La ciudad está muerta

    Si es sábado, y es 2018 de nuevo, visite la noche de la intersección de 23 e Infanta: la multitud allí reunida —chicas y chicos, pájaros, travestis, bugarrones y mujeres trans— probablemente no le dejen llegar a Malecón. Alguien le invitará a una cerveza o intentará seducirle. La cerveza le habrá costado poco más de un CUC cuc, barata, y la seducción podrá resolverse felizmente en un cuarto cercano. Hay decenas de ellos en solo cuatro cuadras y pueden cobrarte entre dos y cinco dólares por hora.

    La culpa de todo la tiene Barack Obama. Si volvemos otra vez a marzo de 2018, habrán pasado solo dos años desde que el presidente norteamericano posteara un «¿Qué bolá Cuba?» en su cuenta oficial de Twitter, dando a conocer su arribo a La Habana, como parte del proceso de normalización de las relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos. La isla parecía nuevamente un sitio de descanso ideal y dos años después de aquella visita alcanzaría la cifra de casi cinco millones de turistas. Con tanto yuma husmeando La Habana, la juventud no se quedó encerrada en casa.

    Si es 2018 de nuevo, salga usted al Vedado nocturno. En el punto de encuentro del mar y la calle 23 hay un sinfín de parejas felices —y no tanto, pues dicen que esa Cuba está de pinga para sobrevivirla— y decenas de guitarristas que armonizan la quietud de la costa habanera con un bolero cualquiera. Los vendedores de rositas de maíz y frituras de malanga hacen una impecable voz segunda a la noche, necesaria para picar mientras una botella de Añejo Blanco sea centro de mesa.

    Pablo Barrera canta «Coleccionista de canciones» y «Aléjate de mí», sabiendo que a su voz le queda poca claridad y perfección. Cuando Obama visitó Cuba ya Pablo se entregaba al salitre marino y al sereno nocivo del malecón habanero. Pero era la «pincha fácil», la que le daba uno o dos dólares convertibles por canción, pago directo sin mediación de empresas artísticas o representantes.

    Pablo salió del Vedado, llevando consigo su guitarra, antes de que el COVID-19 tomara posesión del Malecón y no hubiese clientes a quien echarles un bolero en el romance. Se replanteó dominar el flamenco, las coplas y bulerías, mientras las parejas abandonaban los amoríos acompasados por el mar y el añejo blanco, pues la plaga, y las restricciones gubernamentales para aplacarla, le ganaron el pulso a la tradición del ocio capitalino sagrado. Los yumas regresaron a su tierra y los jóvenes entraron a sus casas. Todo el mundo puso una mascarilla en su boca y rezó para que el virus no hiciera de la muerte una realidad televisada, pero tres años más tarde, ocho mil 530 cubanos jamás volverían a ver la noche ni el mar.

    Si es un sábado cualquiera de 2018 otra vez, por favor, vaya al Malecón a ver la sonrisa de una jovencita que acaba de recibir cincuenta dólares americanos de manos de un extranjero. Dígale que corra a llenar de comida su casa, que jamás volverá a cobrar lo mismo. Dele un abrazo a ese chico que abraza a su novio y dígale que espere solo unos pocos años, que podrá casarse aquí, en su propia tierra. Dispense algún billete a un guitarrista, cómprese ese paquete de rositas de maíz, atragántese con el Añejo Blanco. Pídale a Yemayá, la orisha dueña de los mares, que cuide a los más de 10 mil cubanos que, a partir del año siguiente hasta octubre de 2023, cruzarán sus aguas para llegar a la Florida.

    Si es 2018 nuevamente, siéntese en esa franja del malecón que se besa con la calle 23. Abrace ese sábado como si fuese el último. Mire al este y al oeste y memorícelo como el catecismo obligatorio de una era: hay una Habana que no será jamás la misma.

