Los buenos de nuestras malas noches

    «En el camino los taxistas se descostillaban de la risa con nosotras, había que oírlos reír en ese momento para darnos cuenta de que éramos realmente divertidas, valiosas, que hacíamos cosas buenas también.»
    Camila Sosa Villada, Las Malas

     

     

     

     

     

    Es ahora, veinte minutos pasada las dos de la madrugada, y no cuando el gerente le hizo señas, que Kiriam se despide del público de Swing Habana. Levanta el micrófono como si lo ofreciera a alguna deidad en lo alto y se dirige hacia el camerino entre aplausos. Va que estremece, algo agitada. La sigo como asistente detrás de la artista: tomo el dinero que le ponen en las tetas, el que se le cae al piso, el trago que le regalan y ya no quiere, el micrófono manchado con su labial rojo, rojísimo.

    Voy como hija detrás de la madre, más sobria, pero con mucha más torpeza, con el miedo de siempre, a quedarme atrás y perderme, a que se olvide que voy con ella, se vaya en el taxi y me deje botada. Un miedo, al fin y al cabo, a la orfandad y al abandono.

    —Hoy se hizo bastante dinero, ¿verdad? —Kiriam deposita su confianza en mí–. Tu madre está borracha —me dice y me mira con cara de fastidio y de resignación–. Guárdame bien todo el dinero.

    Me da su monedero, el celular, el bolso, la jaba con las propinas. Me da su cuerpo para que lo desvista.

    —Quítame esto rápido, qué calor —tose y se le siente un pito en la respiración—. Los zapatos no. Con estos mismos me voy para El Café.

    Salimos del camerino. Arrastro la maleta donde van sus zapatos, maquillaje y vestidos de los espectáculos. Ya nos vamos. En cuanto me ve, uno de los muchachos de Seguridad agarra la maleta y la baja hasta la entrada. Arrastro a Kiriam también; sacarla de ahí no es misión fácil. Depende del día y de su estado de ánimo. Algunos clientes y amigos la agarran del brazo para hablar, hacerle invitaciones, regalarle tragos, besos, o preguntarle si las tetas son de verdad.

    —Tócalas.

    —Tenemos que irnos ya, Kiriam. El taxi debe estar abajo.

    —Ah, miren, ¿conocen a mi hija? Esta es mi hija, miren qué bella, es escritora —me presenta, sonrío y repito, con mi voz de aguafiestas, que tenemos que irnos. Parezco la asistente insoportable que pone cara de fastidio cuando alguien la llama para una foto o para más conversación. Quien abre los ojos cada vez que le van a dar más alcohol o cuando le sueltan algún veneno que la hace explotar.

    Fiesta en un bar de La Habana
    Fiesta en un bar de La Habana / Imagen: Ismario Rodríguez Pérez

    Afuera, ya casi llegando a la escalera que nos conduce hasta la entrada, unos muchachos la abordan y le recuerdan la comida del jueves. Son unos estudiantes de la Escuela Internacional de Cine y TV que quieren que actúe en un corto para una tesis.

    El gerente la espera en el descanso de la escalera para decirle que todos los sábados es lo mismo, que una vez más se extendió, que tiene que acortar el show, terminar a las dos en punto.

    —Ay no estoy pa ti, Michel —le responde Kiriam y empieza a descender con cuidado. Me repite que está borracha.

    A mitad de escalera pregunta dónde cojones está su carro y da una palmada capaz de pulverizar aquello que se cruce en medio. Grita que le busquen a Jordy, su taxista, y las escaleras se estremecen. Todo tiembla cuando ella habla fuerte.

    Nadie sabe dónde está Jordy.

    ***

    Jordy y Kiriam comparten varias millas, no solo recorridas en carro. Estudiaron juntos desde la primaria. Son como hermanos. Al menos eso dicen. No hay cosa que, durante los viajes hasta Swing Habana, Kiriam comente que le haga falta y él no le responda que le va a averiguar esa semana o le va a resolver. Se avisan cuando encuentran un punto que vende pescado fresco, pollo a buen precio, aceite o cualquier otro producto esencial. Como hermanos, al fin y al cabo, sostienen una relación de perros y gatos. A cada frase de cariño le precede una de discordia.

