Nicaragua: del vuelo a la libertad, al aterrizaje del destierro

    La Operación Nica Welcome logró la libertad de 222 presos y presas de carácter político encarcelados en Nicaragua, esa es la noticia. Pero en esta historia lo que importa son los pliegues, empezando por el primero: no fue una «deportación», como la llamaron las autoridades nicaragüenses, fue una liberación de rehenes. A un rehén se le retiene como medida de presión para obligar a otro a hacer algo. Estas personas eran rehenes de un gobierno y su captor buscaba una cosa: inmovilizar a un pueblo y doblegarlo a base de miedo.

    ¿Pero quiénes eran estas personas?

    El dramaturgo alemán Bertolt Brecht escribió unas líneas muy famosas sobre los hombres que luchan, los que lo hacían un día, un año, muchos años o toda la vida; todos le parecían hombres muy buenos, pero al referirse a los últimos, los que empeñan su vida luchando, escribió: «Estos son los imprescindibles». La frase es linda. Brecht era un idealista, uno de buena fe. Pero estos ya no son sus tiempos.

    Hoy, ante gobiernos autoritarios que devienen en lo que parecen dictaduras, que oprimen y «neutralizan» a la oposición, aunque algunas veces esto signifique matar, no importa quién ni cuánto se lleva luchando; lo imprescindible es la acción, la expresión de resistencia, aunque solo dure 15 minutos. Una campaña en Twitter, una transmisión en vivo en Facebook, un plantón autoconvocado, alzar un cartel en una marcha, cortar una calle con una protesta, proferir una palabra en voz alta y hasta las ilustraciones de un dibujante, pueden causarle más daño a un dictador que un disparo.

    Alvarito Conrado dijo: «Me duele respirar, me duele respirar». Alvarito murió. Una bala de fusil le desgarró la garganta cuando corría a entregar botellas de agua a unos estudiantes que estaban siendo reprimidos por la fuerza pública. Ese fue su acto valeroso. A sus 15 años, en un instante y en medio del asedio, decidió ayudar a sus compañeros. Eso fue lo imprescindible. Un francotirador se lo hizo pagar.

    Un día antes de morir, cuenta el escritor nicaragüense Sergio Ramírez en una columna, el chico le envió un mensaje a una amiga desde su teléfono. Una parte decía: «Somos nicaragüenses. Somos uno solo. Contra eso no podrán nunca jamás». El 20 de abril de 2018 murió, pero cientos llegaron a recoger su bandera y su cuerpo. Ante su crimen, la explosión de rebeldía fue la única respuesta, el oxígeno que no alcanzó a llegar a sus pulmones, la bocanada de aire que necesitan los oprimidos cuando ya no pueden respirar.

    Eso fue lo que ocurrió en Nicaragua, la bocanada de aire. En abril de 2018, el país vivió un estallido social que fue reprimido por el gobierno. El detonante de las protestas fue una reforma a la seguridad social que implicaba un incremento de pago en los aportes y una deducción de las pensiones. Esa fue la chispa, pero el gobierno llevaba años echando la gasolina.

    La represión fue tan violenta que al menos a 355 personas les arrancaron la vida, más de dos mil fueron heridas. Las cifras son de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y, según la entidad, el 70 por ciento murieron como consecuencia «de impacto de bala en cráneo, cuello y tórax». No hay que ser avezado analista de seguridad para saber que son puntos vitales a los que dispara un francotirador. El otro 30 por ciento murió por lesiones resultantes de «accidentes de tránsito, armas blancas, aplastamiento, convulsiones, electroshock, estrangulamiento, falta de oxígeno, herida traumática, impacto por disparo de mortero, politraumatismo y quemaduras».

    El Gobierno desconoció las manifestaciones y dijo que fue un intento de golpe de Estado, que estuvo organizado. Pero detrás solo había hartazgo, el hastío que generan los autócratas con tres periodos presidenciales atornillados al poder. El Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) —creado en un acuerdo entre la Secretaría General de la OEA, la CIDH y el Gobierno de Nicaragua para investigar estos hechos de violencia— expresó en un informe que la manifestación no inició «producto de acontecimientos aislados, sino de años de procesos institucionales y prácticas estatales que fueron coartando la expresión ciudadana, cerrando espacios, cooptando instituciones públicas y concentrando el poder en la figura presidencial compuesta por Ortega y Murillo».

    El estallido social fue el reflejo del hartazgo nacional, se manifestaron estudiantes, profesores, activistas, artistas, líderes sociales, campesinado, empresariado, ciudadanía sin y con filiación política, y jóvenes, sobre todo los que en Colombia llamamos «no futuro»: la juventud solo tiene el presente, y por eso se lo juegan todo, aunque les toque perder la vida entre las balas. 

    La respuesta estatal continuó siendo violenta, pero desde el régimen olvidaron una cosa, una que alguna vez le fue tan familiar: a «Nicaragua, Nicaragüita», esa que no se intimida, que está acostumbrada a la represión y tiene un largo historial de resistencia, se le quiere libre.

    ¿Quiénes eran esas 222 personas que el Gobierno de Nicaragua tenía encarceladas? Ortega las llama «golpistas», «mercenarios». En lugar de acudir a calificativos, voy a intentar una respuesta más compleja: eran el soplo de aire; hombres y mujeres que en su momento supieron qué era lo imprescindible. Y lo hicieron.

    2021: las capturas

    Tamara Dávila está en su casa, es 12 de junio de 2021, pero para el 8 de ese mes, el régimen que dirige Daniel Ortega —presidente de Nicaragua— y Rosario Murillo —vicepresidenta— ya detuvo y encarceló a cuatro precandidatos presidenciales y una famosa activista, de 69 años, que ha luchado por la transparencia y la reforma del sistema electoral. Los precandidatos son: Cristiana Chamorro, Arturo Cruz, Félix Maradiaga y Juan Sebastián Chamorro García; la activista: Violeta Granera. ¿El delito? Atreverse a disputar el poder a los Ortega-Murillo en las urnas. La detención ocurre cinco meses antes de las elecciones presidenciales.

    La puesta en escena del régimen no empezó ahí. La redada contra la oposición inició en junio de 2021, pero el 21 de diciembre de 2020, la Asamblea Nacional de Nicaragua, de amplia mayoría oficialista, aprobó la Ley 1055, un absoluto abuso de poder que también llamaron «Ley de Soberanía». El mandato no tiene más que un artículo, el número uno: «Defensa de los derechos del pueblo». Y no es otra cosa que el artificio jurídico que el régimen Ortega-Murillo fabricó para perseguir, capturar y condenar a la oposición.

    Parte del surreal artículo reza: «aquellos que demanden, exalten y aplaudan» —léase bien, dice «aplaudan»— «la imposición de sanciones contra el Estado de Nicaragua y sus ciudadanos, y todos los que lesionen los intereses supremos de la nación contemplados en el ordenamiento jurídico, serán “Traidores a la Patria”, por lo que no podrán optar a cargos de elección popular». Y con ese truco, los Ortega-Murillo se quitaron de encima a la competencia, meses después la condenaron.

    Tamara está en su casa, es 12 de junio de 2021, y toda está gente que ella conoce está encarcelada. Después de esas capturas, alguien le informó que también irían por ella. Así que el martes 8 de junio envió a su hija de 5 años con su mamá. Si la iban a arrestar, que la pequeña no lo viera. Pero pasó miércoles, jueves, viernes, y nadie iba a capturarla.

