Farsa, (in)justicia y otras pinturas negras en Cuba

    el mundo es una farsa, caras, voces, disfraces; todo es mentira

    Francisco de Goya

    Entre los años 1819 y 1823, Francisco de Goya realizó un conjunto de 14 piezas conocidas como las Pinturas Negras, sobre las cuales no ofreció explicación alguna. Esa omisión, ese hermetismo sobre el leitmotiv de unas obras que se nos presentan con una visceralidad inquietante, regala una oportunidad rorschachiana para verter sobre ellas un contenido personal, un trauma propio. 

    Así, desde hace tiempo, no puedo evitar el reconocimiento en las pinturas negras de ciertas estampas de lo cubano. El fratricidio en Duelo a garrotazos: dos pobres almas enfrentadas —amigos quizás, vecinos seguro, víctimas ambos— por un motivo que imagino pueril; la Revolución representada en Saturno devorando a su hijoDos viejos comiendo sopa es de un costumbrismo macabro… La romería de San Isidro duele, impresiona, como si los brochazos pertenecieran un Goya maniatado por la policía política cubana un 26 de noviembre cualquiera.

    Así también, La lectura u Hombres leyendo se me antoja una representación descarnada de cuanta propaganda política en forma de tertulia insulsa nos regala a los cubanos Saturno.   

    El pasado 25 de abril del 2024 se transmitió el programa Hacemos Cuba con este tema: «¿Cómo actúan las autoridades ante la desobediencia, el desacato y las agresiones?». 

    Dicho de otra manera: Hombres leyendo

    Alternan el turno de palabra —conducidos por el vocero oficialista Humberto López— varios actores, a saber: Otto Molina Rodríguez, presidente de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo Popular; Beatriz de la Peña la O, jefa del Departamento de Investigación de Procesos Penales de la Fiscalía General de la República, y el coronel Hugo Morales Karell, segundo jefe de la Dirección Nacional de la Policía Nacional Revolucionaria. 

    Sentados en fila, los invitados explican a los cubanos cuán severos serán con aquellos que, ante lo que describen a coro como «la autoridad» —cuando en rigor un policía no es una autoridad sino uno de los agentes de la autoridad, que en modo alguno es lo mismo—, no bajen la mirada y contesten que sí a todo, casi que de ser posible con un sumercé al final de cada oración. Todas estas promesas de castigo respaldadas «legítimamente» por un Código Penal más negro que las pinturas de Goya.  

    Estos encuentros —cuya única novedad es su transmisión televisiva, pero que ocurren desde hace tantos años, normalizando lo inaudito— ofrecen al espectador/ciudadano una certidumbre de la alianza entre esos actores que, como estrategia comunicacional, puede resultar contraproducente en tanto serviría para desalentar a quienes aún confíen en la imparcialidad de la judicatura cubana para con la defensa de la soberanía popular. Pero a la vez terminan de colocar la venda de la justicia en la boca, en vez de en los ojos. 

    Probablemente, yo sea de los pocos jueces que han estado en el banquillo de los acusados antes de ser juez, y eso gracias a que la Inteligencia Militar cubana es solo militar —de lo contrario la cruz de Jean Valjean me lo hubiese impedido. En aquel caso, mi transgresión consistió justamente en no terminar mis encuentros con los agentes con un sumercé. Por ese motivo he padecido el cinismo de esos agentes: el maltrato, la provocación, la agresión y la mentira. Y por eso —haberme sentado en ambos sitios— sé que tuercen tanto la relatoría de hechos que duele escucharlos desde el banquillo de acusados al tiempo que repugna desde el estrado. 

    Cuando el presentador de Hacemos Cuba pregunta al representante de los jueces cubanos si el material probatorio en estos casos se reduciría a la palabra de uno contra otro —el buen agente contra el irredento ciudadano—, el imparcial de Otto Molina contesta que incluso utilizan peritos que analizan las trizas del uniforme del buen agente, pero nada dice acerca del estado en que pueda haber quedado el acusado luego de su encuentro con lo que el doctor en ciencias Hugo Morales Karell definió como «régimen progresivo del uso de la fuerza». 

    Pero el oprobio llega cuando muestran en una diapositiva el porcentaje de «penas de encierro» por esos delitos —«la desobediencia», «el desacato», etc.— durante el año 2023. 

