Indigencia como primer apellido

    —Es un poco absurdo robarse un termo lleno de café cuando lo que se tiene es hambre —le digo al médico.

    —Sí, pero no sabemos si había algo más ahí para comer o solo eso. Puede que dé risa, pero realmente es triste.

    —Sí, sí, pero sigo sin entender lo que me cuentas. ¿Cómo es que el tipo está preso por robarse un termo con café de una cafetería? ¿Eso no sería como para una multa o algo así? —insisto.

    —Sí, mijo, pero pasaron dos cosas. Primero, el tipo estaba armado, llevaba un cuchillo. No lo usó, pero lo sorprendieron con él. Y segundo, él se robó el termo en un servicentro de Zapata y Paseo, que es del MININT.

    —Ya, entiendo, eso lo cambia todo… ¿y tú estuviste en el examen psiquiátrico?

    —Sí, en el examen psiquiátrico y forense —me explica el médico— hay una comisión provincial que se encarga de estos casos, antes del juicio, para determinar si el acusado tiene problemas psiquiátricos o no.

    —¿Y cómo tú llegaste a esa comisión?

    —Me tocó rotar ahí cuando llegó ese caso. ¡Mira a ver cómo dices esto, que salgo por techo! —se alarma.

    —Nada, no usaré tu nombre.

    ***

    Cuando conocí a Cristian, de nada le valía tener apellidos. Quizá por eso andaba sin carnet de identidad por la calle, total, aquel cartoncito mostraba el nombre de una madre que lo sacó de la casa a sus 20 años y el de un padre al que jamás había vuelto a ver desde bien pequeño. La policía no entendía aquello y en más de una ocasión prefirió pensar que un chico así, andrajoso e indocumentado, con el hambre en la cara como única identificación, había robado en alguna cafetería o debía andar prófugo de la justicia.

    Cuando Cristian vino a mí, se conocía los horarios de las guaguas con una precisión asombrosa, así como la localización exacta de los parques más cómodos y silenciosos. Los parques y las guaguas fueron en muchos momentos la única cama que alcanzó a tener. Sus siestas ininterrumpidas, las que se podía permitir en las épocas cálidas del año, duraban lo que la oscuridad de una madrugada. En los inviernos solo podía echar las siestas interrumpidas: una suma de pequeños descansos que duraban lo que una guagua tardaba en cumplir su trayecto.

    Si Cristian llegara a los 64 años quizás no fuera un menesteroso como lo es ahora Nancy. Quizás de aquí a un tiempo sea devorado por el hambre misma, si es que el Cristian que llegó a mí el año pasado no es más que el hueso que la vida aún no logra triturar.

    Cristian, un joven deambulante de La Habana
    Cristian, un joven deambulante de La Habana / Rixon404

    Cuando vi a esos ojos por primera vez, eché un cálculo de tres días sin comer y dos sin bañarse. Erré por defecto. El agua caliente del baño, el vaso de leche, las galletas, la cama con sábanas limpias y una almohada fueron las primeras formas en que quise deshacerme del Cristian desdichado y harapiento que acababa de conocer.

    Con solo tres bondades salvables llegó a mí: aún conservaba todas las falanges de sus dedos, mostraba una inocencia bastante absurda para la vida que había llevado y poseía una capacidad resolutiva difícil de menospreciar.

    Ese Cristian no volverá a existir jamás, creí. Lo metí en mi casa y le ofrecí alimento. Le di calzado y un cuarto de baño donde ducharse diariamente. Lo acompañé a buscar empleo, le di una posibilidad de valerse para que no volviera a pasar frío o tempestades a la intemperie.

    Dos meses después, aquel Cristian que me acompañó una vez a casa ya no existía, parecía estar muerto. «Lo hice persona», me regodeaba. Orgulloso de mí, lo dejé ir, sin saber que un vaso de leche no es suficiente bálsamo para un niño que perdió a su madre, como tampoco un baño de agua caliente logra arrancar de la piel el mapa del camino por donde andan los que han perdido el rumbo.

    ***

    Desde 2022, a Nancy se le puede encontrar diariamente en un banco del Parque de la Fraternidad, a dos cuadras de donde duerme. Allí se sienta con sus piernas hinchadísimas, como dos inmensas columnas griegas, que le impiden recorrer largas distancias.

