11J: La detención del poeta Javier L. Mora

    Un día después de mi renuncia a la membresía de la UNEAC [Unión de Escritores y Artistas de Cuba], y cinco después del 11J, al pasar frente a la estación del sitio conocido como «Los Chinos», vi un cordón de policías. Estaban sentados en el parterre de la entrada. Miré de soslayo y advertí que uno de ellos no estaba de azul, sino de verde, y que tenía cerca una bicicleta. Yo seguí mi camino. Iba a comprar café en una tienda en MLC, que era donde único se encontraba por ese entonces. Tenía algunos menudos en la tarjeta y podía hacerlo.

    Cuando había caminado algo más de una cuadra, el señor de verde me alcanzó. Se bajó de la bicicleta, se presentó, y exigió mi carnet de identidad. Él y yo nos habíamos visto. El 11J, frente a la sede del Partido [Comunista], minutos antes de salir corriendo ante la avalancha represiva, lo vi entre la multitud. Iba vestido de civil, pausado, en medio del tropel. Así que este señor, que había estado de incógnito en los hechos del 11J, ahora estaba frente a mí con su uniforme verde, plenamente identificado. En ese momento supe lo que iba a pasar a continuación, y me dije: «Tranquilo». Le contesté que no había razón para mostrarle mi documento de identificación, pues yo no estaba bajo investigación policial ni el país bajo sitio. «En ese caso, debe acompañarme», dijo. «Lo acompaño adonde usted quiera», respondí.

    Íbamos caminando, él con su bicicleta de la mano, por la calle, y yo a su lado, sobre la acera. Llamé a mi esposa y le dije: «Aquí hay un…», le miré el hombro al señor, «…suboficial de segunda del MININT [Ministerio del Interior] que me está deteniendo. Vamos para la estación de Los Chinos». 

    Al llegar a la entrada dije «buenos días, caballeros» a los policías del parterre. Mientras me lavaba las manos con cloro, me fijé en un rótulo que decía «ESTACIÓN DE POLICÍAS», un número y «HOLGUIN», sin tilde. Me volví y dije: «Tienen que arreglar eso. Holguín lleva tilde, porque es una palabra aguda», etcétera. El policía que tenía detrás, que ya no era el que me había detenido, me dijo: «Ah, ¿porque tú eres profesor? Dale, que acá adentro te vamos a enseñar», y me entró a empujones. Me condujo de la misma manera hasta la segunda planta.

    Allí había un mayor que era el jefe de la estación, o al menos que fungía como tal. «Para que no te hagas el gracioso… Tú estás aquí porque apareces en todos los videos», me dijo. Y yo le pregunté: «¿Y?», y el mayor se incomodó un poco y mandó registrarme.

    Con una mala forma extraordinaria, sacaron todo lo que yo tenía en los bolsillos. Y luego uno de ellos tomó unas esposas que tenían conectado un tramo de cadenas; me las puso y se sentó frente a mí con las piernas abiertas, los brazos cruzados, la cabeza ligeramente ladeada hacia la derecha, y una cara de «Y tú, que eres El Gran Delincuente, ¿ahora qué vas a hacer?». Una guapería desproporcionada, si cabe la expresión. Al principio me incomodé, pero cuando reflexioné sobre la triste existencia de estos señores, sonreí para mis adentros.

    Desde una ventana de la segunda planta yo había visto a mi suegra. Estaba parada en la acera del frente. Ella vio, desde unos pocos metros, cuando me sacaron encadenado de la estación —de nuevo a empujones—, y me llevaron hasta la puerta de un jeep. Antes de subir, levanté las manos como pude y le dije: «Mira cómo me llevan. Como si fuese un asesino». Ella casi se desmaya, y yo entré en el carro muy tranquilo, la verdad.

    Lo primero que hicieron en Instrucción Penal fue inventariar mis pertenencias. También ordenaron que me desnudase e hiciera una cuclilla. En el momento en que revisaban mi camisa, sacaron una ramita de «vence batallas» que yo había arrancado el 11J de camino a la sede del Partido, y que llevaba de resguardo. Porque yo ese día, el 16 de julio de 2021, había salido con la misma ropa que había usado el 11J. Me preguntaron qué era eso y yo respondí con una breve explicación. Motivos religiosos, básicamente. Luego sacaron mis cigarros. Un miembro de las Tropas Especiales que me acompañaba desde el jeep, y que hasta ese momento había tenido una actitud más bien agresiva, me preguntó si podía regalarle un cigarro. Tenía la mano de Orula. 

