Más que Números: Relatos cubanos de serofobia (III)

    Ya se metió Yorick de nuevo en un lío. No es que sea problemático, pero tampoco lo ayuda su mal carácter permanente, esa misantropía que lo caracteriza. Si no está en calma en la casa, donde se faja con la madre incluso más veces de las acordadas, mucho menos encuentra paz en la calle.

    Su cinismo y su apatía no son del todo inexplicables. A lo mejor nacen de haber quedado huérfano de padre durante la Crisis de los Balseros de 1994. El padre y su mejor amigo hicieron una lanchita rústica y se lanzaron al mar en busca de las costas norteamericanas. Yorick tenía solo 17 años cuando supo que en la misma balsa habían muerto su padre y el amigo del padre, que fue «novio» de Yorick desde bien pequeño. Así lo romantizó él.

    Un años después, cuando llegó a La Habana desde Santiago de Cuba para estudiar en el Instituto Superior de Arte (ISA), ya cargaba con su amargura. No era aún Yorick, ni siquiera Samael. Esos pseudónimos vinieron luego, producto del personaje singular en el que fue convirtiéndose. Al llegar a La Habana era simplemente Alexander Yuri Vega.

    Pero Yorick tiene la lengua envenenada y una actitud hostil, pesimista y vaga hacia casi todo. A veces se mete en largos episodios de soledad y es feliz ahí: existiendo, deseando que ni vengan a saber de él. Pero la gente así —que se vende como misántropa— son también, muchas veces, quienes aman a los suyos con la misma furia con que odian al resto.

    Con el tiempo, Claudia ha sido de las pocas personas que ha entrado en ese pequeño espacio donde siempre, según Yorick, sobra gente. Por eso se preocupa por el botellazo que le han dado en la cabeza esta vez, cuya herida no cierra, y se ofrece para acompañarlo al médico. Finalmente, Yorick permite, quejumbroso, que otra amiga lo lleve al médico para que la cabeza cicatrice de una vez.

    Es septiembre de 2012 y Yorick ha cumplido 40 años. Faltan todavía cuatro para que una doctora le diga en el Hospital Emergencias: «Esto es Sida», y reciba entonces la mandá pa´ la pinga más grande que probablemente le hayan dado en todos sus años de servicio.

    ***

    Carlos Michel Hernández (Carlitos), número 5073, no fue un caso común entre los diagnosticados con VIH en 2003. No es homosexual o bisexual. No pasaría nada si lo fuera, dice él mismo, pero no es así. Si bien hasta 1995 seis de cada diez hombres infectados eran gays o bisexuales, en 2014 la proporción se medía en ocho de cada diez, lo que ha llevado a que la gente, el consenso popular, invisibilice y estigmatice a este grupo dentro de los seropositivos.

    Entre 2003 y 2004, alrededor de 60 varones fueron diagnosticados en Cuba con la enfermedad y solo un cuarto, unos quince, se declararon heterosexuales; Carlitos entre ellos. Hasta finales de 2002, la población menor de 15 años diagnosticada con VIH/Sida en Cuba sumaba 26 entre niños y niñas, apenas el 0,5 por ciento de todos los infectados; Carlitos entre ellos.

    Él pertenecía a otro grupo de riesgo: frikis y rockeros de La Habana asiduos a lugares como el emblemático Parque G, jovencitos que por lo general consumían estupefacientes. Tres años después del diagnóstico, Carlitos salía finalmente de la zona común de la narrativa del VIH en Cuba. Reconoció, en las salas del IPK, haber compartido agujas con otros muchachos y muchachas, lo que lo colocaba en la más inusual y estrecha categoría —cerca del uno por ciento— de los seropositivos cubanos.

    ***

    A los 30 años, Arnoldo ya llevaba más de la mitad de su vida con la enfermedad. Escultor nacido en La Habana, había viajado a decenas de países de Europa y América Latina para participar en exposiciones importantes y, a pesar del virus y los estigmas que lo acompañan, mantenía una relación estable de más de siete años. Hablamos de una persona funcional, no la más saludable, pero funcional.

    Sí, había vivido en sanatorios y pasado por el IPK como casi todos los seropositivos diagnosticados en los noventa. Atravesó complicaciones de la enfermedad, susurro y sospecha de muerte, pérdida de amigos, y a pesar de todo aquello —o quizás por sobrevivir a todo aquello— en 2015 Arnoldo era un gran partido. Alto, un pelo negrísimo y una cadencia en el habla llena de sensualidad.