    —No hables más y acelera esta pinga, tortillero, que vamos tarde. 

    –Ah, yo no te mandé a meterte diez horas maquillándote, qué fresco el maricón este.

    –Respétame, tortillero, yo no soy maricón.

    –Ay, no empieces, tú me entendiste —le dice y se voltea a explicarme—: Esta es el único maricón al que yo le permito estas faltas de respeto.

    Siempre hablan con humor o nostalgia de personajes pintorescos que conocen, antiguos compañeros, de lugares a los que solían ir, de cuando podían comer en tal sitio por tal precio, en otros tiempos «cuando no sabían lo felices que eran».

    ***

    —¡Jordyyyy!

    Jordy sigue sin aparecer y Kiriam se desespera. Nuestra siguiente parada habitual es en El Café Cantante del Teatro Nacional. Los sábados, en ese lugar, El Divino, un proyecto de arte y transformismo, presenta su espectáculo con músicos, transformistas y bailarines. Allí Kiriam no va a trabajar. Va a relajarse hasta cerca del amanecer o, como dice, a ver a sus maricones.

    Alguien en la puerta le dice que le pareció haber visto a Jordy llevarse a otros clientes.

    —De pinga el salao este —arremete Kiriam y enciende un cigarro. El portero se da a la tarea de buscarle otro taxi. Se acerca a unos carros del parqueo y regresa unos minutos después:

    —Madrina, aquel por mil 500.

    –No. Por mil mil 500 no. ¿Por llevarme de aquí al Café? Na.

    El hombre va una y otra vez del parqueo a donde estamos nosotras. Regresa con una propuesta de precio diferente. ¿mil 200?; no, por mil 200 tampoco; bueno por mil; tampoco, mi ahijado. Ninguna de las partes parece llegar a un acuerdo: el taxista se sabe dueño y señor de su carro; ella, imperturbable, como si no tuviera prisa ni le importara amanecer ahí, se termina su cigarro, verifica que sus tacones estén limpios y se acaricia la peluca.

    Siento que en cualquier momento el portero, cansado de ir y venir, mandará a todos al carajo, a mí incluida. Kiriam no para hasta que el taxista cede a llevarnos por 800 pesos. Aprende, me dice ella, lanza el cigarro, lo pisa y vamos hasta el carro.

    —Ah, pero mira quién es —exclama el taxista al verla—. ¡Madrinaaaaa!

    No exagero: tres de cada cinco taxistas conocen a Kiriam y pueden relatar con lujo de detalles el momento, la fiesta, el lugar donde la conocieron, adónde la transportaron, con quiénes, o alguna anécdota memorable. En algunas, ella se voltea cuando viene la mejor parte y me señala su oído para que preste atención y la ponga en su libro, si algún día lo escribo. No siempre se acuerda, pero se conoce. Sabe que hay una gran probabilidad de que el taxista cuente algo que la inmortalizará.

    Sus gestos suelen ser como los de quien se recupera, de a poco, de la desmemoria. En algún momento asiente, lo comienza a hacer más seguido, de pronto dice luzzz, y en cuanto escucha algún detalle singular, es como si lograra dar con la punta de un carrete de hilo, que entonces ella sola comienza a desenredar. Luego hilvana la historia a su antojo, con sus matices y recuerdos, hasta que un «¿ya te acuerdas?», la hará soltar de manera desenfadada y arbitraria, como solo sabe ella:

    —Claro que me acuerdo, maricón, ¡cómo no me voy a acordar! ¡Arranca esto ya!

    ***

    No sé si por los años, aquellos años difíciles que siempre rememoran, las experiencias compartidas, el miedo, o el coqueteo que con Kiriam nunca falta, pero hasta el más apático de los taxistas termina diciendo «dale, vamos madrina». Todos son sus ahijados y ella su madrina. También los porteros, los de seguridad, los bartender, los meseros, son sus ahijados. Se podría decir que serlo no requiere de grandes esfuerzos, aunque, si los haces, sin dudas, el reconocimiento o amadrinamiento será inmediato, como un amor a primera vista.

