José Martí, hierro y fiebre

    1.

    En los años 1950, en ocasión del centenario del nacimiento de José Martí, una película rodada en México —La Rosa Blanca, con dirección de Emilio Fernández y financiamiento de la dictadura de Fulgencio Batista— buscaba hacer una biografía del Apóstol. Félix Lizaso y Francisco Ichaso colaboraron en la realización. Lizaso le explicó en carta a María Mantilla el cuidado que se estaba teniendo con el tratamiento de la memoria de Martí. Sobre la misma película, pero a título individual, Raoul José Fajardo, autor de una pieza teatral titulada Dos Ríos, le escribía a Mantilla: «¿pueden los intelectuales y los productores cinematográficos interpretar bien a Martí sin antes parecerse a él? (…) Ved que la obra de Martí corre la misma suerte que la de Mahatma Gandhi en la India: cada secta o partido lo interpreta de diverso modo. Tal vez sea ese un tributo indirecto a su grandeza».

    Si hay algo en Cuba capaz de ser compartido por todo el espectro político es José Martí. Pocos mitos políticos —básicamente, figuras nacionalistas o, como mucho, populistas— pueden acompañarlo en tal condición en América Latina. La obra de Martí, y su vida, su grandeza, lo defienden por sí solo —nadie deviene héroe nacional implorando socorro ante cada afrenta— pero el nacionalismo de Estado ha erigido siempre en obligación moral —presentando como un deber de y hacia todos lo que es en realidad una función muy suya— la «necesidad de su protección», sea el caso una película mexicana o el proyecto en construcción de un joven realizador.

    La enorme penetración de Martí en la vida de Cuba se debe precisamente a lo contrario: a ser un creedor y un producto del nacionalismo popular y a no haber rehusado enfrentar por sí mismo ninguno de los conflictos propios de tan compleja elaboración. Entre lo que he visto en los últimos años sobre Martí, la reciente puesta en escena de Hierro, de Argos Teatro —escrita y dirigida por Carlos Celdrán—, me parece una extraordinaria manera de comprender a Martí, a través de cómo lidió con sus conflictos, fuesen personales o nacionales. Escribo estas palabras inspirado por la pieza de Celdrán, y repaso con ellas algunos de los conflictos que trata la obra.

    2.

    En A pie y descalzo (1890), Ramón Roa cuenta que en un intento de cruce de la Trocha, el práctico de la tropa del capitán mambí Miguel Rodríguez escuchó llorar a un niño de pecho, a quien su madre sostenía con la boca. El llanto delataba la posición y el práctico, azorado, o «temeroso de su responsabilidad o de su vida», espetó en la confusión: «Ahoguen a ese muchacho». La madre —exesclavizada—, por «jugarse allí su libertad», o «poseída más que todo de lo indecible del terror, apretó al inocente de tal modo que quedó muerto entre sus brazos». Es una escena brutal, pero no es única. Bartolomé de las Casas cuenta otra similar sobre madres indígenas que ahogaron contra su pecho a sus hijos —cruzando un río—, ante el ataque con perros de los conquistadores españoles.

    El libro de Roa, que narra los años más cruentos de la Guerra Grande, fue considerado como desmovilizador por Martí en medio de los trabajos de organización de la nueva revolución. Sostuvo sobre el texto una conocida polémica con Roa y sus compañeros. Entre ellos, Enrique Collazo, José María Aguirre y Manuel Rodríguez se dirigieron ácidamente a Martí. Su mensaje marcaba la frontera entre los viejos y los nuevos revolucionarios, y buscaba establecer quién tenía derecho a hablar por la revolución.

    La carta de Collazo contenía asimismo falsedades: acusaba a Martí de haber aspirado a una plaza de representante por el Partido Liberal en las Cortes españolas, y cerraba con una grave ofensa: «Si de nuevo llegase la hora del sacrificio, tal vez no podríamos estrechar la mano de usted en la manigua de Cuba; seguramente porque entonces continuará usted dando lecciones de patriotismo en la emigración, a la sombra de la bandera americana». Martí le respondió en enero de 1892: rechazó las calumnias, mantuvo su posición sobre A pie y descalzo, cuestionó el Zanjón, razonó sobre las necesidades de la guerra por venir, repitió «que todo el que sirvió (a Cuba) es sagrado», y agregó que vivía «tristemente de un trabajo oscuro, porque renuncié hace poco, en obsequio de mi patria, a mi mayor bienestar. Y es frío este rincón, y poco propicio para visitas. Pero no habrá que esperar a la manigua, Sr. Collazo, para darnos las manos; sino que tendré vivo placer en recibir de Vd. una visita inmediata, en el plazo y país que le parezcan convenientes». Fue un debate abierto, y áspero.