    El primero de los elegidos lo consiguió a través de las redes sociales. La aplicación para citas gays Romeo empezaba a funcionar en Cuba y muy pocos tenían acceso a ella. El chico Gym, lo describe Arnoldo. Estatura mediana y un cuerpo definido, macizo. Hermoso, limpio. El chico era guía turístico. Puede que jinetero, aunque dijera que no. La cita se concertó en un café en el Vedado. Después de la formalidad, la cerveza dio entrada a la putería. Pidieron pizzas, más cerveza y más putería. A las dos horas, salieron a buscar un sitio privado.

    Caminaron el Vedado hacia la avenida Zapata. Ya era tarde. Arnoldo lo invitó a la casa, directamente a singar, y el chiquillo, solo de escucharlo, tuvo una erección en plena calle. «Es el momento de la noticia», calculó Arnoldo, justo debajo de la entrada de su casa, como para dejarle con menos argumentos.

    Pum. La mano que el chico Gym aguantaba se vio de nuevo sola. Cero erección y cero risa.

    «Mira, vamos a tomarnos otro café por ahí, dale. No sé, me dio hambre. ¿Por qué mejor no lo dejamos para otro día? Bueno, dale, nos vemos que me voy a tener que ir».

    ***

    Al llegar a La Habana, Yorick busca dónde rentarse y ahí conoce a Claudia Expósito, su casera. De inmediato comienzan una amistad. Mientras Yorick estudia en el ISA, se incorpora al grupo de teatro Obstáculos, dirigido por Víctor Varela. En 1996, al marcharse Varela de Cuba, Yuri, que aún manejaba ese nombre, se convierte en productor en Argos Teatro, bajo la jefatura de Carlos Celdrán. Es acá, en honor a la icónica calavera del bufón shakesperiano que sostiene Hamlet, donde adopta su pseudónimo definitivo.

    En el teatro Acapulco conoce a Migue, uno de sus grandes intentos por establecerse. Pero nada, qué va. «Yorick era un látigo», dice Migue. Desprecia a sus amores furtivos y esporádicos y, cuando recibe alguno de aquellos cuerpos, dice cosas horrendas de ellos, como que «tienen racimos de condilomas». La juventud se le esfuma entre tanto trabajo y sueño frustrado. En 2015, tras 20 años en La Habana, no ha logrado viajar al extranjero. Quiere irse, como casi todos sus amigos, pero un proyecto jugoso llega a sus manos y Yorick le da una última oportunidad al país de todas sus desgracias.

    En mayo de 2016, durante el proceso de apertura política y cultural entre los gobiernos de La Habana y Washington, el equipo de filmación de la saga Rápido y Furioso hace escala en la isla para grabar escenas de su octava entrega. Los productores se revuelven. Se comenta que van a pagar una «tierra buena», más buena aún si la comparamos con los pésimos salarios que ofrece el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica (ICAIC). La producción es gigantesca. Hollywood en la casa, algo jamás visto. Hay que cerrar avenidas completas, dirigir y movilizar centenares de extras, pedir permiso a decenas de instituciones. Hacen falta más productores de los planificados.

    En el primer elenco de productores se encuentra Claudia Expósito. Al enterarse que buscaban más gente del gremio, avisa a Yorick. Treinta dólares diarios, al cash, ahí en el campo, que aumenta al doble en las jornadas finales. El ICAIC igualmente paga a los productores un salario mensual: la ridícula cuota de 300 pesos cubanos por trabajar en la producción más grande del momento en la isla.

    Yorick pertenece al equipo morado, walkie-talkie encima. Hay diez canales durante y para la producción, donde manejan códigos internos más allá de los técnicos. La gozadera y la competencia aumentan. El equipo amarillo, el que más cineastas agrupa, carga un halo de superioridad difícil de quebrar. Son envidiados por el resto, pero a Yorick le interesa poco, solo recoge su dinero y se va tranquilo para su casa.

    Cinco meses después, muere.

    ***

    En 2003, unas fiebres insistentes que rozaban los 40 grados atacaron a Carlitos. No hubo pastilla que lograra mejorarlo. Su padre lo intentó todo y no pudo. Regresaron de golpe del Escambray, donde pasaban unas vacaciones justamente por la enfermedad del niño, y en el consultorio más cercano no encontraron mucho. Sí, era un virus, pero ¿cuál? Los análisis daban alterados. Podría tratarse de una anemia, ya que las plaquetas habían desaparecido, pero también de algo más grave.