    El sábado, que ya era 12, Tamara pensó: «No creo que un sábado vengan por mí, esta gente debe estar descansando». Y presa de una necesidad, se arriesgó y mandó a traer a su «pajarita», sentía un deseo profundo de verla, abrazarla; la extrañaba con ese anhelo materno que, al no poder contemplar a su cría, debilita y carcome las entrañas.

    La niña llegó. Tamara dio un par de entrevistas ese día y luego se desconectó del mundo, puso el celular a un lado y su atención se centró en su única dueña. Pasaron el día jugando, se abrazaron, rieron y antes de caer la noche, un par de amigas llegaron a su casa. «Vinieron para acompañarme, para dormir juntas», dice, «por si algo pasaba». A las siete de la noche, una vez oscureció el día, ese «algo» pasó.

    Suena el telefonillo —un intercomunicador que la conecta con la parte externa del portón de su casa—, Tamara responde. Una voz con un dejo nervioso dice: «necesitamos saber quiénes son esas mujeres que entraron». Tamara no está presa —no aún— y replica: «Son dos amigas, oficial, ¿o tengo prohibido que la gente venga a visitarme?». «No, no», la increpa con voz ya endurecida el uniformado, «salga, por favor». Quien está a punto de ser encarcelada, lo intuye, por eso contesta: «claro, oficial, pero deme un segundo que estoy en pijamas».

    Ha ganado un par de segundos. Corre a la habitación en donde se pueden observar las imágenes de las cámaras con las que vigila el perímetro de su casa. Una de sus amigas ya está allí, sentada frente a las pantallas y con un teléfono móvil al oído. Habla con Ana Margarita Vijil, la tía de Tamara, y le dice lo que estaba viendo: están rodeadas de patrullas, de policías y sobre todo de antimotines. Se están tirando por encima del portón, entran de manera violenta, son muchos.

    «Eran unas diez camionetas como con ocho oficiales cada una», recordará después Tamara. Un operativo con la dimensión de captura de un capo del narco, para apresar a una madre soltera cuyo delito fue agitar la bandera del feminismo y promover el diálogo entre movimientos y partidos políticos, con el fin de consolidar un candidato o candidata presidencial que pudiera competir contra Daniel Ortega y Rosario Murillo en las elecciones de noviembre de 2021. No obstante, disputar el poder a un autócrata es un delito muy perseguido en los gobiernos que aspiran a dictaduras.

    Tamara pide a una de sus dos amigas y a la mujer que le ayuda con el cuidado de su hija, que tomen a la niña y se encierren en una habitación. Suplica que, escuchen lo que escuchen, no salgan de ahí. La otra amiga se queda acompañándola. Se dirige hacia la puerta, sale de su casa y grita: «¡Mi hija está dentro, mi hija está dentro! ¡Es a mí a quién buscan!, ¡aquí estoy!». Una oficial se le acerca y sin mediar palabra le da tres bofetadas a Tamara, a la agente que la golpea le dicen «La Calaca». Luego le cruza los brazos por la espalda, le pone las esposas, le inclina con furia la cabeza y le ordena que mire al suelo todo el tiempo. Clásica táctica de un verdugo: hacer que sus víctimas bajen la cabeza; la estrategia es conseguir que se acostumbren a mantenerla agachada.

    Después la empujan hacia una patrulla, la meten en el vehículo y la doblan tan fuerte en el asiento que parece que la quisieran partir. El carro arranca, la tienen tan inclinada que su cara está entre sus rodillas. Piensa en su hija, en que no le pase nada, y observa que unas gotas rojas caen sobre sus pies. Tamara sangra, la Calaca le ha reventado la nariz. La agresora también lo nota y se burla.

    —Hey, ¿y qué te pasó?

    –¿Y qué me va a pasar? ¡Pues que me cachimbiaste (golpeaste), hijueputa!

    —¡Hijueputa tu madre, golpista de mierda!

    Vuelve a golpearla, esta vez le caen puños sobre la espalda. Duele, a Tamara le duele, pero sabe que su insulto ha sido un soplo de dignidad. Piensa otra vez en su hija: «que esté bien, Dios mío, que la niña esté bien». Siente que el carro da muchas vueltas, está segura de que lo hacen para desorientarla. La ruta sigue. No quiere perder seguridad, pero su mente empieza a confundirse: «¿A dónde me llevan? ¿A dónde voy? ¿ Y la niña? Dios mío, la niña. Me van a matar». 

    Alguien ordena que le limpien la sangre. La toman por el pelo, le levantan la cabeza y le arrastran un pañuelo por debajo de la nariz. Logra ver algo, se ubica. Escucha uno de los radios de la policía: «DAJ uno, DAJ uno». Dirección de Auxilio Judicial, la DAJ, un centro de detención transitoria que alcanzó fama internacional durante las protestas de Nicaragua en 2018 por las torturas que, según denunciaron sus víctimas, se hicieron en sus instalaciones. Tamara conoce el apodo de este complejo de calabozos y entiende su destino: «Al menos hoy no me matan», piensa, «me llevaban a El Chipote».

    ***

    Cerca del mediodía del 13 de junio, un día después de la detención de Tamara Dávila, Suyén Barahona, presidenta de la Unión Democrática Renovadora (Unamos), tuitea: «Mi hermana de lucha y causas @anavijil ha sido secuestrada el día de hoy, junto con @DoraMTellez tras allanar su casa. Siempre valientes y combativas!!!». Se refiere a Ana Margarita Vijil, la tía de Tamara, y a Dora María Téllez. Horas después, la víctima sería Suyén.

    Ante la deriva autoritaria de Nicaragua, Suyén ha cometido dos delitos: uno, ser feminista; dos, ser la presidenta de Unamos.

    La Unión Democrática Renovadora es hoy lo que anteriormente era el Movimiento Renovador Sandinista (MRS), un partido político que creado en 1995 y que, con su creación, tomó clara y oficial distancia del sandinismo de Daniel Ortega. Entre sus fundadores estaban dos íconos de la revolución sandinista: Hugo Torres Jiménez, el Comandante Uno, y Dora María Téllez, la Comandante Dos, ambos exguerrilleros que comandaron la «Operación chanchera» en la que 25 rebeldes tomaron el Palacio Nacional de Nicaragua durante la dictadura de Anastasio Somoza; ambos inmortalizados por la pluma de Gabriel García Márquez en una crónica que narra ese asalto; y ambos decepcionados del rumbo que tomaba el sandinismo. Veinticinco años después de fundado, en enero de 2021, el partido incluirá gente políticamente más diversa, cambiará su nombre a Unamos y será presidido por Suyén.

    Después de tuitear denunciando la detención de Ana Margarita Vijil, su hermana de lucha, el rostro de Suyén fue el que inundó las redes sociales: «Si están viendo este vídeo, es porque la Policía me ha secuestrado y ha allanado mi casa, como ha hecho con otros liderazgos sociales, políticos, defensores y también con los más de 120 presos y presas políticas. (…) Que la indignación se convirtiera en acción, que logremos la libertad de todos, de Nicaragua, que nunca más una generación tenga que sufrir los horrores que hemos tenido que sufrir. Nunca más impunidad».

    Había caído Tamara, Ana Margarita, Dora María Téllez, todas directivas de Unamos. Faltaba la presidenta, era obvio que irían por Suyén.