    Panorámica de la costa del Vedado
    Panorámica de la costa del Vedado / Imagen: Rixon404

    ***

    Pablo y mi amiga no se conocen. No tienen por qué. Ella es una artista extranjera que visita Cuba desde los noventa, y él es un músico peleador de los bares y centros nocturnos habaneros. La constancia de Pablo por reinventarse en el flamenco me recuerda la persistencia de mi amiga por integrarse en la dinámica social de un país indescifrable. —«Siendo yo extranjera, se me ha hecho más difícil incorporarme a la vida social, porque —y espero no te ofendas por lo que te voy a decir— la carencia del cubano ha hecho que basen sus relaciones con los extranjeros en el interés económico». Más de acuerdo no puedo estar. Esa es la calidez humana que recibe el turista mientras transita Obispo, un apretón caribeño que puede incluir sexo y que implora un billete, un favor o una visa, en nombre de una hospitalidad fantasiosa asumida como un mantra.

    Pablo sabe que, como la Habana, él no es el mismo. «No solo se me ha ido mucha gente cercana y eso ha marcado mi vida, sino que el Pablo que cantaba en 2018 no es el mismo de ahora. El de ahora tiene un punto muy fuerte, que es su proyección escénica». Eso puede constatarse cuando lo vemos actuar en cualquier bar de La Habana. Sea cual sea el bar, lo más probable es que Pablo haya tocado allí al menos una vez.

    Le ha soltado la guitarra a otro porque su instrumento principal es ahora la escena. Lo siguen —o los obliga a intentarlo, al menos— un bajo, cajón, guitarra y a veces piano. Sus músicos siempre tienen la sonrisa nerviosa que explica cuánta locura le cabe a su director. Pablo empieza la función inventando una razón por la cual canta flamenco: dice que su madre —Patricia, una de las mejores maestras de canto lírico en La Habana— le dio a luz en España y lo trajo acá bien pequeño, pero que ná, que él está esperando que ella termine los trámites de su ciudadanía para irse todos de nuevo a la madre patria.

    Pablo marca la pauta: en este show caben ficciones y sobrarán risas y complicidades. Luego cuenta la vez que le pegaron los tarros para terminar versionando la pieza de Bad Bunny o de reparto que se le ocurra a cualquiera en el público. Hace poco le gritó a una mujer: «Oye, mami, hazte la idea de que es sábado por la mañana y que vas a baldear la casa. Dime un artista que pondrías de fondo». La muchacha, alegre por la posibilidad de que su deseo y rutina sabatina fuesen pie forzado para la descarga, terminó rasgando aún más su voz junto a un emotivo y aflamencado cover de Marco Antonio Solís.

    A Pablo Barrera lo sigue mucho público, cubano extranjero, pero público con una solvencia económica por encima de la media nacional. Porque, claro, ¿qué otro se puede pagar salidas semanales a bares? ¿Varias cervezas a 350 o 400 pesos? ¿Quién puede cometer la atrocidad de comprar una pizza en 1500 y una malta en 200, mientras disfruta del artistazo en el que Pablito se ha convertido?

    Pablo intenta explicar ahora la nostalgia que le produce cierta foto. Justo en la entrada de un bar de la vieja Habana, una luz amarilla los abraza a los tres: a él junto a dos socios del barrio. Sus dos amigos lograron reunir para un trago en toda la noche. No es vergonzoso, es más bien heroico. Querían ver actuar al socio del barrio, el que jugó pelota y mataperreó con ellos cuando chamacos. Es, además, un acto de lealtad. Pero ya, será una vez. La lealtad de esa noche —700 pesos— le costó a los socios el 30% del salario mínimo mensual de un cubano. El Callejón de Pocito, la inmensa mayoría de socios que viven en él, no podrán seguir a Pablito en todas sus ocurrencias, y eso le duele, como a todo artista nacido en la calle.

    Mi amiga, que no me dice su nombre —porque si algo no ha cambiado en Cuba es la imposibilidad de hablar honestamente sin que sea riesgoso— sabe que ha podido integrarse al entramado de la vida social nocturna de La Habana precisamente porque no es de La Habana. Cobra en euros, los cambia a pesos cubanos, o más bien los vende —cada día más a su favor debido a la espantosa inflación—, y solo así consigue alguna que otra salida un fin de semana, algún que otro bar a la quincena. Pero la vida cultural y el esparcimiento nocturno se han vuelto trenes descarriados, de los que muchos habaneros han tenido que saltar de una vez y para siempre.