    Para ser ahijado o ahijada de Kiriam se necesita lealtad, carisma, estar cerca, por ahí, cuando de pronto necesite un gran favor, de esos que la dejan agradecida eternamente, haber estado en un momento duro. A veces solo lo que necesitas es caerle bien. Eso sí: hijas, aunque tiene bastantes, y yo con la dicha de contarme entre ellas, no puede serlo todo el mundo.

    Cuando Kiriam habla de alguna de sus hijas lo hace con orgullo, como si nos hubiese parido o le hubiese costado muchísimo gestarnos. Su mirada, al mostrarnos, es la de una madre en cuya mente desfilan todos los sacrificios para darnos este tamaño.

    Kiriam en un show de transformismo en Centro Habana / Imagen: Denis Valdés Pilar
    Kiriam en un show de transformismo en Centro Habana / Imagen: Denis Valdés Pilar

    Una noche nos acompañó Brenda Liz, otra de sus hijas, de quien Kiriam siempre resalta que tiene una voz de diosa, que es la primera mujer trans cubana contratada para cantar, con su propia voz, no dobla. Kiriam le preguntó a un taxista cuánto le cobraba por llevarla a ella y a nosotras hasta la Casa de la Música de Plaza. El hombre venía con un muchacho más joven. Trabajaban en pareja debido a los asaltos nocturnos. El taxista dudaba. Los dos miraban al frente, a un punto lejano en la oscuridad de la calle, como pensándolo bien, contrariados, como si se debatieran en una de las decisiones más arriesgadas y de ella dependieran sus vidas, su dignidad o reputación.

    –Mira que aquí tienes tres mujeres brillantes –enfatizó Kiriam–. Yo no. Ya yo soy una vieja, pero estas dos… una es escritora y quiero que escriba mi vida, y la otra es la primera mujer trans cantante…

    Y siguió con la retahíla que suelta en cualquier parte y delante de quien sea, hasta que un día alguien le responda que le importan diecinueve acres de mierda. Como si a aquellos tipos, con cara de retorcijones de estómago, les interesara, o si saberlo fuera a relajarles su semblante. Lo único que ellos sabían era que tendrían a tres locas montadas en su carro. Daba igual qué tan exitosas fuéramos.

    No recuerdo por cuánto negociaron el precio. El taxista asintió y Kiriam nos dijo «dale, móntense, maricones». Ella se sentó delante, al lado del joven, y Brenda y yo en el asiento trasero. Durante todo el trayecto las tres reímos y hablamos entre nosotras. Por más ocurrencias que soltáramos, ellos no cambiaban sus rostros de inconformidad ni cruzaban una palabra con nosotras. Solo una vez en que Kiriam hizo un chiste, alcancé a ver por el retrovisor que el joven sonrió, pero con la misma volvió a su seriedad varonil.

    No hace falta ser adivina para saber que estaban incómodos. Repugnados, como nos gusta decir en nuestro lenguaje, cuando un «cheo» o cis-hetero está irritado o inquieto. Por mucho que se nos diga que son fantasmas nuestros, que son complejos, sabemos cuándo, el que está a nuestro lado, está repugnado con nuestra presencia. Y una vez que lo descubres, exageras los gestos, hablas más alto, más fuerte, para que se repugne más y se aleje. Hay un día en que empiezas a dejar de ser tú la que abandona los espacios para la tranquilidad y deleite de los demás.

    Cuando ya estábamos llegando, Brenda les preguntó si podían recogernos más tarde.

    —No, hermano —le respondió—, ya yo termino con ustedes.

    —Hermana —le rectificó Brenda ipso facto—. ¡Her-ma-na!. Con a. Con nosotras es todo con a. Aaaaaaa. Hermana, amiga, compañera, señorita, muchacha, ¿entendiste?

    —Ta bien, ta bien, disculpa.

    —Nos ha costado mucho llegar hasta aquí para que vengas y nos sueltes un hermano en un dos por tres.

    —Luzzz —dijo Kiriam—. Se ve que es hija mía.

    ***

    Algo ocurre cuando Kiriam llega a los lugares, como ahora a El Café. Todo el que está cerca de la entrada se paraliza unos segundos. Su presencia es imponente. Sobrecoge. Todo el mundo tiene que ver con ella cuando hace su entrada monumental. Además, hace lo posible para que todo el mundo tenga que ver con ella.