    En el hospital Calixto García le practicaron más análisis. La garganta, enrojecida, no funcionaba. Era mediodía y el padre tuvo que dejar el almuerzo ante la visita del doctor Juan Alemán: «Oye, no pueden dejar de ir mañana al hospital. A Carlitos le salió presencia de anticuerpos para VIH».

    El padre intentó disimular, pero el niño sabía que algo estaba muy mal. Hoy Carlos padre lo recuerda como el segundo momento más difícil de aquellos días. Hasta la mañana siguiente, Carlitos estuvo muy ansioso y el padre no tuvo herramientas para ayudarle. El momento más difícil aconteció en el hospital. No había allí —como sí hubo durante muchos años— una comisión con un psicólogo. El padre quedó afuera y solo tuvo las primeras noticias de su hijo adolorido y nervioso cuando el epidemiólogo salió corriendo a buscar un vaso de agua. «Está muy alterado, se ha puesto muy mal».

    Comenzaba a partir de ahí un largo desafío para el padre y Carlitos. Además de paciente de VIH, el muchacho se convertía esa vez en paciente psiquiátrico. Sus signos de salud física eran delicados. El conteo de células CD4 casi bajó de 300 por milímetros cúbicos, y una de las enfermedades más recurrentes en los diagnósticos directos de Sida de aquellos años se había alojado en su garganta, la candidiasis esofágica. Carlitos daba el perfil del chico en etapa avanzada de la enfermedad provocada por el virus, y esto respondía justamente a un patrón de infección directa en sangre. Mayor exposición al virus, mayor carga viral, mayor daño en menor tiempo.

    Si todo esto fuera poco, vivía casi permanentemente en un estado psicótico. Agresivo, sobreestimulado, y con conductas de mucho riesgo. Jaimanitas, un hermoso poblado con salida al mar ubicado en el oeste de La Habana, no fue el mejor sitio para afrontar la situación. Los vecinos supieron rápidamente lo que sucedía y el aumento de la discriminación dispararía aún más el componente psicotóxico. Carlitos, quien vivía con su madre, no supo a sus 15 años lidiar con el VIH, y menos aún desde una neurodivergencia recién llegada.

    El padre lo trajo al Vedado con él y lo llevó a la Clínica del Adolescente en el municipio Playa. Allí le dijeron que no tenían herramientas para tratar a su hijo —a quien habían atendido con anterioridad—, debido al nuevo diagnóstico. El Sanatorio de Santiago de Las Vegas, aún activo en 2003, aunque en su etapa final, era todavía el lugar para chicos como él.

    En el sanatorio, el doctor Bandera fue bastante claro. En Los Cocos no había sitio (sí lo había) para menores de edad como Carlitos. «No te lo voy a poner aquí con todos los casos que hay de adultos presidiarios y de la calle». Luego, los despidieron. El padre Carlos juró entonces, de regreso a su casa en el Vedado, volverse el psicólogo que su hijo necesitaba.

    ***

    La cita de Arnoldo con el aspirante a escritor fue íntima, fluida y larga. La tarde primero divertida, luego se volvió algo romántica. El chico, aunque joven, mostraba madurez. Vino el café y luego la comida. No faltó la risa. El aspirante a escritor sabía venderse. Arnoldo quería estudiar su obra, también su cuerpo. El aspirante tenía cara de querer besarlo pronto. Otro café y una caminata desde el Parque Central hasta el final de la calle Obispo. La charla iba del teatro a la literatura. El escritor, o aspirante, aceptaba el paso lento de Arnoldo, su picardía e intenciones. Deseaba ser su novio, o verlo al menos una segunda vez. Le pasó un brazo por encima cuando llegaron a la Plaza de Armas. Se sentaron, sostuvieron mirada y Arnoldo decidió que era el momento.

    —Tengo VIH. Tengo Sida.

    —Ah no. Así no

    El aspirante ya no aspiraba a nada. Cruzó el parque y se escurrió a toda velocidad por Obispo hasta alcanzar un punto en el que creyó que el Sida, o Arnoldo, ya no lo podrían atrapar.

