La gente memorable de la calle Cristo

    Vengo de un grupo particular cuyos miembros, de haber estudiado juntos, hubiésemos travestido a algún maestro o incendiado algún aula. No es importante cómo los conocí. Los pájaros volando nos topamos. Somos, desde hace años ya, una bandada multicolor altisonante, que no se junta para nada bueno y mucho menos para citas no documentables. 

    Voy a decir sus nombres, y lo anuncio con toda la pompa, porque casi nunca nos hemos llamado entre nosotras así. «Hermana» y «esta niña» son los vocativos menos injuriosos que nos dispensamos. Amed, Yoel Rainer y Lisandra: las tres son unas vulgares. Dicen más pingas y cojones que Chocolate MC drogado en una directa de Facebook, y no esconden ni el recuerdo de una paja, ni un grano ciego al lado del bollo. Pero son las tres vulgares más elaboradas y sinceras que he conocido. Si les das una copa de vino, puede que se les afrancese el acento. Pero si no hay vino, echan el ron de a litro, la saramascaya, en el primer vaso de la bóveda espiritual más cercana y se lo toman como si fueran albañiles después de fundir una placa. 

    Amed es la más correcta, la única de las tres que se deja crecer los pelos de la cara. Ha vivido sus 27 años en un amplísimo apartamento en los altos de la calle Cristo, entre Muralla y Teniente Rey. Esa, la casa suya y de Delma, su madre —un pájaro equivocado más—, se ha convertido, gracias a la seductora anchura, que nos seduce cual escenario, en nuestra guarida amada, en la escena de nuestros más lujosos crímenes artísticos y pajarezcos. Aunque Amed grita más que todas nosotras cuando se lo propone, porque es la verdadera tenor, creo que es la más comedida. Es la única que en ocasiones manda callar. En un aula hubiese podido ser jefa de destacamento. Fácilmente. 

    Amed / Foto: Marcos Antonio Fernández

    Un sábado carnavales o un miércoles sin gloria alguna cosechada, solo si es después de medianoche, puede empezar alguna borrachera nuestra. Luego de los primeros dos buches, a todas, menos a ella, nos importa muy poco la anciana que vive debajo. Bailamos siempre, y marcamos tan fuerte el paso que pareciera que anduviésemos buscando dejar huellas en la historia de la pajarería cubana moderna. «¡Aggayú!», nos grita Amed, y todas entendemos que estamos abatiendo el suelo con la tenacidad escandalosa del orisha dueño de los volcanes. «Ya mami, ya. No volverá a pasar», le mentimos descaradamente.

    Pero Amed, a pesar de sus intentos repetidos por llevarnos al orden, también se enamora del caos, de la bulla, del glamour de negra de calle Cristo que lleva por dentro de su piel harta en tatuajes. Sí, porque le dio por eso. Ahora se hizo una golondrina en la espalda. Grandísima. Le coge la espalda completa. Esa golondrina está a la vista solo para nosotras, sus amigas; nunca para la gente de la calle, ni mucho menos su público del Parisien o de alguno de los clubes nocturnos en donde habitualmente canta.

    Amed / Foto: Marcos Antonio Fernández

    Cuando Amed sube a los escenarios, se pone esas blusas de señora fina que no sabemos de dónde saca, una de esas subestimadas que caza en las más intrincadas ventas de garaje. Telas de terciopelo, con colores ochenteros y texturas repletas en encajes. Allí no se le ve la golondrina, ni ninguno de sus más de 20 tatuajes. En esos momentos solo se le ve una cosa, por encima de su talento y de 50 minutos de maquillaje. No encontré, sino en griego antiguo, una palabra para describirlo. Basileia: el reinado, y a su vez, la realeza digna de los dioses.

    Amed, en la escena, es regente del buen gusto y la elegancia. Se hace más alto desde la tarima, porque se yergue muy por encima de las expectativas depositadas en él. Mientras canta, preferentemente en inglés, se sabe deseado: por los hombres, por las mujeres, por los más rigurosos empresarios de la moda y por los primerísimos productores de la industria del pop. Inunda con su sensualidad la habitación en la que actúa, pero todos le miran, y saben que, como reina, es belleza solo de vidriera. Llega al do de la quinta octava como si la nota quedara a pocos centímetros de cualquier esófago, y lo hace con la misma galantería con que nos prepara café un sábado carnavalesco o un miércoles sin gloria cosechada, solo pasada la medianoche.

