90 minutos: El 11-J en Holguín

    Los domingos suelen ser particularmente desagradables porque las personas, que desde el viernes han abrigado la esperanza de que algo venga a cambiarles sus rutinas, se dan de bruces con la evidencia de que los fines de semana no pasa nada, y si algo pasa definitivamente queda atrás cuando por fin va muriendo el domingo.

    Por esos días la pandemia estaba en su pico. El encierro, más el calor del verano, los apagones y las noticias necrológicas, no dejaba brecha a la esperanza ningún día de la semana. Pero ese domingo sería diferente; al menos para mí, un desgraciado hincha de la selección inglesa de fútbol. Los ingleses, aun siendo los creadores del deporte, no ganan un torneo internacional desde el lejanísimo Mundial de 1966, y ahora, por primera vez en la historia, llegaban a una final de la Eurocopa.

    Inglaterra enfrentaba a Italia. Los ingleses llegaban con un equipo fresco, repleto de jóvenes talentosos, rápidos, desparpajados. Italia, un equipo de casta, con cuatro copas del mundo a sus espaldas, basaba su fútbol en una defensa sólida cuyos pilares eran Bonucci y Chiellini, ambos ya en el ocaso de sus carreras, lentos, pero buenos tomando sus posiciones en el campo. Yo creía sin ingenuidad que podía aprovecharse esa condición, correr a los espacios libres y ganarles. Me enfundé la playera de Inglaterra y me fui donde unos amigos a ver el partido.

    Llegué un poco tarde. Nada más sentarme frente al televisor me paré de vuelta para celebrar el gol de Luke Shaw. Un «gol de vestuario». Mis pronósticos parecían confirmarse y ya me visualizaba celebrando la victoria un rato más tarde.

    Llegó el entretiempo con los ingleses arriba en el marcador. Fue entonces que, como aprovechando la pausa en el juego, cortaron la transmisión. Díaz-Canel hablaría en cadena.

    El presidente, sudado, y con la voz quebrada por los nervios, llamaba a sus adeptos a tomar las calles. Las protestas habían comenzado esa mañana en San Antonio de los Baños y ya extendían por varias ciudades de la isla. Yo sabía que algo estaba pasando en Holguín, pero no tenía conocimiento de una gran movilización popular. Unos minutos después recibí una llamada de mi novia. Apenas escuché lo que me dijo. Demasiado griterío del otro lado. Solo entendí «calle Frexes», y hacia allí fui.

    Protestas el 11 de julio de 2021 en Cuba / Foto: Cortesía del autor

    Agarré la calle Miró y, antes de llegar a Frexes, vi la enorme columna de personas. Caminaban hacia el parque Calixto García. Eran miles. Y yo veía aquello y reía sin contenerme. Desde ese momento y hasta el final de la jornada puedo decir que, como muchos, sentí ese aroma de felicidad que acompaña a la esperanza posible, cercana, hasta ingenua.

    Ya en el Calixto García vi a unos cuantos amigos. La gente se abrazaba, a veces entre lágrimas. Vi a un punk de cabeza rapada gritando «eres la vergüenza del pueblo» en la cara de un militar mientras este permanecía impasible y lo fulminaba con la mirada. Vi una bandera cubana en lo alto del club Pico Cristal. Se respiraba alegría. Más que un estallido popular, aquello parecía un carnaval, y la gente «arrollaba» por los alrededores del parque principal.

    Protestas el 11 de julio de 2021 en Cuba / Foto: Cortesía del autor

    Cruzamos el bulevar de la calle Libertad y nos plantamos en el parque San José. Allí el ambiente era más tenso. Había muchos policías frente al edificio del Gobierno Municipal; sin embargo, no se llegó a la violencia. Los manifestantes decíamos consignas y los uniformados ni se movían. Los lemas de toda la vida comenzaban a escucharse desde algún punto, de manera muy sutil, y luego se iban amplificando hasta tomar una dimensión de clamor popular. Alguien dijo que nos habían estado preparando para la rebeldía desde la enseñanza primaria. «El pueblo unido jamás será vencido», «Viva Cuba libre», la letra del Himno Nacional… Así fue por cosa de 15 minutos. Imagino.