    ***

    Un estudio presentado en la conferencia de la Asociación Británica del VIH, celebrada en Liverpool en 2017, reveló que los hombres seropositivos morían dos veces más que la población en general. El 58 por ciento de los pacientes estudiados, casi 90 mil durante un período de 15 años, fallecieron por enfermedades definitorias u oportunistas del Sida. Aquí tendríamos que hablar del suicidio entre las causas relevantes, y específicamente del llamado «suicidio pasivo».

    El choque psicológico que representa el diagnóstico de una enfermedad incurable, el estigma social que trae, así como la constante —cada vez menos, pero aún latente— idea de la muerte, ha producido un número difícil de determinar de pacientes seropositivos no diagnosticados por su propia voluntad. Evaden la detección de la enfermedad y, con ello, el deber de comunicarle la noticia a la pareja, familia, compañeros de trabajo y sociedad en general. Estos pacientes llegan a los hospitales con cargas virales altísimas y un paupérrimo conteo de linfocitos T CD4. Las esperanzas de salvación son nulas, pues no hay tratamiento antirretroviral que logre reparar el daño de meses y años, luego de que estos pacientes hayan decidido morir.

    El 90 por ciento de las muertes provocadas por enfermedades definitorias y oportunistas de Sida, según el estudio realizado en Liverpool, tenía que ver con diagnósticos tardíos o ausentes, incluyendo personas que no recibían terapia antirretroviral. El dos por ciento de los decesos ocurrieron directamente por suicidio activos. A su vez, en la XXXIII edición del Congreso Europeo sobre Microbiología Clínica y Enfermedades Infecciosas (ECCMID 2023), celebrado en Copenhague, Dinamarca, fue revelado el penoso dato de que las personas con VIH/Sida tenían un riesgo tres veces mayor de suicidio que la población general, y un riesgo de depresión dos veces mayor.

    El estudio, al igual que otros realizados anteriormente, estableció que entre las personas seropositivas un 60 por ciento padecía alteraciones del sueño, un 30 por ciento trastornos mentales y un 25 por ciento trastornos cognitivos. Tras varios años de investigación del tema, las conclusiones del estudio fueron trascendentales. Advirtió que el riesgo de suicidio es especialmente elevado en los dos primeros años después del diagnóstico, con una tasa más de diez veces superior a la tasa en personas de la población general. Una vez pasado este período especialmente vulnerable, las personas con VIH revelan un riesgo de suicidio más de tres veces superior al de la población general.

    ***

    De diez intentos de Arnaldo, solo dos personas huyeron como el aspirante a escritor, y otras cinco practicaron el disimulo, como el Chico Gym.

    «¿Te he contado de la teoría de los 20 días?», me dice.

    «No».

    «La teoría de los 20 días nació con este experimento, pero la he visto repetirse a lo largo de mi vida. Son aquellos chicos que en realidad lo intentan. Cuando les cuentas la realidad, ves que les choca, se quedan sin palabras a veces, pero por lo general lo intentan. Quizá ese día no se acuestan contigo, o quizás sí, pero sin penetración. Tratan de normalizarlo, pero no pueden. Y un día, en el marco de los 20 días, dejan de escribirte y visitarte. Después, con el tiempo, te los encuentras en la calle y les preguntas: “¿Mijo?, ¿y tú? más nunca supe de ti”. “No, yo bien, tú sabes”. Algunos de ellos son sinceros y te dicen: “Mira, ¿sabes qué?, lo intenté y no pude”, pero esa es la minoría. Casi nadie es sincero. La realidad es que los que están en ese grupo casi siempre terminan abandonando la cosa».

    «¿Tuviste alguno de esos en el experimento?»

    «Sí, varios, aunque no fueron la mayoría».

    «Entonces cuéntame cuántos fueron de cada tipo».

    «Dos huyeron en el primer momento: el aspirante a escritor y otro más. Cinco me dieron curva, disimularon la talla, pero todo quedó ahí mismo. Y tres lo intentaron, pero se quedaron en la teoría de los 20 días».

    «¿Con ninguno fluyó la cosa?», pregunto, estúpidamente.

    «No. De diez, cero».

    El silencio, cuando es una forma de la tristeza, se vuelve aún más pesado.