    Trece años después, Collazo hizo parte crucial del proyecto de revolución de Martí. El viejo patriota firmó, en representación de los revolucionarios radicados en Cuba, la Orden de Alzamiento del 24 de febrero de 1895. Como hizo Roa sobre la Guerra Grande, Collazo escribió sus memorias del 95 (Cuba heroica, 1912). En ellas describió la euforia de ver llegar a Gómez y Martí «con sus Winchesters al hombro, y recordó cómo José Maceo abrazó al dominicano y cargó a Martí con «delirante entusiasmo» entre sus brazos. Para entonces, según Collazo, Martí era el «alma de la revolución».

    Martí no había dudado en 1884-85 —menos lo haría en 1892—, ante la posibilidad de enajenarse el apoyo de los viejos héroes, y solo se ofreció completo cuando creyó aceptada la moralidad que durante la guerra debía prefigurar la «casa grande de la República». Fue acaso la consistencia de este interés lo que convenció a Collazo de cambiar de opinión sobre Martí.

    Entre sus contemporáneos, Rafael Serra medió con firmeza en el conflicto. Íntimo amigo de Martí, de ascendientes esclavizados —y para algunos el padre intelectual del Partido Independiente de Color (PIC)—, Serra propuso que protestemos contra la injuria que se nos hace, al creérsenos CIEGOS seguidores de Martí: que reconozcamos como una equivocación grave las apreciaciones del señor Collazo contra el Sr. Martí, y que nos opongamos abiertamente, y en nombre de la Patria, a que dos cubanos útiles llegaren a una lamentable conclusión».

    3.

    Martí no dispensó trato exclusivo hacia Collazo. Por su parte, llamó «Padre de la República» a Francisco Vicente Aguilera. Con ello reconocía al viejo patricio que entregó vida y fortuna a la independencia, y que había tenido serias desavenencias con el tipo de liderazgo de Carlos Manuel de Céspedes. Al mismo tiempo, para Martí, Céspedes fue el hombre «…en quien chocaron, como en una peña, despedazándola en su primer combate, las fuerzas rudas de un país nuevo y las aspiraciones que encienden la juventud sagrada, el conocimiento del mundo y la pasión de la República». Martí no optó entre ellos, no borró sus diferencias ni capitalizó para sí sus memorias. Los trató como fueron y los reconoció en su respectiva y enfrentada grandeza.

    En el propio año 1892, Martí sufrió un intento de envenenamiento, con ácido colocado en el vino Mariani que entonces solía tomar como reconstituyente. Escupió el trago, fue atendido de inmediato por el médico cubano Miguel Barbarrosa, que lo hizo vomitar para limpiar el estómago. Las secuelas de la porción de ácido finalmente ingerido le harían daño por meses. El intento de asesinato fue seguramente pagado por intereses integristas. Para esa fecha, las actividades de Martí eran estrechamente vigiladas por la Inteligencia militar española, y por compañías como Pinkerton National Detective Agency y Davies Detective Agency. Pueden leerse hoy reportes de gastos en detectives de la Pinkerton que consignan, por ejemplo, los del agente «E.S.»: «Una botella de vino para la cena, para Martí, Mantilla y para mí, en busca de información: 0,75 ctvos».

    Martí estaba advertido de planes como el finalmente ocurrido en Tampa. Fueron dos los perpetradores, uno blanco y otro negro, ambos cubanos. Del primero no se ha conservado memoria. El segundo era Valentín Castro Córdova, matancero, de 24 años de edad. Dos días después del fallido intento, Castro se reunió con Martí. Si bien amigos del líder lo hubieran linchado, Martí habló unas horas con el joven. La memoria oral cuenta que, tras escucharlo, Castro salió llorando. (En Hierro la conversación entre ambos es una escena fascinante, al igual que la interpretación de Martí por Caleb Casas.) Se sabe que fue uno de los primeros, después, en integrarse a la expedición de Serafín Sánchez y Carlos Roloff y que terminó la guerra del 95 con grados de Comandante.