    ***

    La primera vez que nos vimos, a la salida de Casa de América, en Madrid, Suyén me abrazó muy fuerte. No la conocía, quedamos a una hora de encuentro pero yo llegué unos minutos antes. Observé el lugar y vi a una mujer parada junto a un portón de la entidad que escribía en su celular. Me resultó parecida, aunque esta mujer era bastante delgada, diferente a la que había visto en fotos. Me acerqué con la intención de preguntarle si era quien creía y antes de alcanzar a pronunciar una palabra, subió su cabeza, me miró y dijo: «¿Andrea?». Desconcertada respondí «Sí», fue ahí que Suyén me estrechó en sus brazos, duro, con cariño sincero, como amigas de siempre. Entonces nos fuimos a un café a entablar una primera conversación.

    El sitio era ruidoso, me costaba concentrarme, a la mesa habían llegado unos amigos de Nicaragua que no la veían hace años. Era un escenario de reencuentro y tal vez para conocernos, no para una entrevista. Quería irme, quería que ella disfrutara de sus colegas, la veía emocionada. Y al final me quedé una hora, tiempo en el que no me pasó desapercibido las cuatro veces que Suyén tomó mis manos sobre la mesa y las apretó mientras me daba su testimonio. En un momento dijo: «Estuve 606 días secuestrada, aislada, Andrea, sin ningún contacto humano, sin que me tocaran, sin poder tocar a alguien. Aún tengo secuelas, necesito el contacto humano».

    Suyén había sido liberada solo 11 meses atrás, en la «Operación Nica Welcome». Pero antes de su liberación, la oscuridad, el aislamiento, el hambre, la privación del sol, la prohibición de leer, de cantar, de silbar y hasta de hablar consigo misma habían sido su hábitat durante casi dos años.

    —Yo he estado investigando, y lo que me hicieron se conoce como tortura blanca. Te aíslan, no te dejan ver a tu familia, te prohiben socializar, no puedes hablar con nadie, no puedes mirar a nadie, tienes que caminar mirando el suelo, no te sacan a tomar el sol, te confinan en celdas muy pequeñas y tan oscuras que ni siquiera te puedes ver bien la mano. Te desaparecen, afuera nadie sabe de ti, ¿dónde estás?, ¿cómo estás?

    —¿Te desaparecen?

    —Sí, eso es desaparición forzada. Los primeros 80 días nadie supo de nosotras, nuestras familias no sabían ni dónde estábamos ni cómo estábamos, no sabían si estábamos vivas. Nada, cero información. Solo después de 81 días, ¡81 días!, pudimos ver familiares.

    —¿Y tu hijo? ¿Lo pudiste ver?

    —No, eso era parte de la tortura de tenernos en El Chipote. Como se supone que es un centro de paso, decían que no estaba adecuado para recibir menores de edad y no nos dejaban verlos. Mi hijo tenía cuatro años cuando me capturaron y no me dejaban verlo crecer.

    Antes de que los Ortega-Murillo ordenaran su captura, siete u ocho meses atrás, Suyén ya tenía vigilancia de la Policía. Pusieron incluso una caseta afuera de su casa. Los agentes iban de civil o a veces de uniforme y en sus patrullas. Si salía de casa, la seguían en motos. Y si les daba la gana, no la dejaban salir, se colocaban fieros frente a su portón para impedirle el paso. La Policía no la abandonaba, pero la intención no era protegerla, sino cercarla, acosarla, someterla.

    —Estaba en mi casa con mi mamá, mi esposo y mi hijo. Estaba alerta por lo de las capturas, por la gente que se estaban llevando, cuando de pronto mi niño pasó corriendo asustado. Había visto las pantallas que monitorean las cámaras de mi casa y miró que venían muchos policías.

    —¿Él vio las imágenes?

    —Sí. Y eso que yo le había hablado claro y le había enseñado a no asustarse con la policía, le decía que eran personas como nosotros. No quería sembrarle ese miedo, Andrea, porque no todos son malos, algunos también son víctimas como nosotros, pero eran tantos los que veían que mi hijo estaba aterrorizado.

    —¿Y qué hiciste?

    —Fui a ver las cámaras y vi que había oficiales y muchísimos antimotines, todos con fusiles, querían tumbar el portón. Eran muy violentos. Y como yo tenía al niño en la casa, me dio miedo que le hicieran algo y salí.

    La escena fue muy parecida a la de Tamara: Suyén sale de casa con las manos en alto, lo hace deprisa, grita: «Hay un niño en la casa, hay un niño en la casa». Grita eso, pero esto lo que quiere decir: «Por favor, no le hagan daño. Acá estoy, ustedes vienen es por mí».

    Un oficial la señala, indica que es a ella a quien deben agarrar. Le bajan los brazos que aún están elevados, le tiran las manos por detrás de la espalda y la esposan. Le agachan la cabeza con tanta fuerza que lesionan su nuca y la obligan a caminar hacia la patrulla.

    —¿Has visto esas fotos de la captura de El Chapo? Esas en la que está rodeado de muchísimos policías y uno de ellos le baja la cabeza y lo obliga a caminar mirando al suelo. Fue igualito. La intención era humillarnos.

    Suyén está sentada en la patrulla, va doblada, igual que Tamara, su cabeza está contra sus piernas. Piensa en su niño, quiere verlo, ¿quién lo tiene? Se marea, le entran ganas de vomitar. Quiere ver a su hijo, le falta el aire, va a vomitar. ¿Dónde está su hijo?, ¿quién lo tiene?, no puede respirar. Quiere ver a su hijo, no respira. Va a vomitar, no puede respirar, no puede respirar, ¿quién tiene a su hijo? «Estoy mareada», dice, «estoy que me vomito, déjenme respirar bien». Recibe más presión sobre su cuerpo. Entonces hace lo imprescindible. Eleva la cabeza, gira el rostro hacia su casa y ve que el niño ya está en brazos de su padre. La bocanada de aire que necesita para no colapsar.

    —Era desesperante, Andrea, yo necesitaba ver a mi niño porque él había salido corriendo y yo no sabía quién lo había agarrado. Lo alcancé a ver, pero otra vez me inclinaron, un oficial dijo: «¡Si vuelve a subir la cabeza, se la rajás!» —Suyén dice esto y después se ríe— ahí mismo sonó la radio de uno de ellos con una voz que decía «no, no, no, no, no».

    —¿Y qué pasó después?

    —Me llevaron a la Dirección de Auxilio Judicial, El Chipote. ¿Has escuchado de El Chipote? En una estación con capacidad para 48 horas de retención, porque para eso fue creada. A mí me dejaron 606 días ahí. Aislada.

    —¿Por qué los llevaron ahí?

    —Porque querían rompernos, abusar de nosotros. No respetaron ninguna ley, ningún derecho. No podíamos ver a nuestros hijos, nos privaron de nuestras familias. Nos restringen los alimentos. Nos servían poquísima comida, los primeros meses todo el mundo bajó muchísimo de peso, llegamos a contar los granos de frijoles que nos daban y casi siempre eran diez o 12. En el primer mes nos sacaron solo un día a ver el sol durante 15 minutos, siempre a solas. Luego fueron dos días al mes y cada salida era de media hora al sol. Solo hasta diciembre de 2021 pudimos tener una hora cada 15 días. La privación de luz era tan grande que cuando ibas al baño ni siquiera alcanzabas a ver el líquido de tu orina. Son técnicas de tortura blanca.