    ***

    Ramona fue una espiritista reconocida en Jaimanitas durante la década de los setenta y ochenta. Pasaba a una muerta, Francisca Siete Sayas, una conga muy dura que adivinaba y hacía curaciones. Ramona la recogió y desde entonces formó parte de la familia. Avispado y creyente, Carlitos se apegó a Ramona como su abuela negra, su vínculo más cercano a la tierra yoruba. Serafín, el hijo de Ramona, agarró VIH en las misiones militares cubanas en África y falleció en los primeros años de los noventa. Nadie, ni Francisca, pudo salvarlo.

    Carlitos desarrolló una fe autodidacta, desinstitucionalizada. Vio cómo sus mínimos favores de niños eran complacidos por el primer Elegguá que tuvo, un coco que se buscó él mismo. Aunque luego tocaron su puerta los testigos de Jehová, Carlitos transitó su juventud como un devoto de los espíritus.

    De adulto, hizo ceremonias no previstas en el espiritismo y el palo monte. Rayamiento, consagraciones, ofrendas y limpiezas. Ritos que, si bien no lo salvaron, lo ayudaron a mantenerse en pie. «La religión ha sido un bastón para mí», dice. Una prenda de Siete Rayos y el espíritu de Francisca Siete Sayas —una vez que Ramona partió de este mundo— fueron sus amigos recurrentes.

    Nadie lo pudo librar del Sida. Ni Francisca, ni los russelistas y sus crónicas bíblicas, ni Orula, ni la abuela negra que murió en su misma casa en Jaimanitas. Pero quizá el Sida no merezca salvación y ni siquiera la lleve. O quizá, piensa Carlitos, la enfermedad tuvo que llegar a su vida por una razón superior que puede que aún no conozca.

    Más de 20 años después, Carlitos espera el momento de abandonar el país e irse a vivir con su madre en Europa. «Yo tuve muy mala suerte con el sistema de salud», confiesa un hombre que por poco muere en 2006, en las salas del IPK, por la actividad de un parásito intestinal. En ese entonces sus CD4 descendieron la barrera de los 200, fue diagnosticado caso Sida y le indicaron un tratamiento antirretroviral.

    Hasta diciembre de 2023, según el Ministerio de Salud cubano, el 96,8 por ciento de los seropositivos en el país han sido tratados por su enfermedad; pero en aquel entonces, a pesar de que el tratamiento antirretroviral para todos los diagnosticados se había estipulado desde 1996, el tratamiento solo se indicaba tras la aparición de alguna enfermedad distintiva de Sida o algún otro caso excepcional.

    En el IPK lo salvaron, dice él mismo. Allí también su padre consiguió que atendieran a su hijo como paciente psiquiátrico y que lograran estabilizarlo. Pero una terapia antirretroviral de 14 pastillas diarias, para un joven con antecedentes de abuso de sustancias, era un problema. Carlitos recaería en las drogas durante muchos años más. «Tuve más problemas con las drogas que con el mismo virus», dice.

    El espíritu de Francisca se le presentó en una celebración religiosa para advertirle que iba a morir si seguía con las drogas. En 2015, Carlitos encontró la fuerza para abandonar las sustancias marihuana, cocaína, ketamina y otras. Ahora celebra su recuperación física, gracias también al tratamiento con dugloteravir y truvada, o la combinada TLD.  Se ufana —zona común de los seropositivos— de que sus CD4 estén por encima 800 y su carga viral sea indetectable, siendo portador no trasmisor.

    Tiene 35 años y no es maricón, aunque no pasa nada si lo hubiese sido. «No me molestaba que por tener Sida pensaran que yo era homosexual, sino que solo me lo decían para ofenderme, porque para ellos ser homosexual era una ofensa. Ser maricón y tener Sida».

    Su neurodivergencia explica las particularidades de su adolescencia temeraria. También por eso no pudo reaccionar, sino con violencia, al rechazo de sus vecinos y al miedo de sus conocidos. La serofobia tampoco es pacífica y Carlos se enfrentó a ella como mejor pudo.

    «¿Y el amor? ¿Y las mujeres?», le pregunto.

    «Yo tuve aquella novia de tres años que te conté. Fue la primera y última vez que me enamoré. Luego de eso decidí no empatarme fijo con más nadie. La familia nos hizo una guerra terrible. No querían que estuviéramos juntos».

    «¿Por seropositivo?»

    «Sí, por seropositivo. Me trataban con desprecio. Me rechazaron. Ellos sabían que yo tenía el virus a pesar de que mi novia lo ocultó. Un día, el padre de ella vino a hablar conmigo. Me pidió que me fuera, que dejara a su hija tranquila. Después de eso terminamos y yo jamás lo volví a intentar».

