La Ruta de los Volcanes

    Leduán Flores llegó al aeropuerto de Santiago de Cuba sin tener un pasaje o cualquier otro documento oficial que asegurara su abordaje en un vuelo. Le habían enviado un correo electrónico con la hora a la cual debía llegar y poco más, y él había viajado desde La Habana solo con la esperanza de que todo estuviera bien.

    Le mostró esa poca información a un trabajador del aeropuerto y este le indicó que esperara en una sala, en la cual estuvo hasta la supuesta hora de salida indicada en el correo y un rato más. Un rato muy largo, mientras la habitación se iba llenando.

    No fue hasta la noche, cuando el resto de la terminal estaba casi desierto, que guiaron a todas las personas de esa sala hacia el pasillo de abordaje. Tras muchas horas de espera, Leduán se vio, en pocos minutos, volando con destino a Jamaica, donde haría una breve estancia.

    El aeropuerto jamaiquino también estaba vacío. Ahí les cobraron 100 dólares por persona, supuestamente para pagar su corta estancia en el país, pero tampoco recibieron nunca una visa de tránsito ni ninguna prueba oficial.

    Todo había sido demasiado extraño. Sin embargo, el viaje seguía su curso y Leduán estaba claro de que, mientras llegara a su destino, era mejor seguir órdenes y no hacer preguntas.

    Por suerte para él, a pesar de todo, el viaje estaba realmente coordinado y llegó sin problemas al lugar que sería el pistoletazo de salida para un viaje mucho más largo: el país de los volcanes.

    En 2019, se flexibilizaron los requisitos para obtener el visado nicaragüense por parte de ciudadanos de Cuba y creció exponencialmente el número de viajeros de la isla a ese país. Para mayo de ese año, Ana Carolina García, directora de Promoción y Mercado del INTUR de Nicaragua, declaró que, en esos tres primeros meses del año, unos cinco mil cubanos habían visitado su nación, mientras que, en todo el 2018, solo lo habían hecho 566.

    «Ellos son amantes de nuestros volcanes», dijo entonces García, relacionando el crecimiento de viajeros cubanos con supuestos fines turísticos. «Ellos no tienen volcanes, entonces es impresionante para ellos que nosotros tengamos ese volcán de lago de lava activo, y que lo pueden ver de cerca, que es una de nuestras fortalezas o nuestros productos estrellas en estos momentos».

    El 22 de noviembre de 2021, el gobierno de Daniel Ortega anunció que la solicitud de visado como requisito de viaje para los cubanos, ya facilitada por la anterior medida, sería eliminada. Para viajar, bastaría con comprar un pasaje y reservar cualquier tipo de habitación para pernoctar.

    Solo en diciembre de ese año, más de seis mil cubanos viajarían a Nicaragua.

    Para 2022, la cifra ascendería a decenas de miles de personas que, como Leduán, volarían hasta el aeropuerto de Managua para —como se popularizó decir en Cuba a modo de chiste—, «irse por los volcanes», una travesía cuyo objetivo no podría estar más alejado de los montes de lava.

    Los volcanes nicaragüenses están ubicados al sureste del país, mientras que la ruta de los cubanos va, como la del resto de migrantes del continente, en dirección norte, con la línea de meta en los Estados Unidos.

    Razones para irse

    El 30 de diciembre de 2021, Alfredo Ferreti llega a casa de su madre, en el municipio habanero Regla, donde Celestino, su hermano menor, empieza los preparativos para la fiesta de fin de año.

    —No puedo quedarme mucho rato —les dice—. Vine nada más para avisarles que me voy de viaje esta misma noche.

    Alfredo, en varias ocasiones, ha viajado a países de libre visado como Guyana para traer mercancía a Cuba y revenderla. Él siempre ha sido bueno para buscar dinero, desde niño. Era pésimo en la escuela, pero chapeaba patios y trabajaba en un agromercado donde, además de billetes, sacaba siempre alguna vianda.

    A Celestino, diez años menor, siempre le han contado que cuando nació, en pleno inicio del Período Especial en Cuba —una de las dos mayores etapas de escasez en el país desde 1959—, fue su hermano quien le consiguió las primeras malangas cuando la leche materna dejó de serle suficiente.

    Después la economía cubana fue estabilizándose y Alfredo, de adulto, tuvo todo tipo de trabajos. Trabajó en el grupo empresarial GEOCUBA, en puestos de viandas, crio al menos ocho decenas de cerdos para vender y fue taxista durante un tiempo, manejando para turistas que, sobre todo durante el mandato presidencial de Obama en los Estados Unidos, llegaron a Cuba por montones gracias al «deshielo» temporal entre las relaciones de ambos países.

    Así, fue mejorando la casita en la cual vivía con su esposa y sus dos hijas. Él mismo consiguió los materiales y arregló la vieja estructura de madera, la enchapó con placas de cinc y aluminio, le colocó un tejado de fibrocemento y fue resolviendo, para el interior, las comodidades que le fueron posibles.

    El 27 de enero de 2019, mientras caía la noche, estaba ahí con sus dos hijas pequeñas. La mujer había salido. Él veía televisión y las niñas jugaban. El ambiente estaba pesado, como si un silencio total se lo hubiera tragado todo fuera de la casa. Después empezó un ronroneo lejano, un ruido que se fue intensificando hasta parecer, primero, un motor, y después un avión o que se les venía encima. El cielo se convirtió en una llamarada sin fuego. Dentro de la casa, las paredes empezaron a crujir y retorcerse ante una fuerza tremenda que las embestía y lanzaba objetos como bombas contra las placas metálicas.

    Las niñas corrieron a la sala y él las abrazó. Las placas metálicas se fueron volando. Algunas tablas también. El techo temblaba y soltaba polvo y astillas. La pared del fondo cedió, se les fue encima. Alfredo lanzó a las niñas al suelo y puso su espalda para recibir el muro desprendido. Quedaron los tres enterrados por las tablas y la lluvia que lo empapaba todo, mientras el resto de la casa se iba volando o se destruía. Los equipos, los platos, la ropa… Todo. El tornado de La Habana los dejó sin nada.

    Más de dos años después, ese 30 de diciembre, Celestino y su madre acompañan a Alfredo a casa, aunque creen que solo se va unos días para traer cosas y vender. En parte, así ha podido volver a salir adelante. También regresó al taxi, ahorró algo de dinero y se hizo de su propio puesto de viandas y hortalizas.

    Pero el local era alquilado, la dueña decidió venderlo y él quedó en la calle. Por otra parte, la industria del turismo agoniza tras la pandemia de la COVID-19 y el inicio del mandato de Donald Trump en los Estados Unidos, pues este restringió la mayoría de las facilidades para viajar a Cuba establecidas durante la «etapa Obama». Con su principal renglón económico (el turismo) muy debilitado y en medio de una crisis económica mundial, la isla entra en una etapa de escasez similar o peor a la del llamado Período Especial. No hay comida, ni medicinas, ni combustible, y el gobierno, encima de todo, apuesta por un «reordenamiento» monetario que lleva a la economía nacional por el camino de la dolarización y abre las puertas para una inflación y una devaluación del peso cubano sin precedentes. En diciembre de 2021, el dólar ha aumentado su precio de 24 pesos cubanos a 72. Para 2023, costará más de 200 pesos.

    Producto de la deplorable situación del país, miles de cubanos salieron a las calles el 11 de julio de 2021 para protagonizar una serie de protestas sin precedentes en la mayor de las Antillas, y estas terminaron con una «orden de combate» emitida por el presidente Miguel Díaz-Canel en televisión nacional, un despliegue masivo de violencia policial y militar y un saldo de más de mil presos políticos.

    Cuando se abrieron las fronteras nicaragüenses para los cubanos, los millones de cubanos que no habían huido ya volando hacia algún país o por mar, en balsas rústicas, vieron la oportunidad de escapar.

    Alfredo es practicante de la religión yoruba, hijo de los santos Changó y Oyá, y estos siempre le han advertido que su única opción es siempre seguir hacia delante, sin parar, porque el día que se detenga a mirar hacia detrás, ahí acaba todo para él. Ahora, sin trabajo, habiendo perdido su última inversión y con la necesidad de reinventarse una vez más, está seguro de que «hacia delante», en este caso, significa: en otra parte.

    Antes de irse al aeropuerto, se despide de su hermano y su madre y se sincera con ellos:

    —Me voy para Nicaragua. Voy a subir hasta México y a tratar de cruzar para los Estados Unidos. Ya yo no regreso.

    Nicaragua

    A diferencia de la mayoría de los cubanos que han hecho la travesía en esta etapa, María Isabel no voló directamente a Nicaragua; consiguió la visa panameña, fue a ese país y luego subió en ómnibus y taxis como el que la lleva ahora, que se detiene en medio de una carretera bordeada de tierra y monte.

    —Hasta aquí puedo llegar —le dice el taxista—. Usted camine recto, no es muy lejos.

    Ella baja del taxi, camina apurada y llega al sitio donde unas pocas barricadas plásticas cierran la carretera. Costa Rica y Nicaragua se dividen ahí. Apenas los separan esos trozos de plástico. Una barrera endeble que, sin embargo, parece ser la mayor protección contra cruces en la zona fronteriza.

    A la derecha queda la oficina de inmigración para quien tenga los documentos necesarios y pueda cruzar legalmente. A la izquierda, se abre un camino ancho de tierra que bordea el muro protector construido por el gobierno nicaragüense. Por ahí, justo frente a la vista de los oficiales de inmigración, van quienes planean hacer el cruce de forma ilegal.

    El trillo es ancho. Está lleno de irregularidades y raíces de árboles finos que crecen muy pegados los unos a los otros. Cuando llueve, se convierte en un pantano con charcos gigantes que luego dejan la tierra fangosa y llena de altibajos.

    Hay mucha gente esta mañana. Gente limpia, sucia, con ropas nuevas o derruidas, gente que parece ser de la zona y otros que no, caminando hacia un lado o hacia el otro, cargando bultos, enormes jabas tejidas, o tirados en el suelo bajo la sombra, dejando descansar un rato las piernas de zapatos enfangados.

    El muro es un apilamiento de ladrillos grises sin recubrir, húmedos, llenos de moho, y todos siguen su borde como el camino de piedras amarillas del Mundo de Oz. Algunos vienen desde Nicaragua, ya sea regresando de un viaje rápido o llegando por primera vez (en los últimos años, muchos nicaragüenses han emigrado a su país vecino). Otros van en dirección contraria, como María Isabel, que avanza entre el resto de personas hasta el sitio donde la muralla se abre hacia la derecha y un mojón de cemento anuncia el empezar del territorio nica.

    Según datos de la International Organization for Migration, en 2022, más de 200 mil migrantes transitaron Costa Rica con la intención de seguir el viaje a la zona norte del continente, y solo entre el 23 de mayo y el 30 de junio de ese mismo año, cruzaron hacia Nicaragua más de dos mil.