    —Me dijiste que tuviste secuelas…

    —Sí. Estoy yendo a terapia. Lo del aislamiento fue muy duro. El único contacto que teníamos eran los interrogatorios. Nos sacaban a cualquier hora a interrogarnos, incluso después de que nos condenan, querían que inculpáramos gente, que diéramos nombres de organizaciones, de personas. Rompieron el sigilo bancario, querían que dijéramos quién consignaba dinero en nuestra cuenta personal. Esas eran las únicas conversaciones que teníamos. Nos aislaba de toda información, nos decían que nadie nos buscaba afuera. Nunca nos dieron algo para leer. Lo único que podíamos leer era la información nutricional de los envases de las bebidas que nos daban.

    —¿Cómo hiciste para resistir?

    —Hice rutinas de ejercicio, de oración y empecé a escribir un cuento en mi mente. Uno para poder explicarle luego a mi niño por qué nos habían separado. Era sobre una gallinita que sueña con una Nicaragua diferente, donde todos los pollitos pudieran comer, tener sus barriguitas llenas y, al mismo tiempo, cuestionar a sus padres, ser libres. Escribía ese cuento en mi mente y eso me ayudaba.

    —¿Cuándo pudiste ver a tu hijo?

    —Año y medio después pude volver a ver a mi hijo, en diciembre de 2022, en una videollamada de diez minutos que me permitieron. Mi chiquito estaba asustado, abrumado, no procesaba que era yo. Estaba llegando a los seis años y casi la mitad de su vida había estado sin su madre. Él me veía por esa llamada como extrañado y yo, corriendo por el poco tiempo que me dieron, intentaba explicarle por qué no estábamos juntos.

    Suyén se rompe, llora cuando recuerda esa separación. No los golpearon físicamente, pero sabían como golpearlos por dentro. Quebraron todas las normas para demostrarles que podían quebrar las instituciones y, aún así, todo seguiría siendo de ellos. Secuestraron a la disidencia política para amedrentar a un pueblo. ¿Si se atreven a ir por los líderes, qué podría pasarle a quien no lo era? Intimidaron, delinquieron, aterrorizaron para conservar el poder. El régimen actuó como actúa la mafia.

    —¿Qué fue lo que más te impactó mientras estabas en El Chipote, Suyén? ¿Hubo algo allá que te marcara especialmente?

    —Cuando vi pasar a Hugo Torres colapsado, lo llevaban en una silla de rodachines de esas de escritorio. Porque El Chipote no es una cárcel, no está acondicionado, por eso no hay ni una silla de ruedas. Hugo pasó colapsado frente a nosotras. A los pocos días nos enteramos que murió, en el hospital, bajo custodia policial.

    —¿Recuerdas cuándo fue?

    —En febrero de 2022. Un día antes de mi condena me enteré de su muerte. Me condenaron a ocho años por «menoscabo a la integridad nacional». Cuando concluyó mi juicio, solo pude gritar: ¡Hugo Torres, presente, presente, presente! Así terminó la lectura de condena el 15 de febrero.

    Veintitrés líderes de Unamos terminaron presos, como casi todos los presos políticos, por «menoscabo a la integridad nacional», Es decir, por violar la Ley 1055, el esperpento jurídico que el régimen Ortega-Murillo se sacó del bolsillo y te podía llevar a cárcel por aplaudir.

    ***

    Ana Margarita Vijil, la tía de Tamara, y Dora María Téllez, la mítica Comandante Dos, son pareja desde hace más de una década. El día que fueron por ellas, estaban juntas y esperando sentadas en unas sillitas en el antejardín, recién bañadas y muy tranquilas.

    Dora María enfrentó al dictador Anastasio Somoza, tomó el Palacio Nacional junto con 25 guerrilleros, anduvo fusil al hombro entre la selva. Tiene callo enfrentando dictaduras y, aunque no lo dice, sabe que Ortega es un dictador, pero de papel. De esos que, más que poder, tienen miedo, están paranoicos y sienten que en cualquier momento van a ser traicionados. Dora lo conoce, sabe cómo actúa. Ana Margarita, en cambio, no tiene tanta historia nacional encima, pero viene de una familia con fuerte tradición de resistencia.

    Por eso estaban tranquilas. Podría entrar en detalles de su captura, pero la escena es la misma: policías, antimotines, fusiles, patrullas, solo que acá se sumaron drones. Sin que me lo diga, puedo imaginar la risa interna de la Comandante Dos cuando llegó la autoridad a capturarla.

    La sonrisa de Ana Margarita la vi en un video que grabó momentos antes de que allanaran su casa: «Seguimos en la lucha. Esto es parte del proceso para salir de Daniel Ortega. Aquí nadie se raja. Daniel Ortega se va. Lo vamos a sacar».

    No se burlaba. Ana Margarita es la única persona que conozco en el mundo que es incapaz de contener una sonrisa. No sé si son nervios o actitud positiva, pero es muy agradable hablar con ella, y por lo mismo es una pésima fuente. Es inevitable no tomarle simpatía, no ponerse de su lado.

    Con ambas tengo largas entrevistas en las que terminamos hablando de la historia nacional. Dora es tan brillante en sus análisis como precisa. Tiene la agudeza que solo dan los años en la guerra y la política. Sabe qué viene, cómo viene y cuándo viene. Y cuando ya llevaban 18 meses presas, fue de las primeras en tener la certeza de que iban a ser liberadas. Desde que llegó a El Chipote, la llevaron al ala de hombres, nunca la sacaron de ahí.

    Ana Margarita fue ubicada en una celda de barrotes frente a la de Suyén Barahona. «Eso me salvó», dice, «la Suyén es mi mejor amiga desde chiquitas, desde que estábamos en el colegio». No las dejaban hablar, pero mirarse era un consuelo. Se volvieron expertas en un lenguaje de señas que inventaron.

    —Yo creo que desarrollamos telepatía, jajajaja.

    —Ana, si sabían que iban por ustedes ¿por qué no se fueron de Nicaragua?

    —Porque ya lo habíamos hablado, el exilio voluntario no era una opción. Llevábamos muchos años trabajando por un cambio en este país, Andrea, ni siquiera un cambio imposible. Solo pedíamos unas elecciones libres, poder hablar con libertad, poder cuestionar. Irnos no era una opción.

    —¿No te daba miedo?

    —Andrea, yo soy una persona miedosa, jajaja, yo no soy como ellas, yo vivo muerta del susto. Yo caminaba en una marcha aterrorizada, esperando un balazo de francotirador. Pero me asustaba mucho más que le disparara a alguien que yo quisiera, a un ser querido. Había veces que incluso me encerraba en un baño para que se me pasara el miedo y me ponía a reír, alguna vez alguien me dijo que si me reía fuerte, la mente se lo iba a creer y el ánimo cambiaba.

    —Dudo que te tengas que forzar a reír.

    —Eso nunca me lo quitó la cárcel, saberme dueña de mi sonrisa. La cárcel también me enseñó otra cosa: soy miedosa, pero el miedo no me paraliza.

    —¿Por qué lo dices?

    —¿Sabes lo de Hugo Torres?

    —Sí.

    —Hugo estaba enfermo y no le daban la atención que requería. Un día estaba en mi celda cuando se escuchó el escándalo. Lo traían colapsado, desvanecido, lo llevaban en una silla de escritorio de rodachines. Yo lo vi y me paralicé, era un compañero muy querido. Me paralicé, no hice nada.

    —¿Pero qué podías hacer?

    —Gritarle algo, gritarle «Hugo, te quiero», pero estaba en shock. A los pocos días nos enteramos de que murió en el hospital. Fue muy duro. Él le levantaba el ánimo a todos.

    —¿Sentías culpa?