    Allí también solicita la ayuda de quien le pase por delante. Algunos le dan 100 pesos cubanos, otros 50, otros diez. También varía la cantidad total de limosnas según la hora del día y la época del año. La gente es más generosa sobre la hora en la que oscurece, y también lo son un poco más durante las fechas navideñas.

    La Nancy de hace cuatro años tenía sus piernas totalmente libres de edemas —como se le conoce a su condición médica— y podía caminar largos tramos del Malecón pidiendo ayuda económica para comer.

    Quizá algún vecino del Vedado se extrañó de no verla más después de la pandemia. Quizá alguien supuso que Nancy estaría en un Centro de Protección Social, ya que —según Tania Pentón, Jefa de Asistencia Social, Adulto Mayor, Discapacidad, Salud Mental y Adicciones de la Dirección Provincial de Salud de La Habana— para septiembre de 2020 se habían dispuesto numerosos centros que albergaban a 244 personas en esta condición.

    O quizá Nancy había sido víctima de la pandemia, al fin y al cabo, ella formaba parte de la categoría más vulnerable ante la enfermedad según la información oficial brindada por el Ministerio de Salud Pública (MINSAP): el primer cubano fallecido por la Covid 19, el 21 de mayo de 2020, había sido precisamente un deambulante. No era descabellado imaginar esta versión. A lo largo de los primeros meses del mismo 2020, el MINSAP informó en televisión nacional sobre grandes brotes de trasmisión local en Centros de Protección Social de la capital, que dejaron numerosas muertes.

    Cualquier vecino del Vedado pudo suponer que Nancy fue una de las víctimas letales del virus, ya que no existen registros oficiales públicos de deambulantes fallecidos por esa causa. Además, la cifra de ciudadanos fallecidos por la pandemia en 2021, por ejemplo, no parece encajar dentro de la cifra general de defunciones de ese mismo año, según informaron algunos reportajes de medios independientes.

    Pero Nancy no había muerto, ni tampoco había abandonado la indigencia.

    Nancy
    Nancy / Imagen: Rixon404

    En una ocasión, hace dos años, un mulato cubanoamericano de 1.90 metros, pastor en una iglesia en Miami, le ofreció 50 dólares y la seguridad de que Cristo la amaba. Pero eso no fue suficiente para barrer la presencia de aquella anciana tímida de la memoria de las calles.

    Paro lograrlo, lo primero que se necesita realmente es que el gobierno cubano reconozca en cifras oficiales que existen los deambulantes, que diga cuántos son y en qué condiciones viven. Entre los últimos registros oficiales sobre personas viviendo en la calle, están el censo del 2012 y posteriormente, datos cercanos a la llegada del presidente Barack Obama a Cuba. El censo del 2012 arrojaba una dudosa cifra de poco más de mil deambulantes en todo el país, mientras que tres años después, solo se contabilizaban cerca de 200 más.

    Posterior al 2015, no hay constancia de ningún registro oficial, solo pequeños retoques al tema en algunos medios de prensa. Ante un agravamiento de la situación económica del país —evidenciada en una rimbombante inflación—, un deterioro de la asistencia social y una disminución evidente en el poder adquisitivo de la población es totalmente concebible que la cifra haya crecido exponencialmente.

    A pesar de que la presencia de estas personas en la calle es una realidad nacional ineludible y que funcionarios gubernamentales hablen a la prensa sobre programas de atención a personas deambulantes, no se logra claridad con respecto a cuál es la cifra exacta, qué estrategias específicas lleva el Estado en pos de solucionar sus situaciones particulares, ni mucho menos un análisis de avances o retrocesos en torno a estas estrategias. Guaguas que los recogen y centros de acogidas temporales no son más que un maquillaje al problema.

    Ramón González, funcionario del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social del municipio Habana Vieja, reconoció para Cubadebate que la capital es la provincia con mayor cantidad de personas en esta condición, así que, como mínimo, nos dejó saber que se siguen contabilizando estos casos, aunque no es de interés del Estado hacerlos públicos.

    Mientras se sigan encerrando a los deambulantes tras la llegada del presidente norteamericano a La Habana, o se sigan recogiendo menesterosos en Holguín, como en 2015, para que el Papa Francisco no los vea en la calle pidiendo limosnas, seguirá primando la voluntad del Estado en invisibilizarlos.