    Si lo de Collazo fue un cambio de opinión, lo de Castro Córdova fue una conversión. Los autoritarismos convierten a los ciudadanos en idiotés —en su sentido clásico del idiota moral «que solo mira por y para su casa»—, pero la democracia es la única capaz de obrar el milagro inverso: convertir a un idiota moral en un polités, con vocación para los negocios públicos, que es lo que hace a un ciudadano libre.  «Martí es la democracia», había dicho Serra a propósito de la polémica con Collazo.

    4.

    Libros como La niña de Nueva York, una revisión de la vida erótica de José Martí (1990), de José Miguel Oviedo, ofrecen un retrato lamentable de Carmen Zayas Bazán, la esposa de Martí. Carmen sería la causante «última» de la muerte de María Granados («la niña de Guatemala», «la que se murió de amor»), y habría preferido un marido y un padre antes que a un héroe. Carmen protagonizaría una suma de traiciones: abandonó a Martí, se llevó a su hijo y pidió protección al gobierno español para el regreso de ambos a Cuba. Martí le recriminaría ser virtuosa para el mundo, pero malvada para él. Encontraría en otra Carmen, Miyares, la fidelidad y la comprensión, la mujer embelesada por el genio y la ternura del hombre, al parecer más cómoda con el lugar «reservado» para ella. En 1969 uno de sus nietos, hijo de María, contó que Carmen jamás habló sobre Martí en tono íntimo, y solo mencionaba la devoción del héroe por Cuba. El patriotismo es siempre patético, pero no se trata solo de eso: Carmen Miyares «de Mantilla» sufrió también sus «deberes de mujer» para con Martí —ambos los reprodujeron— y para con Cuba.

    Algunos indicios sugieren que fue parecida la posición de las mujeres en los clubes femeninos del Partido Revolucionario Cubano. Paul Estrade ha estimado (1987) que, a principios de 1895, 300 mujeres integraban dichos clubes. Pero a fines de 1898 podían haber sido mil o mil 500. Estrade se detiene en los nombres de casi un tercio de los clubes femeninos (Hijas de…, Hermanas de. . ., Discípulas de…), analiza su funcionamiento (en varios casos debían contar con un representante masculino, aunque podían cambiarlo), y argumenta que se trataba de un estatus de «dependencia aceptada».

    Carmen Zayas lo contravino y resultó «malvada.» Lo hizo Carmen Miyares y Martí la respetó, desde esos cánones, profundamente: «es grande honor venir de esa mujer al mundo».

    No conozco de amores de Martí con mujeres que se definían a sí mismas como libres —en ese momento concreto, anarquistas— de Tampa, como Luz Herrera de Rico, que en «El burgués de la casa» (1896) decía sobre el hombre: «Y dice que te adora, que te quiere y te ama, pues sabe que tú eres al hombre necesaria… pero luego, a la postre a un cruel deber te amarra y si una sola queja profieres, angustiada, soberbio y altanero te dice: ´Calla, calla: naciste para sierva, naciste para esclava!´ Así se expresa siempre el burgués de la casa, siendo tú de la tierra la dueña y soberana». Pero si nadie es una sola pieza, no lo es menos Martí. Días antes de partir hacia la muerte, le pidió a María Mantilla que pusiera una escuela, con piano, a muy bajos precios, para que los pobres pudieran estudiar —él mismo lo hizo muchas veces, en España y en otros lares— pero que fuese a la vez una mujer con la honra que provee el trabajo independiente», la de no verse obligada a «la cama y al vestido».

    5.