    Entramos. Hemos dejado la maleta y los bolsos en la taquilla. Aquí se viene a gozar sin preocupación. Saludamos a los amigos. Hay rostros que ya me son conocidos. Y si no, Kiriam me los presenta. O les dice: «Mira, pa que conozcas a mi hija, la que me ayuda en mis shows». No para de hacerlo. Nos sentamos en la mesa que han reservado ahijados suyos, y vemos el espectáculo. Por allí pasan otros ahijados, otras hijas, bugarrones de la vieja y de la nueva escuela a saludarla y a dejarle cervezas como ofrendas a sus pies. Maricones, travestis, transexuales, trans de variado tipo, pajaritas fuertes, putas, alguna que otra torta, hombres, mujeres y todo lo que hay entre uno y otro, e incluso lo que les excede.

    Kiriam se mete con todo el que pasa. Es el látigo de las pájaras atormentadas de La Habana. No obstante, con ellas siempre estará en las buenas, en las malas y en las peores; en la salud, en la enfermedad y también en el veneno, en la competitividad y en el conflicto, gestos que le han valido a más de una para sostener sus vidas, forjar su carácter y sobrevivir a la violencia de otros espacios.

    El Café, como otras fiestas y antros LGBTIQ que todavía no han sido capturados por el mercantilismo rosa, se me parece a los ballrooms de los años setenta y ochenta, donde las comunidades afrodisidentes sexuales de Estados Unidos iban a imaginar y a performar vidas vivibles. A olvidar por unas horas el infortunio, la represión y, como en los espacios de alcurnia, de alta sociedad, a lucir sus mejores galas e imaginarse en posesión de lo que, como sujetos subalternos, se les ha negado. Un lugar donde posaban los cuerpos abyectos, raros, desobedientes sexuales. Simulaban ostentar el estatus de la gente blanca, rica y heterosexual y hacían de la simulación, el excentricismo y la pose una declaración de intenciones, una burla que dejaba al descubierto la falsedad y las costuras del material del que ese mundo está hecho.

    Quizás El Café guarde más similitud con las casas y fiestas clandestinas de transformismo que hasta 2008 eran ilegales en Cuba. Muchas de las cuales terminaban en detenciones, golpizas y decomiso de equipos, bebidas, pelucas, maquillajes, vestidos.

    Aquí los pájaros y las travestis/trans venimos a reposar del mundo cis-heterocentrista, de las buenas costumbres y la moral blanca, a lucirnos, a caminar como si estuviéramos sobre una pasarela imaginaria en la que todos nos miran y nos gritan «¡dura!» Aquí las pájaras del bajo y mediano mundo de La Habana vienen a falsear, a lucir sus joyas, sus vestidos, sus monos, sus tetas, sus nalgas recién inyectadas. Tenemos a nuestras propias estrellas. Cada sábado desfilan y cantan La Lupe, Edith Márquez, Shakira, Rihanna, Lady Gaga, Whitney Houston, las aplaudimos y les lanzamos billetes como si estuviéramos en el mismísimo Zócalo mexicano o en el medio tiempo del Super Bowl.

    El Café es un verdadero desafío para los estudios queer. Aquí está la gente que no lee a Judith Butler, a Paul Preciado o a Foucault, ni les interesa. Si alguna de esas tres especies de deidades, que en materia de sexualidad y género siempre se mencionan, frecuentara esto aquí, u otro lugar parecido, podría descubrir la insuficiencia de sus contribuciones teóricas. Aquí de pronto nadie es hombre, aquí nadie es mujer, aquí nadie es heterosexual — o nadie lo es de manera inflexible—, nadie es cisgénero. Toda categoría está bajo sospecha hasta que se demuestre lo contrario. Aunque es un espacio profundamente para mariconear, las fronteras del género aquí están algo diluidas.

    Por los pasillos, en las mesas, en el área de fumar y en los baños —estos últimos, verdaderos paradigmas de baños unisex—, se escucha siempre un «¡qué vestido más perro, maricón!», «¡mira lo que me compró el bugarrón! o el yuma, ¡qué escándalo!» O una desenfadada recomendación de algún cirujano clandestino: «¿con quién te hiciste la nariz?», «¡qué bien te quedó!», «¿y el culo?, yo quiero ponérmelo, pero me da miedo, mira lo que le pasó a fulanita».