    María Isabel lo hace ahora. Llega a un punto de control donde ondea la bandera nicaragüense y se coloca en una fila de varias decenas de personas provenientes de distintos países: costarricenses, dominicanos, haitianos, venezolanos… Todos esperan para conseguir el salvoconducto que, por un valor de 150 dólares, les permitirá transitar legalmente por el país.

    Cerca de las cinco de la tarde, le llega su turno a María Isabel. Paga, recibe el permiso y se reúne con el taxista que ya la está esperando para llevarla a un hospedaje. A partir de ahora, se supone que todo el camino esté planeado por quien la llamará en unas pocas horas para comunicarle que esta noche no podrá descansar.

    —No te me duermas, mantente lista, que te vas esta misma noche. Por ahí por la una de la mañana pasa alguien por ti —le dirá, en esa llamada telefónica, «el coyote».

    ***

    Cerca del mediodía, Nelson Álvarez llegó al cuarto del hostal que tenía reservado desde Cuba. Pocas horas antes había aterrizado en Managua luego de una escala de ocho horas en México que pasó, solo por tener pasaporte cubano, encerrado en una habitación diminuta donde no le permitían ni utilizar su teléfono móvil.

    En el hostal se bañó, comió algo y contactó por WhatsApp al coyote. Le envió su ubicación y una foto con su rostro y la ropa que estaba usando, y aquel le respondió: «Hoy deben llegar otros cubanos. Si llegan, te movemos hoy mismo. Si no, vamos a tener que esperar hasta mañana».

    Nelson no sabía prácticamente nada sobre el coyote. Lo había contactado una tía de su esposa desde Estados Unidos y a él casi no le habían dado información. Sabía que debía avisarle una vez estuviera en Nicaragua y poco más. Ni su nombre, ni cómo lo transportaría, nada.

    Se supone que las primeras personas en recibir el nombre de «coyotes» fueron quienes se dedicaban a guiar migrantes latinoamericanos por el desierto entre México y Estados Unidos, zona en la cual son comunes los coyotes reales, cazadores carnívoros y solitarios de aspecto similar a un lobo pequeño.

    Con el paso de los años y el crecimiento de las operaciones organizadas de movimiento de migrantes a través de la masa continental, se les llama coyotes a las personas que organizan las trayectorias desde cualquier país latinoamericano hasta los Estados Unidos.

    «Llegaron los que estábamos esperando, así que te vas hoy mismo», le escribió, al rato, el coyote de Nelson. «Por la noche pasa un hombre a buscarte».

    El hombre llegó un rato después de que se hubiera ido el sol. Preguntó por él en la entrada del hostal y enseguida lo buscaron. Los hosteleros de Managua saben cómo funciona el asunto.

    Nelson salió y se presentó. El hombre no le dijo su nombre. Era joven. Tenía un ojo torcido. Observó bien su rostro y su vestimenta, los comparó con la foto que le habían enviado a su teléfono móvil y le indicó que subiera a su carro. Pasaron por otro hostal, donde buscaron a una pareja de cubanos con un niño, y partieron rumbo a Jalapa, municipio nicaragüense ubicado al norte del país, justo en la frontera con Honduras.

    El viaje duró seis horas y el hombre mantuvo todo el tiempo velocidades superiores a 100 kilómetros por hora, a veces hasta 150, mientras movía su ojo bueno de un lado al otro de las calles y a la pantalla del móvil, donde todo el tiempo estuvo recibiendo mensajes de voz que le dictaban por dónde ir para encontrar el camino libre de policías.

    Cuando llegaron a Jalapa, se fueron alejando cada vez más de cualquier zona citadina. Las casas o edificios se perdieron y dieron paso a una carretera en medio de un monte y después a un camino de tierra desolado, hasta llegar a una casucha de paredes desnudas que se alzaba como un punto grisáceo en medio de la nada.

    —A bajarse, vamos —les dijo el chofer—. Aquí van a pasar la noche y mañana se van.

    Nelson salió del carro con el cuerpo entumido. Apenas pudo estirarse un poco y lo mandaron rápido al interior de la casucha, que más bien resultó ser un cuartucho.

    En el exterior, varios hombres pasaban el rato en hamacas con las fundas de las pistolas colgándoles del pantalón. Por todos lados había reguero. Cualquier espacio estaba cubierto por ropas tiradas, cacerolas, botas y otros objetos cotidianos que se mezclaban, de forma totalmente natural, con una escopeta por aquí o un rifle con mirilla telescópica por allá.   

    Dentro había alrededor de 40 cubanos repartidos en colchones sobre el piso. Casi todo el espacio estaba ocupado y la gente pasaba el rato, aburrida, tirada aleatoriamente como las botas y las cacerolas de fuera.

    La noche pasó tranquila, demasiado. También demasiado oscura, como si los bloques descubiertos de las paredes se tragaran cualquier vestigio de luz. Y entre algún ronquido sobresaliente, el siseo de los insectos y el temor de estar, por primera vez en su vida, a merced de un grupo de personas armadas, Nelson no pudo pegar ojo. Pasó horas que parecieron semanas observando la oscuridad, hasta que los primeros rayos de sol se colaron entre el final de los muros y el techo de tejas metálicas y los hombres de afuera los despertaron a todos.

    Desayunaron y se prepararon para el viaje. Los separaron en dos grupos de alrededor de veinte personas, cada uno con un guía. 

    Nelson fue en el primero. Tomaron un camino estrecho de tierra que pasaba entre un bosque tupido y varios cuadrantes de distintas plantaciones. Caminaron durante quince minutos sin detenerse y llegaron a una cerca rústica, apenas algunos troncos clavados con dos o tres líneas de alambre de púas, como las que se ponen en las fincas para controlar al ganado.

    Entre el sonido del viento y las aves, se coló de repente un ronroneo lejano.

    —¡Agachados, verga! ¡Agachados todos! —Gritó el guía.

    Todos se doblaron sobre la tierra mientras él les seguía dando indicaciones: «¡Por acá, por acá! ¡Ustedes allá!». Los escondió entre yerbas y pequeñas lomitas de tierra. Se ocultó también él. Pasaron cerca algunos carros. Nelson escuchó los motores, casi le pareció sentir la vibración en el suelo, como si estuvieran justo detrás suyo, pero en pocos segundos el ruido se disipó y, al parecer, también el peligro.

    —¡Pueden salir! ¡Vamos, no se me acalambren! ¡Salgan! —Volvió el guía—. ¡Vamos, mis perros! ¡Todos por acá!

    Levantó una de las líneas de alambre y todos corrieron hacia él. Cuando Nelson llegó, ya habían cruzado algunos. Pasó doblado y esperó en el otro extremo. Pronto hubieron cruzado todos y notaron que, medio escondidos entre árboles y matorrales, había un par de camiones cuyas partes traseras se asemejaban a jaulas para transportar animales.

    —En eso se van a la verga de acá —les dijo el guía—. Ríanse un poco, perros, que ya están en Honduras.

    Honduras

    La parte trasera del camión está totalmente descubierta. Sin techo o rejas protectoras, solo una baranda de madera a media altura ayuda a mantener dentro a las más de 50 personas que van de pie, apretadas unas contra otras.

    Pegado al borde, Leduán Flores mira el panorama nocturno de yerbas y árboles y plataneros silvestres. Las luces del camión permiten ver los metros más cercanos hacia delante y hacia atrás: el camino de tierra y piedras, sin pavimento, los matorrales pequeños a ambos lados y, un poco más lejos, a veces uno o dos metros de suelo nivelado y otras veces, casi a rente con el borde del camino, la oscuridad total del barranco que abre la boca para tragárselos en cada una de las muchas curvas cerradas. La altura de la loma no para de crecer. Tampoco el apetito del abismo.

    De todos los países centroamericanos, caracterizados por sus grandes lomas, montañas y volcanes, Honduras posee el territorio más montañoso y con mayor concentración de accidentes geográficos, alcanzando un promedio nacional de mil metros sobre el nivel del mar.

    Como es lógico, las zonas de grandes lomas y montañas son las menos industrializadas. Muchas veces apenas están pobladas. Son grandes extensiones de vegetación, aisladas y, por tanto, perfectas para el paso de migrantes ilegales que atraviesan este país en su travesía hacia los Estados Unidos.

    El Boletín Informativo número 7 del Observatorio de las Migraciones Internacionales en Honduras revela que, durante el año 2022, se llegará a registrar que más de 180 mil migrantes extranjeros habrán transitado el país, mientras que el Instituto Nacional de Migración hondureño revelará luego que, entre enero y septiembre de 2023, lo habrán hecho más de 308 mil.

    El camión que transporta a Leduán va muy rápido, brinca cuando pasa por encima de alguna roca en el camino. El viento de la noche le corta el rostro al joven cubano y le molesta en los ojos que no se quieren cerrar. Leduán se rehúsa a perder de vista esos pocos metros de suelo firme que lo separan de una muerte segura.

    Viene una curva. El camión la dobla a toda velocidad. Sigue recto, cada vez más rápido. Otra curva, otra. Una recta. Una piedra grande lo hace saltar por el lado izquierdo. La goma sube, cae pesada, suena como una bomba metálica entre la paz de la loma y la noche. Otra curva. El camión la toma perfectamente, sin bajar ni un poco la velocidad. Otra. La goma izquierda resbala sobre un pedazo de tierra floja y se corre, mueve todo el camión hacia ese lado. La goma aplasta los matorrales del borde, los supera, cruza al vacío, empieza a caer, el barranco sonríe y abre más la boca, Leduán pierde la vista del espacio seguro, solo ve oscuridad, la oscuridad inescrutable del fondo frente a su rostro, cada vez más cerca. La tierra y las piedras caen y son tragadas. Desaparecen. Se hacen parte de la noche.  Leduán cae apretado contra la baranda. Los demás caen apretados sobre él. Quedan con dos ruedas hacia la muerte y dos hacia la vida, van directo a ser tragados también, pero, nadie sabe cómo, gana la vida.

    La mitad afincada a la tierra logra mantener al camión en lo alto de la loma. Todos se bajan. Leduán todavía tiene el dolor de la baranda en el cuerpo y el de la oscuridad total en las retinas. Ayuda a los demás a halar el vehículo. Logran volver a colocarlo entero sobre el camino. Suben. El chofer arranca y siguen como si no hubiera pasado nada, avanzando sobre un país en el cual, en 2022, murieron mil 697 personas producto de los casi 13 mil accidentes de tránsito ocurridos.

    ***

    Nordys Torres levanta una pierna. La posa lo más adelante posible. Eleva la otra. Da una nueva zancada. Le arden los muslos, los glúteos. Se le resienten las caderas. Los pies se le encajan en el fango hasta encima de los tobillos y tiene que extraerlos para dar un paso y otro y otro, mientras la lluvia, incansable, lo empapa y le entra en los ojos y la boca, que se mantiene abierta porque jadea más de lo que respira.