    Frente a la sede del Partido Comunista de Cuba en Holguín, 11 de julio de 2021
    Frente a la sede del Partido Comunista de Cuba en Holguín, 11 de julio de 2021 / Foto: Cortesía de Miguel Montero

    Por allí había una oficial rubia muy hermosa; de hecho, me llamó la atención ver a una mujer de tal belleza en ese sitio. Tenía un tatuaje en el brazo. Era un nombre escrito con unas letras muy estilizadas, como las que suelen escribirse en las portadas de los trabajos prácticos. Decía «Fransisco». «Me da mucha pena con usted, pero Francisco se escribe con C», le dije. La oficial me miró con aire de desprecio y cierto rictus de rabia.

    Después del inventario, me pusieron de frente a la pared, donde había un cartel que decía «DEBERES Y DERECHOS DEL DETENIDO», compuesto por 13 acápites que intenté memorizar. Vi que, en teoría, tenía derecho a un trato humano.

    Lo siguiente fue que me encerraron en una celda. Allí me encontré con tres muchachos, dos de los cuales eran amigos. Uno decía que había pasado por una ruptura antes del 11J y que su amigo lo había convencido para que salieran juntos ese día, para que despejara. Fueron a dar a la Loma de la Cruz, y allí los recogieron, así sin más. El cuento era algo dudoso. El tercer muchacho, un técnico de motos eléctricas, sí estuvo en la protesta. Lo habían agarrado cuando compartía unas cervezas con amigos, días después del 11J. Los cuatro estuvimos conversando de manera muy amena sobre historia de Cuba y política. Había algo en ellos que me hacía sospechar. Tal vez eran agentes encubiertos; no lo sé.

    Antes de entrar al primer interrogatorio, me llevaron al fondo de un pasillo, a un sitio sin techo donde entraba abundante luz natural. Me hicieron fotos de frente y de ambos perfiles. También dijeron que debían fotografiar los tatuajes. Mostré el hombro, y dije: «Trate de que salga bien, es el Apóstol, el hombre más grande que ha dado este país». El oficial hizo un gesto detrás de la cámara como si algo se hubiese cuarteado dentro de su cabeza, e hizo la foto. Me giré. «Esta igual tiene que salir bien, porque es una frase suya», apunté en lo que el oficial capturaba de mi otro brazo «La Patria es de todos», un fragmento de una carta de Martí a Fernando Figueredo.

    En el interrogatorio me encontré con un capitán muy parsimonioso. Parecía un animal grande y lento, algo así como una morsa burócrata. No se podía detectar una pasión en aquel ser. Era un tipo echado en una silla haciendo su trabajo. Tenía mi teléfono. Me pidió el código de desbloqueo, y yo se lo di, tras lo cual me hizo una serie de preguntas insulsas alrededor del 11J a las que respondí de manera extensiva, teorizando sobre el asunto.

    Luego me llevaron de vuelta a la celda y, una media hora después, volvieron a llamarme. Esta vez era una mayor, la cual terminaría atendiendo mi caso. A diferencia del capitán, la mayor era un personaje «definible». Tenía unos 40 años, y era una mujer de lo más atractiva, elegante. Yo suponía que detrás del uniforme verde olivo había una de esas mujeres arrogantes, de las que saben que tienen cosas que mostrar. Y luego tenía esa pasión, esa ardentía de fe en una doctrina. No se puede ser joven y llegar a mayor del MININT sin mostrar una fe inquebrantable en La Doctrina, pensé, porque para ellos funciona así. Un sujeto del MININT es un sujeto de fe.