    Mi amiga fue testigo ocular de lo que el Estado llamó —irónicamente— tarea ordenamiento. A finales de 2019 aparecieron, sin mucho bombo, trece tiendas, en La Habana y en Santiago de Cuba. Se hablaba entonces de que, para mediados de 2020, finalmente tendríamos una sola moneda recorriendo la isla —el peso cubano—, y este cambio abrupto en plena pandemia logró una preocupación popular interesante.

    Estas tiendas abrieron con una característica especial: se dijo que en ellas podían adquirirse productos hasta este momento ausentes de la red de comercio nacional: splits, televisores, y muchos otros equipos electrodomésticos pesados y no usuales en la casa cubana común. Lo curioso es que allí se compraba mediante una transacción bancaria que fijaba un cambio virtual del dólar americano, del euro o de la libra esterlina. A este bitcóin cubano el Estado lo llamó moneda libremente convertible, por sus siglas, MLC. En el verano del 2020 oficialmente Cuba despedía el CUC y abrazaba el camino a la mayor inflación económica de su historia.

    Capitolio habanero
    Capitolio habanero / Imagen: Rixon404

    Los salarios se quintuplicaron. La voz de mando gubernamental ordenó que los precios no rebasaran el triple de su valor anterior, pero lo hicieron. Tres veces, cuatro, cinco, y algunos productos, debido a la escasez, se encuentran diez veces más caros que lo que costaban inicialmente. Primero llegó la escasez de productos a las tiendas en pesos cubanos, antes tiendas en divisa, y luego nos tomó por sorpresa la transformación: aproximadamente la mitad de los mercados comenzaron a vender solo en MLC.

    La escasez no fue más que una permuta. La canasta básica cambió de hogar y se alejó vertiginosamente del acceso del obrero. Los precios fueron moviéndose por las riendas del mercado negro. El peso cubano llegó a ser 50 veces, luego 100, luego 200 y hasta 250 veces más pequeño que un solo dólar americano, y esta proporción cambiante determinó cuánto costaría la reventa, en pesos cubanos, de un paquete de pollo o un litro de aceite adquirido en una tienda MLC.

    Tomarse cinco o seis cervezas, un día festivo cualquiera, se volvió cosa de locos o de adinerados. Una botella de ron, un sacrificio impronunciable. La bebida alcohólica se unió a la permuta y ya no se vendió jamás en pesos cubanos en tienda estatal alguna: solo en MLC o en cafeterías particulares. Posteriormente aparecieron las Mypimes, pequeñas empresas particulares con permisos más flexibles para la importación y comercialización de productos y servicios. En estas últimas —que ya sobrepasan las nueve mil- se obtienen productos básicos y similares, a precios relativamente iguales a los del mercado negro. La cerveza Cristal, que costara antes 50 pesos, aquí se pueden encontrar entre 200 y 250 pesos. Alfredo Herrera lo sabe, y aún le cuesta asimilarlo.

    «Antes de yo irme de Cuba podía sentarme con los socios míos y hacer una ponina y comprar una botella de ron. Ahí plantábamos el dominó sin mucho dilema. Pero cuando regresé, en febrero de 2022, ya nadie hacía eso. Los socios esperaban porque viniera alguien con mucho dinero o alguien de afuera. Yo compraba una botella de Wisky en 1500 o 2000 pesos en cualquier particular, y ellos me decían que estaba loco.

    «Esta última vez que estuve en Cuba me llevé a mi suegro al Tablazo, un restaurante que está en el Vedado. Yo siempre iba ahí. Antes me podía pedir un tablet por diez CUC, y ahora una cerveza me costaba 500 pesos y un tablet 2000. Ese día que volví a ir con mi suegro, te puedo decir exactamente cuánto fue la cuenta, ¡fíjate si me quedé traumatizado!, ocho mil 196 pesos. Nada, dos tablet y par de cervezas».