    El grupo es grande. Quienes pueden se adelantan y él, junto a otros, va quedando atrás. En la adolescencia era enérgico y musculoso. Hacía ejercicios, bailaba mucho. Menos de diez años y una moto eléctrica le bastaron para volverse sedentario y ganar unos kilos que le pasan factura mientras intenta avanzar en medio de este monte hondureño, con los pies pesándole más que la cabeza y la mochila llena de bultos a la espalda, bajo los embistes de la tormenta tropical Julia.

    Julia alcanzó su máxima fuerza en Nicaragua y ha perdido potencia desde entonces, pero aun así continúa provocando desastres en el resto de países centroamericanos. En Honduras ha provocado lluvias muy superiores a la media e inundaciones a todo lo largo del país, por lo cual el gobierno declaró una emergencia nacional con alerta roja en diez de los departamentos del país y amarilla en los otros ocho. Una vez acabe su paso, la tormenta dejará un saldo de 22 fallecidos, 23 mil personas evacuadas, más de cuatro mil viviendas dañadas o destruidas y más de 188 mil personas afectadas, y ahora Nordys se abre camino bajo sus vientos y sus precipitaciones exageradas.

    Cuando cruzó de Nicaragua a Honduras, al grupo de Nordys lo dividieron en varias camionetas. La lluvia ya estaba recia y el suelo era puro fango. Subieron y bajaron varias lomas muy altas, llenándose del lodo que las gomas de los vehículos despedían por todas partes, hasta llegar al cruce de un riachuelo que se había alimentado de las aguas precipitadas para convertirse en un pequeño río, imposible de cruzar en auto.

    —¡Va a haber que caminar! —gritó uno de los choferes.

    —¡Vamos, vamos, abajo! —los apuraban.

    Nordys saltó de la camioneta y cayó en un mar de lodo. Se le salpicó el pantalón. Todos se salpicaron. Con cada salto llovía fango. Los carros iniciaron el rodeo necesario para recogerlos del otro lado y un par de guías se quedó con ellos para instruirlos en el cruce del río.

    El agua no les llegaba a las caderas y tampoco tenía una corriente preocupante, pero había frío y en el grupo iban niños. Entre ellos, una pequeña de un año que iba en los brazos de su padre.

    Más allá del riachuelo, el camino, bordeado de plantaciones de maíz, se alzaba hasta transformarse en una loma no muy alta y, sin embargo, sumamente complicada por la tierra mojada y resbaladiza. Algunos tuvieron que doblarse, clavar las manos en el fango y escalar a cuatro patas. Otros cayeron, rodaron y tuvieron que escalar otra vez, y volvieron a caer y volvieron a rodar y acabaron con tierra hasta en el fondo de las orejas.

    La bajada fue peor. La gravedad los halaba y el suelo era una pista de patinaje. El hombre que llevaba a la niña en brazos resbaló. Los pies se le impulsaron hacia el frente, se alzaron por el aire. Cayó de espaldas. El tiempo se ralentizó para todos. En segundos que parecieron años, el hombre se escurrió como por un tobogán hasta llegar a lo más bajo, y en otros que parecieron siglos, abrió los brazos y comprobó, para alivio de todos, que a la niña no le había ocurrido nada.

    No habían terminado de digerir la escena cuando el celular de uno de los guías comenzó a sonar. Lo tapó con sus manos para protegerlo del agua y respondió la llamada. Nordys escuchó algunas palabras sueltas: operativo, policía… No hacía falta nada más.

    —¡Vos sos! —Le grita el guía al teléfono, y después al grupo—: ¡A correr! ¡A correr, que viene la chepa! ¡Vamos! ¡Por aquí!

    Apenas pudieron ayudar a levantarse al hombre con la niña y se armó la desbandada por el camino y el maizal. Llovía fango por todas partes.  El roce de las plantas les raspaba la piel. Estaban fríos, agitados. Corrían contra vientos sostenidos de 30 millas por hora.

    —¡Vamos! ¡Por aquí! —gritaba el guía.

    Nordys intentaba seguirle el paso. También el resto de la gente, algunos de edades avanzadas o arrastrando a sus hijos para que alcanzaran una velocidad que les era imposible mantener por más de pocos minutos.

    El maizal se abrió de repente y salieron a un claro con una casa rústica de madera.

    —¡Aquí! ¡Entren! ¡Vamos, vamos!

    Abrió la puerta y la cruzaron de uno en uno. Se apretaron entre la penumbra húmeda del interior. Estaban todos mojados, llenos de lodo, y la casucha los protegía de la lluvia, pero crujía y amenazaba con desparramárseles encima ante cada soplido de Julia.

    La espera se extendió por unas tres horas, hasta que llegaron las camionetas y pudieron seguir su camino entre los montes hondureños. Otra vez lomas arriba y abajo, por caminos intrincados y estrechos llenos de barrancos potencialmente mortales.

    Avanzaron varios kilómetros, pero los caminos cada vez estaban en peor estado. Ya ni siquiera hacía falta un río para destruirles la vía. La tierra se había humedecido tanto que las gomas de las camionetas la removían y se hundían en lugar de avanzar. La caravana se detuvo una vez más. Los guías y los choferes conversaron entre ellos y llegaron a una solución: sacaron algunas cadenas gruesas que llevaban consigo y las colocaron alrededor de las gomas de una camioneta.

    —Mujeres y niños vengan acá. Van a terminar la chamba aquí con nosotros —dijeron entonces al grupo—. Los hombres van a tener que seguir a pata. Sigan recto sin salirse de este camino. Caminen y caminen sin ahumarse el ayote, hasta que nos encuentren.

    Y se fueron. Los hombres del grupo quedaron solos, en medio de un monte, en un país del que no conocían nada, con los pies hundidos en el fango y las gotas de la tormenta cayéndoles como bloques de agua disparados por un cañón.

    Hicieron lo que les dijeron. Caminaron y caminaron y caminaron hasta este momento en el que a Nordys le falta el aire y no se siente las piernas. Y sigue andando. Todos siguen andando. Les pesa el cuerpo, la mochila, la ropa empapada y hasta el alma, y cada varios pasos uno saca algo de sus bultos y lo abandona a un lado del camino, para quitarse, por lo menos, unos gramos de encima.

    Nordys teme no poder conseguirlo, quedarse muy atrás y ser abandonado. Si no fuera porque el agua fría, de alguna forma, le adormece los sentidos, el cansancio le hubiera ganado hace tiempo. No tiene idea de cuánto le falta y, la verdad, es mejor. Lleva unos cinco kilómetros caminados. Si supiera que todavía no llega a la mitad del camino, probablemente se rendiría ahora mismo.

    ***

    Nelson Álvarez llega a una terminal de ómnibus en Tegucigalpa. Su viaje, luego de salir de las primeras lomas de Honduras, ha sido bastante bueno, recorriendo calles en vanes u ómnibus hasta la capital hondureña.

    Aquí recibe un ticket para viajar, supuestamente, de Tegucigalpa a San Marcos, pero en realidad nunca llegará a esa ciudad, sino hasta Aguas Calientes, desde donde cruzará a Guatemala.

    El bus sale cerca de las seis y media de la tarde. La mayoría de los asientos están ocupados por cubanos, como mismo estaba la terminal casi repleta de personas de la misma nacionalidad.

    Cuando llevan alrededor de una hora de viaje, el chofer detiene el vehículo al llegar a un retén policial. Los retenes en medio de las calles son comunes en estos países centroamericanos. Pueden estar ubicados una garita u otro tipo de estructura preparada oficialmente para funcionar como punto de control vial, o ser simplemente una patrulla detenida a un lado de la carretera que ordena parar a los vehículos.

    La puerta del bus se abre y sube un oficial. Se le ve serio. Uno no andaría en juegos con él solo de verle la cara, y mucho menos al ver la escopeta recortada que lleva consigo con la naturalidad del policía que lleva una porra colgada del cinturón.

    —Buenas tardes para todos —dice el policía—. Voy a necesitar que todos me muestren una identificación. La sacan y se mantienen en sus asientos. No quiero despije.

    Los pocos hondureños que viajan en el bus sacan su documento de identificación. Los cubanos, su pasaporte.

    El agente recorre la totalidad del vehículo, observando a distancia, pero sin pasar por alto ni uno solo de los documentos. Luego selecciona a algunas personas:

    —Vos, vos, vos… Bajen del vehículo, por favor, y se me mantienen allí hasta que diga que pueden subir.

    Los seleccionados cumplen su orden. Son, para nada de forma casual, solo los hondureños.

    —Ahora vamos a conversar nosotros de cómo es esta chamba —les dice el policía a los cubanos en el bus—. Es fácil: yo sé por qué están aquí y cuáles son sus intenciones. Si quieren continuar, van a tener que soltar las bolas. Son 20 verdes por cabeza. Si no, hasta aquí llegaron.

    El viaje es joven y casi todos cuentan todavía con la mayor parte del dinero dispuesto para completarlo, así que le pagan los 20 dólares sin mucha dilación y siguen su camino. No saben que este será solo el primer retén de un largo viaje en bus. Aún les faltaban cinco retenes y mucho dinero que soltar.

    ***

    Cuando Nordys ve las nuevas camionetas que los esperan en la lejanía, piensa que pueden ser un espejismo, como en esos dibujos animados en donde un personaje sediento se lanza contra un oasis en el desierto y acaba tragando arena.

    El cuerpo apenas responde a estas alturas. Arrastra los pies por dentro del fango en lugar de levantarlos. Ya no puede definir si el agua corriéndole por la cara es lluvia, sudor o lágrimas.

    Las camionetas resultan ser reales. Llega, las toca para asegurarse. Están heladas, húmedas, pero existen y puede entrar a la parte trasera de una y tirarse al suelo con las extremidades estiradas, casi desfallecido. Respira profundo. Ríe a carcajadas. ¡Lo logró! Increíblemente, lo logró.

    Pronto montan los demás y tiene que volver a recoger su cuerpo hasta convertirlo en un capullo para caber todos en el mismo espacio. Avanzan muy poco en estos vehículos, si acaso unos diez minutos. Llegan a una plaza abierta, rodeada de puro bosque, donde hay decenas de carros, camionetas, camiones, buses… Y una muchedumbre se reparte bajo la lluvia para montar en este o aquel medio de transporte.

    Su grupo es unido con miembros de otros grupos y los introducen en el remolque de un camión. Son alrededor de 100 personas.  El remolque es un cubo metálico completo. Si no fuera por unos pequeñísimos agujeros que dejan pasar algo de luz por algunas partes, estuviera herméticamente cerrado.