    La música está altísima y hay un calor infernal. Un calor merecido. El infierno allá dentro se ha adelantado, y con razón. Están todos los disidentes sexuales y de género, los depravados, los sodomitas, las rompehogares, las robamaridos, las transformers, los destructores de la familia y del diseño original, los fugados del régimen binario del género. Es un templo de la indecencia.

    —Es que hay un aire roto —explica un pajarito sabelotodo mientras sube los ojos al techo, los pone en blanco, se abanica y resopla.

    Avanza la madrugada y Kiriam y yo nos pasamos a la barra. Luego bailo, camino, interactúo. Allí me suelto un poco más. Me meto con los muchachos que me gustan. Para eso las cervezas ayudan. Kiriam me mira de reojo, buscando complicidad. Ahí está, en parte, su trabajo: una de sus crías aprendiendo a cazar. Me mira orgullosa.

    Un tipo borracho se me acerca y me dice al oído que qué linda soy, ¿qué hace falta para hablar contigo, nena? Me baila delante. Kiriam abre la boca. La próxima vez que se me acerca al oído, intenta besarme los labios y lo empujo. Está tan borracho que casi cae de culo. Se recupera y vuelve: 

    –¿Qué tú eres, hombre o mujer? Estoy borracho, dime.

    –¿Yo? Semáforo —me da por responderle como Cristina, la Veneno a una periodista en la serie. En ese momento todos a nuestro alrededor ríen muy fuerte.

    —Ya, en serio, mi linda, ¿qué tú eres? Si yo toco ahí —dice señalando para mis genitales y yéndose para los lados—, ¿qué me voy a encontrar?

    –Con lo mismo que tienes tú.

    Se aparta, levanta la mano en forma de fastidio, como niño a punto de dar perreta, y dice que eso es mentira mía, que lo estoy cogiendo para mis cosas. Kiriam a cada rato me toca el hombro; una sonrisita socarrona se desliza por su rostro. El tipo me sigue bailando delante y balbucea algo, como si le hablara a su propia ebriedad. Intenta besarme de nuevo y tocarme los senos. Le doy un manotazo y entonces me deja tranquila.

    Área de fumar de El Café Cantante
    Área de fumar de El Café Cantante / Imagen: Ismario Rodríguez Pérez

    ***

    Hay dos oficios que me llaman la atención. Uno es el de mesera y el otro el de taxista. Ya lo primero, a duras penas, lo he sido. Lo segundo no. Lo más cercano fue cuando trabajé de operadora para una agencia de taxi. Me dedicaba a tomar los pedidos de viajes, calcular el costo del recorrido según la tarifa de la agencia, proponérselos a los clientes y buscarles un chofer de la agencia que le interesara la carrera. Duré lo mismo que de mesera, poco más de un mes.

    De todos modos, creo que ser mesero o taxista son los oficios ideales para quienes nos dedicamos a escribir. Las historias se nos regalan gratis. Yo, en operación inversa, aprovecho la locuacidad de los taxistas de La Habana para meterme en sus vidas y escuchar lo que siempre tienen que decir sobre la de clientes anteriores. En estas idas y venidas nocturnas de fiestas, bares y shows con Kiriam, he conocido a incontables taxistas amigos suyos.

    —Cuéntale cómo nos conocimos.

    Había sido policía. Una noche que estaba de servicio, lo habían mandado a acosar a las travestis trabajadoras sexuales que hacían su ronda en 5ta Avenida. Al llegar lo que vio fue un mujerón de espalda y le dijo a su jefe por teléfono que ahí no había ninguna «loca».

    —Mi jefe me dijo acércate y mírala bien, eso es un tipo. Y bueno, me acerqué y en ese momento, tú sabe, confundir a un travesti con una jeva no pasaba por mi cabeza. Le pedí el carnet. Ahí empezaron los problemas, cuando le dije el nombre del carnet. El caso es que forcejeamos, la amenacé, me la llevé para la estación, la metí en el calabozo. Al otro día cuando la saqué, me dijo que tenía que dejarla en la puerta de su casa, si no la dejaba en la puerta de su casa me iba a armar un escándalo o a mear la patrulla, bah, pa qué contarte. Al final la llevé hasta su casa. Tiempo después me fui de toda esa mierda, entregué mi uniforme y mi chapa.  Y mírame ahora, llevándola… pero al KingBar, las vueltas que da la vida.»

