroso: la idea siguiente es cierta (art. 41), la idea anterior es falsa (art. 45). 

    Si un Estado dice reconocer los derechos humanos de manera íntegra (41), que sería en sí mismo una afirmación con valor de verdad axiomático, nada podría destituir ese mandato constitucional. Salvo la propia Constitución al incluir un artículo pero (45). Sin embargo, al contener la propia Declaración Universal de Derechos Humanos, en su artículo 30, una perspicaz proscripción de reinterpretaciones que mengüen esos mismos derechos, el propio artículo 41 de la Constitución cubana invalidaría su artículo 45 como inconstitucional. Pero un artículo contenido en la Constitución no podría, por definición, ser inconstitucional. Y así nuestro legislador ha creado una paradoja que hubiese entretenido sobremanera las tardes de Eubulides de Mileto. 

    No es la única paradoja en un texto del cual el historiador cubano Eduardo Torres Cuevas dice: «Hemos llegado hasta aquí porque tenemos una historia constitucional brillante, con figuras trascendentales y grandes juristas». Entiendo que se trata de un giro sarcástico, al estilo de Voltaire cuando se burlaba del «orden establecido», porque no hay loa posible a semejante mojón legislativo —aquí léase «mojón» como señal que fija linderos y fronteras; en este caso, entre aquella historia brillante que subraya Torres Cuevas y el texto constitucional del 2019. 

    El artículo 55 contiene otra paradoja: «Se reconoce a las personas la libertad de prensa. Este derecho se ejerce de conformidad con la ley y los fines de la sociedad. […] El Estado establece los principios de organización y funcionamiento para todos los medios de comunicación social». Es el non plus ultra de la paradoja legislativa: un artículo contradictorio en sí mismo. 

    Finalmente ha sido aprobada la norma según la cual se ejercerá el derecho constitucional a la libertad de prensa: la Ley de Comunicación Social. Una nueva joya legislativa que arrancaría a Torres Cuevas esa lisonja chancera que parece cierta. 

    La Ley de Comunicación Social

    Desde su segundo POR CUANTO el texto trastoca significados, y comienza a apartarse de cualquier proyecto para enaltecer la libertad de prensa: «La comunicación social, en tanto proceso sociocultural de intercambio de información e interpretación de la realidad, contribuye a […] afianzar la ideología de nuestra sociedad». Entiendo que inicialmente ese POR CUANTO se refería a la propaganda como proceso de interpretación de la realidad y perfiladora de ideologías, y en algún punto dentro de las 34 revisiones del documento la palabra propaganda fue edulcorada. Es la única explicación que encuentro para que el Legislador, nada más comenzar, se refiera a la necesidad de afianzar la ideología a través de la comunicación social. 

    Posteriormente, el artículo 28.1 indica: «Los medios fundamentales de comunicación social son las organizaciones mediáticas que tienen un carácter estratégico en la construcción del consenso […]». Sin dudas, se trata de un acta del Partido elevada a ley. 

    Se atribuye a Walter Lippmann el término «manufacture of consent» —construcción del consenso—, aunque fue popularizado en el trabajo de Noam Chomsky y Edward Herman titulado «Manufacturing consent: the political economy of the mass media», un texto que viene a criticar el uso de los medios de comunicación como amplificadores de propaganda al clasificar información en publicable o no. Se trata de un mecanismo de control social, opuesto al ideal del periodismo como cuarto poder. No obstante, 35 años después de la crítica de Chomsky y Herman, nuestro Legislador entiende y valida a los medios como meros instrumentos para moldear el «consenso». Es la directriz de un Partido que busca asegurar su reinado sin disidencia. 

    El término consenso es antónimo de disenso. En política el consenso implica, cuando menos, una tolerancia por parte de la minoría que no se muestra entusiasta con lo «consensuado» pero que, dadas las reglas democráticas, acepta o sobrelleva. Cuando una minoría valida una opinión mayoritaria, por entenderla como tal, entonces puede hablarse de consenso. 

    En Cuba no hay consenso; en Cuba hay disenso. Una oposición amordazada —ahora también— por la propia ley que habla de consensuar. No se puede consensuar escondiendo o criminalizando a la oposición. No se puede consensuar sin dialogar antes con la oposición: es lógica, semántica y políticamente imposible. 

    En el artículo 3.1 de la dicha ley, se dice sobre la comunicación social: «[…] contribuye a la interacción social, la producción de sentidos, la conformación de la identidad individual y colectiva, el diálogo, el debate, la participación popular y el consenso».