    ***

    Cuando Cristian salió de mi casa, no pensó jamás que su madre —la biológica, no la abuela que lo crió, a quien él llama su verdadera madre— le haría una jugarreta para sacarlo nuevamente de la casa, pero hoy le parece que su mala suerte lo persigue a todos lados, como ese apellido del que no logra escapar.

    Tampoco imaginaría yo que aquellos 50 pesos que le estaba dando a Lázaro, un joven destrozado por la pobreza, que yace a la entrada de las ferias de la calle Monte, eran el presupuesto diario que necesitaba Cristian nuevamente, un año después, para no acostarse sin comer. Mientras yo estaba con Lázaro, en cualquier otro lado de la ciudad estaba otra vez Cristian, 40 años más joven que Nancy, diez años menor que Lázaro, ayudando a una señora cualquiera a cargar un bulto pesado, con la esperanza de recibir una suma semejante o al menos dos cigarros sueltos para pasar la tarde.

    Cristian no recibió jamás un almuerzo del ministerio de ayuda que tiene sede en la Iglesia Evangélica Los Pinos Nuevos, ubicada en el barrio Jesús María. El Pastor Norberto Quesada no sabía su existencia, y es que Cristian nunca se vendió en la calle como un mendigo en busca de buenos samaritanos. Tampoco es que el pastor pudiera alimentar todos los casos sociales de la Habana, que quién sabe cuántos serán, pues no hay informe oficial del gobierno que lo recoja. Pero para hacernos una idea, según el índice de Miseria de Steve Hanke, Cuba se consolida como uno de los 15 países más pobres del mundo en el 2023.

    Norberto Quesada, «Pachi», como comúnmente le llaman, se alegra de poder brindarle alimentos a 120 ancianos deambulantes de La Habana. A través del ministerio «Un Grano Más», solventado con las ofrendas de los miembros y otras donaciones del extranjero, ha ampliado sus redes a razón de diez nuevos casos anuales desde la fundación del ministerio en el 2012.

    «Nosotros sabemos diferenciar entre la ayuda espiritual y la ayuda del alimento y estamos determinados a no establecer en los ancianitos un compromiso con la fe cristiana ni con la iglesia por el hecho de que los ayudemos con nuestro ministerio; al contrario, el compromiso con sus vidas y su situación nos ata a ellos», afirma.

    Un deambulante recoge comida en la Iglesia Evangélica 'Los Pinos Nuevos'
    Un deambulante recoge comida en la Iglesia Evangélica ‘Los Pinos Nuevos’ / Imagen: Rixon404

    El Comité Central del Partido Comunista de Cuba (PCC) supo de las intenciones de Quesada por su propia solicitud de permiso. «Para qué ocultar algo de lo que ellos eventualmente se enterarán», revela.

    Por esa razón se personó y pidió una lista inicial de veinte casos sociales de La Habana, los más críticos, que empezó a alimentar una vez al día, cinco días a la semana.

    «Un Grano Más» también socorre eventualidades no programadas, como fue el incendio del Hotel Saratoga y el derrumbe en la Habana Vieja ocurrido el pasado 4 de octubre. Para este último caso se destina diariamente apoyo alimenticio a más de treinta damnificados. No pueden llevarles la comida al sitio por prohibiciones del Poder Popular Municipal. Solo uno de los damnificados puede personarse en la iglesia para reunir el alimento de todos.

    En los bajos de la iglesia, ubicada en Suárez y Corrales, se encuentra una cocina que prepara almuerzo diario para 120 ancianos deambulantes.

    «Cuando no podemos cocinar para todos, le llevamos la comida para que la cocinen ellos: arroz, frijoles, espaguetis y cosas así. El viernes le damos un poco más de comida para que les dure el fin de semana», cuenta el pastor.

    Nancy no sabe leer o escribir, pero es una de las 120 personas que agradece al ministerio «Un grano más» el almuerzo diario con una sonrisa afable. Lo recibe sentada en el Parque de la Fraternidad, en donde pasa más de doce horas cada día, para luego trasladarse a su cuartico oscuro y estrecho en el solar de Jesús María, en donde vive con uno de sus dos hijos, también diagnosticado con retraso mental.

    Nancy está sentada un poco más al frente de un banco del parque, en una silla que lleva y trae diariamente de su casa, después que le robaran la última.

    Es una de las beneficiadas por la labor de Quesada y su equipo, y eso, junto a un promedio de mil pesos que puede llegar a alcanzar semanalmente en limosnas o «en la lucha», como prefiere llamarle, le aliviana el camino.