    Mi percepción del tiempo no era clara. Por momentos sentía que juntos éramos poderosos, que habíamos acabado con el fatal inmovilismo y que estábamos a la vanguardia de la historia; por momentos me sentía un niño que ha hecho algo malo y espera el peor de los castigos. La conciencia del protestante está alterada. Experimenta una tensión que hace zozobrar las convenciones. ¿Y qué es el tiempo sino eso?

    Debíamos conducirnos a la Plaza de la Revolución. Era una opinión casi unánime. Había que ir allí y plantarle cara al poder. Se corría la voz de que lo mejor era tomar una ruta que incluyese las afueras de la ciudad, con el objetivo de que se unieran más personas a la protesta, así que tomamos la calle Libertad hasta la avenida Cajigal, de ahí torcimos hacia el reparto Alcides Pino, y llegamos los suburbios.

    Protestas el 11 de julio de 2021 en Cuba / Foto: Cortesía del autor

    Muchos se unieron en el trayecto. Hubo otros que no abandonaron sus portales o balcones, pero lanzaban miradas cómplices sin poder disimular una risita, filmaban con sus teléfonos y alguno que otro levantaba un puño y acompañaba con gritos.  «Allí todo el mundo era gusano», como se le escuchó a un funcionario estatal en un audio filtrado. La marcha se había desarrollado de manera pacífica y reinaba la solidaridad entre manifestantes y vecinos. Hubo dos o tres «espontáneos» que nos gritaron ofensas para luego rematar con vivas a Fidel Castro y a la Revolución. Al menos en mi presencia, nadie les agredió. Hubo, a lo sumo, una respuesta a la misma altura.

    «Se cae, se cae, se cae…», podía escucharse en el aire cuando llegamos al frente de la Universidad de Holguín. Era la antesala del Partido.

    Al final de la doble vía que flanquea una rotonda, se veía un cordón formado por militantes. La sede del Partido Comunista está justo después, y pretendían impedir que la manifestación llegara a sus «sagrados» predios. Eran, según recuerdo, alrededor de 30 personas. Sostenían una bandera cubana y estaban armados con palos. Los superábamos en una proporción amplísima; así que la de ellos hubiera sido una misión suicida en caso de una manifestación violenta. 

    La marcha hizo una pausa a unos cien metros del cordón. Había que atravesarlo. Esa certeza causaba una suerte de shock, pero en modo alguno dudas. En ningún momento fue perceptible una mínima voluntad de retroceder.

    Se iba avanzando poco a poco al tiempo que subía la tensión. Por momentos nadie hablaba. En ese momento vi a un joven que agarró una piedra, y otro hombre lo regañó. «Eso no hace falta», le dijo, y el muchacho la dejó caer. Algunos comenzaron a correr.

    Vi golpes, pero no sangre. Recuerdo a un adolescente que, en medio de la barahúnda, agarró una de sus chancletas y le pegó a un militante ya entrado en años, como nieto y abuelo con los papeles invertidos. Otro del cordón cayó al suelo, y lo ayudaron a ponerse de pie. Todo fue muy rápido y menos violento de lo que cualquiera hubiese previsto. Como cabía esperar, apenas hubo resistencia. El cordón se vio rebasado y la marcha llegaba a su destino.