    Cuando se ponen en marcha, Nordys siente la velocidad y los movimientos del vehículo. Cae hacia delante, hacia detrás o hacia los lados según a dónde lo lleve la inercia. Todos van de pie. No hay de qué agarrarse. Solo se sostienen los unos a los otros por la apretazón tan cerrada que no permitiría caer a nadie. Todos están mojados, pero el calor humano no tarda en transformar el frío del ambiente en un horno dentro de la caja metálica. El agua de lluvia en sus ropas se vuelve una sopa caliente. Sudan mucho. El sudor se mezcla con el resto de la humedad y crean una cámara de vapor. Cada persona respira la respiración de los demás. Es molesto, asfixiante. No pueden ver nada hacia el exterior. Solo sienten. Sienten cómo suben y bajan y doblan en alguna curva, cómo tiemblan al tomar un bache y cómo, en un momento, el camión comienza a inclinarse hacia un costado, primero con lentitud, hasta terminar cayendo de lado estrepitosamente.

    Se desploman unos encima de otros. La caja metálica se llena de gritos y algún llanto infantil. Nadie puede ver nada. Los pequeños agujeros en el metal no permiten distinguir ninguna imagen, sin embargo, sí dejan entrar el agua. Por los orificios que quedaron debajo tras el vuelco comienzan a entrar chorritos para empezar a inundar el cajón. La desesperación aumenta. Las personas se golpean en medio de la cruzada de todos por escalar a lo más alto de la pirámide humana.

    De repente, la puerta se abre y empiezan a salir entre empujones. Nordys entra en la corriente de personas que fluye al exterior y pronto vuelve a encontrarse bajo la lluvia y los vientos huracanados. La piel se eriza por el cambio repentino de calor a frío. El camión está de lado sobre un riachuelo crecido y el chofer, un niño de 14 años, les pregunta si todos están bien y les explica que fueron volcados por una roca grande, oculta bajo el agua, y ahora entró líquido al tubo de escape y, aunque lograran enderezar el vehículo, va a ser imposible continuar.

    Otra vez varados, de pie, bajo el cielo que no parece cansarse de escupirlos o llorarles encima, quién sabe.

    Vendrán a buscarlos cerca de las 12 de la noche, en varias camionetas custodiadas por adolescentes de ojos rojísimos que chuparán porros de olor entre yerba y químicos, y cargarán cada uno una ametralladora.

    Los distribuirán en pequeños grupos por todas las camionetas y los llevarán a un hotel cercano a la frontera con Guatemala, desde donde por fin, al otro día, abandonarán Honduras, pero antes podrán bañarse, secarse y comer algo.

    De momento, todavía se está yendo la tarde y tienen que esperar al lado del camión hasta que todo eso ocurra, sin parar de mojarse ni un segundo, tras haber hecho aquel recorrido de más de diez kilómetros a pie y sin haber comido ni un bocado desde hace, al menos, 16 horas.

    Guatemala

    La Ratona camina deprisa, afincando bien las botas en el trillo de tierra abierto en medio del monte.

    María Isabel sufre la humedad selvática y no para de sudar mientras, acompañada de un joven que ha hecho la travesía con ella desde Nicaragua, le sigue el paso a la otra mujer.

    Cuando cruzó a Honduras, el guía de turno le entregó varios sobres con dinero. En cada tramo debía entregarle uno de esos sobres a una nueva persona que se encargaría de transportarla a un punto dentro del país. Los primeros fueron sencillos, en buses o taxis, pero en este último tramo, el del cruce, había desplazamientos de policías y debieron tomar un rumbo más intrincado.

    La Ratona recibió ese último sobre de dinero y es la encargada de cruzarlos a Guatemala. Al no poder tomar el camino más convencional, los trae por este camino de tierra aislado.

    El sudor empapa el rostro y el cuello de María Isabel. El clima espeso la envuelve como una brasa y los mosquitos le chiflan cerca y le pican la nuca y las orejas.

    El camino va subiendo de a poco, toma una rampita inclinada y se convierte, de pronto, en la loma descomunal cuya altura podía adivinarse desde lejos, pero no la inclinación de su pendiente, más cercana que lejos de los 90 grados.

    La Ratona trepa haciendo honores a su sobrenombre: afinca manos y pies y sube con la agilidad de una alimaña.

    María Isabel, detrás, sube con mucha menos ligereza. A veces le resbalan los zapatos. Suda más. Juraría que la humedad le pesa literalmente. Se le agita la respiración y la Ratona no para de subir y de subir y de alentarlos con que vamos, esto no es nada, apúrense, ya falta poco y suban, suban, suban, y los músculos se sienten pesados y luego duelen y luego arden y suban, suban, suban, hasta que por fin la masa de tierra para de crecerles en las narices y tocan la cima.

    Unos metros más allá, encima de la tierra rojiza, se alza un pueblito de casas despintadas. En una de esas casas pasarán la noche. Se supone que ya están en Guatemala.

    ***

    —¿Quién es esa gente? —Grita el policía desde la calle—. ¿A quién llevas ahí?

    —Son pasajeros, compa, nada más —responde el chofer.

    —¡Sho! Ni compa ni nada. Dime quiénes son de una vez.

    —Normal, pasajeros. Yo no quiero clavo, pero, ¿qué más quiere que le diga?

    —¡Dime de una vez o el que va a terminar pisado vas a ser vos!

    La discusión parece hacerse eterna y Nelson, en su asiento del bus, reza por que no se le vaya a truncar el viaje luego de haber cruzado dos países y faltándole tan poco para llegar a México.

    Apenas un día antes, cruzó desde Aguas Calientes, Honduras, hacia Guatemala. Lo hizo a través de un monte tupido por el cual cambió de país sin ni siquiera enterarse, sin cruzar una cerca ni nada parecido, y llegó a la finca donde unos carros recogieron a su grupo para llevarlo a donde pasarían la noche, en una casa del municipio guatemalteco de Esquipulas.

    Esta mañana, lo trajeron desde ahí hasta esta terminal para abordar el autobús en el que, se supone, irá hasta una zona cercana a la frontera mexicana.

    Pero el policía y el chofer siguen discutiendo y no parece que vayan a arrancar pronto.

    Ahora llega otra patrulla con un grupo de oficiales de uniforme distinto. Nelson no conoce cómo se dividen las fuerzas policiales guatemaltecas, cuál es la diferencia entre unos y otros. Quizás estos últimos son oficiales de inmigración, porque, al explicarles el otro qué está ocurriendo, uno de ellos responde: «Ok, nosotros nos encargamos», y aquel se muestra conforme.

    El oficial sube al ómnibus. Camina hacia el fondo del pasillo, casualmente justo donde está sentado Nelson, y le dice:

    —Déjeme ver el permiso que tenga para transitar por el país.

    Nelson no se atreve a decir una palabra. Solo saca su pasaporte del bolsillo y se lo entrega. El oficial lo hojea por unos segundos, mira con detenimiento una página, luego otra y se lo devuelve. Sale del vehículo y le informa a los demás que todo está en orden. El bus puede continuar.

    Pocos segundos después, avanzan por la carretera y Nelson solo puede reír para sus adentros. Su pasaporte tiene el sello de su salida de La Habana y un montón de páginas en blanco. Ni visa ni permiso para atravesar país alguno.

    ***

    Laura Rodríguez y su novio recorren también las calles de Guatemala. Su grupo, bastante grande, fue dividido en varios Vanes con entre 10 y 15 personas cada uno, y viajan a velocidad de persecución, aunque no parece que los persiga nadie.

    Se topan con un retén policial y, mientras en los tramos anteriores encontrarse un retén significaba soltar dinero, en este todo fluye con una organización increíble.

    El primer van frena. El policía saluda brevemente al chofer y este solo le dice: «Traigo a 13 del Cachorro».

    —Ah, perfecto. Continúen.

    No hace falta mediar más palabra.

    Lo mismo hacen los choferes de los otros Vanes y pasan como si nada.

    El camino está lleno de retenes, pero todos funcionan igual.

    Su recorrido acaba en la casa en la cual pasarán esta noche, donde los espera el Cachorro.

    El Cachorro es el coyote encargado de organizar su paso por Nicaragua y el cruce a México. Muestra una seriedad y una organización muy superiores a la del resto de los guías que han conocido hasta ahora. Al conocerlo, Laura comprende la diferencia de roles en el proceso.

    Si bien se le puede llamar «coyote» a la persona que te guía directamente en el cruce de una frontera o en la trayectoria para atravesar un país, los coyotes con los que los cubanos contactan en Cuba son más bien organizadores. Preparan el viaje de sus clientes utilizando guías y transportistas locales de cada región. Es así que en un bus o en una caravana de autos pueden encontrarse clientes de diferentes coyotes, que van en grupo por una zona, luego se separan y a veces vuelven a encontrarse más adelante o no se ven más en el resto de la travesía.

    El viaje de Laura tiene dos coyotes principales. Uno es el Cachorro en Guatemala, a quien le debe pagar mil 100 dólares por ella y su novio, pero él les pide una lista de todo cuanto han gastado hasta ese momento en retenes, comida y gastos comunes, y lo rebaja del total. El otro, a quien deben darle la mayor parte del dinero, está en México, y lo conocerán más adelante.

    ***

    El ómnibus ni siquiera tiene asientos. Así le caben más personas. Van cerca de 100, de pie, bien juntas y agarrándose de ellas mismas. No hay un solo tubo u otra cosa de la cual aguantarse. Las ventanillas van cerradas, no tienen permitido abrirlas, y se respiran encima como mismo se caen encima cada vez que el chofer dobla apurado una curva para no ser alcanzado por la policía.

    La patrulla los persigue desde hace algunos minutos. Encendió la sirena y el chofer subió la velocidad y así recorren la madrugada de estas calles guatemaltecas, en una persecución que puede acabar de cualquier forma.

    Nordys, en el ómnibus, choca contra las personas a su alrededor y reza tanto por que el chofer baje la velocidad como por que la aumente y la patrulla no los alcance. Su mente no puede elegir entre la muerte posible y la deportación posible.

    Se acercan a una intersección. El chofer no disminuye la velocidad ni para mirar hacia los lados antes de cruzar. La atraviesa como una bala y, justo detrás del bus, unos seis o siete carros aparecen por la calle cortante y se detienen en medio del camino. El frenazo repentino hace chirriar a las llantas de la patrulla contra el pavimento.

    El ómnibus sigue su trayectoria y los migrantes también. Nordys respira lo más profundo que puede en aquel espacio cerrado. Logró escapar de otra.

    ***

    —¡Llegamos! ¡Vamos, todos abajo!

    Nelson sale del trance en el que su mente había entrado durante el viaje.

