Mi única esperanza

    En la etapa más calurosa de nuestro verano acompañé a una amiga a la zona oriental del país. Hacía varios años que no me alejaba tanto de la capital y la verdad es que no tenía mucho interés en hacerlo en las condiciones actuales de Cuba, donde cualquier aventura de este tipo puede reservarte muchas sorpresas, casi siempre no agradables, tal como ocurrió en esta ocasión.

    A pesar de mi reticencia, sentí que no podía negarme a acompañar a esta buena cubana, que viaja prácticamente todos los años desde Estados Unidos —donde vive hace cerca de 70 años—, trayendo ayuda a sus familiares. Es una persona algo mayor que yo, pero con un espíritu y una voluntad superior a los míos. Salió del país con apenas 11 años y ahora viene cargada de medicamentos, alimentos y, sobre todo, hace de mensajera voluntaria con envíos de dinero para varios familiares y amigos.

    Habíamos valorado diferentes opciones para realizar la travesía que contemplaba tres provincias orientales y finalmente nos decidimos por una agencia de viajes particular, muy económica y sugerida por varias personas como segura y cómoda. Estas agencias cuentan con viejos ómnibus chinos Yutong, que ya no prestan servicios en el Transporte Nacional Interprovincial y que el Estado renta a particulares con la condición de que todo el mantenimiento y arreglo sea cubierto por estos. Así que en vísperas del 26 de julio partimos hacia Santiago de Cuba.

    Las condiciones del ómnibus no eran tan malas como yo temí: tenía aire acondicionado, los asientos eran aceptablemente cómodos y la organización y trato de la tripulación eran buenos para los estándares actuales en Cuba. A la altura de Sancti Spíritus, por las Ocho Vías, el autobús dio su primer aviso de problema y estuvimos algo más de una hora detenidos, en medio de la nada, hasta que los choferes lograron volver a ponerlo en marcha.

    Aproximadamente tres horas más tarde, ocho después de haber salido de La Habana, y luego de hacer una breve parada en un restaurante campestre para descansar unos minutos e ingerir alimentos, seguimos nuestro rumbo. Más adelante el ómnibus se detuvo de nuevo. Estábamos en Jatibonico, un pueblo del sur de Sancti Spíritus, y eran un poco más de las ocho de la noche. De nuevo los dos miembros de la tripulación, con más buena voluntad que conocimientos, se enfrascaron en el intento de arreglar el problema.

    Poco a poco algunos pasajeros fueron abandonando el transporte, buscando otras opciones para seguir viaje. Pero con dos bultos bastante grandes llenos de medicamentos y alimentos, nosotras ni siquiera podíamos pensar en seguir una solución tan poco práctica e incierta; así que nos encomendamos a todos los santos y decidimos esperar un milagro… que no llegó.

    En aquel pueblo pequeño y pobre, y sin conocer a nadie que nos ayudara, nos quedamos sentadas en muros y portales de algunas casas más de 16 horas sin saber qué íbamos a hacer. Finalmente, con la ayuda de un primo de Santiago de Cuba, logramos obtener un taxi particular que nos recogió pasado el mediodía del 26 de julio y nos trasladó hasta Guantánamo, a donde llegamos medio moribundas más de 30 horas después de nuestra salida de La Habana.

    Guantánamo, única provincia del país que no conocía, no me ofreció ninguna buena impresión: la pobreza que se respiraba en cada rincón no era muy diferente a la que existe actualmente en cualquier región del país. Era nuestra primera parada antes de seguir viaje a Santiago de Cuba.

    El objetivo fundamental de mi amiga en Guantánamo era visitar el pueblo de San Antonio de Río Seco, donde había nacido casi 80 años atrás y donde todavía tiene familiares muy queridos. Esta vez venía con la idea de bañarse en el río como tantas veces había hecho en su niñez. Soñaba con ese momento, pero no pudo lograrlo. El río se había convertido en una poceta de fango y desechos, producto de la sequía de la región y del maltrato ciudadano.

    San Antonio de Redor (o San Antonio de Río Seco) tiene sus antecedentes en los asentamientos de aborígenes en las márgenes del río Yateras. Pertenece actualmente al municipio Manuel Tames Guerra, en el noroeste del Valle de Guantánamo, que toma su nombre de un combatiente de la Sierra Maestra muerto en combate en 1958. El municipio tiene una extensión de algo más de mil km2 y alrededor de 40 mil habitantes, y antes era conocido como Yateras, fundado en 1920. Comprendía varios territorios, San Antonio de Redor entre ellos. Este, a su vez, tomó el nombre del ingenio más importante de la zona, construido por el francés Louis Redor a finales del siglo XIX.