    Con el paso de los años, José Martí Zayas Bazán, el hijo, protagonizaría un episodio bastante desconocido todavía hoy. Como coronel jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas de la República, ordenó leer a todas las tropas la felicitación del presidente José Miguel Gómez por la masacre cometida contra la protesta del Partido Independiente de Color en 1912. El rostro de Martí Zayas-Bazán aparece orondo en las imágenes del banquete, realizado en el Parque Central de La Habana, que celebró en público la matanza. Durante la «contienda» contra el PIC, Martí Zayas Bazán fue el principal garante por parte del Ejército de las propiedades estadunidenses en Guantánamo contra la revuelta popular y «negra».

    Su padre, ciertamente, había pasado varios años hablando de los negros cubanos como sujetos sin capacidad de actuación propia —sin agencia—, encadenados por la esclavitud más allá de ella, pero su conocimiento íntimo del fracaso de la Reconstrucción en los Estados Unidos y el activismo negro que observó en ese país —y su contacto diario con las «migraciones raciales» que ha estudiado Jesse Hoffnung-Garskof (2019)— lo hicieron apoyar crecientemente posiciones de desobediencia civil para demandas de justicia racial, según ha demostrado Miguel Cabrera Peña.

    María Mantilla, su «Maricusa», la hija del amor adúltero con Carmen Miyares, recibió invitaciones y correspondencia desde Cuba hasta después de la Revolución de 1959. En 1960, Gonzalo de Quesada y Miranda le enviaba una carta de felicitación a nombre de la Asociación de Antiguos Alumnos del Seminario Martiano, radicada en la Fragua Martiana. Antes, había estado en Cuba en una breve temporada de teatro lírico. En el Conservatorio Nacional, por ejemplo, cantó «el aria de las joyas de la ópera Fausto, una difícil Tarantella, de Dubois, y la preciosa Habanera, de la ópera Carmen, viéndose obligada a dar un encore». Para 1953, fue invitada oficialmente a los festejos por el centenario de su padre. Nadie mencionaba el parentesco, pero se sobrentendía en la frase «el gran amor que Martí sintió por ella». María se casó —adquirió el apellido «de Romero»— y tuvo cuatro hijos. Solo uno de ellos podía leer correctamente el español, aunque prefería escribir en inglés. Tenían vida regular de estadunidenses, residían en California, no conservaban memoria de Martí —que había muerto siendo aún muy joven María—, y uno de ellos se mostraba seguro de que solo la Revolución de 1959 había suscitado interés ampliado por la figura de Martí en los Estados Unidos, algo que en la fecha corroboraba Jorge Mañach. Las cartas enviadas por cubanos a María Mantilla profesan gran admiración hacia su persona.

    Ambos hijos parecen ser grandes desconocidos para los cubanos de hoy. La idea —muy masculina— del héroe casado exclusivamente con la patria —que tiene por otro lado la representación de la mujer como «retaguardia» y paridora de la mano de obra y de los soldados de la nación—, una imagen muy persistente en Cuba tanto en el XIX como en el XX, ha hecho lo suyo. Sin embargo, hay bastante en la relación paternal de Martí que forma parte de sus elaboraciones y reelaboraciones políticas.

    6.

    Ante el dolor por la ausencia del hijo, Martí se inventó una poesía nueva. A su amigo y editor, Gonzalo de Quesada y Aróstegui, le dijo que ningún verso anterior a Ismaelillo «valía un ápice» Literalmente, nadie había escrito en español poesía como esa. Si había que inventar una nación, era preciso inventar un lenguaje —nada parecido a un dialecto, menos a una jerga— a la altura de la calidad del Ismaelillo, al tiempo que legible por todos. Martí aseguraba aquí algo que repetiría siempre: no hay libertad completa sin belleza.

    La insistencia de Martí en la calidad del idioma era correlativa a la obsesión por las cualidades de su gramática política preferida: la República. La propia madre de Martí, de pocos estudios, solía pensar que su hijo escribía todo en prosa, incluso la poesía, llevada a esa creencia por el solo hecho de que la entendía. Martí le enseñó a María Mantilla francés y le pidió que leyera la Edad de Oro para encontrar un español «claro y musical» donde verter la lengua de su admirado Hugo. La fiereza de la revolución, y su exuberancia emocional, tenían que relatarse como la vida nueva que buscaba. Con el Diario de Campaña creó una escuela literaria en esa forma.