    Pues la mayor me hizo más o menos las mismas preguntas que me había hecho el capitán, como «¿por qué saliste el 11J?», «¿qué viste allí?», etcétera. También mencionó mi atrevimiento con la otra oficial, a la que había corregido el nombre del tatuaje. Explicó que el «error» tenía una justificación, y es que eran dos nombres ligados en uno, de ahí que el tatuaje fuese a dos colores y tal. Me disculpé y dije que yo tenía este «problema» por el cual no soporto las faltas ortográficas, que cuando veo una es como si me agrediesen. A partir de ahí desarrollamos una conversación a lo largo de la cual expuse mis puntos de vista usando el lenguaje más elevado que podía. Lo hice a propósito. Es decir, si tenía que usar una palabra, intentaba buscar un sinónimo de poco uso, de modo que me encontré profiriendo complejas oraciones carpenterianas. Mencioné que, según el reglamento interno, tenía derecho a trato humano, lo cual no se estaba cumpliendo en la práctica, pues las condiciones de la celda eran propias de un corral de cerdos. Era estrechísima, tenía un ventanuco por el que no entraba aire y apenas se filtraba la luz, había aguas albañales, un calor infernal, etcétera. Le exigí una llamada telefónica —a la que tenía derecho— y cigarros. Ella me dijo que allí no se les daban cigarros a los reclusos, pero que lo iban a estudiar.

    Al término de la conversación, me preguntó: «¿Sabes cuál es tu problema, muchacho?», y ella misma, en tono neutral, como una máquina, respondió: «Que eres muy apasionado». Me quedé en silencio. No hallé cómo contestar, porque, en ese momento, encontré que tenía toda la razón.

    Más tarde fui a comer. Cuando iba a por la bandeja, el dúo de muchachos salía en libertad. Uno de ellos me dejó un desodorante, papel sanitario y su número de teléfono, que anoté mentalmente. Me encontré solo en la celda durante un rato. Poco después, me trasladaron.

    En la celda número nueve había otros tres compañeros. Me presenté y, en lo que estaba conversando con ellos, llegó un oficial y dijo «194» —el número que me habían asignado como recluso—, y me pasó dos cigarros que compartí con mis nuevos compañeros. Ellos dijeron que habían estado pidiendo cigarros todo el tiempo y se los habían negado. Claro que, para entonces, varios medios independientes se habían hecho eco de mi detención, colegas del gremio salieron en mi defensa, e incluso el PEN Club Internacional se pronunció a mi favor. Soy consciente de que aquella «deferencia» estuvo motivada por todo eso.

    Como una curiosa digresión, debo apuntar que el individuo encargado de llevarme los cigarros, además, acompañaba todas las mañanas al teniente coronel que pasaba revista a los detenidos. Siempre salía el último de mi celda. Antes de hacerlo, se detenía a mi lado, me daba una palmadita en el hombro y decía sin que el teniente coronel lo escuchase: «Ser cultos para ser libres». La inflexión de su voz era ambigua. Nunca supe si estaba siendo cínico o si lo decía de corazón.

    Uno de mis nuevos compañeros había caído en una redada sin deberla ni temerla. Su apellido era Bárzaga, si la memoria no me falla, y era un exconvicto. Decía que no tenía nada que hacer, que le daba igual estar allí o en su casa, y que no iba a declarar nada de lo que le pedían, porque no había nada que declarar. Era un tipo de la calle, astuto.

    En cierto momento de nuestra charla, saqué a colación un pasaje de los Diarios de campaña, de Martí, en que un consejo de guerra está leyendo una sentencia de muerte y entre el gentío, al fondo, «un hombre pela una caña». Hubo un silencio dramático. Luego dije que siempre me había desconcertado la intención de Martí al colocar un hecho tan nimio en medio de un contexto tan tenso. Entonces, cada uno de mis compañeros expuso su parecer respecto al pasaje martiano. Todas las interpretaciones fueron válidas, pero el exconvicto desarrolló una exégesis a la altura de la que hubiese hecho un buen crítico literario. Quedé impresionado. Hoy, apenas recuerdo sus palabras.