    Durante la República, la región se dedicaba a tres actividades fundamentales: la producción azucarera, la extracción de maderas preciosas y la cría de ganado vacuno. Según los habitantes más longevos era una zona muy próspera, con luz eléctrica proveniente de los centrales azucareros que existían y luego por la construcción de la hidroeléctrica Guaso en la segunda década del siglo XX. Contaba con varios comercios, una banda municipal de conciertos, un hospital, una biblioteca, una escuela de música y varias escuelas primarias públicas. Luego del triunfo revolucionario se produce la nacionalización de los tres ingenios de la región y de las tierras que cultivaban la caña de azúcar, y en 1964 el municipio toma su nombre actual.

    Allí llegamos un mediodía de finales de julio. La familia de mi amiga que sigue viviendo en la zona, algunos primos y sus descendientes, nos recibieron con afecto sincero y nos ofrecieron un almuerzo delicioso. Son personas humildes, que viven en situaciones precarias, pero que mantienen una dignidad que no les permite quejarse de nada.

    Para mí resultó interesante, aunque doloroso, comprobar que en estos parajes se repetía lo que tanto hemos sufrido en el país completo: la división dentro de las familias entre «revolucionarios» y «contrarrevolucionarios». Los miembros más viejos siguen defendiendo el proyecto que conocieron de jóvenes o niños y, aunque reconocen que hay muchas dificultades, repiten como un mantra que todo se debe al «maldito bloqueo estadounidense». Los más jóvenes se enfrentan a esos pensamientos con ideas nuevas y menos ortodoxas. No faltaron algunas discusiones subidas de tono, ni los regaños de padres y abuelos, acusando a algunos descendientes de ingratos y equivocados.

    En uno de los lugares que visitamos, al que fuimos a entregar un dinero que mandaba su hermano, conocí a una señora de más de 70 años que vive con sus dos hijos hombres en una casa de paredes de madera y techo de planchas de zinc. Es un hogar muy humilde, casi a punto de desplomarse, con muebles desvencijados y paredes y pisos sucios. Todo mostraba un deterioro tal que me resultó totalmente incomprensible encontrarme en una de las paredes de la sala dos grandes carteles desvaídos que mostraban a un Fidel aguerrido y sonriente. Y todavía fue más asombroso para mí el comentario de la señora de la casa cuando descubrió que yo no dejaba de mirar las fotos: «Ese es mi dios. A él le debo lo que soy y lo que son mis hijos hoy». En efecto, a él le debía lo que tenía: nada, pero eso era demasiado cruel para decirlo y preferí guardar silencio.

    ***

    A mediados de la década de los ochenta del pasado siglo conocí a una profesora española que visitó nuestra facultad como parte de un convenio académico. Desde entonces hemos mantenido una amistad, a pesar del tiempo y la distancia. Al conocernos, teníamos entonces conversaciones acerca de la realidad cubana, la profesora parecía sinceramente deseosa de conocer mis impresiones. Un día me dijo que los cubanos parecíamos unos zombies, repitiendo hasta el cansancio una serie de ideas aprendidas de memoria, sin un verdadero conocimiento de lo que ocurría fuera de nuestras fronteras. «Solo deseo que un día despierten», me dijo, «y ojalá que no sea demasiado tarde».

    Más que enojarme, sus palabras me dolieron en lo más profundo, porque sabía que estaba diciéndome una gran verdad. Ya yo empezaba a sentirme como un monigote cada vez que encontraba menos argumentos para defender mis posiciones ideológicas. De nuestra generación, esa que carga con el pecado y la culpa de haber creído, ingenuamente, en un proyecto frustrado, algunos hemos despertado, pero tal vez, efectivamente, demasiado tarde. Ya no tenemos las fuerzas para enfrentarnos ni siquiera a nuestras propias conciencias. Muchos prefieren negar ante ellos mismos lo que fueron y lo que hicieron y se refugian en mentiras piadosas para no sufrir más de lo que sufren. No los juzgo, no los culpo, los entiendo.

    A quienes no entiendo, ni podré entender jamás, es a aquellos oportunistas que mantienen todavía una lealtad fingida, bien por temor a caer en desgracias y enfrentar lo que podrían hacer con ellos —lo cual debería entregarles mayores argumentos para comprender que lo que intentan defender es una aberración—, bien porque no desean perder la dosis de confort con el que aún sobreviven, aunque eso los convierta en cómplices de una gran mentira y los empuje a un juicio ineludible, el juicio de sus descendientes.

    Mi única esperanza, que no dejo que me abandone ni en mis peores pesadillas, la he depositado en la nueva generación, la generación de mis hijos, que ha emergido de golpe para demostrarnos que la libertad es el don más preciado, que no se puede vivir sin ella.

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