    Amed regresa del trabajo y lanza con un bello amaneramiento sus tacones de mujer. Caen en distintos lugares del cuarto. Uno de ellos, cerca de su ropero, que parece, más que un ropero, la aglomeración de perchas de un matrimonio heterosexual cualquiera. El otro, boca arriba, quedará esperando a un próximo fin de semana para que su dueño lo reclame, a menos que Yoel Rainel, su marido, o su mujer —aquí nadie sabe nada—, lo rescate para un travestismo casero.

    Yoel Rainel / Foto: Marcos Antonio Fernández

    Yoel, una vez deshecho Amed de toda la indumentaria nochera, asume telares femeninos del tan mentado clóset. Y es que sabe lo que toca una vez que me ha visto entrar. Son pasadas las doce, y es sábado carnavalesco o miércoles sin gloria alguna cosechada. Ahora ha de comenzar el verdadero show, y él, tan varonil en sus horas previas, dará paso a Lourdes o a otra cualquiera de sus alter ego señoriales. 

    Yoel Rainel, la Yoela, la iyawó, la despistada hija de Yemayá Azezú, es, de nosotras, la única dueña y señora de la segunda octava del piano. Bajo profundo de la Ópera de la Calle y de cuanto coro ha sido nómina. Cuando se apropia de un bolero de Elena, travestida en Lourdes, pero sin abandonar el pozo insondable que es su registro vocal, parece estar enferma, al borde de la muerte, de cubanía y musicalidad. Su voz segunda, inquieta, recorre los acordes de paso como si la melodía fuese un tren que tiene paradas cada dos semitonos.

    Yoel Rainel / Foto: Marcos Antonio Fernández

    Hay encima suyo demasiados trapos e improvisaciones, y ninguno de ellos desluce. Siempre, junto a Amed, nos obliga al baile, ya sea de un Alexander Abreu, de unos Guaracheros de Regla, o de cualquier retazo de Abbilona. A pesar de que no deja una noche sin conga, ni me priva del recordatorio de cuán mal hago el Chachá Locafún de Changó, ella, la que se hiciera santo el mismitico día que yo, en verdad es pausada. Muy pausada. Y medio alcohólica. Pero más que pausada, es loca y, como toda loca, dominante. 

    Impone su playlist y, previo a cada reunión, impone también el vodka con agua tónica antes que el Añejo Blanco. Entonces allá tenemos que ir todas las pájaras, bajar las escaleras de la casa de calle Cristo, sin despertar a la vieja de abajo, para comprar el dichoso vodka con la dichosa agua tónica, y regresar para verla, travestida de nuevo, doblando una personalísima «Salida de Cecilia Valdés». Con aquellos paños y plumas, y la voz grave de niño de Guanabacoa que le salió pájaro a la familia, a pesar de todos, se monta un personaje nuevo, ahí, en medio de la altísima sala de calle Cristo, y justo a la mitad de la primera botella de vodka. 

    Yoel Rainel / Foto: Marcos Antonio Fernández

    Nos reímos como se ríen las personas que fuman yerba, pero, sin perder el hilo en la obra de teatro, cada cual ocupa el rol que nos ha exigido la Yoel. Esta viene siendo muchas veces la actriz invitada, la niña prodigio o la anciana senil, aunque en verdad es la ideóloga de todo el programa de este sábado o de este miércoles, que, realmente, solo ha podido cosechar alguna gloria o tornarse aún más carnavalesco porque ha sido ella quien nos convocó a todas.

    En materia de género, la única «ella» de todos nosotros es Lizandra. La he dejado para última, como si de un caso de estudio se tratase, como si fuese la estudiante más indisciplinada de esta crónica. Lizandra, Lis la Cultura, Roro, Roberto, tiene tanto talento como tetas, y tan poca vergüenza como maldad.

    Lizandra / Foto: Marcos Antonio Fernández

    Es la mezzosoprano de la mesa, la hija adolescente que protesta y tira el plato cuando el padre dice algo inapropiado. Esta rubia de pelo corto y sentimientos largos es la actriz que perdimos cuando decidió optar por el canto. Lizandra, la mejor sopera de piquetes de Centro Habana, como le llamamos los músicos a los repertorios tradicionales cubanos para yumas que desanden la ciudad, tiene tanta claridad en la voz como en el alma, y se nos sale del plato en cuanto se le da el chance.