    Hace unos meses pudo nacer una nueva Nancy. El mismo pastor de Miami, el mulato de 1.90 metros, empecinado en la tarea de erradicar todo registro de pobreza para el futuro de la señora, apareció nuevamente en su vida y le regaló 30 mil pesos cubanos. Ese fue el día más feliz de estos últimos años.

    Sin embargo, con décadas de penurias de toda índole, y carencias que superan lo material, 30 mil pesos tampoco fueron suficientes para sacarla de las calles de una vez y para siempre.

    ***

    Cristian fue un chiquillo bastante normal hasta que, en 2020, murió Bárbara, su abuela/madre. La hija de Bárbara lo echó a la calle en aquel entonces, sin esperanza de regreso ni un pan para el camino.

    Dos años después Cristian entró en mi casa y supo por primera vez en su nueva vida lo que era un techo firme. Poco le duró la paz. A los meses volvió a vivir en la calle, a chapear un patio para comer, a vender cosas prohibidas. Volvió a la tumba de quien lo crió a llorarle lágrimas pesadas que cayeron negras porque la suciedad de la calle se había incrustado en su rostro.

    Cuando volví a verlo, recientemente, venía con una alegría infantil en la cara del Depósito del Vivac, instalación penitenciaria capitalina donde los ciudadanos acusados esperan lo que duren las investigaciones de sus casos. Cristian dormía en un parque cercano a una cafetería donde robaron, y la policía lo tomó como sospechoso una vez más. Gracias a las imágenes captadas por las cámaras de seguridad le dieron la libertad sin cargos.

    Cristian quiere trabajar, pero primero debe pensar en cómo llegar al trabajo aseado, sin mal olor. Debe también comer primero para tener fuerza suficiente para cargar un saco o trabajar el plástico. Si no lo hace, se desmayará en la primera hora de la jornada.

    La madre ha puesto el apartamento en venta en una página de Revolico, ese sitio web de compra y venta y servicios que ha ganado notable fama en los últimos años. No debiera hacerlo, pues está en medio de un litigio. Pero ¿con qué fuerzas legales lucha un jovencito que no sabe siquiera en dónde comer, cuando solo tiene diez pesos cubanos en los bolsillos de su pantalón roto?

    Cristian no se robaría una cafetera de café recién colada, como mismo jamás se robó de mi casa un peso. Cristian es un joven de los que siempre tiene ánimos para darte una charla de varias horas. También tiene en sus manos fuerzas para luchar en lo que sea.

    No se intimidó siquiera a pesar de haber perdido la primera falange del dedo índice de la mano derecha por una mala cicatrización en su debut como diabético, hace unos pocos meses.

    «En el médico me piden que me cuide la dieta, ¿pero, cómo se puede cuidar la dieta alguien como yo, que come lo que aparezca y cuando aparezca?»

    Deambulante en la calle Monte, Habana Vieja
    Deambulante en la calle Monte, Habana Vieja / Imagen: Rixon404

    ***

    —Pues nada, era una persona con una conducta disocial. Un señor de 50 y tantos años que cursó hasta el sexto grado. Recuerdo que era mulato, canoso, y es sabido que el señor vino de Oriente y deambulaba por Paseo. Recuerdo que era calvo y que estaba descuidado, e independientemente de que estaba en una prisión, se le veía el descuido en las uñas, los dientes y demás rasgos. Se veía maltratado y tal. Al señor le preguntaron varias cosas, y él dijo que, bueno, ustedes saben cómo está la situación, y yo tenía hambre… y nada, que se puso de mala suerte porque el servicentro era del MININT. Él dijo que sintió el olor a café y entró y se llevó el termo… no, no, lo que se lleva es la cafetera, ahora que recuerdo. Sorprendió que en el servicentro había más cosas de valor y pertenencias de los trabajadores, pero él solo se llevó eso —siguió el médico.

    —¿Y cuál fue el fin del diagnóstico y de todo aquello?

    —Que era una persona con un trastorno disocial, sí, pero no una persona loca; solo era una persona con hambre que se robó algo de una instalación del MININT. Por eso lo estaban procesando como delito contra la Seguridad del Estado, pero yo me imagino que, cuando terminen todas las investigaciones y vean que es un menesteroso o deambulante, que es el término que se usa para hablar de estas personas, y solo hizo eso por hambre, al final lo acusen de robo con violencia y sea salvable.