    El tercer interrogatorio fue con unos señores que se presentaron como agentes que atendían al sector de Cultura. Con ellos la conversación era un poco más fluida. Mostraban ligeros signos de racionalidad. Uno me hizo una curiosa pregunta. ¿Por qué mi animadversión para con El Sistema? Yo contesté que, incluso antes de tener carnet de identidad, estaba convencido de que el proceso político cubano era un completo fracaso. El mismo preguntó por mis libros publicados. Me pareció ridículo, y luego raro. No había necesidad de indagar en ello si hubiesen hecho su tarea. Entonces me di cuenta adónde querían llegar y opté por referirme, con precisa lentitud, a todos mis títulos, años de publicación, editoriales y premios en caso de que correspondiese. «El primer libro que publiqué fue Examen de los institutos civiles, premio David de la UNEAC, 2012…», y así, mientras el agente tomaba —o fingía tomar— notas en una agendita. Cuando iba por la traducción que hice de El portero suplente y otros poemas, de Matteo Fantucci, el agente se desesperó y mencionó mi último libro, Ablandar una lengua. El libro había ganado el premio Hypermedia de poesía, que venía acompañado de una dotación generosa. «Todavía no hemos llegado a ese. Estoy siguiendo un orden», dije y continué hasta el final. Ellos querían saber si era posible adquirir Ablandar una lengua en Cuba. En ese momento yo no tenía el libro. Se había impreso en los Estados Unidos, pero no aún no llegaba a mis manos, así que solo existía en Cuba en formato digital.

    Al final, el agente me dijo: «Yo estuve cerca de ti durante los hechos, hasta el momento en que comenzaron a tirar piedras». «Qué bueno», contesté, «entonces sabrá que yo no tiré piedras», y seguí con una boutade: «El último poeta cubano que lo hizo fue Fayad Jamís, con La pedrada, en 1962». El agente fingió que lo llamaban por teléfono y se retiró.

    Javier L. Mora, poeta cubano
    Javier L. Mora (Bayamo, 1983), poeta cubano / Foto: Cortesía de Javier L. Mora

    En la sala quedó otro, uno ligeramente gordo. Este me mostró en su teléfono una directa de Facebook en la que un taxista residente en los Estados Unidos decía que el 11J había sido preparado por organizaciones anticastristas, y les echaba en cara que no hubiesen venido ellos a tirar tiros, como hizo Fidel en la Sierra Maestra, etcétera. Cuando acabó el video, el agente remató con una metáfora bastante burda, algo como: «No podemos dejar que los vecinos entren a nuestra casa».

    Estuve poco tiempo en la celda. Me dieron otros dos cigarros y luego me llevaron de vuelta al cuarto de interrogatorios, donde habían montado una especie de set de grabación. Una cámara pequeña montada en un trípode, y un agente detrás de ella. La mayor que atendía mi caso detrás de un buró, y algún otro oficial. Me hicieron varias preguntas. ¿Cómo me habían tratado allí? No me maltrataron, al menos físicamente. Tuve un tratamiento estándar, supongo. Luego inquirieron sobre cosas relativas al 11J. ¿Cuál yo creía había sido la causa del estallido? «Si algo ha sido orquestado desde la Florida, será trabajo de ustedes investigarlo», dije. El video que me habían puesto me vino a la cabeza. Es muy curioso. Lo hicieron con toda intención. Y agregué: «Creo que el pueblo cubano tiene reivindicaciones que debe expresar en libertad»; hablé de las tiendas en MLC…, en fin, me extendí al respecto, tal como había hecho en sesiones anteriores. Me dijeron que debía firmar una amonestación por la cual me comprometía a no participar en actividades semejantes. ¿Dónde estarás la próxima vez que suceda algo así? «En mi casa, supongo, escribiendo poesía. ¿Quién sabe?», contesté. Después de ese último interrogatorio, me liberaron, 60 horas después de mi detención.

    Un agente delgado y bajito se ofreció a llevarme hasta la casa. Le dije que con dejarme en la estación de Los Chinos era suficiente; de ahí podía ir caminando. Mi idea era que me soltasen donde mismo me detuvieron. Cerrar un ciclo.

    Sentado en el parqueo del sitio, mientras esperaba a que el agente buscase la moto, vi a la mayor. Me dirigí a ella y le dije: «De toda esta experiencia, debo decirle que me llevo una enseñanza especialmente interesante. Soy una persona apasionada. Lo desconocía, y usted me lo hizo ver. Gracias por eso». La mayor, sin decir palabra, me sostuvo la mirada por unos cuantos segundos, dio media vuelta, y se alejó.

    *Este testimonio corresponde al poeta, ensayista y editor Javier L. Mora (Bayamo, 1983).

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