    El sistema judicial cubano tiene muchos problemas —de estructura, de empoderamiento, de independencia, de ideología—, y uno de ellos es la tendencia a marcar un objetivo para la zafra y a forzar todo lo que deba ser forzado para llegar a esos diez millones

    Recuerdo un caso cuyo resultado fue la absolución de 13 acusados. Era un desastre a nivel investigativo a la altura del caso Outreau. Eran los primeros meses del año y mi superior me dice, medio en broma medio en serio: «Has consumido el porcentaje de absoluciones de todo el año en un solo caso». 

    Había porcentajes marcados para absoluciones, para penas no privativas de libertad en delitos «prioritarios», para penas no privativas de libertad cuando el acusado se encontraba en prisión preventiva. Tu superior es el encargado de señalarte cuando el «humanismo» o el mero sentido de proporcionalidad —no ya de justicia— estorba a las estadísticas. 

    No me sorprende la diapositiva propiamente, pero sí el que esto se haya normalizado al punto de compartirlo públicamente en televisión nacional. Esos resultados que exhiben, no sin insolencia, son prueba de la abyección a que puede llegar el sistema judicial. 

    Los datos son estos:

    • Desobediencia: 12 casos presentados al tribunal, penas de encierro: 50 por ciento.
    • Desacato: 23 casos presentados al tribunal, penas de encierro: 51.1 por ciento.
    • Resistencia: 26 casos presentados al tribunal, penas de encierro: 83.9 por ciento.
    • Atentado; 111 casos presentados al tribunal; penas de encierro: 82.2 por ciento.

    Si uno de estos agentes se acerca y, según la metodología expuesta por el coronel Morales Karell, dice: «Buenos días, ciudadano, permítame su identificación», y el interpelado se niega a hacerlo, pues este acaba de incurrir en un delito de «desobediencia». Y eso —con mayor intensidad de color, con otros detalles tal vez, pero en esencia es eso— ocurrió en 12 ocasiones durante el año 2023, y en seis de ellas fue impuesta la pena de privación de libertad. Si eso es considerado por el Tribunal Supremo Popular como proporcionalidad entre la transgresión y la pena, hay un evidente problema de hipersensibilidad que deriva en desmesura. 

    Si el desobediente —luego de ese primer desacuerdo, y ante la legítima actuación de un agente del orden que ahora procede a activar el citado «régimen progresivo del uso de la fuerza»— decide llamar al agente, por ejemplo, «abusador», pues incurriría en un delito de «desacato». Algo así sucedió en 23 ocasiones —con adjetivos variopintos—, y en una docena de ellas se dictó privación de libertad. Porque, claro, es bien conocido en las facultades de Derecho de todo el hemisferio occidental que un calificativo malsonante dirigido contra «la autoridad» equivale, proporcionalmente hablando, a un año de privación de libertad, día arriba día abajo. 

    Si durante el arresto se pide la colaboración del detenido, por ejemplo, que lleve sus manos a la espalda para colocarle las esposas, y el sujeto no lo hace por propia voluntad, y entonces el agente se ve obligado a hacerlo por la fuerza, es decir, a aplicar el consabido «régimen progresivo del uso de la fuerza», pues en esa tesitura el hombre acaba de resistirse. Fueron 26 los casos así; 21 de ellos terminaron en pena de cárcel. 

    Finalmente, la joya de la corona: la agresión física hacia el agente —porque la del agente no es delito, sino un «régimen progresivo del uso de la fuerza». Como vimos, hubo 111 casos de atentado durante el año 2023. Esto significa que de 172 casos donde el sujeto interpelado no respondió con un rotundo «Por supuesto, sumercé”, el 64.5 por ciento terminó en algún tipo de agresión física contra el agente. De esos 172 incidentes, 132 terminaron en privación de libertad, para un 76.7 por ciento de despropósito punitivo. 

    Dicho de otra forma: de cada 100 policías que vengan a incordiarte con su «Buenos días, ciudadano», su postura de aspirante a gánster, sus muchísimos complejos y su flamante impunidad, 76 te llevarán a una condena de privación de libertad si tu paciencia no alcanza para soportarlos.   

    Un juez no tiene que coreografiar sus argumentos con la instrucción penal o la propia fiscalía. Mucho menos debería asistir a tal simulacro televisivo de los Hombres leyendo. Una juez no está para asustar con estadísticas punitivistas a una ciudadanía hastiada de una policía mal entrenada y sobreprotegida. Dejarse conducir por un leguleyo como Humberto López para representar en pantalla los intereses de un sistema político que ningunea a la justicia, resulta una postal totalitaria mucho más tremendista que las propias Pinturas negras de Goya.

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