    ***

    Claudia se culpa en parte, pero en verdad no hay nada que pueda reprocharse. «Yo misma le di la solución. Le dije que lo que tenía podía ser giardiasis».

    Yorick empieza a tomar café con gasolina y baja estrepitosamente de peso. No quiere que nadie lo visite ni lo vea. La mayor de los hijos de Claudia —a quien Yorick vio nacer y tiene como una sobrina— logra entrar a la casa. Al salir, le cuenta a la madre que Yorick estaba verde; la piel verde y descascarada.

    Las diarreas lo han debilitado muchísimo, pero Yorick se niega a atenderse. Claudia insiste y, finalmente, deciden ir juntos al hospital. Llegado el día, nadie responde al teléfono. En septiembre de 2016, a Yorick ya no le funciona una pierna y luce totalmente demacrado. Lo arrastran a una ambulancia y de ahí lo conducen al Hospital Emergencias, en las cercanías de Carlos III.

    La doctora le dice con total sinceridad: «Esto es Sida». Yorick saca fuerzas para el empingue y la manda bien lejos. «Eso es mentira. Esa mujer está loca». El 20 de octubre llegan los resultados de los análisis, pero Yorick ya está inconsciente. Una mononucleosis, combinada con una hepatitis B y un diagnóstico tardío de Sida, es algo que ningún equipo médico lograría vencer. Según los cálculos, la enfermedad venía golpeándole desde hacía más de cuatro años.

    Claudia comienza a atar cabos. En 2012 todo cambió. Yorick comenzó a visualizar su muerte. Le planteaba esa realidad a quienes lo rodeaban. «Yo no voy a durar mucho, qué va». Yorick se resistía al vínculo sexual. Si bien ya rechazaba casi cualquier acercamiento afectivo, seguía dispuesto al sexo ocasional. Pero a partir de ahí, si conocía a algún chico hermoso, igual lo desechaba. Y jamás volvió a ir al médico.

    ¡Yorick sí sabía que tenía hepatitis B! Ese fue el diagnóstico que le entregaron cuando acudió al hospital para curarse la herida en la cabeza que no cerraba. Los anticuerpos de la hepatitis B salen en la misma prueba que busca anticuerpos contra el VIH. Es decir, que en aquel policlínico le dieron también el positivo al VIH.

    Claudia lo entiende todo. Él siempre supo que no era giardiasis, pero tomó café con gasolina para adelantar el momento final. ¿Por qué? ¿Cómo un tipo que vivió con tanta libertad se encierra al final en una celda tan terrible? Es evidente. Yorick, un personaje cínico y burlón, que miró a todos con un halo de grandeza y los señaló despectivamente, no podía permitirse ahora volverse una diana del estigma. Él no recibiría ni la lástima ni la crítica.

    Rechazó la visita al médico hasta sus últimas fuerzas. «Cuando me vaya de aquí, voy a mandar a todo el mundo pa la pinga», decía con más amargura que nunca. La depresión, causada meses antes por la mononucleosis, terminó de encauzarlo por la senda de la muerte.

    El 20 de octubre cayó en coma en el Hospital Emergencias, y de ahí, casi sin defensas, lo trasladan al Hospital Hermanos Ameijeiras. Lo entubaron mientras sus órganos colapsaban. En el último suspiro, volvió en sí el 25 de noviembre, día de la muerte de Fidel Castro.

    Claudia, a su lado, bromeó para recomponerlo. «Tienes que mejorarte, que se murió Fidel». Yorick respondió con un gesto sin sentido, luego de un mes en coma. El 29 de noviembre de 2016, a sus 44 años, con un diagnóstico tardío de Sida, los órganos de Yorick lo abandonaron. Nunca supimos su número, nadie lo llegó a saber.

    En casa dejó a su gato, la única compañía que deseaba antes de marcharse, la mascota que le había transmitido la bacteria que su sistema de defensas, ya destrozado, no pudo tolerar.

    Las amistades y la madre se reunieron afuera de la sala.

    —¿Decimos que fue mononucleosis?

    —¡¿Cómo que mononucleosis?! —se alteró Claudia—. Yorick se acaba de morir precisamente por haber ocultado su diagnóstico. ¿Nosotros vamos a hacer lo mismo?

    Hubo silencio y consternación. Vergüenza. Claudia los miró, determinada.