    —Tristeza. Cuando me enteré de su muerte, en la noche lo planeé todo. Tenía miedo, pero sabía exactamente lo que iba a hacer. Por la mañana me asomé a los barrotes de la celda y grité: «Hugo Torres, presente, presente, presente». Volví a gritar: «¡Hugo Torres!», y la Suyén contestó: «presente, presente, presente». Volví a gritar: «¡Hugo Torres!» y ya éramos todas gritando: «presente, presente, presente». Me sacaron de la celda y me llevaron a la fuerza, pero yo seguí gritando: «¡Hugo Torres!» y muchísimas voces contestaban: «presente, presente, presente». Como castigo me llevaron a una celda preventiva, son chiquitas, ni cuatro pasos se pueden dar dentro. Pasé la noche ahí, feliz, el miedo no me paralizó.

    Esa noche, Ana Margarita durmió tras las rejas, pero fue una mujer libre: había hecho lo imprescindible.

    ***

    Hugo Torres, el mítico Comandante Uno, fue capturado el mismo día que Suyén Barahona. Antes de su captura grabó un video que circuló en redes sociales. Una parte decía: «Hace 46 años arriesgué la vida para sacar de la cárcel a Daniel Ortega (…) pero así son las vueltas de la vida, los que una vez acogieron principios, hoy los han traicionado». Hugo murió el 12 de febrero de 2021 siendo un prisionero político. Su salud se deterioró en El Chipote y no recibió atención médica adecuada. Lo trasladaron a un hospital cuando colapsó en la cárcel. Murió bajo custodia policial. 

    Podría contar 222 historias de dignidad, como la de Lesther Alemán, el chico que en 2018, a sus 20 años y en medio de un diálogo nacional, le gritó a Daniel Ortega que se rindiera, que ordenara el cese inmediato del fuego, que estaba asesinando a los estudiantes. Lesther también terminó en El Chipote.

    O como la de Juan Sebastián Chamorro, que en 2018 era director de la Fundación Nicaragüense para el Desarrollo Económico y Social (Funides), un centro de pensamiento que, en medio de las protestas de ese año, tomó una decisión trascendental: Álvaro Conrado, un joven de 15 años al que una bala que le perforó la garganta, murió mientras era trasladado a dos hospitales públicos. Ninguno lo atendió. El personal médico tenía la estricta orden del gobierno de no prestar atención médica a ningún herido de las protestas. Observando esto, la fundación que dirigía Chamorro decidió pagar todas las cuentas de los manifestantes heridos y pidió que los trasladaran a clínicas privadas.

    Para entender la dimensión de la decisión de Funides, del estallido social de Nicaragua y de la represión de Daniel Ortega, habría que nombrar otra cifra. Según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), para el 28 de febrero de 2020, y a raíz de las protestas, el país registró 405 profesionales de la salud despedidos. El castigo fue por auxiliar a los heridos. En 2021, Juan Sebastián Chamorro arribó a El Chipote. Fue el cuarto precandidato presidencial capturado. Como él, más de 220 personas fueron encarceladas por hacer lo que en su momento consideraron correcto.

    El régimen los llamaba mercenarios, fuera de Nicaragua les decían presos políticos. El 9 de febrero de 2023, en un operativo muy sigiloso, serían liberados.

    2023: la liberación

    «El avión despegó pasada la medianoche, casi vacío. Sentados en una cabina, diez funcionarios del Servicio Civil y del Servicio Exterior de Estados Unidos charlaron, escucharon música y trataron de calmar sus nervios. Uno regresó a un asiento para orar. Dos días antes, la mayoría no tenía idea de lo que estaba por suceder. Lance Hegerle, entonces subdirector de Asuntos Centroamericanos del Departamento de Estado, se había acercado crípticamente, invitando a colegas a una misión con los más mínimos detalles: hispanohablantes, viaje en avión, pasaporte diplomático, 24 horas», así inicia su relato el Servicio Civil y Servicio Exterior de los Estados Unidos en un artículo que publicó con el título «Operation Nica Welcome».

    No era secreto ni clasificado, pero si la noticia de esta operación se hacía pública, podría generar reacciones que tumbaran el acuerdo. Podría pasar cualquier cosa. Por eso era un círculo muy pequeño el que tenía todos sus detalles.

    –Yo recibí una llamada el domingo antes del operativo. Era de mi jefe, que era el encargado de política hacia Nicaragua aquí en Washington. Y me dijo: «Bueno, he trabajado contigo en otras cosas y estoy haciendo un pequeño equipo para hacer una cosa. Pero no te puedo decir qué es la cosa». Y, después de unos días, me dijo: «Necesito que tú arregles lo del avión, necesitamos un avión privado y vamos a un país a recoger personas». Nadie del equipo sabía la cantidad de personas. Éramos unos diez en el equipo del Departamento de Estado y USAID que habíamos tenido experiencias en operaciones así, o habilidad con el español, o habíamos trabajado en Nicaragua.

    La historia me la cuenta un funcionario que entrevisté del Servicio Exterior de Estados Unidos, alguien que estuvo en el avión durante todo el trayecto. Y de la entrevista con el hombre entiendo que lo importante del equipo que llegó en el vuelo desde Washington era generar confianza en las personas que iban a ser liberadas. Estaban presas, llevaban casi dos años encerradas, obviamente llegarían desconfiadas: iban a salir sin idea de su destino, necesitaban rostros amables o familiares que los recibieran.

    —Llevábamos un equipo médico que anteriormente nos había acompañado a Afganistán. La noche antes de salir se nos contó toda la historia a los médicos, las azafatas, los pilotos y nosotros: íbamos a Nicaragua a recoger unos presos políticos. Solo unas horas antes del operativo se nos dieron todos los detalles.

    El 8 de febrero, a las 11 de la noche, el avión Omni Air 767, con capacidad para más de 300 personas, despegó desde una base naval en Norfolk, Virginia. A las cuatro de la mañana iba a aterrizar en Nicaragua.

    ***

    Todo es bastante sospechoso. Llevan más de 17 meses aislándoles del mundo exterior y, de repente, empiezan a recibir visitas cada 15 días en noviembre de 2022. Ya no los sacan con el uniforme azul que le imponen a los presos de Nicaragua, ni los llevan a esas salas pequeñas en las que les espían y graban todo lo que conversan con sus allegados. Ahora les pasan ropa de civil, les permiten arreglarse para ver a sus familiares y los llevan a salones que parecen comedores. A veces, incluso, hay buffet en esas salas.

    —A mí se me hacía de una extrema crueldad todo esto. Yo lo llamaba Operación Cenicienta.

    —¿Por qué, Dora?

    —Porque era un engaño. Todo el tiempo éramos maltratados, no teníamos buenas condiciones, todo era precariedad e intento de humillación, y de repente nos arreglan, nos sacan y nos exhiben como si todo estuviera bien. Luego te regresaban a la celda, te quitaban todo y volvías a tu miseria, como la Cenicienta.

    —¿Entonces, cuando sospechaste que iban para afuera?

    —Ahí mismo, era muy raro. Las visitas se doblaron, ahora estábamos en salones grandes donde podíamos estar con otros prisioneros que también recibían su visita. Nos mejoraron la comida. Eran más amables. Algo estaba cambiando adentro. Yo le preguntaba a mis familiares si sabían algo, pero me decían: «No, Dora, afuera no está nadie hablando de eso, afuera no pasa nada». Yo insistía en que sí, que íbamos para fuera.

    Para Dora María Téllez, Daniel Ortega no tenía ningún motivo para tenerlos ahí, ya habían pasado las elecciones, y el costo político de tenerlos encarcelados era más alto. Dora pensó que salían en diciembre.