    Alfredo, como muchos otros cubanos exiliados, no reconoce a Cuba, mira La Habana a los ojos y no le resulta la misma. «La ciudad está muerta», dice, como si fuese el coro del hit parade del momento, un abrazo en el pensamiento de muchos millones. Pero es que no hay otra sonoridad en el habla de quien la visita o la habita. Mi amiga también se une al coro. «Lo que sí te puedo asegurar es que hay una tristeza sin par. Los costes de la vida social son muy exagerados. Esa Habana que se mostró en los años de Obama, con mucha actividad y mucha esperanza, ha desaparecido. Noto mucha tristeza, mucha soledad y, sobre todo, mucho abandono. Y me da mucha pena, pero dudo mucho que esa Habana de aquellos años vuelva a aparecer».

    ***

    En los años previos a la pandemia La Habana estuvo cerca de cierto despunte. Martín Caparrós llevaba mucha razón al llamarla «el resumen del fracaso, el lugar donde todo iba a ser y no fue nada». Parecía que iba a transmutar en otra cosa, más abierta al desarrollo económico de sus habitantes, más permisiva incluso en cuestiones ideológicas. La intentaron reformar también a golpe de una nueva constitución, que tuvo la osadía de pregonar la propiedad privada y los pequeños emprendimientos. La Habana, harta en nuevos restaurantes, bares y proyectos culturales, sonaba más alto y se acostaba a dormir aún más tarde. Parecía más un son que un bolero.

    Mientras sucedía aquello Lien Real se hacía madre por primera vez. El nacimiento de Andrea la retuvo bastante de su actividad social nocturna, pero solo faltó que la nena creciera un poco, para que ella pudiese —por el apoyo de amigos y familiares— echarse una salidita de vez en cuando. «Cuando Andrea nació, el padre de la niña y yo ajustamos nuestros gastos para que todo nos alcanzara, aunque yo tengo que reconocer que tenía el privilegio de tener un buen salario y la ayuda de familiares en el extranjero. Pero igual, no había restricciones para comprar pañales o toallitas húmedas, ni había que hacer inmensas colas», dice Lien.

    Cuando nació su segundo hijo —Enzo, el enérgico y creativo Enzo—, el gobierno daba el aviso de la llegada oficial de la pandemia a tierras cubanas. Enzo no supo de paseos en parques junto a su madre, pues las prohibiciones sanitarias eran inviolables. «La primera salida que hice con él fue al zoológico, años más tarde, y recuerdo que me dio un ataque de ansiedad terrible, porque pensé que estaba exponiendo a mi hijo al COVID. Empecé a llorar hasta que tuvieron que calmarme», cuenta Lien.

    Al rehacer su vida social, Lien ha dependido en mucha medida de una red de apoyo que entienda su ambivalencia como madre y mujer joven, y, cómo no, de que le queden ganas para tomarse un trago después del ajetreo por alcanzar un producto necesario para alimentar a los suyos.

    Aun así, trata de sacar el pie un sábado para tomarse una cerveza, a pesar de que el precio de un taxi de la Habana Vieja al Vedado pueda costar 150 pesos, el mismo precio de una caja de cigarros fuertes. Pero Lien se admite aventajada, en medio de una ciudad que ha ido cerrando el esparcimiento para sus habitantes, más aún para las madres, a quienes va desgastando entre una cola de cuatro horas para alcanzar pañales, y alguna nueva medida racionalizadora. «Oí ahora que los niños de tres años ya no tendrán derecho a culeros, como si esa fuera la edad obligatoria para que los niños dejen de hacerse pipí en la cama…», se lamenta.