    —¿Robo con violencia? ¿Por una cafetera? ¡Dios mío!

    —Así mismo

    —¿Cuándo fue eso?

    —Hace dos semanas, a mediados de octubre.

    ***

    Nancy no tiene nivel de escolaridad alguno, a pesar de que hable muchísimo y de forma bastante fluida. Antes de que sus piernas se hincharan desorbitadamente, su vida se vio marcada por años de luto y de tristeza.

    Conoció marido, pero no el amor, y de aquellos años de su juventud solo celebra dos cosas: primero, haber tenido dos hijos varones, y segundo, que Yeya, su madre, le dejara en herencia el apartamentico del solar de Jesús María. «Me dejó acomodada», dice, serena, sobre la mujer de la que también heredó el padecimiento de las piernas.

    La primera palabra de Nancy no fue «mamá», «papá» o alguna otra común entre los niños pequeños. Su primera palabra fue Miguelito, el nombre de su padrino de santo, que le coronó Ocha en 1969. En esa misma ceremonia, a sus diez años de edad, Nancy habló por primera vez.

    —Vamos a ver si Yemayá cumple lo que prometió, mamá —dijo Miguelito—. ¿Yemayá no dijo que la niña hablaría cuando se hiciera santo?, vamos a ver si es verdad.

    La niña, completa de blanco y levantada de las reverencias que se hacen al suelo tras la iniciación, dijo el nombre de su incondicional padrino y desde entonces no ha parado de hablar.

    Quedó atrás el llanto de la abuela Soraya, también consagrada a Yemayá, durante el año que precedió a la salvación de la niña. Si no le hacían santo, moría, y es que, en verdad, la niña no solamente era muda —síntoma de un retraso mental latente—, sino que tenía complicaciones irreversibles en muchos órganos.

    Las piernas de Nancy
    Las piernas de Nancy / Imagen: Rixon404

    Soraya no dudó en gastar los tres mil pesos que tenía guardados, que en aquellos años casi equivaldrían a los 30 mil con que el pastor cubanoamericano la intentó salvar recientemente. Con aquella cifra le coronaron Osha.

    Soraya había visto nacer una niña que no podía articular palabra, ni siquiera emitir un llanto esperanzador.

    Su hija Yeya había sido embrujada durante el embarazo y la niña arrastró la penuria —según la versión que ofrece la comunicativa Nancy— al punto de casi morir al nacer.

    —Nací muerta. Yemayá me dio la vida. Por eso yo soy agradecida y no hago daño a nadie, y si tú necesitas que te ayude, yo lo hago. Porque hoy tenemos y mañana no, el dinero va y viene —dice.

    Para salvar a Nancy hoy de sus circunstancias nefastas sería ideal, primeramente, que tuviese un colchón donde dormir. Para eso, los trabajadores sociales de La Habana Vieja deberían priorizarla en la lista de necesitados de servicios sociales. Según la misma Nancy, «al final ellos le resuelven a cualquiera menos a uno, que es quien lo necesita». Mientras los trabajadores sociales de la Habana Vieja no agilicen su caso, Nancy deberá seguir durmiendo en unos incómodos trozos de cartón.

    Sería preciso también que su chequera de mil 500 pesos mensuales le alcance para alimentarse en la Cuba asfixiada por la inflación. Pero esta situación tampoco la puede resolver siquiera el Ministerio de Seguridad Social. Mientras ese día llega, Nancy sigue durmiendo en sus cartoncitos, en el solar de Jesús María. Convive con el mayor de sus hijos, pero hiciera espacio allí también para el menor, porque ella no es egoísta.

    Nancy es esa clase de mujer que a la iyawó de su solar le presta 400 pesos para que compre culeros para la nietecita de dos años que está con unas diarreas incesantes, y lo hace porque, según ella, «no puede ser mala, como la gente quisiera que ella fuera, porque allá arriba hay un Dios».

    Nancy cambiaría todo el dinero recibido de manos del pastor cubanoamericano de 1.90 metros de bondad, todos los almuerzos de las cocinas de todas las iglesias evangélicas del mundo entero, por un rinconcito más en sus cartones, para acomodar ahí a su hijo menor.

    Pero los hijos muertos no duermen en cartones al lado de sus madres, y ni ella, ni los trabajadores sociales, ni el pastor Pachi o algún dios, pueden hacer algo por cambiarlo.

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