    Como si estuvieran conectadas, Ana Margarita empezó a pensar lo mismo, y por la misma fecha. Recibía a sus familiares y les preguntaba si sabían algo.

    —Mi hermana me decía: «no, Ana, no vas a salir. No vas para fuera».

    —¿Pero tú estabas convencida?

    —Sí, esos cambios en el penal no eran normales. Yo le insistía a mi hermana: «voy a salir». Y ella me abrazaba y volvía a decirme: «no, Ana, no vas a salir». Pobrecita. Le angustiaba generarme alguna esperanza y que después no se cumpliera. No quería que me hiciera una ilusión que luego me hiciera más daño.

    —¿Pero tú seguías segura?

    —Sí, además, yo necesitaba salir. En una visita mi madre no fue y mi hermana me dijo que estaba hospitalizada. Ahí me enteré de que tenía cáncer. Cuando salió del hospital fue a verme, y en la visita se desmayó. Eso me estaba rompiendo por dentro. Yo sentía que mi mamá se estaba muriendo porque yo estaba en la cárcel. No sé, todo eso influyó. Lo que pasa es que estaba segurísima de que salíamos en enero. Pero no fue así.

    ***

    No saben si son las ocho, las nueve, las diez o las 11 de la noche. En la cárcel lo primero que se pierde es la noción del tiempo. A nadie le permiten llevar reloj y si un custodio les dice la hora, es castigado. Saben que es tarde porque algunos ya estaban durmiendo, ya les dieron la medicina, ya asearon sus celdas.

    De pronto escuchan ruidos, empiezan a abrir las celdas. Pasan en las dos alas, la de hombres y la de mujeres. A todos les entregan la ropa de civil que usan para las visitas y les dicen que se las pongan. Les piden que se pongan hasta los zapatos. Luego les pasan una bolsa y les ordenan que pongan el uniforme dentro de la bolsa. Marcan las bolsas: «Lesther Alemán», «Juan Sebastián Chamorro», «Tamara Dávila», «Suyén Barahona»… Cada bolsa deben dejarla frente a la celda que habitaba cada cual.

    En el ala de las mujeres, además, meten colchonetas adicionales. En una celda meten seis, en otras cuatro. ¿Viene más gente? ¿Por qué nos hacen vestir? ¿Nos llevarán a los juzgados como la otra vez? ¿Nos van a sacar para tomarnos una foto? ¿Nos trasladan a la cárcel de La Modelo?

    Las preguntas son muchas, nadie sabe qué está pasando. Un hombre lleva una lista: prisionero que nombra, prisionero que un carcelero saca de la celda y después vuelve y la cierra. El oficial de la lista se irrita: «¡¿Para qué las cerrás, si sabés que los vamos a sacar a todos?!». Les piden que salgan de las celdas, a cada uno le van diciendo un número, les ordenan que no pueden llevar nada.

    ¿Nos van a sacar a todos? ¿Para dónde nos llevan? ¿Seguro nos van a trasladar a La Modelo? Las preguntas siguen. De pronto, pasa lo que no ha pasado en casi dos años de aislamiento: empiezan a juntarlos en unas celdas más grandes. Ellas en un ala, los hombres en otra. Dora María Téllez es la única que no está con las mujeres.

    Les dan un refresco y un sandwich. Es rarísimo todo. Alguna dice: «esto es comida de avión». Ninguna imagina, ni por asomo, que, efectivamente, es comida para un vuelo. Por fin abren las rejas. En manada, comienzan a salir de El Chipote. Ana Margarita está preocupada, mira para todos lados, no ve a Dora. Un oficial lo nota y, en un genuino acto de humanidad, se le para a un lado y con voz baja dice: «tranquila, ya salió, ya está afuera».

    A la salida de El Chipote hay varios buses. Nadie de los que entrevisté coincide en la cifra exacta: «eran cuatro», «me pareció que conté tres», «eran como siete». Pero todos coinciden en lo mismo: iban todo tapados por dentro, con banderas y cortinas. Nadie los podía ver y ellos no podían ver nada.

    En el primer bus van las mujeres. Al fondo, por ser la primera en montarse, está Dora María. Las de El Chipote abordan el bus y de pronto empiezan a ver que otras presas, las que estaban en otros centro de detenciones, también se montan.

    El bus se llena. Es una locura. Támara Dávila va en la primera fila, tras el conductor, y una de las muchachas recién llegadas la reconoce. Le dice que le alegra verla bien, luego le cuenta que ella estaba en la cárcel por un publicación que escribió en Facebook.

    La noche del 8 de febrero de 2023 —o tal vez la madrugada del 9, la hora es difícil de establecer—, 222 presos políticos fueron extraídos de diferentes centros de detenciones: La Modelo, la Esperanza, las «casa por cárcel» y El Chipote. A todos los montaron en esos buses que estaban frente a la Dirección de Auxilio Judicial, la DAJ.

    ***

    Los buses avanzan, no todos pueden ver la ruta, los vehículos están tapados y las preguntas vuelven: ¿a dónde nos llevan? ¿Nos llevan a La Modelo? ¿Nos trasladan a La Esperanza? ¿Vamos para los juzgados? ¿Nos van a desaparecer? ¿Nos mandan para Cuba o para Venezuela? ¿Nos van a matar en un terreno baldío? ¿Nos sacan para Costa Rica? ¿Nos llevan a que Rosario Murillo y Ortega nos den un sermón?

    Quienes pueden ver van haciendo señas. No son los juzgados, ya los pasaron. Están en la Carretera Norte de Managua. Van sobre la vía que lleva a La Esperanza, la cárcel de mujeres, y a La Modelo, que es la de los hombres. De pronto, los buses giran y muchos conocen el portón que tienen al frente: la Fuerza Aérea de Nicaragua.

    Pasan una puerta, hay quienes creen que fueron dos, y se detienen frente a otra. Juan Sebastian Chamorro ve aterrizar un avión enorme sobre una pista. Siguen detenidos. Un oficial se monta en cada bus y empieza a entregarles una hoja. Ordena que firmen el papel. Los presos políticos aún tienen las manos esposadas.

    En el bus de las mujeres Dora María recibe la primera hoja. El papel dice algo así: «Yo, (espacio en blanco), acepto irme voluntariamente a (espacio en blanco)». En algunas hojas está escrito Estados Unidos, pero no son todas. Dora siempre se había prometido nunca ir al exilio de manera voluntaria. Lo recuerda mientras lee ese papel. Levanta la cabeza, mira hacia al frente. Ana Margarita, Suyén, Támara y otras mujeres, la miran expectantes. Ninguna va a firmar si ella no firma. «Las opciones son dos», aclara la oficial, «o aceptan, o vuelven a la cárcel». Dora comprende que decide por la vida de otras. Lo imprescindible ahora es firmar. Firma. Todas lo hacen.

    Algunos no pueden ver lo que dice el papel, llevan tantos meses en la oscuridad que han perdido la vista. Lesther Alemán sabe que si firma, no volverá a ver a su madre, quién sabe hasta cuándo. Ella es su vida. Ana Margarita piensa lo mismo, le pesa la decisión, su mamá está enfrentando un cáncer. Unos tienen familia en Estados Unidos, otros todo lo que tienen, lo tienen en Nicaragua.

    ¿Libertad a costa de qué? La tortura acaba, pero inicia el destierro. Una gota de miel y otra de hiel bajando al mismo tiempo por la garganta.