    —¡La muerte de Yorick no puede ser en vano. Su vida y su muerte tienen que servir para algo!

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    3 COMENTARIOS

    1. Mi amigo yorick. Se que hubiera mandado a la mierda este artículo y el episodio del podcast que hice en su nombre. Solo queda recordarte con tus buena su nk tan buenos momentos. Te quiero siempre

    2. Lo que sigue lo escribí (y más tarde publiqué) cuando trabajaba en la prisión provincial, en la galera para reclusos seropositivos (2004). Al principio de la epidemia, muchos reclusos se autoinocularon el VIH con la esperanza de obtener licencias extrapenales o reducción de condenas, o paseos al hospital. Pero pronto separaron a los seropositivos y enfermos del resto de la población penal, así que además de los sanatorios-prisión que describe Manuel en su serie de crónicas, aún existenprisiones-sanatorio. En una de ella trabajé alrededor de 45 días, en los que vi a dos enfermos-reclusos fallecer con SIDA, enredados en las trabas burocráticas de los guardias y médicos de la prisión. El medico del lugar (llevaba varios años allí), se negaba a que yo remitiera al enfermo al hospital, pues no estaba lo suficiente mal, y los guardias detestaban esos traslados imprevistos. Pero a la vez era un escándalo si el recluso fallecía dentro del penal sin estar recibiendo atención hospitalaria. Logré remitirlo, en el hospital apenas si lo atendieron, lo devolvieron, y esa noche murió el muchacho en la celda-enfermería, desatando escandalo, cuestionamiento, búsqueda del chivo expiatorio, cuando los culpables eran la institución penal, la de salud y la ideologización gubernamental de una enfermedad. Mi batalla particular de aquellos días fue intentar que se repartieran condones entre los enfermos-reclusos, para evitar el desarrollo de la resistencia antiretroviral. Los enfermos que descuidaban su tratamiento, podían desarrollar cepas virales resistentes, y diseminarlas al resto. El director de la prisión siempre se negó, pues decía que eso estimulaba las relaciones sexuales entre ellos. También debatí sobre la necesidad de TMP-SMX para prevenir las infecciones oportunistas, pero mis argumentos eran escuchados por oídos sordos, incluidos otros medicos en aquel lugar.

      El convicto.
      Quise estar allí ante la ira fingida de las piedras contra el fulgor de las vidrieras. Amor loco lo trajo a fatigar gestos en la oquedad de los barrotes. Ese, su albedrío: uno cambia de prisión a voluntad y aquí estás menos solo. De cualquier manera eres un fino artículo en este muestrario de crímenes y hazañas, un pez de acuario que boquea en el mostrador de un tenderete. Hay algunas carencias insufribles en el basto paisaje del precinto: no estarían mal unos tacones para raspar el tedio del cemento, no estarían mal unas pinturas que justifiquen el asco tierno de los guardias. Largo el corredor, larga la espera en que uno escoge inventarse las prisiones. Sobre el algodón camina con el sello inconfundible de Almodóvar o la gracia perenne de la muerte, sin que yo le confiese mis aplausos.

      El enfermo.
      Ha muerto de la enfermedad ignominiosa como un héroe. Diecisiete lo han hecho antes que él y por él marcas de iguales instantes en que el deseo les obligara felices al enroque. De otra manera no se agota la impaciencia. Ya el cuerpo rendía la sustancia, era necesaria una nueva transformación de la que no se sabe cuáles cambios deparó a su alma. Por última vez huyó de sí. Todos los otros encuentros fueron meros incidentes en que uno se aferra al semejante para execrar la imagen que devuelve. Aunque le habría gustado que el forense lo llamase Yipsy, no imagino en el trasmundo la suerte de su nombre, de la palabra sexo. Ocurrió modestamente, la muerte heroica de quien ha padecido una vida para ser tocado y muere de enfermedad contagiosa.

    3. Muchas gracias. Excelente crónica. Triste porque siempre tenemos algún amigo al que conocimos una vez con esa enfermedad y ya no está. Triste el comentario sobre los presos. Pero supongo que al gobierno no le importa. Les conviene el silencio. Injusto como la propia muerte de un joven que no quiere salvarse. Pero es importante que la gente conozca su historia. Al final, ellos siguen siendo parte de nuestras vidas. Felicidades a Carlos y a tantos que siguen luchando por ese sobrevivir.

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