    No sabe cuántas horas lleva encerrado en aquella jaula, en la parte trasera de un camión, con una lona por encima para mantener la carga cubierta. Él y el resto del grupo tirados en el suelo, en una especie de Tetris humano en el cual, cada cierto tiempo, uno mueve un brazo o una pierna para encajarla en otro sitio y cambiar la posición cuando esta empieza a molestarle.

    Salen de la jaula en un sitio abierto, similar a una cantera, pero en lugar de gente picando piedra para extraer algún material, hay migrantes esperando para ser transportados.

    A él y a los demás de su grupo se los van llevando de a poco en carros medianos, cuatro o cinco como máximo en cada viaje. Los llevan a un hotel ubicado en la zona de El Ceibo.

    El Ceibo es una región dividida en dos. La misma zona, con el mismo nombre, está separada por la frontera de Guatemala con México, de modo que existe El Ceibo, México, y El Ceibo, Guatemala, uno al lado del otro y conectados por el río San Pedro.

    Nelson está muy poco tiempo en el hotel. Ni siquiera le alcanza para bañarse o comer algo. Enseguida transportan a quienes han llegado de su grupo en pequeños triciclos motorizados hasta la orilla del río, donde los esperan cuatro lanchas.

    El río San Pedro, si se le mira en un mapa, es apenas un hilillo azul entre el verdor de los alrededores. Cuando uno lo está atravesando, sin embargo, es una serpiente ancha de agua, rodeada de yerbas y con verdes imágenes montañosas de fondo. 

    Cualquier parte de su orilla es un perfecto «medio de la nada», y justo ahí encallan luego de menos de una hora de viaje: en medio de la nada, dentro del monte espeso, en un punto que, según el GPS de los teléfonos celulares, aún es Nicaragua.

    Poco tiempo después, aparece un camión para llevarlos hasta La Piedra. El camino es de puros árboles y herbazales. Ningún muro, ninguna cerca, ninguna muestra de haber cambiado de territorio. Al llegar al poblado de La Piedra, ya están en México.

    México

    En territorio mexicano, a Laura Rodríguez, su novio y las demás personas que han hecho el último tramo de viaje con ellos los montan en los remolques de un par de tractores enormes, con un máximo de velocidad que uno no imaginaría para ese tipo de vehículos.

    El primer tractor es manejado por un hombre de la zona. El segundo, en el cual va Laura, lo maneja su hijo, un niño de 13 años que carga, en su remolque, la vida de decenas de migrantes cubanos.

    Junto con los miembros del grupo de Laura, suben al segundo tractor tres personas que ella no había visto hasta ahora: dos hombres y una mujer. Visten ponchos y ropas tejidas de estilo originario centroamericano y la mujer es de piel tostada con ojos rasgados, así que Laura piensa que son migrantes de cualquiera de los países pasados, pero, cuando hablan, sobresale su acento cubano.

    Conversan bajito entre ellos y la mujer empieza a soltar lagrimones incontrolables. Los demás se preocupan por su estado y ella les cuenta:

    —A nosotros nos estafaron. Nos lo han quitado todo, hasta la ropa… No nos queda nada… —solloza, y sigue hablando—. Yo… Yo de lo único que me alegro es de no haber traído a mi hijo. Con lo que yo he pasado… me alegro de haberlo dejado —y rompe en llanto.

    En ese instante, paran los tractores para bajarlos a los tres. Los montan en unas motos, se los llevan y los tractores siguen su camino. Quizás sea lo normal. Puede que su viaje siga por otro lado. De cualquier forma, Laura no sabrá más nada de ellos.

    ***

    Alfredo Ferreti había tenido un viaje increíblemente sencillo desde Nicaragua hasta México. Casi todo el tiempo en buses y camionetas, no había tenido ningún contratiempo importante.

    Al llegar a Tapachula, se encontró con una ciudad atestada de migrantes. Organizaciones de derechos humanos que trabajan en la zona estiman que debe haber, por lo menos, entre 40 y 50 mil migrantes en esa ciudad, la más grande de la frontera México-Guatemala, esperando los salvoconductos que entrega el gobierno mexicano para avanzar legalmente hasta la frontera norte.

    Esta situación lleva años en Tapachula. A pesar de que cada día salen miles de personas, ya sea porque logran obtener el permiso o porque se van sin él, llega la misma cantidad o más, y se mantiene el tranque en la ciudad, donde el ambiente está cada vez más caldeado.

    Alfredo se informó y notó que, con algo de paciencia, le sería relativamente más fácil lograr un estatus de legalidad como residente mexicano en lugar de pelear con miles de migrantes por un salvoconducto, y, además, podría traer a su familia y cruzar todos juntos a los Estados Unidos.

    Decidió esperar en Tapachula. Encontró trabajo en un hostal y contactó a un abogado que, por tres mil dólares, le tramitaría su residencia con rapidez, pero el salario era una miseria que no le alcanzaba para sobrevivir y el abogado, tras cobrar el dinero, dejó su caso en el aire y desapareció.

    Todo parecía ir cuesta abajo para Alfredo, en un país desconocido, sin dinero y sin apoyo de ningún tipo, hasta que, buscando por todas partes, consiguió un trabajo un poco mejor como cocinero en un restaurante. Uno de los dueños del lugar, casualmente, era abogado, y tras conocer a Alfredo comenzó a ayudarlo con sus papeles sin desangrarlo económicamente.

    Además, Alfredo logró encontrar al otro abogado. Una prima asegura que hubo algún tipo de pelea, aunque no sabe más detalles. Celestino, su hermano menor, dice que no sabe cómo lo logró, pero el hombre le estaba devolviendo los tres mil dólares poco a poco.

    Como en una montaña rusa, toda su vida había parecido precipitarse al vacío para luego iniciar el camino al cielo.

    ***

    Laura ha pasado estos últimos días en una casona en un pueblo rupestre, casi sin poder ver a su novio, encerrada en un cuarto lleno de mujeres.

    Según les dijeron, al «patrón» no le gusta que se junten hombres y mujeres en la casa.

    Cada noche un grupo de personas sale de la casona hacia dos destinos posibles: Cancún o Mérida. Una noche se van quienes viajarán a Cancún, la próxima quienes irán a Mérida y así sucesivamente.

    Laura y su novio deben ir hacia el segundo destino para encontrarse con su coyote. La primera noche que estuvieron aquí, salió un grupo hacia allá, pero ellos no cupieron en el viaje. La segunda tocó Cancún. En la tercera deberían haberse ido, pero les dijeron que había algún problema y no salió nadie de la casa. La cuarta volvió a tocar Cancún. Esta es su quinta noche y por fin los sacan de la casa para iniciar el viaje.

    Se moverán en una caravana de tres Vanes. El primero es el denominado «auto bandera» y apenas lo ocupan el chofer y un copiloto. En el segundo va un escuadrón de hombres armados con los ojos inyectados de sangre y drogas. Y en el tercero, los migrantes.

    Todo el grupo no cabe en un solo Van y solo hay dos mujeres contando a Laura, así que llenan el tercero con los hombres del grupo y a ellas las suben al segundo, donde van los tipos cargados de pistolas y fusiles.

    Pasa tan rápido y los agitan tanto que, cuando Laura nota que su novio no irá con ella, y cuando él nota que ella no va en su vehículo, ya están en movimiento y no hay tiempo para réplicas.

    Atraviesan la noche a toda velocidad. Los hombres armados fuman. Se les notan los ojos rojos y brillantes entre las sombras, como demonios.

    Llegan a un primer retén y el carro bandera pasa sin problemas, el segundo también, pero, sin haber avanzado mucho, el chofer recibe una llamada.

    —¿Cómo que no los dejan pasar? —Le habla al teléfono—. Pinches hijos de su madre… Vamos de vuelta.

    Dan vuelta en U hacia el retén. Al llegar, el Van con el grupo de migrantes está detenido. Los policías se niegan a dejarlo continuar. El chofer del segundo carro se baja y le habla a uno de los oficiales:

    —¿Qué te pasa, wey? ¿Por qué no dejas pasar si sabes que esto está pagado, pinche cabrón?

    —A mí nadie me ha soltado nada —le responde el policía—. ¿Quién carajo es tu jefe?

    —No te voy a decir quién es mi jefe, chinga tu madre, tú lo sabes muy bien.

    —Yo no sé nada. Ustedes son los que saben cómo funciona la chamba y a mí no me han soltado nada. Dime quién es tu jefe.

    —Que no te voy a decir nada, hijo de tu pinche madre.

    En medio de la discusión, el carro bandera también había regresado y el chofer habla con alguien por el teléfono móvil. Cuelga la llamada y en pocos segundos suena la radio del coche patrulla. El policía pone pausa a la bronca para responder, mantiene una conversación corta a través del aparato y enseguida sale.

    —Discúlpenme, caballeros —cambia por completo su tono—. Todo fue un error. Por supuesto que pueden seguir.

    Los choferes vuelven a sus puestos y continúan la marcha. Avanzan unos pocos kilómetros antes de llegar a otro retén policial. Esta vez, el primer auto vuelve a pasar sin problemas y es el segundo al que detienen. El conductor avisa rápido a los otros y el tercer Van frena donde está, mientras que el primero regresa una vez más.

    Estos oficiales ni siquiera quieren conversar demasiado. Sin hacer preguntas, ponen los cañones de sus fusiles mirando al Van. Los hombres se bajan, desenfundan sus pistolas, les muestran sus propios fusiles y discuten con los policías, pero estos nunca les apuntan a ellos, solo al carro donde, apretadas al final del asiento, se mantienen Laura y la otra joven.

    A los policías no les interesa un enfrentamiento directo con los otros, un «págame o te mato» donde fácilmente pueden salir perdiendo. La situación es, más bien, un «págame o te destruyo la mercancía y todos perdemos dinero». Y la mercancía son los migrantes.

    Laura tiembla al verse cara a cara con los fusiles. Su acompañante es religiosa y no para de rezar. Fuera, los dos bandos discuten:

    —¡A mí no me han pagado nada, carajo! —Grita uno de los policías—. ¡¿Qué se creen, que se está aquí de gratis o qué chingada?!

    El chofer del carro bandera está otra vez conversando por su teléfono móvil. Esta vez, va directamente hacia el oficial y le pasa el aparato. El policía escucha a la persona del otro lado y automáticamente baja su arma. Los otros lo imitan.

    —Perdónenme —dice ahora con el rabo entre las patas—, es que a mí no me han dado un pinche peso. No tengo ni para un refresco.

    —Ni vas a tener —le dice el conductor del segundo Van—. No te voy a dar ni un peso para un café, mal nacido, porque tú eres un perro. ¿Cuándo van a entender que aquí mandamos nosotros, carajo? ¿Qué todavía no se la saben o qué? Vayan a chingar a su madre. 

    El oficial lo escucha en silencio, sin hacer ni siquiera un ademán de respuesta. Escucha y traga, nada más, y cuando el chofer se desahoga por completo, la caravana sigue su rumbo.