    ***

    —La idea era salir de Nicaragua antes de que saliera el sol para no generar mucha noticia. Pero llegamos al aeropuerto y no había nadie. Llegamos a la parte de los militares, pero no vimos al gobierno, vimos al equipo de la embajada —el funcionario del Servicio Exterior de Estados Unidos, el que estuvo en el avión, se refiere al aeropuerto de la fuerza aérea.

    —¿No había nadie en la pista?

    —No vimos a nadie. Por un momento pensamos: «¿es un truco?». Pero después de unos minutos llegaron un bus y unos carros de la policía.

    El funcionario, al que llamo y llamaré así porque me pidió no dar su nombre, tampoco recuerda cuántos buses eran porque no llegaron todos a la vez. Al parecer, iban avanzando y evacuando de uno en uno. Las personas bajaban del bus, les quitaban las esposas o las bridas, y se acercaban a un puerto improvisado que estaba al lado de las escaleras del avión. Ahí estaban seis personas del personal de la embajada, con unas cajas que parecían en las que había 224 pasaportes nuevos. Prisioneros y prisioneras no entendían muy bien que ya no lo eran. La gente no entendía nada.

    —Estaban muy sorprendidos, no sabían qué iba a pasar. Al inicio hubo tensión. Ellos recibieron la noticia ahí de que debían decidir si quedarse o salir hacia Estados Unidos. No sabían si podían volver y…

    —…

    —No era nuestro trabajo, pero queríamos explicarles con detalle lo que pasaba y lo que implicaría para ellos, para sus familias y para su lucha. Pero era difícil, muchas eran personas que habían luchado por su país durante años. De verdad, la decisión para muchos fue difícil. Había un sentimiento de tristeza, se separaban de sus familias y no sabían si podrían volver. Pero una vez que subieron al avión y vieron a otros presos, el sentimiento cambió. Se sentía tanta fiesta que era difícil calmarlos.

    —¿Hubo tensiones en el aeropuerto entre las personas del bus y la fuerza pública? Lo pregunto porque en el texto que publicaron sobre la operación mencionan algo.

    —La verdad, yo solo recuerdo un momento, y fue cuando un pasajero estaba subiendo las escaleras del avión. Cuando llegó arriba se volteó y le gritó algo a la policía, no se entendió bien, pero un compañero diplomático lo metió rápido al avión. La situación tenía que mantenerse controlada, porque cualquier cosa la podía afectar.

    Lo que gritó el hombre que menciona el funcionario fue: «¡Viva Nicaragua Libre!». Hay testigos que sí lo recuerdan. Y aunque pudo generar tensión, el grito que tal vez salió con rabia no interrumpió el operativo.

    La lista que había enviado el gobierno nicaragüense la tenía el equipo de la embajada. El funcionario contaba con una copia. Y así inició el abordaje.

    El personal de la embajada hizo el check in en tierra, con la lista original y repartiendo los pasaportes. El hombre cuenta que revisaron varias veces, dice: «Estábamos como, ok, tenemos esta persona, tenemos esta persona, dónde está esta persona. Verificar que todos abordaron el avión nos tomó mucho tiempo, nosotros no sabemos hacer eso, no somos personal de aeropuerto. Ahí nos dimos cuenta que una persona no bajó del bus. No tuvimos la oportunidad de hablar con él, pero no era el obispo».

    El hombre al que el funcionario se refiere es Fanor Alejandro Ramos. El presidente Daniel Ortega lo nombró en el discurso que dió tras la liberación. Según la plataforma Nica libres ya, es un hombre que trabajó 25 años en la Policía Nacional de Nicaragua, fue oficial de brigada especial, profesor de tiro y seguridad, y jefe de la tercera sección del departamento de tácticas y armas policiales de instrucción de rescate de la Dirección de Operaciones Especiales (DOEP). Su especialidad: francotirador. La plataforma cuenta que, durante las protestas de 2018, Ramos se negó a ser reclutado «para reprimir a las personas autoconvocadas que se oponían al régimen autoritario de Daniel Ortega y Rosario Murillo». Después de eso, se exilió con su familia. En 2019 regresó al país, la policía lo capturó, dijeron que le habían encontrado 368 kilos de cocaína, le montaron un proceso y lo condenaron a ocho años de prisión. El 2 de noviembre del 2020, la CIDH le otorgó medidas cautelares junto a otras 40 personas presas políticas. Ramos rechazó el vuelo. La explicación aún no es conocida.

    La otra persona que decidió no abordar el avión fue monseñor Rolando José Álvarez, el religioso que más fuerte condenaba el autoritarismo y la represión de los Ortega-Murillo. El clérigo más perseguido por el gobierno de Nicaragua.

    Dice el funcionario que verificaron la lista unas diez veces, persona por persona, hasta que se convencieron de que estaban las 222. «Era tensionante», agrega. «Solo hasta que despegaron las llantas del suelo sentimos como: ufffff». 

    ***

    Es viernes 3 de febrero y Carlos Quesada, director de Raza e Igualdad, una organización que trabaja por la promoción y protección de los derechos humanos, recibe una llamada. Es un funcionario del Departamento de Estado de Estados Unidos. Los buscan porque tienen un grant —una subvención— para el trabajo con presos políticos.

    —Nosotros teníamos trabajo con Nicaragua y Cuba. De repente, esta persona nos llama y nos dice que existe la posibilidad de liberar a unos prisioneros políticos en América Latina.

    —¿No les dicen el país?

    —No, y ahora lo recuerdo, en realidad nos dicen que existe la posibilidad de liberar a unas personas que habían sufrido violaciones a los derechos humanos y que necesitaban apoyo logístico para su bienvenida.

    —¿Tú sospechaste?

    —No, pero cuando nos dijo el número, sí.

    —¿Cuántos les dijeron?

    —Originalmente, nos dieron un número de 235 personas. Nosotros trabajamos mucho con Cuba y Nicaragua. En Cuba hay más de mil, pero nosotros teníamos conocimiento de unas 232 personas retenidas en Nicaragua.

    —Pero no se los dijeron.

    —No, los que nos dice es que la información es confidencial y que no la podemos dar a conocer porque podríamos poner en riesgo la operación. Inmediatamente nos indicaron que compráramos abrigo, porque es invierno, para todas estas personas, así como teléfonos móviles, y que alistáramos un dinero para darles cuando llegaran, unos 300 dólares para cada uno.

    —¿Todo eso en tan poco tiempo?

    —Sí, y con tan poca información. También nos pidieron buscar hotel y participar de la bienvenida a estas personas.

    —¿Estabas emocionado?

    —Claro, pero era tanto el trabajo que en el momento no se racionalizaba. Todo el equipo de Raza e Igualdad, en Washington D.C., nos pusimos en ello. Éramos 14 en ese momento, y todo el personal estaba en esto. «Qué dicha que vienen un montón», decían mis compañeros.

    Puede sonar fácil, pero no lo era. Uno compra un abrigo, pero no 200 en un día, no es lo usual. Lo mismo pasa con los celulares. Estos, además, tienes que configurarlos porque están sin chip y en otro idioma. Tienes que reservar más de 200 habitaciones en un hotel, pero no les puedes decir la fecha en que la necesitas, ¿qué hotelero reserva así? Los detalles eran muchos y el trabajo era complejo. Y nadie podía decir en voz alta que sospechaba que los presos políticos eran de Nicaragua porque en el equipo de Raza e Igualdad hay exiliados de este país. No podían emocionarse, ¿y si los presos no eran de allí?