    Otro día que salimos de Swing Habana, fuimos hasta 23 en busca de un taxi. En el semáforo de 23 y 26, había un carro moderno esperando la luz verde. Cruzamos y de adentro del carro pronunció una voz:

    —Kiriam Gutiérrez Pérez.

    —¿Quién es este tortillero ahora? —me dijo. Las luces del carro nos daban en el rostro—. Espérate que este mismo nos va a llevar.

    Nos acercamos. Kiriam se dobló para asomarse por la ventanilla y ver quién era. Él se metió con ella, le dijo alguna grosería que no escuché bien. Traía dos mujeres jóvenes de semblante muy festivo en el asiento trasero.

    —Ah, pero mira quién es, el tortillero este —soltó Kiriam.

    No estoy segura de que ella haya recordado quién era, pero que la conociera era suficiente para pedirle: «mi ahijado, llévanos a mí y a mi hija hasta El Café». El tipo le explicó que debía llevar a las muchachas de atrás a una fiesta. Con la misma les preguntó si les molestaba dejarnos en El Café. Ellas respondieron que no, para nada. Estaban impactadas con la majestuosidad y las tetas de Kiriam. Se las querían tocar.

    —¿Son de verdad? —le preguntaron cuando ya estábamos dentro del carro. Kiriam delante, al lado del chofer, yo detrás con ella.

    —Claro que son de verdad, maricón —les dijo y se las sacó.

    Otro taxista, uno negro bajito que yo bauticé Mayito, porque tenía cara de apodarse así, dice que desde que Kiriam se puso las tetas siempre se las ha visto afuera. Tu madre es una exhibicionista, me dijo una noche mientras me llevaba a mi casa, y se echó a reír. Ella le había advertido, como siempre hace con todos, que me dejara en la puerta de mi casa, que me cuidara, que ella me iba a llamar al día siguiente en cuanto diera el sí y si me había pasado algo era mejor que él se desapareciera.

    —Coño, qué pasa, madrina.

    «Yo conozco a tu madre hace más de 20 años, alguna que otra vez la llevé a fiestas y eso, a la discoteca Karachi, al Echevarría… tiempos duros de verdad, no ahora, los gay y los trans de ahora han cogido ya todo bastante fácil… Tu madre era una muñeca, flaquita así como tú, engañaba a cualquiera. De hecho, una vez en una descarga con un yuma por varios días, el yuma no sabía nada, según me contaron, y cuando llegó el momento de lo que tú sabes, y que ya no pudo embarajar más la jugada con que tenía dolor de cabeza, jeje, creo que se le esfumó al yuma. Ya no recuerdo bien la historia, pero ya no sabía qué inventarle. Ella hasta le dijo al yuma que había caído con la regla, qué maricón más mala esa Kiriam».

    Un taxista es una persona con un oído muy fino. Es un repositorio de las historias de la ciudad y sus gentes. Un taxista de los nuestros, de los que nos llevan y traen, siempre tiene algo que contarte o preguntarte. Es un animal ávido de historias que luego narra como propias, un sacerdote de la narración oral. Conoce los lugares y secretos mejor guardados de la ciudad. Sabe dónde se puede degustar de unas pizzas chorreantes de grasa, tostaditas por los bordes, como las de antes. Sabe a qué bar no hay que ir, te recomienda lugares, precios justos, te dice dónde la comida es malísima y dónde te tratan como a un perro.

    Con un poco de suerte, te enteras quién es el verdadero dueño del restaurante que están construyendo en tal sitio o del bar aquel, testaferros de quién o quiénes, y puede que te sorprenda: a que tú no sabes quién iba mucho a tal lugar, ¿quién?, adivina de qué familia, y acto seguido te da detalles de algún clan de apellido importante e innombrable, que conoce porque un amigo suyo o una mujer que tuvo trabajó en alguno de esos lugares.