    ¿Cómo explicar el hecho de que las tiendas en MLC del centro de la ciudad quedaron intactas y, sin embargo, el inmueble que «contiene» al Partido haya sido apedreado con semejante saña? El suceso del cordón avivó los ánimos, eso seguro, pero aún no lo explica. Al llegar a la sede del Partido los manifestantes visualizaron algo más allá de la mera edificación. La historia registra tantos hechos similares que podemos hablar de una «regularidad». Salvando las evidentes distancias, podemos establecer un paralelismo con la Toma de la Bastilla en 1789. Tal como los parisinos, los holguineros se encarnizaron contra la institución, el símbolo, el «receptáculo del poder». Porque, más allá de los «paños fríos» de un oficialismo obstinado en señalar las carencias económicas como el principal móvil del estallido, las movilizaciones del 11-J tuvieron un cariz marcadamente político.

    «¡No tiren piedras! ¡Eso es lo que quieren ellos!», gritaba un militante del Partido que regresaba del cordón. No me extrañó. En primer lugar, su mensaje tenía sentido. (Como se demostró en lo sucesivo, el acto era una delicatessen para la manipulación mediática oficialista), y, por otro lado, ¿qué puede ser más cuestionable que la unicidad moral de estos señores? En cambio, sí me resultó extraña mi coincidencia en tal contexto con aquel hombre. Yo gritaba lo mismo o algo semejante. Fantaseaba con una multitud plantada en la Plaza de la Revolución, resistiendo a como diese lugar. Y de ser necesario volver al día siguiente, y al otro, y así hasta cumplir nuestras demandas de manera cívica, ejemplar. Lo que se dice «dar una lección al mundo». Dirán que soy un soñador… y lo más seguro es que tengan razón.p

    Protestas el 11 de julio de 2021 en Cuba / Foto: Cortesía del autor

    Nada contenía los ánimos. La vista del inmueble estaba colmada de piedras de varios tamaños que planeaban en el aire y, de vez en cuando, impactaban los cristales. Se había llegado a un punto de no retorno. Los militantes del Partido salían al portal, timoratos, y volvían a esconderse. Estaban acorralados.

    Mencionar una cifra es una temeridad, pero diría que el «asalto» se extendió por cosa de 20 minutos. Durante ese tiempo todo fue igual hasta que, de golpe, me vi parado en medio de una turba que corría en desbandada.

    Dirigí la vista hacia uno de los lados y vi a decenas de boinas negras, bastones en mano, acercándose a toda velocidad. Agarré a mi novia y corrí echando vistazos hacia atrás. Golpeaban de forma maquinal, sin miramientos. En uno de esas reparé en un hombre de pulóver blanco. Tres le pegaban mientras él, en el suelo, se cubría la cara. Ya lejos, cuando sentí que estábamos a salvo, me volví y vi que lo conducían. Aún lo golpeaban, y la mitad superior del pulóver estaba teñida de rojo. No recuerdo haber visto más. Fue como si el resto del panorama se hubiese ocluido.

    Por allí, cerca de la Plaza de la Revolución, vive un amigo nuestro. Teníamos sed, así que decidimos pasar por su apartamento, tomar agua, y luego ver qué más podíamos hacer. En el camino yo coqueteaba con una sensación de pérdida que me llevaba a pensar en tópicos como «la casta siempre se impone», «las revoluciones son de otras épocas» o «no son tiempos de héroes». Por entonces ya habíamos perdido de vista los acontecimientos y la creciente calma no aseguraba la derrota, pero dejaba oler su tufo…

    Llegamos al apartamento de mi amigo y pregunté, casi sabiéndolo, cómo había terminado el partido de fútbol. «Perdió Inglaterra», dijo su abuelo. Tomé el agua y encendí un cigarro que no pude terminar. Debajo, pasaban patrullas. Nos despedimos y agarramos la avenida Jorge Dimitrov en dirección al centro de la ciudad.

    Todo estaba tan calmo que era imposible decir: «Parece que no ha pasado nada».

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    1 COMENTARIO

    1. Fuimos demasiado inocentes. Ahora la mitad de esos estan exiliados, cientos estan presos y los otros muriendo poco a poco. Diaz Canel no perdono, y Raul Castro tampoco. La proxima vez, no debemos perdonarles a ellos.

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