    El 9 de febrero, a las seis de la mañana, Carlos está en su casa en Washington y el teléfono vuelve a sonar. Contesta, y un funcionario del Departamento de Estado le dice: «Es público, están saliendo de Managua».

    ***

    Es un hombre bastante amable, jovial incluso, pero como buen diplomático, de entrada me deja claro que su trabajo no va de conversar sobre este tipo de temas sensibles. Es Kevin Sullivan, exembajador de Estados Unidos en Nicaragua. Después agrega que en este caso puede hablar de algunas cosas porque el presidente Daniel Ortega ya las hizo públicas en su discurso.

    —Embajador, el texto sobre la Operación Nica Welcome que publicó el Servicio Exterior de Estados Unidos dice que todo empezó el 29 de enero, cuando el Ministro de Relaciones Exteriores de Nicaragua, Denis Moncada, le planteó si Estados Unidos aceptaba a todos los presos políticos de Nicaragua. ¿De verdad todo esto ocurrió en diez días?

    —La verdad es que sí, todo empezó ese día con una llamada que recibí de la vicepresidenta Rosario Murillo alertándome de que tenía algo que quería conversar. Que habían tomado unas decisiones en el gobierno y que me pusiera en contacto con el canciller Denis Moncada para entrar en detalles. Ese día me quedó claro que se trataba de algo realmente importante.

    El embajador se puso en contacto con el canciller. Cuando hablaron, Moncada lo invitó a conversar en persona sobre el tema. Sullivan fue a la cita con la número dos de la embajada, Carla Fleharty, y solo hasta ahí fue que les hablaron claro sobre lo que el gobierno estaba dispuesto a hacer: entregarles a los presos.

    —Mi pregunta fue «¿Qué presos? ¿Estamos hablando de los que nosotros llamamos presos políticos?» Y dijeron «Sí, son esos presos». Después le pregunté «¿Cuántos? Porque algunos dicen que son más de 200», y ahí me indicó el canciller «Todos los presos».

    La embajada llevaba años promoviendo la liberación de estás personas, a algunas las conocían personalmente o a sus familias. El mismo embajador recibió comunicados fuertes por parte del gobierno Ortega-Murillo las veces que tuiteó en favor de la libertad de prensa o de la democracia.

    —En ese instante caí en la cuenta de que teníamos la gran responsabilidad de llevar a cabo esta operación sin caer en ninguna complicación, no podíamos fallar.

    Carla Fleharty se quedó al frente del operativo en Nicaragua y el embajador viajó a dar su parte a Washington.

    —Sabía que para mi gobierno iba a ser una tarea realmente fuera de serie, con muchos temas por resolver.

    El equipo tenía que dividirse en dos. Por ejemplo, tenían que pedir la lista de personas y enviarla a Estados Unidos, que, como todo país, tiene reglas y decide si admite o no y a quién admite. No es común que a un país llegue un vuelo con 222 expresos políticos sin visa, mucho menos a Estados Unidos.

    —Tenía que explicar en Washington por qué debíamos hacer esto, que era fuera de lo común, con dinero que no teníamos y recursos que no teníamos, que no podíamos dejar que nada interfiera y que lo debíamos hacer en un tiempo muy corto, antes de que hubiera un cambio de idea. Además, todo debía hacerse de forma muy silenciosa, porque cualquier filtración podría empezar una reacción, un pánico de algún lado, y no podíamos permitir eso.

    —¿Y cómo se logró? 222 personas igual son 222 migrantes, ¿no?

    —Exacto. Teníamos la ventaja de que en ambos partidos de nuestro Congreso ya había simpatía y mucha preocupación por la situación de estas personas en Nicaragua. Yo estaba confiado. Aunque fuera un tema de migración, si lograba explicar bien lo que estaba en juego, íbamos a tener éxito. Al final, lo conseguimos con el parole humanitario.

    El parole humanitario es un estatus de inmigración temporal que otorga el gobierno de Estados Unidos a personas que necesitan entrar al país de manera urgente por razones humanitarias. Suele utilizarse en casos de emergencia, como, por ejemplo, la llegada de 222 víctimas de la represión en Nicaragua.

    —Otro aspecto difícil de esta operación fue que teníamos que obtener el permiso de las personas que iban a viajar, porque Estados Unidos tiene normas. No vamos a llevar al país a una persona contra su propia voluntad. El problema fue que nadie tenía acceso a los presos políticos antes del viaje y debíamos contar con ese permiso firmado por cada uno. Sabíamos que iba a ser muy difícil. Pero aparecieron los buses. Y antes de subir al avión, cada uno firmó el papel. Algunos, confundidos, no tenían tiempo para considerar algo que era muy trascendente en su vida. Otros dudaban, nuestro equipo conversaba con ellos para atender sus dudas, porque también se enteraron ahí de que no iban a poder viajar en ese momento con sus familias.

    —Embajador, usted estaba en Washington, ¿qué sentía usted en esas horas interminables?

    —Jajaja, las personas que me conocen saben que generalmente soy tranquilo, no me altero fácilmente, pero tenía un ataque de nervios muy serio y estaba preocupadísimo. Solo cuando uno de mis colegas me mandó un video del avión despegando de Managua me tranquilicé. Era una alegría enorme. La otra tranquilidad fue verlos llegar al aeropuerto. Ahí aprecié por primera vez lo enorme de la operación que habíamos montado.

    —¿Fue una sorpresa para ustedes cuando Ortega anunció que les quitaba la nacionalidad nicaragüense?

    —Totalmente, totalmente. Mis colegas manejaban las cajas con los pasaportes, cada pasajero tenía uno con validez de diez años. No teníamos por qué creer que esas personas no iban a poder usar su pasaporte hasta vencerse. Pero solo fue después de que aterrizaron en Washington que anunciaron que ya no eran nicaragüenses para el gobierno de Nicaragua. Ahí tuvimos que empezar a trabajar con otros gobiernos para ver cómo apoyarlos.

    El avión, por fin, llegó a buen puerto. Pero antes de aterrizar, y de manera exprés, la Asamblea Nacional de Nicaragua se reunió para reformar el artículo 21 de la Constitución Política, que regula la nacionalidad nicaragüense, y declaró apátridas a los expresos y expresas de carácter político que llegaron a Washington. ¿Los cargos? «Traidores a la patria». ¿Las consecuencias? Les privaron arbitrariamente de la nacionalidad.

    Al día siguiente, el 10 de febrero, España ofreció la nacionalidad a las 222 personas que iban en ese vuelo humanitario. Después se unieron otros países: México, Chile, Colombia. Los prisioneros y las prisioneras que se opusieron al régimen Ortega-Murillo obtuvieron la libertad física, la libertad de conciencia nunca se las lograron capturar. No me cabe duda, seguirán resistiendo, aunque les toque hacerlo fuera de Nicaragua: el escritor John Dos Passos ya lo escribió: «Podéis arrancar al hombre de su país, pero no podéis arrancar el país del corazón del hombre».

    En cuanto a ese vuelo imposible, hay que decir una cosa con claridad: fue un conjunto y acuerdo de voluntades el que logró la libertad de estas personas, de estos rehenes. Mucha gente dice que «fue un milagro». Lo dijo Ortega, lo tituló la prensa, lo dicen algunos liberados y lo dicen sus familiares. Lo llaman «Milagro». Yo lo llamo diplomacia. Diplomacia en contextos hostiles, eso es lo imprescindible.

    Nota: Esta crónica fue escrita para el medio digital nicaragüense DESPACHO 505 y reproducida por medios de Iberoamérica para visibilizar la crisis que vive Nicaragua.

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