    En medio de esta desolación absurda, se recuerda la noche habanera de aquellos años con una nostalgia innegable. El panorama cultural de aquel entonces, como muchas otras aristas, era alentador. La vida nocturna se abría como un colorido abanico, imparable. «Una tenía muchísimas opciones, y aunque el casamiento de los homosexuales no estaba aprobado aún, ya no eran los años noventa, donde teníamos que hacer fiestas en casas privadas, bajo el riesgo de que la policía te llevara preso», me dice Marian, una chica trans que trabaja en las oscuridades cercanas al Mercado Carlos III.

    Avenida Malecón
    Avenida Malecón / Imagen: Rixon404

    «Teníamos muchas discotecas gays: el Cabaret Las Vegas, el Caravalí, el Colmao, el Echevarría, Humboldt, el Café Cantante los sábados. La comunidad (LGBTIQ+) tenía mucha vida, también porque había mucho turismo. Después de la pandemia y de que los precios subieran tanto, ya eso se acabó. Nada más saca tu cuenta que cuando regresabas del Caravalí te estaba esperando el Ditú de 23. Cualquier cantidad de croquetas a 10 centavos y de refresco a 50».

    Los Ditú, pequeños puestos de alimentos y bebidas ubicados a lo largo de la ciudad, famosos por sus servicios rápidos las 24 horas del día, han desaparecido. Son un medidor exacto de una ciudad que ya no está, de una era que terminó.

    Marian está sentada en una esquina, y recuerda que años atrás la prostitución era mucho más rentable. Los gays lo saben, se prostituyan o no, y lo saben también las potajeras, sitios oscuros y alejados del centro de la ciudad, o derrumbes y malezas donde las personas LGBTIQ+ prefieren efectuar los intercambios de sexo afectivos. La Habana, quien jamás ha ocultado (ni a los heteros, por si alguno también quiere resbalar y caer por allá) estos sitios suyos, ha visto una disminución considerable de esta actividad. Cuesta más transportarse hasta ahí, y es mayor el peligro de ser asaltado en estas zonas.

    Se recorre el Parque de la Fraternidad —casa matriz de la comunidad LGBTIQ+ en la capital cubana— y se siente el nido vacío: los hijos y las hijas que mantuvieron la gloria y y el nombre de esta sede ya no están. Muchos en Rusia, muchos en Estados Unidos, muchos, lastimosamente, muertos en el mar. No hay siquiera combate por hacerse de un nombre a golpe de belleza o de presidio, es más sencillo destacarse ahora que la ciudad, como aula, ha quedado vacía. Chupar, 500; singar, mil, me cuentan, en un parque callado hasta la vergüenza, que no podrá emular jamás en bullicio aquellos años de la lucha por la aceptación y la igualdad. Un parque que donó decenas, casi cientos, de cuerpos para la mayor protesta por los derechos LGBTIQ+ en la historia de la Isla.

    Nadie preparó a La Habana en 2018 para la cantidad de hijos que despediría en los años siguientes, como tampoco le dijeron a Cuba que al celebrar los 504 años de su capital —los últimos de pura supervivencia arquitectónica—, más de 300 mil nacidos en ella la abandonarían luego. 

    Cubanos idos por Nicaragua, idos por el mar, idos para España, idos para México, para cualquier otro país de Latinoamérica o para Rusia, y la contabilidad tristísima de la fuga se refleja en un edificio multifamiliar cualquiera, donde ya plantar un dominó perdió sentido, desde que muchos de sus jugadores echan suertes en la lotería de Miami o se aglutinan en cualquier otra parte del mundo.

    Jonathan Formell, un joven músico egresado de las escuelas de arte, nieto del emblemático Juan Formell, los cuenta. De su grupo de colegas de la escuela, con los que metía las mejores jam session de sus años pasados, queda la mitad en Cuba. «Se fue el violín, el chelo, el clarinete, el socio que tocaba la percusión menor, una filósofa que andaba con nosotros, el novio, el DJ y la jeva, una profe de coro… ah, coño, el pintor Mandy. En fin, aquí quedamos nada más que como cuatro».