    Aunque no te asombra, te enteras gracias a E., uno de los taxistas más fijos de Kiriam, de lo estricto que era Raúl Castro con la puntualidad hasta con sus ministros. Porque Luisito, un amigo suyo, fue chofer de un Ministro, y que cuando había reunión con el entonces presidente era mejor no llegar antes que hacerlo unos minutos tarde.

    —Si la reunión era a las nueve de la mañana, Raúl le ordenaba a los guardias de la entrada que no dejaran pasar a quien llegara así fuera a las nueve y un minuto. Luisito siempre me contaba cómo se ponía el Ministro cuando iban tarde: «¡Llévate la roja, cojone, llévate la roja!», y Luisito le preguntaba por qué. «¡Llévate la roja! ¡Oye, tú no sabes lo que es un despacho tú pa tú con Raúl Castro!», le decía. Dicen que el General se ponía eléctrico.

    ***

    A las cinco de la mañana en El Café ya no queda nada por ver. Flota en el ambiente una angustia leve por la certeza de que pronto va a amanecer. Kiriam me agarra de la mano y me dice «vámonos». Está un poco más borracha. De camino a la salida, me tira su brazo por encima del hombro y siento todo el peso del Teatro Nacional.

    Afuera se mete con los taxistas que esperan. Algunos reaccionan con timidez, nerviosismo, uno que otro con algún gesto de bravuconería machista que se diluye ante la necesidad de clientes. Los que ya la conocen hacen chistes y comentarios para provocarla, les gusta buscarle la lengua. Ella les lleva cuenta a todos. Cada sábado les recuerda lo que le sabe a cada uno, y si no, se lo inventa, cuando algunos a esa hora que sale borracha, quieren matar el aburrimiento con ella. De tanto oficio y disposición en transportar pájaros y especies de todo tipo de aquí para allá, algo se les tiene que haber pegado, les dice.

    —Así que no me hagan hablar y búsquenme un taxi. ¿Dónde está Randy? ¡Randyyyyy!

    Randy es un buquenque. Un tipo negro, calvo, con un diente de plata capaz de alumbrar la noche oscura de las plumas y los tacones imposibles. Tiene toda la pinta de haber sido, en otro tiempo, organizador de ruedas de casino. Su función es mediar entre taxistas y clientes, buscarles clientes a los primeros y, en consecuencia, carros a los segundos. Por hacer eso le cobra una comisión al taxista. A Randy lo mismo nos lo encontramos a la salida de El Café los sábados, que en el XY, en el KingBar o los domingos cuando se acaba la fiesta de El Turquino, en el hotel Habana Libre.

    Randy le señala a Kiriam un carro que está bajo un arbusto. Camino hasta ahí. Ella se queda jodiendo con él y con los otros taxistas. Detrás de mí viene el que nos va a llevar. Blanco, bajito, algo de barriga; una barriga de complacencia.

    Pongo el maletín y nuestros bolsos encima del capó de su carro, el tipo me mira con un poco de intriga, pero hasta ese momento solo intuyo que me está escrutando bien, detectándome. Ahí hay que estar a la viva, supongo. En un lugar como ese debe haberse inspirado la primera persona que dijo que las apariencias engañan.

    Taxista afuera de El Café Cantante
    Taxista afuera de El Café Cantante / Imagen: Ismario Rodriguez Pérez

    Me da igual todo. Tengo sueño, ganas de llegar a mi casa, quitarme los tacones, dormir. El taxista me dice que apure a Kiriam, si no nunca nos vamos. Ella sigue dando guerra con los otros y con el público que se le ha congregado.

    —Tortillero, llévame para mi casa, pero primero dejamos a mi hija en Centro Habana. Después me dejas a mí en Playa —dice cuando finalmente llega hasta el carro.

    Es lo más lógico, por una cuestión de cercanía, sin embargo, el taxista prefiere dejarla a ella primero. Kiriam se le queda mirando y luego se echa a reír.

    —Qué clase de descarado eres, zorro —le dice—. ¿Te gusta mi hija, verdad?

    El tipo no responde, pero sonríe un poco mientras se hace el concentrado en el timón y en la carretera.

