Caos y esperanza: antes y después de la explosión del hotel Saratoga

    Alrededor de las doce y media del día, en la calle Monte, un hombre deja pasar a dos periodistas a la azotea del edificio en el que vive. Unos metros más allá, se alza una nube de polvo que se pierde en el cielo. Las calles cercanas están cerradas por cordones policiales. Es difícil encontrar un lugar para presenciar la imagen del desastre.

    Desde lo alto del edificio se ve el hotel Saratoga desnudo, aún en pie por la resistencia de las paredes más importantes, pero sin fachada y con el frente lleno de piedras, bloques y polvo. En las habitaciones quedan televisores sobre mesas y espejos colgados en las paredes, como si no hubiera ocurrido nada, como si no hubieran muerto, allí mismo, más de una veintena de personas.

    Hace poco más de una hora, Orlando intentaba ganar clientes en el parque El Curita, pregonaba desde su bicitaxi; los carros y las personas transitaban como de costumbre por el frente del hotel; y Alí Álvarez, guía turístico, esperaba en la Fuente de la India por el grupo al que ofrecería el recorrido del día.

    El tour debía empezar a las diez y cuarenta y cinco de la mañana, pero se retrasó cinco minutos por unos clientes que nunca llegaron.

    Alí cruzó hacia el hotel Saratoga, único lugar en el que había sombra, y le contó a sus clientes la historia de El Capitolio de La Habana. Por lo general, tarda más de lo que demoró este viernes, pero la noche anterior se sintió mal y quería terminar rápido. Calcula que debió moverse hacia el frente de la Sociedad Yoruba de Cuba a las diez y cincuenta y siete. En ese trayecto se topó con un conocido, también guía, que iba en dirección contraria, hacia el hotel.

    «Había un camión de gas licuado descargando ahí», le dice el hombre de la azotea a los periodistas. Varios vecinos coinciden en que el semáforo estaba en rojo y algunos carros estaban detenidos frente al hotel. Había personas caminando por la acera. De pronto: «¡Bum! ¡Bum! Lo escuché allá, en El Curita», dice Orlando. «Fue como un rayo», especifica una vecina. «No hubo fuego, fue una nube de polvo», otra. «Mi novia estaba al frente, en el parque, y la explosión la tiró para el piso», cuenta un muchacho.

    Alí Álvarez sintió el estruendo y vio una erupción de escombros y después una de polvo. Una piedra lo golpeó. Luego notaría cristalitos en su pelo. Corrió hacia el hotel. Algunos huían. Otros, como él, se acercaban para buscar a posibles sobrevivientes. Lograron sacar a algunos. Se sintió otra pequeña explosión y la mayoría retrocedió. Alí prefirió marcharse, quizá con esa extraña sensación que se siente cuando se sale ileso por muy poco. Más tarde conocería que el otro guía sufrió una fractura de cráneo y se encuentra hospitalizado.

    Los periodistas bajan de la azotea. Recorren los alrededores. La gente se agolpa detrás de los cordones policiales para filmar, hacer fotos o ver cómo quedó el hotel. Tratan de saltarse un cordón por aquí o por allá. Los policías gritan. Intentan mantenerlos detrás. Las teorías sobre el suceso se escuchan por todas partes: «que sí fue una fuga de gas», «que no, que una bomba»… Un hombre frente a los policías les grita: «¡no fue gas! ¡Dicen que gas! ¡Que muera la verdad! ¡Que se muera!». Lo ignoran.

    Hay olor químico en el ambiente. Pudiera ser gas, aunque huele distinto.

    Una militar lleva de la mano a una muchacha que no respira bien. Trata de calmarla. La muchacha tiene el rostro rojo, apretado; solloza e intenta respirar, pero sin mucho éxito.

    Un niño llora. La madre lo agarra con una mano, con la otra sostiene fuerte la correa de una perra. Él no para de llorar.

    Dos jóvenes intentan cruzar el cordón. El policía los detiene.

    —¡Yo vivo ahí! ¡Mi familia vive ahí! —grita uno—. ¡No me cogen el teléfono! ¡Tengo que pasar!

    —¡Llamamos a una vecina y nos dijo que habían salido a buscar los mandados! ¡A lo mejor andaban por ahí! ¡No nos cogen el teléfono! —dice la otra.

    El policía no los deja pasar. Se alteran, le dicen «singao», «maricón»; le piden, le imploran… El policía intenta calmarlos; luego los ignora. Los jóvenes se van con las caras rojas, secándose las lágrimas.

    Dos cuadras detrás del hotel, una familia come sentada en butacas repartidas por el portal de su edificio. Reproducen música suave. Uno de ellos, de pie, baila y sonríe; se menea lento al son de la música que se contamina con las sirenas de las ambulancias por las calles aledañas.

    Los donantes

    Muchos donaron sangre en el hospital Calixto García / Foto: Cubadebate

    A tres kilómetros del Saratoga, en las calles próximas al Hospital Universitario «General Calixto García», también se escucha de forma constante el sonido de las ambulancias. Es un ruido seco. Retumbante. Presagio del alcance de los daños.

    La entrada a urgencias, en la intersección de las calles 27 de noviembre (Jovellar) y Ronda, está repleta de gente: estudiantes de la Universidad de La Habana, trabajadores de zonas cercanas, vecinos… Todos dispuestos a donar sangre, socorrer a los heridos, apoyar a los familiares.

    Casi es la una de la tarde y el pasillo del fondo del Cuerpo de Guardia permanece lleno de personas. Un cordón de oficiales de la Seguridad del Estado rodea el acceso frontal. Las proximidades de la Unidad de Cuidados Intensivos están restringidas.

    En el Banco de Sangre, la cola no para de crecer. Cientos. Hombres. Mujeres. Unos con experiencia como donantes de sangre; otros, solo con la voluntad y la seguridad de encontrarse en el sitio oportuno para brindar ayuda.

    En la planta alta, tras el registro de los datos personales y el monitoreo de la tensión arterial, un grupo espera ser llamado al área de extracción. El personal del laboratorio no da abasto y el número de posibles donantes aumenta por minuto.

    El laboratorio es pequeño. Dos sillones para extracción, cómodos, alargados, plegables, y una camilla rígida. Cinco técnicos, cuatro mujeres, un hombre. En el fondo, a través de una ventana con cristales transparentes, se observa con relativa cercanía la zona del desastre.

    Una donación de sangre puede demorar entre diez y quince minutos. Algunos donantes sufren náuseas y vértigo, entre ellos una estudiante de Medicina que no había comido en el día. Tras unos minutos de descanso, se recupera. Otros, la mayoría, terminan el proceso sin contratiempos.

    En el área de espera de los voluntarios, en el primer nivel de la edificación, siguen concentrándose personas. Un médico explica los criterios de exclusión. Unos pocos se marchan. Más tarde se conocería que, por la afluencia de personas en este y otros puntos, se alcanzaría el máximo posible de extracción diaria en estas instituciones.

    En un pequeño televisor se escucha la actualización de las cifras de heridos y fallecidos. Como el número de personas dispuestas a ayudar, aumenta constantemente.

    De vuelta al hotel comienza a bajar el sol y casi no hay personas en los alrededores. La nube de polvo se extingue y revive por momentos. Los bomberos y rescatistas continúan su trabajo. En las redes se publican fotografías o historias de personas que no han aparecido

    Entre la tragedia y la conmoción, entre los pasillos de los hospitales y entre los escombros del Saratoga todavía se mueve la esperanza.

    Este texto de José Leandro Garbey Castillo y Pedro Sosa Tabío fue originalmente publicado en El Toque.

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