    Lizandra es Roberto cuando Yoel se convierte en Lourdes, Amed en una modelo anoréxica de Versace y yo en una locutora cubana de la década del cuarenta. No puede hacer otra cosa que no sea travestirse, y prometer un trompón a la que de nosotras pretenda quitarle un poco de su trago. Lizandra es, si nos posee el vodka con agua tónica y con furia, la pata que le falte a la mesa, o el tornillo que debe caerse para completar el desastre.

    A veces funge de mediadora cuando Amed y Yoel comienzan una crisis matrimonial no dramatizada. Pero, por lo general, se mantiene apegada a los objetivos principales de nuestras noches: cantar hasta que la calle Cristo nos denuncie, o hasta que una de nuestras cuerdas vocales se parta en dos. 

    Lizandra / Foto: Marcos Antonio Fernández

    Lizandra, en nuestros carnavales de miércoles con cara de sábados gloriosos, hace un «Mi mayor venganza», de La India, para aplaudir y mearse al mismo tiempo. Cuando dice «queal-pa-sar-de-los-a-ños» con cada dictado rítmico de la melodía, mueve su cuerpo como un pálpito, y va cayendo al piso, junto a esas dos inmensas tetas que parece que te pudieran aplastar. 

    En una ocasión que logré guardar en mi celular se le asomó un pezón oscuro a mitad de canción. Amed, Yoel y yo, ilusas, pensamos que riéndonos de su pezón fuera de guion la pondríamos en ridículo. Ella, como toda gran intérprete, y de acuerdo a su rol de niña más indisciplinada del aula, terminó sacándose la teta completa. No bastó y luego se sacó la otra. La muy ágil se vengó de nosotros enseñándonos aquellas dos tetas asquerosas, inmensamente bellas, tetas que han terminado siendo más nuestras que de su propia dueña.  

    Lizandra / Foto: Marcos Antonio Fernández

    Yo amo a estos tres maricones como ama Ota Ola el brete, o como ama Irela Bravo el secreto de su verdadera edad. Amo cómo destruyen el lenguaje, cómo lo homosexualizan. Está prohibido entre nosotros cerrar una frase sin un aumentativo, porque, al fin y al cabo, ¿qué somos los pájaros, sino una exageración? Una exageración de un delito, de un pecado. Un extremismo. No queda en nuestras bocas sustantivo sin feminizar, y atesoro los nuevos gerundios, los -anda, -ienda, con la misma tenacidad con que guardaré que, en Cristo, mis noches de miércoles de andar se volvieron sábados de Parisien, imposibles de documentar por los altos índices de deficiencia descriptiva del idioma español.

    Yo cumplo mi rol allí también, por supuesto. La categoría de «lo peor» sí que la ostento. Obvio que no ahondaré en los por qué. Si les preguntan a ellas, les dirán de todo. Me tienen una envidia que las carcome bollo adentro. Porque soy la más linda, obviamente, la más alta y virtuosa, la más célebre y, por supuesto, la más divertida. Cuando único son sinceras estas pájaras barriobajeras al hablar de mí, es cuando dicen que yo soy inmortal, porque me he empastillado tantas veces que es para que estuviera muerta cuatro veces ya; pero, nada, aprovechan ahí y vuelven con la cantaleta de que soy tan mala que ni la muerte me quiere.

    Yo soy la más perra del cuarteto Las Pentafónicas sifilíticas, o del cuarteto Las Sinfrénicas Parapinguísticas, ya ni sé cómo nos llamamos. Yo soy la que más tarde llega (y mejor vestida, por supuesto) porque soy la que más lejos de Cristo vive, en toda la semántica del sintagma. Soy también la que primero se marcha en la mañana, no porque vaya a singarme a ningún pepillo en maleza alguna, como siempre se empeña en la humillación mi hermana de santo, la Yoel, sino porque me meto tanto maquillaje que si me coge el sol de las siete de la mañana, me voy a quedar derretida en pleno Parque del Curita.

    Como sea, si no he sido memorable para ellas, en este texto les demuestro que jamás se me vistió de tanto carnaval un miércoles, ni un sábado de mis 30 años se llenó de tanta gloria como en su compañía. Para mí, y que les quede claro por si en uno de esos arranques de Yemayá Ashabbá me acribillo a pastillazos, jamás habrá lugares en mi memoria tan lindos como la casa de la calle Cristo, ni habrá vodkas más dulces que las repetidísimas salidas de Cecilia Yoela Valdés. Tampoco habrá pelucas mejor lucidas que las clases de maquillaje que me ha dado Amed, ni boleros tan lindos como las inmensas y libres tetas de Lizandra.

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