    Avanzan otro buen tramo sin contratiempos. Se suponía que irían a una terminal para tomar un bus, pero los retenes los han demorado, son cerca de las tres de la mañana y el bus ya es historia, así que los guías optan por un plan B: los llevarán a una construcción solitaria donde esperarán taxis para seguir su camino.

    El carro bandera desaparece cuando ya no hay peligro, cerca de la meta final. Los primeros en llegar son los del segundo Van. Solo bajan el chofer y las dos muchachas, y el hombre las lleva entre la oscuridad hacia el edificio solitario donde deberán esperar. Él va delante. Detrás, ellas arrastran los pies por la tierra para detectar piedras. Disimuladamente recogen algunas, por si acaso.

    El hombre se detiene de pronto y se gira hacia ellas. Abre la portañuela de su pantalón. Se saca el pene. Empieza a orinar y a reír. Moja toda la tierra con su orine y llena el ambiente de sus carcajadas y el olor asqueroso. Ellas aprietan sus puños alrededor de las piedras. Esperan el próximo movimiento de él.

    Se escucha un motor y pronto los iluminan las luces del último Van, que acaba de llegar. El hombre se guarda el pene y sigue caminando, sin perder la sonrisa.

    ***

    En Mérida, a Nelson Álvarez lo dejan en un hotel más cómodo que cualquier otro hospedaje que haya tenido en el camino. Tiene una habitación con aire acondicionado, un baño respetable, buena comida y muchos cubanos para conversar y pasar un rato agradable.

    En cuanto llega es visitado por su coyote. A estas alturas, la mayoría de personas ha tenido bastante contacto virtual con sus coyotes, pero Nelson apenas ha mantenido la relación básica de recibir alguna indicación de vez en cuando. Sin embargo, el hombre resulta ser también cubano y se muestra muy afable.

    —Aquí vas a estar dos noches —le dice—. Descansa, recomponte bien, y después te paso a buscar para llevarte a una de mis casas.

    Al tercer día, como le había dicho, se lo lleva. Tiene varias casas de seguridad, ubicadas en distintas partes de Mérida, y las llama por el color de sus paredes: la casa azul, la casa verde, la casa blanca… Son unas cinco. Nelson pasa por varias de ellas en el viaje en carro hasta la que será la suya.

    Ahí, encuentra alrededor de 15 cubanos más. El lugar está lleno de colchones por todas partes y tiene un baño y una cocinita donde ellos mismos cocinan lo que el coyote les trae cada día.

    En esta casa es donde Nelson debe pagar el resto del precio de su travesía, que ya comenzó a pagar en Guatemala.

    Por cuestiones de seguridad, casi nadie viaja con todo el dinero encima. Cada día, por turnos, el coyote los lleva a un súper mercado donde hay una oficina de Western Union. Sus familiares en Estados Unidos deben mandarle por partes alrededor de tres mil dólares, ellos los recogen y pagan.

    Durante la espera en la casa, el coyote tramita para cada persona un tipo de documento de dos posibles: o una visa falsa para el pasaporte o un documento de residencia también falso. Ambos son visualmente perfectos, sería casi imposible diferenciarlos de los reales, pero, si se hiciera una búsqueda rápida en el sistema, no aparecerían de ningún modo.

    Cuando tiene los documentos listos, el mismo coyote les compra ropa elegida por mexicanos, para que pasen desapercibidos, y los va sacando en grupos pequeños hacia el aeropuerto de Cancún, donde toman un vuelo hasta Ciudad de México.

    En lo que espera su visa y van marchándose quienes ya estaban cuando él llegó, Nelson pasa dos semanas en la casa, pero al fin llega su turno de irse.

    Hace un viaje sencillo. Lo dejan en el aeropuerto con el pasaje comprado, aborda el vuelo y llega a Ciudad de México sin ningún contratiempo, pero no todos tienen la misma suerte. A otros dos jóvenes de la misma casa, que se irán un día después, el coyote los mandará por otra modalidad de viaje: en lugar de un vuelo directo, deberán tomar varios vuelos con al menos dos escalas para llegar al mismo destino. «Es un poco más arriesgado —les dirá—, pero yo lo tengo todo controlado».

    Meses después, de pura casualidad, Nelson se encontrará a una de esos dos muchachos en los Estados Unidos. Ella habrá llegado gracias al nuevo sistema de parole para ciudadanos cubanos, venezolanos y haitianos, y le contará que en aquel viaje fueron detectados en una de las escalas y deportados a Cuba. Luego de eso, el coyote la bloquearía en las redes sociales por las que se comunicaban y nunca más sabría de él.

    En Ciudad de México, Nelson debe ir a una terminal de ómnibus especificada por el coyote y comprar ticket para un bus. Hay distintos niveles de confort y horarios para elegir, y el coyote fue específico en cuál debía tomar: tanto en cuanto a confort como en cuanto a horario. Supuestamente, ese el trayecto controlado por él. «Si te vas en cualquier otro es problema tuyo, pero yo no me hago responsable», le advirtió.

    Tiene que ser el recorrido de las 11 de la noche y cuando Nelson llega está agotado, así que compra un ticket para la noche siguiente y se va a un hotelito cercano para pasar la noche.

    ***

    El bus frena, se abre la puerta y suben los policías. Son muchos, están armados y llevan pasamontañas cubriéndoles los rostros. Comienzan a revolverlo todo. Gritan: ¡La plata! ¡Sáquenla toda! ¡Saquen todo el dinero que tengan! ¡Vamos!

    Tras haber llegado en avión a Ciudad de México, Laura abordó este bus con rumbo a San Luis Río Colorado. La escena no la toma por sorpresa. Estaba advertida de que en esta zona actúa un grupo de policías conocido popularmente como «Los Bandidos», que le arrebata a los migrantes cuanto dinero les encuentren encima, y a veces también objetos de valor.

    Ella trae sus billetes repartidos por distintos escondites: un poco en la cartera, otra parte en una rotura de su asiento y pequeños bultitos dentro de las almohadillas sanitarias que lleva consigo por si le cae la regla. Pero, más allá de cualquier previsión, resulta difícil imaginar el modo extremo, desesperado incluso, en el que Los Bandidos buscan dinero.

    Son hombres y mujeres por igual. Al subir al bus, se reparten a los migrantes por sexo: los hombres van automáticamente hacia los hombres y las mujeres a las mujeres.  Otros se mantienen en el pasillo, gritando y con las armas de fuego listas en sus manos para sofocar cualquier sublevación.

    Los encargados de requisar a los migrantes son extremadamente prolijos en su tarea. Mandan a abrir los bolsos, revisan los bolsillos. A un muchacho, que usa zapatos con suelas anchas, se las rajan a navajazos por si escondió algo dentro. La encargada de buscar dinero a Laura introduce una mano en su bolso. Lo revuelve todo. Se lleva los pocos billetes que encuentra y pasa al cuerpo. Le cacha los muslos a Laura, las nalgas, el abdomen. Sin previo aviso, la mano intrusa le atraviesa el escote y se mueve con tosquedad entre sus senos.

    Laura se siente aliviada de que ahí se haya detenido. A otra joven, a su derecha, le abren el pantalón, le introducen la mano por la faja del blúmer y la forma en la cual abre los ojos da una idea de la profundidad alcanzada por el dedo de la policía en su escrutinio.

    Los Bandidos terminan de revolverlo todo, se dan por satisfechos y abandonan el ómnibus.

    El chofer enciende el motor y continúa. Nada acaba de ocurrir. Hay quién se lamenta por haber perdido mucho dinero, hay quién llora, hay quién siente la vergüenza y la violación de su cuerpo y sus pertenencias. Pero todos siguen y ya. Nada acaba de ocurrir.

    Avanzan durante algunas horas más. Llegan a Mazatlán y el bus para otra vez. Ahora no es un grupo de policías cualquiera en busca de unos pocos dólares. Tampoco un grupo de policías bandidos ordinarios. Es «la migra», la guardia de inmigración mexicana.

    Un oficial sube al vehículo. Va asiento por asiento, seleccionando al azar, como personificación del destino, quién va a correr con suerte y a quién le espera la desdicha y la desesperación.

       –Tú, baja. Tú también. Baja. Baja. Tú, vamos…

    Casi todos los cubanos se encuentran en el exterior, rodeados de oficiales de inmigración.

    —Ahora todos me muestran todos sus papeles, sus permisos para estar en el país, lo que sea que tengan —dice el oficial.

    Sacan sus pasaportes visados, sus papeles de residencia, todos falsos, y el oficial ni se toma el trabajo de mirarlos:

    —No se me molesten, la verdad. Yo sé que todos esos pinches documentos son más falsos que la dentadura de mi abuelita, así que vamos a hacer lo siguiente: los machitos se me suben al bus y bajan todos los maletines. Las damas, andando por acá.

    Las lleva a un ómnibus gris de ventanillas enrejadas. Laura sube a esa prisión rodante y llora. Se imagina volviendo a Cuba luego de haber pasado tantos peligros y de haber perdido tanto dinero. No puede controlarse. Las lágrimas salen a chorros y solo atina a escribirle un mensaje a su hermana en los Estados Unidos para decirle que se la están llevando presa. Luego apaga el teléfono.

    Regresan los hombres con los bultos y acaban todos encerrados.

    —¿Por qué tú nos haces esto? —le pregunta uno de los hombres al oficial de inmigración— Nosotros no hemos hecho nada malo. Nosotros te pagamos lo que sea. Nada más queremos llegar.

    El oficial sonríe con cinismo y le responde:

    —Tranquilo, mi carnal. Ustedes toditos van a ir resolviendo su problema, pero de momento, van a tener que ir a la cárcel.

    ***

    En la noche del 1 de junio de 2022, Alfredo habla por una llamada de WhatsApp con su hermano Celestino. Este se está dedicando a la venta de viandas y le cuenta lo dura que está la situación. Los proveedores han subido muchísimo los precios y, por tanto, él también se ha visto obligado a hacerlo. La gente no tiene dinero. Cada día le compran menos y nada alcanza para vivir en Cuba.

    —Quítate de eso —le dice Alfredo—. Mira, te tengo una buena noticia: si Dios quiere, pasado mañana me dan los papeles y en noviembre mando a buscar a las niñas. Espero que ellas estén rápido aquí, conmigo. Y para diciembre espero que tú y mi mamá también puedan venir. Así que búscate un trabajito que nada más te dé para el diario y ya, espera.

    Tras el mensaje esperanzador, Alfredo dice que lo está llamando su jefe para que haga un encargo y cuelga.

    Según contará un taxista mexicano con el que Alfredo hace viajes bastante seguido, el cubano lo llama cerca de las diez de la noche, luego de haber hablado con su hermano, y le pregunta si puede hacer un viaje. Justo estoy fregando el taxi, le responde él, si puede ser un poco más tarde te recojo.