    —Fíjate lo que te voy a decir, ella es menor de edad —le dice y me guiña un ojo—. Si le pasa algo, tú verás. A ver, sácatela ahí.

    —Kiriam, ya, vieja, estás borracha, que pesá te pones. Yo nunca he hecho eso.

    —¡Sácatelaaaa!

    Cuando por fin dejamos a Kiriam en los bajos de su edificio, no sin antes dar toda su guerra necesaria, el taxista insiste en que me pase para el asiento delantero.

    —Oye, como se pone la madrina —me dice una vez delante y resopla.

    —Tú no sabes nada.

    –¿Y tú también eres travesti? —me pregunta al poco rato y le respondo que sí, luego de una larga pausa. Tengo la cabeza recostada entre el asiento y la ventanilla. Fríe un huevo y me dice a ver mira pa acá. Eso es mentira, que no lo parezco. Que lo estoy engañando. Enseguida recuerdo al tipo que horas antes, dentro de El Café, había venido con el mismo cuento. Es la noche de los confundidos, de hombres atrapados en el cuerpo de las equivocaciones.

    —Es que tienes voz de mujer, hasta manos de mujer —me río por lo que dice y él insiste en que es porque le estoy corriendo una máquina. Me pregunta cómo nos mantenemos así, femeninas, dice. 

    —Depende. Hormonas, tratamientos, genética, voluntad…

    Llevo un top que me hace más seno del que tengo y me pregunta:

    —¿Y ustedes qué se inyectan en los senos? Kiriam los tiene operados, pero ¿tú?

    —No, yo no. Me inyecto hormonas, una o dos veces al mes.

    Me pregunta si le dejaría ver una de mis teticas formadas por el estradiol. Le digo que por supuesto que no. Bastante caro que le ha cobrado a Kiriam por dejarla en su casa y por llevarme hasta la mía. Me dice que está bien, que en realidad él nunca ha hecho eso, que a veces quisiera, pero con una como yo. «Eso» es sentir curiosidad, atracción sexual o deseo por una mujer trans, por una persona de la llamada disidencia sexual y de género. Y con «una como yo» sospecho se refiera a una trans que no parezca del todo trans, que no luzca lo suficientemente masculina como para que le haga sentir culpa. Casi de inmediato pienso en la canción: qué es lo que hace un taxista seduciendo a la vida.

    —¿Tampoco me dejarías? —me pregunta. Enseguida suelta una carcajada y me dice que está bromeando. Tiene mujer, aclara. De hecho, recibe una llamada de ella: hablando de la reina de Roma. Le avisa que ya está haciendo la última carrera, que ya va para la casa. Cuelga y cuando ya estamos llegando, como para cambiar de tema, comenta: «ustedes tienen cada cosas», y se ríe como si recordara alguna anécdota en particular. Añade que se divierte mucho con Kiriam, aunque se pone como se pone. Afirmo con la boca y acto seguido me dice que somos muy malas, ni una teta le quise enseñar. Vuelvo a hacer el mismo sonido con la boca y le indico dónde debe parar. Ya llegamos.

    —Nos vemos.

    Le doy las gracias y, antes de bajarme, insiste en que yo lo estoy engañando, que yo soy una mujer «biológica». Le digo que si así se siente menos culpable, adelante. Claro que soy una mujer biológica. Ni que fuera de acrílico de ventanilla.

    –Mala.

    Hay una razón por la cual, a pesar de nuestra maldad y nuestro mal comportamiento, los taxistas nos esperan afuera de nuestros antros. Sales y ahí están ellos, como guardianes de nuestras noches. Se cree que tenemos mucho dinero, y en realidad a una buena parte del colectivo nos persigue un atraso económico como maldición estructural, pero pagamos bien por nuestra diversión y nuestros placeres. Y eso los taxistas lo saben. Un taxista, no ha de olvidarse, es un hombre de negocios.

    Somos malísimas y generosas al mismo tiempo. Fieles clientes, buena paga. Tenemos palabra: a tal hora aquí. Y saben, además, que pocas veces andamos solas. Siempre andamos en un combo o en bandada. En un mundo donde llorar y victimizarnos es lo que se espera, hay que politizar la risa, el baile y la diversión como hemos sabido hacer de sobra con el llanto.

     

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