    Dice soportar el diálogo, el debate, la participación, pero solo desde su propia tribuna, a la par que criminaliza cualquier medio de comunicación independiente. Sitia a la prensa independiente, y le impide cualquier formalización al proscribir el registro de medios «con fines idénticos o similares a los que ya están» (artículo 29.3 b). Una lógica que impediría cualquier inscripción de un medio que se proponga informar porque… ya tenemos algunos «con fines idénticos o similares». Bajo esta ley, podría el mismísimo José Martí pretender fundar el periódico Patria alegando aquello de: «Nace este periódico, a la hora del peligro, para velar por la libertad, para contribuir a que sus fuerzas sean invencibles por la unión, y para evitar que el enemigo nos vuelva a vencer por nuestro desorden», y la respuesta sería: «Ya tenemos el Granma, pero gracias por participar».

    Pero el colmo no es este imposible legal para la inscripción, sino el control sobre los periodistas: no aquellos de medios independientes, sino los oficialistas. No solo se les prohíbe cualquier colaboración con medios distintos a los oficiales (artículo 36 e), sino que se les obliga a «asegurar una proyección social consecuente con la línea editorial». Ya no basta con que lo digas, te lo tienes que creer. Periodistas afines, en medios afines, serán los encargados de «construir consenso» en una realidad sin disenso. Es un texto para disfrutar en las vacaciones, como mismo se disfruta una novela de Stephen King.

    Cuenta incluso con un artículo que impide injuriar a «personas del Estado», una novísima categoría que trasciende al funcionario público de antaño. El artículo 13.3 i proscribe la circulación de contenido que pueda «difamar, calumniar o injuriar a las personas, órganos, organismos y entidades del Estado, organizaciones políticas, de masas y sociales del país». Se acabaron las publicaciones burlescas y vejatorias sobre Díaz-Canel, su ilustre compañera de travesuras, o cualquier otra persona del Estado, signifique eso lo que quiera el juez de turno. 

    No se puede publicar contenido que moleste en ningún sitio, pues el artículo 13.1 reza: «Se entiende por contenido todo tipo de dato, información, conocimiento, concepto, significado y opinión, expresado en formato textual, gráfico, sonoro, audiovisual, multimedial, hipermedial u otro, que se genera y comparte en los espacios públicos físicos o digitales por cualquiera de los sujetos mencionados en el Artículo 2 de la presente Ley». 

    Y uno piensa entonces: pobres periodistas comprendidos en el artículo 2 que no pueden publicar nada en ningún sitio. Artículo 2: «Las regulaciones de la presente Ley son de aplicación, en lo pertinente, a los órganos, organismos y entidades del Estado, las organizaciones de masas y sociales, las organizaciones mediáticas y demás personas naturales y jurídicas, cubanas y extranjeras, que residan de forma permanente o temporal o transiten por el territorio nacional».

    Al respecto ha dicho Rosa Miriam Elizarde, vicepresidenta de la Unión de Periodistas de Cuba, que desde la Ley de Imprenta para Cuba y Puerto Rico del 1886 no había en la mayor isla del Caribe una legislación con dicha exclusividad. Pues la invocada ley decimonónica, regulaba en su artículo 8 los requisitos para fundar un periódico: «La sociedad o particular que pretenda fundar un periódico lo pondrá en conocimiento de la primera Autoridad gubernativa de la localidad en que aquél haya de publicarse cuatro días antes de comenzar su publicación. Con la solicitud o comunicación en que se indique su deseo el fundador del periódico acreditará los particulares siguientes: 1. El nombre, apellidos y domicilio del declarante; 2. Que el solicitante, si fuere particular, se halla con el pleno uso de los derechos civiles y políticos». 

    Así que la muy ilustre Elizarde, en un guiño a la altura de Torres Cuevas, tomando la guasa por «resistencia creativa» —acaso era ese otro guiño—, nos recuerda cómo la Cuba colonial del siglo XIX era incluso más garantista en materia de libertad de prensa. 

    Así que, de vuelta a la paradoja, este artículo que termina, como expresión libre de una opinión personal que utiliza una plataforma digital para amplificar su alcance, o lo que es lo mismo, como ejercicio del derecho a las libertades de opinión, expresión y prensa que dice reconocer la Constitución cubana, resulta ser no solo ilegal, sino inconstitucional. Mi libertad de expresión viola la constitucionalidad cubana, que a la vez reconoce los derechos humanos que amparan mi libertad para expresarme… Pero es que, si lo anterior era cierto, lo otro habrá de ser falso, y del mismo modo en sentido inverso. 

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