    Alfredo le da las gracias, pero dice que lo olvide. Mejor irá caminando y de paso comprará café, que le queda poco.

    La mañana siguiente, los empaquetadores de bananos del rancho Santa Rosa, en la comunidad de San Nicolás Lagartero, llegan muy temprano, como siempre, para comenzar su jornada laboral. Sin embargo, no llegan a entrar a la finca. En el camino fangoso por las lluvias de los últimos días, tirado bocabajo sobre un charco, encuentran un cuerpo sin vida.

    La policía llega y acordona los alrededores del cadáver. Voltea el cuerpo para intentar reconocerlo. Cada vez más gente se agrupa contra el cerco policial, alimentada por el morbo que el horror extremo provoca casi siempre en el ser humano.

    Es el mismo taxista quien, al pasar por la zona y acercarse al bulto para ver qué estaba ocurriendo, ve el cuerpo y exclama: ¡Ah, por Dios, pero si es Alfredo!

    En algún instante de su caminata solitaria, atravesando la noche de Tapachula, Alfredo Ferreti fue interceptado por no se sabe quién. Tampoco queda claro por qué, cómo transcurrió la pelea, cuántos fueron… Se sabe que recibió planazos de machetes en distintas partes de su cuerpo. Se sabe que su rostro fue golpeado con la culata de una pistola. Se sabe, también, que los agresores no consideraron suficiente el haberlo golpeado y remataron la faena con un disparo en la parte posterior del cráneo. Luego transportaron el cuerpo en un vehículo motorizado hasta el camino fangoso y lo dejaron ahí tirado, con el rostro metido en un charco de agua sucia.

    La policía solo llegará a la conclusión de que parece ser un ajuste de cuentas. Nada más.

    ***

    —¡¡Laura Rodríguez!! —gritan y Laura se pone atenta en la celda.

    Desde ayer está en prisión, en un calabozo pequeño sobre el final de una escalera. Su novio está en el primer piso, en otra celda repleta de hombres, y no tiene contacto con él. En la de ella también hay muchas mujeres. A algunas se las había topado antes durante su travesía, a otras las ve por primera vez. Una está embarazada de casi nueve meses y solo llora y grita porque no puede creer que su bebé vaya a nacer en México, y menos en una cárcel mexicana.

    —Laura Rodríguez —vuelve el oficial, abriendo la puerta de la celda–, vas a salir ahora para hacer una llamada, porque tu abogada nos contactó.

    ¿Abogada, qué abogada? Laura no sabe de qué le hablan.

    Una anciana de alrededor de 70 años, con quien había compartido una de las casas de descanso durante el viaje y ahora comparte celda, le explica rápido:

    —Es Briza, es la abogada que está sacando a todo el mundo de aquí. Tienes que darle su número a tu familia.

    Pero no le da el número de la mujer y Laura sale el doble de confundida. ¿Quién es esa abogada? ¿Cómo puede darle a su familia un número que no tiene?

    La llevan hasta el teléfono y marca el número de su hermana. En cuanto escucha su voz se rompe en llanto. Logra decirle entre gemidos que es ella y poco más.

    —Atiéndeme, no llores más —la interrumpe su hermana—. Piensa en el mar. ¿Qué hay en el mar? Brisa, ¿verdad? Bueno, apréndete esa palabra. Así se llama tu abogada. Acuérdate. Ella va a ir a verte.

    Laura cada vez entiende menos.

    —Pero yo estoy presa —atina a decir.

    —Yo lo sé. Yo te he estado rastreando por tu teléfono y sé dónde estás. Recuerda lo que te dije. La abogada va a ir.

    No pueden hablar mucho. A Laura la devuelven a la celda y pasa las horas pensando en cómo su hermana la había podido rastrear por el teléfono que ella había apagado. Tiempo después, llegará a la conclusión de que encendieron y revisaron todos sus teléfonos para buscar información sobre ellos y poder contactar a sus familias.

    A lo largo de esa mañana, las van sacando una a una para hacer la correspondiente llamada. En la tarde, la abogada va a la prisión y también las van sacando por turnos para hablar con ella.

    Ya muchas familias tienen el contacto de Briza. Las que no, lo van recibiendo y se arma una red de comunicación sobre el tema de la abogada y el estado de sus familiares.

    Briza cobra, por sus servicios, nada menos que dos mil 500 dólares por persona. La hermana de Laura paga por ella y su novio, y el precio de la travesía, que había sido de mil 100 dólares a pagar en Guatemala y seis mil 500 en México, aumenta cinco mil dólares con lo que parece ser un tipo de secuestro policial.

    Los llevan a prisión, amenazan con deportarlos, aparece una abogada milagrosa que cobra a precio de coyote y todo se arregla sin más.

    En dos días, Laura, su novio y algunos otros salen de prisión.

    Caminan por las calles de Mazatlán con la ropa asquerosa del viaje y la celda, sin haberse bañado en días, sin cordones en los zapatos, porque se los quitaron tras ser detenidos, y prácticamente sin dinero. La mayor parte de los billetes de Laura se quedaron ocultos en la rotura del asiento del ómnibus.

    Entre todos, logran pagar la noche en un hostal que encuentran por el camino y ahí, desesperados, sin saber cuál puede ser su próximo paso, la embarazada de la celda le escribe a una de las muchachas que acababa de salir con Laura.

    El mensaje dice que esperó hasta el último momento para confirmar que todo fuera cierto y sí, había resultado serlo, ya estaba a punto de cruzar a los Estados Unidos y ahora podía darles el contacto de quien lo había hecho posible. Llámenlo, escribe, él puede traerlos hasta acá sin problemas; se hace llamar El Licenciado.

    ***

    Alberto tose y se mira la mano. Nordys Torres también la mira y ninguno de los dos se atreve a decir nada.

    Alberto ha hecho toda la travesía junto a Nordys y ha tenido bastante mala suerte desde el mismo inicio. En el primer bus que tomaron en Nicaragua, le robaron el móvil del bolsillo y desde entonces ha sido una dificultad detrás de otra para él y el grupo.

    Ahora comienza la mañana. Los rayos de sol los despertaron, pero, más que molestarse, agradecen el calorcito leve sobre sus cuerpos. La noche amenazó con congelarlos más de una vez.

    Son los últimos meses del año, el frío pela en tierra mexicana, no tienen abrigos lo suficientemente cálidos y tuvieron que pasar la noche en la segunda planta de esta casa que ni siquiera ha terminado de construirse. Los marcos de las ventanas aún son solo eso, marcos, agujeros en la pared que dejan pasar el aire y la frialdad de la noche. En el suelo, por todas partes, hay lomas de arena y cemento y piedras, y entre los materiales, los colchones finísimos sobre los cuales duermen.

    Además del frío, cargan sobre sus cuerpos el cansancio del camino, los días casi enteros bajo la lluvia, los soplidos de tormenta, y ya todos tienen catarro y el cansancio mismo metido en los pulmones.

    Nordys tiene fiebre, se siente mal, pero no tiene sentido quejarse cuando Alberto tose y los dos notan, en su mano, un rastro de sangre.

    ***

    Cuando Laura escucha las tarifas del Licenciado, ni siquiera quiere mencionárselo a su hermana. El hombre, según dicen, ofrece un servicio seguro, pero cobra otros 2500 dólares por persona. No sabe si su hermana tiene y puede gastar esa cantidad de dinero. Acaba de pagar cinco mil dólares para sacarlos de la cárcel.

    Pero, por otra parte, ya casi no tiene dinero consigo, no sabe cómo continuar el viaje hacia el norte de México y tampoco cuenta con la protección de nadie para emprenderlo. Subir por su propia cuenta es, según ha quedado evidenciado, una locura.

    En esos días, escucha la historia de una muchacha que fue secuestrada por algún grupo criminal y estuvo retenida bajo la «tranquilidad» de que le darían comida y la atenderían bien, y si pagaban por ella, la dejarían justo en la frontera de Estados Unidos, pero si no…

    Otra amiga de Laura le contará que, al parecer, su coyote no les pagó a los narcos de cierto territorio y al ómnibus en el que iba lo ametrallaron. Tuvo que lanzarse al suelo y sobrevivió de milagro.

    Al final, le habla a su hermana del Licenciado. Le dice que hay un hombre que puede llevarlos seguros a ella y su novio, pero cuesta caro. La hermana lo llama:

    —Hola. ¿Es el Licenciado?

    —Sí, ¿qué puedo hacer por usted?

    —Mire, Licenciado, yo estoy en Estados Unidos, y tengo a mi hermana y mi cuñado en Mazatlán y necesito traerlos para acá.

    —Ya, el problema es que yo tengo el equipo de pelota lleno de momento. No puedo añadir otro jugador ahora mismo.

    —¡Pues ellos son otros jugadores y necesito que me los traiga ya, porque yo no puedo seguir con esto!

    —Mi amor, cálmate, mira, el problema es…

    —¡No, no me digas mi amor! ¡No me digas nada, que lo que estoy es alterada! ¡Yo necesito que me los traigan ya!

    Al final lo convence y, en media hora, un taxi recoge a Laura y a su novio para llevarlos hasta Culiacán. En esa ciudad, el chofer los deja en un hostal y les dice: Quédense aquí, coman, descansen, si quieren caminar por las calles caminen sin miedo, todo esto es de nosotros, pueden hacer lo que quieran.

    En este lugar pasan la noche. Comen algo. Se bañan luego de días sin poder hacerlo. Al otro día, los recoge el mismo hombre y los lleva a un pequeño aeropuerto privado.

    El lugar es abierto y amplísimo. Tienen varios hangares y varias pistas, y por todos lados hay movimiento de vehículos y personas y cajas. Bajan del carro cerca de la avioneta a la cual deben subir.

    —Aquí no tienen por qué tener miedo de nada —les dice el hombre—. Nada más traten de ni mirar a los lados. No se den por enterados de nada de lo que vean. Ya se la saben.

    Entran a la avioneta toman asiento en el suelo, cerca de la cabina del piloto.

    No paran de entrar hombres arrastrando cajas. Las colocan en un costado, bajan y suben con otras. Pasan un buen rato así, hasta que lo llenan todo de cajas. Ni siquiera se toman el trabajo de taparlas, y por los bordes sobresalen cañones y culatas de rifles de asalto. Cajas y cajas de armas, y en el centro, Laura y su novio, muy quietos, como un par de maniquíes.

    En un rato, la avioneta despega. El viaje dura tres horas sin contratiempos.

    Al descender, los dejan en una casa de seguridad justo al lado de la pista de aterrizaje y los encierran. De momento, se acabaron las libertades. De ahí no tienen permitido salir hasta que les digan lo contrario.