    Ricardo Acostarana también los enumera sin deseo alguno. Termina diciendo que de los cuatro que le quedan, dos esperan por el parole que extendió el gobierno de los Estados Unidos; uno, terminar sus trámites con una ciudadanía extranjera; y el último, un contrato de trabajo en Europa para el año que viene. Se detiene en el recuerdo de su «cuartel general», una farmacia del Vedado donde se reunían asiduamente. Una ponina de sesenta pesos cubanos bastaba para alcanzar una botella de Ron Ronda, y con ella echar la noche hablando de literatura o de cualquier mierda que saliera a flote.

    Las estadísticas no interpretan correctamente el drama. Le duele tanto a Pedro Sosa, joven narrador egresado de la Facultad de Comunicación, haber dejado la Habana de su periodismo como a la calle Cristo haber despedido a una de sus pájaras. A La Habana, desolada, inundada en bicitaxistas que suben cada vez más el precio del pedaleo frente a una escasez mayor de transeúntes, pareciera que le hubiese caído una maldición por fea y por vieja, y que una novia joven y sensual —una salida por Nicaragua, un programa de parole humanitario aprobado en Washington, un grupo de países con libre visado— ha seducido a su negro hasta consumar la traición. Pero llora aquí cada personaje, no se crea usted jamás que el beso final deja un mal sabor solo en una de las bocas.

    Bahía de La Habana
    Bahía de La Habana / Imagen: Rixon404

    ***

    El 11 de Julio del 2021 La Habana no fue la primera ciudad en llorar, pero quizás fue la que más alto lo hizo. Su gente pobló las calles, como nunca lo había hecho. Una retahíla de carencias insufribles, producto de pésimas políticas económicas, sacaron de sus hogares a cientos y cientos de sus hijos. Se rompió el silencio de muchas décadas, y el saldo fue de un muerto y centenares de presos políticos.

    La Habana se volvió ese día rebelde, protestó sobre sí misma, lanzándose piedras y partiendo cabezas. Se unió a otras muchas ciudades del país en un coro único, inconforme, inconfundible, disonante a los oídos del gobierno de Díaz-Canel. Ese grito ensordecedor aún resuena en los oídos de organizaciones de derechos humanos en el mundo, y es repetido, de forma más discreta, por políticos respetables de todas partes.

    Si se camina La Habana, una noche cualquiera, se puede pensar que a las doce perdió el encanto. La noche es símbolo de muerte en una ciudad que se esforzó en eternizarse sonámbula. Es la hora en que todo comienza a cerrar, pues ha estado abierto hasta tan tarde quizás por inercia. Las calles Obispo, San Rafael, Galiano, Reina, Infanta —por solo mencionar las más cercanas al casco histórico— tararean el recuerdo de lo que fueron. Sus lugares emblemáticos son un memorial al descuido. Esa Habana que no dormía ya no tiene bolsillo para pagar el Añejo Blanco de su desvelo.

    La puta que pudo irse lo logró. El negociante vendió la casa o reunió el costo del coyote. Las madres secan sus lágrimas desde este lado de la videollamada y repiten una y otra vez, ante una virgencita sorda, que una recarga y cien dólares mensuales no pagan ninguna distancia. La Habana se llora a sí misma en cada luz que se apaga más temprano, en cada esquina que no pone una mesa con un dominó, en cada hijo que reza cada noche por ser el primer aprobado para el parole el día siguiente.

    La calle 23 ya no besa al malecón con tanto frenesí, así como nadie aguarda el sábado como postre luego de la cena. Infanta se cansó de tanto pájaro y de tanta travesti y de tanto bosquejo de placer, y los guitarristas han ido abandonando el bolero y el salitre. Yemayá está más sola que nunca.

    La Habana es como la habanera que compusiera el alemán Kurt Weill, una Youkali que no existe. Una habanera escrita por un forastero, sobre una ciudad hundida en un delirio que no puede probar ahora que fue algo más que un sueño. «Es el país de los hermosos amores compartidos, es la esperanza que está en el corazón de los humanos, la liberación que esperamos todos para mañana».

    La Habana no tiene fuerzas para nada, menos aún para guardar rencor. Te perdona, si es que aún no ha muerto.

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