    La casa está muy sucia. Deben haber pasado cientos de personas por ella y no la deben haber limpiado nunca. Hay culeros llenos de mierda, almohadillas íntimas con sangre, papeles, trozos de ropa, montones y montones de cucarachas…

    Al fondo hay un cuartucho al que el novio de Laura se va a fumar.

    —¡Mira lo que hay aquí! —la llama y Laura se acerca.

    En el centro de la habitación, tres estatuillas de la Parca se alzan sobre un mar de velas desgastadas y varios conjuntos de huesos presumiblemente humanos. Un altar perfecto para la Santa Muerte.

    ***

    Es de noche y el mal tiempo general de los últimos días ha dejado un cielo nocturno de oscuridad pura, sin estrellas, como una boca enorme que se lo traga todo.

    La luz artificial de las linternas que cargan los guías le permite a Nordys no errar su primer paso dentro de la lancha. Van acomodando a todo el grupo primero hacia los bordes de la embarcación, para luego rellenar el centro.

    Llevan cinco días en una casa cercana al puerto de Chiapas, esperando a que el mar se calmara para avanzar por agua hasta Oaxaca. Esta noche, según los guías, el mar les está dando permiso para partir.

    Aunque Nordys difícilmente logra ver unos metros en cualquier dirección, siente el aire bravo y no le parece que el viaje vaya a ser muy sencillo.

    El patio de la casa da directamente a un río cuya desembocadura está muy cerca. De ahí salen las dos lanchas, ambas repletas de migrantes. El corto recorrido por el río es sencillo, pero pronto salen al mar y la cosa se tuerce.

    Como era de esperarse, las olas se hacen sentir cada vez más a medida que se adentran al mar. Los rizos del agua hacen a las lanchas brincar y brincar y también a las personas que van dentro. Nordys se sentó justo en la proa y siente todos los impactos duplicados. Salta y cae, salta y cae, todo el tiempo golpeando con sus nalgas la superficie de la embarcación.

    Las olas no paran de crecer. Pronto los pequeños saltitos se transforman en una escalada larga que acaba en una caída al vacío. Llegan a elevarse tres y cuatro metros. Todos se agarran de lo que pueden. Nordys siente los golpes mucho más fuertes al caer. A algunos se les revuelve el estómago. En una subida, un chorro de vómito vuela sobre ellos y parece disolverse en el aire. Las lanchas reciben el impacto del agua por todas partes. Se inclinan a un lado o al otro y se alzan y caen y se inclinan y se alzan y caen y de repente un concierto de gritos se eleva por sobre el soplido del viento y el repiqueteo de las olas.

    Nordys mira hacia atrás. La otra lancha se ha volteado y flota al revés, escalando las olas, mientras sus pasajeros, por suerte equipados con chalecos salvavidas, luchan contra la tempestad para no alejarse y perderse en medio de un mar nocturno y embravecido.

    La lancha de Nordys da la vuelta y entre todos ayudan a subir a los caídos. Luego se las arreglan para regresar la otra embarcación a su posición normal. El conductor la prueba. Sigue funcionando. Sus pasajeros, sin más opciones, regresan y continúan la marcha con la esperanza de que no vuelva a ocurrir.

    La travesía hacia los Estados Unidos es una eterna esperanza, un intento tras otro de convencerse a uno mismo de que lo peor ya ha pasado y no está todavía a la vuelta de la esquina, o en la próxima ola, o en la recámara del arma del próximo policía o narcotraficante o quien sea que a uno le falte por toparse.

    ***

    En San Luis Río Colorado, a Nelson lo mueven en un carro por la noche. Van por un camino apretado y desierto. Todo aquí se ve muy estrecho y muy vacío en la oscuridad, como si se movieran por callejones cinematográficos en los cuales, cuando más o cuando menos lo esperes, aparecerá el peligro para dar un giro de tuerca al guion.

    El peligro, para Nelson, es una patrulla de policía y aparece al doblar una esquina cualquiera. Cuando la patrulla enciende las luces y se mueve cerca del carro, Nelson tiembla, siente ganas de explotar. Está ahí, tan cerca… No puede haber un contratiempo ahora.

    Y, de hecho, no lo hay. No pasa nada, solo el tiempo, y Nelson se da cuenta de que el vehículo policial no está ahí para detenerlos, sino todo lo contrario, los escolta.

    El carro se detiene a un lado del camino, justo en la entrada de un monte que, en la oscuridad, se ve tupido como una selva de sombras.

    —Entren por ahí —dice el chofer— y caminen rectito rectito sin desviarse. Van a llegar a un río, lo cruzan y listo, ahí pueden celebrar que están en Yuma. Después siguen caminando y encuentran a la Guardia Fronteriza. No hay más.

    A diferencia de los migrantes de otros países, los cubanos, en esta etapa, cruzan con la intención de entregarse a los guardias fronterizos. Ya en territorio estadounidense, pasan un corto período en un centro de retención y luego salen con distintos estados de legalidad y con la esperanza de que se les apruebe un asilo político o de acceder a la Ley de Ajuste Cubano, tras un año y un día en el país, y aplicar para obtener la residencia.

    Con eso en mente, Nelson y las otras diez personas que van con él entran al monte y avanzan recto como les fue indicado. Esquivan árboles y matorrales altos. Encuentran el río y lo cruzan. Es una noche invernal en el norte mexicano. Las temperaturas están cercanas a los 0 grados Celsius y el río, para ellos, no se ha hecho hielo de puro milagro. Nelson tiembla bajo su abrigucho de tela fina. Las piernas ni se las siente cuando sale del agua.

    Siguen avanzando. Esquivan un árbol por aquí, dan un rodeo por allá para evitar alguno de los matorrales más elevados, otro para evitar un árbol que les corta el paso por allá y otro por aquí y, antes de darse cuenta, están de nuevo en el río. Regresan. Vuelven a intentar hallar el camino y cada árbol les parece el anterior y quedan atrapados en una prisión de sombras y yerbas en donde no saben dónde está el frente, dónde atrás, de dónde vienen ni a hacia dónde van.

    ***

    Se abre la puerta y entra el mismo hombre que los dejó encerrados en esta casa. Laura y su novio están desesperados, no quieren pasar un minuto más aquí y, por suerte para ellos, el hombre viene a darles la noticia de que ya se van.

    Los monta en su carro y los lleva a un apartamento en el primer piso de un edificio. El lugar está repleto de migrantes de casi todos los países de la región.

    —Solo falta una cosa por pagar —les dice cuando entran al apartamento—. Tienen que darme 500 pesos para el traje verde, ya se la saben.

    La verdad es que ninguno de los dos sabe nada. Laura piensa que quizás sea una ropa especial para camuflarse en el cruce fronterizo, pero la idea le parece tan lógica como ridícula.

    Igual lo pagan, no están para ponerse a discutir nada a estas alturas, y en solo un rato les dicen que se alisten. Ya van a cruzar a los Estados Unidos.

    ***

    Nelson y su grupo llevan un buen rato caminando en vano, quizás media hora, quizás más, cuando uno de ellos logra obtener algo de señal con su teléfono y llama a su familia. Uno de sus familiares llegó hace poco a los Estados Unidos por ese mismo camino y utilizó una aplicación para guiarse, la misma que utilizará ahora para guiarlos a ellos.

    Envía su ubicación en tiempo real a ese familiar y comienza a recibir indicaciones y a transmitírselas a los demás: por aquí a la derecha, vamos, seguimos recto, estamos bien, un poco a la izquierda, tenemos que desviarnos para seguir, me dicen que después volvamos a la izquierda, ahora… ¡Cojones! Perdí la señal. Esperen, voy a poner y quitar el modo avión para ver si… ¡Sí! ¡Sí! ¡Volvió! Estamos bien, hay que seguir por aquí. Seguimos sin desviarnos. ¡Miren! ¡Miren allá!

    La primera luz artificial de los guardias fronterizos se divisa entre la espesura nocturna. El grupo camina rápido hasta ella. Se entregan. Los oficiales les preguntan si todos son cubanos y les piden que esperen sentados en el suelo y se quiten los cordones de los zapatos y los cinturones.

    En el suelo, Nelson es un matojo de escalofríos, siente que su cuerpo pudiera convertirse en un témpano de hielo, pero, al mismo tiempo, lo llena el alivio cálido de estar finalmente fuera de peligro. Es como si no hubiera nada más de lo que preocuparse en el mundo. Terminó su travesía. Ya es uno más para engrosar la lista de los más de 300 mil cubanos que, al término del año 2022, habrán atravesado la frontera sur de los Estados Unidos.

    ***

    Dos muchachos muy jóvenes, casi adolescentes, llevan a Laura y su novio en un carro. Bordean el muro fronterizo de los Estados Unidos. Paran en un punto, dejan el carro y los llevan a pie por el desierto.

    El sol es fuerte. La tierra parece absorber todo el vapor del ambiente y soltarlo cada vez que le posan el pie encima.

    Llegan a una parte donde la división fronteriza tiene un agujero por el cual cabe perfectamente una persona. Uno de los muchachos le da un manotazo fuerte a la pared. El golpe hace un ruido que crea eco en medio del desierto, reverbera y se expande. Justo en ese momento, desde lo alto de una elevación de tierra a lo lejos, aparece una patrulla de la guardia fronteriza estadounidense que se mueve en su dirección.

    —Caminen sin parar hasta que los encuentren —dice uno de los muchachos.

    La pareja de cubanos atraviesa el muro y camina. Por primera vez desde que salieran de Cuba, no lo hacen rápido ni preocupados. Laura siente que flota. Le parece que el miedo y el sufrimiento van saliendo de su cuerpo y se quedan en cada huella dejada por sus zapatos en la arena hirviente de las dos de la tarde en el desierto. Piensa que por fin dejó atrás cualquier rastro de crimen y de corrupción actuando sobre ella, sobre su cuerpo y su libertad.

    La patrulla los alcanza por fin. A sus espaldas, el joven sigue mirándolos desde el lado mexicano, con los brazos cruzados sobre el pecho. El oficial estadounidense lo observa, parece hacer un gesto y después los mira a ellos.

    —Y, díganme, ¿cómo los trataron los coyotes? —es el saludo del guardia fronterizo, vestido de impecable traje verde.

    *Una versión anterior de este texto apareció publicada en Chile por Espacio Público en Nuevas voces, nuevos relatos (2023).

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    Leer el 2023 en ‘El Estornudo’

    Repasar lo ocurrido este año puede darnos quizá algunas pistas sobre lo que se avecina, o por lo menos hacer que nos planteemos interrogantes provechosas con miras al próximo. A manera de resumen, El Estornudo ofrece aquí una selección de sus coberturas informativas en 2023.

    Envejecer en Cuba

    Cuba es el país más envejecido de América Latina y el Caribe, con dos millones 478 mil 87 personas que superan los 60 años. El 36 por ciento de su población será adulta mayor hacia 2050, y a todas luces la isla no parece lista para enfrentar el desafío.

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