    Si había que inventar una nación —en el sentido que da Benedict Anderson a la idea de «comunidades imaginadas», que Rafael Rojas recoge en un libro sobre Martí— había también que reconocer un pueblo. Reconocerlo, que no inventarlo ni usarlo. Poco hay más arbitrario que pretender inventar un pueblo, ponerse sobre sus espaldas o culparlo de los fracasos propios. La nación es un artefacto cultural de clase, mientras que el pueblo es una concreta elaboración política. El pueblo cubano estaba ahí, desesperanzado tras diez años de cruenta guerra, corrompido por la esclavitud, aherrojado por los trabajos de sobrevivir en el exilio, acostumbrado a vivir bajo la opresión que presenta el mero desgano como si fuese ya resistencia. Pero ese pueblo decía sobre sí mismo, en incontables testimonios, haber nacido el «10 de octubre». Martí supo ver y respetar ese hecho.

    No ha habido en Cuba nadie que haya respetado tanto —sin demagogia— al pueblo cubano, a su concreta encarnación en un momento de su vida, como José Martí. A Manuel Mercado le diría que contaba «con la masa pujante —la masa mestiza, hábil y conmovedora del país—, la masa inteligente y creadora de blancos y negros». No utilizó allí «pueblo», sino reconoció la multiplicidad inherente a su constitución política.

    Martí lo había conocido en los que venían de Cuba. Lo había conocido en su largo periplo estadunidense, coincidiendo con parte de la Gilded Age y sus discusiones sobre populismo, socialismo, raza, propiedad de la tierra y trabajo. Lo había conocido en España, en México, en Guatemala. Lo había conocido en Tampa y Cayo Hueso cuando, a riesgo de perder contribuciones para la causa, apoyó las huelgas y las demandas obreras de los tabaqueros cubanos, sostuvo discusiones fraternales con socialistas y anarquistas, y forjó el consenso revolucionario no solo prometiendo la Cuba futura sino comprometiéndose con los problemas del aquí y el ahora de sus ciudadanos.

    Había conocido ese pueblo a través de sus héroes populares. Manuel Deulofeu, en un libro de memorias sobre el exilio patriótico en Tampa y Cayo Hueso, cuenta que durante la primera guerra, un doctor le había informado a Ramón Santana —tabaquero— que tendría muerte segura si por dos o tres días dejaba de medicamentarse. Santana entregó el haber de una semana completa para una colecta realizada por Manuel de Quesada. Sin saberlo, su esposa, Irene Alfonso, le preguntó al llegar a casa si había comprado la medicina. Santana le contestó: «Todo lo he dado para Cuba, la patria vale más que la vida». Había conocido al pueblo cubano a través de Teodoro Pérez, el primer hombre empleado por Martí para sus trabajos revolucionarios, a quien le escribió: «Teodoro querido: Por supuesto que quiero abrazarlo enseguida. Ayer bajé a verlo y volví derecho». Los poetas de la guerra (1893), compilado por Martí, es un libro sobre el tipo de héroes que fueron Santana y Pérez, sobre el «patriotismo colectivo» cubano, según le llamó Ana Cairo.

    Hierro, de Celdrán, es un gran título. Alude al anillo que le regalara a Martí su madre, Leonor Pérez, forjado con el material del grillete que Martí cargase de adolescente en el presidio político. El anillo llevaba inscrita la palabra «Cuba». No se lo quitó nunca. Martí usó varias veces la palabra «hierro» como marca de honor de los patriotas, del «que cargó hierros al pie por su país». También, celebrando a cubanos residentes en Atlanta, en cuya «casa no pisa el que no sea cubano completo», ofreció otra metáfora para el hierro: «Atlanta es bella. En pleno pecho de la ciudad, de osadía moderna, da la estación de hierro del ferrocarril».

    Ambos significados del hierro completan el mapa de sentidos de la osadía misma de Martí: ser capaz de imaginar un país libre al tiempo que completamente moderno a través de la revolución de la reflexión y de la justicia, sin interposiciones externas sobre la nación ni tutelas internas sobre el pueblo. Esa fue su fiebre —la fiebre que tan bien trabaja la obra de Celdrán—: una democracia de ciudadanos cubanos y de justicia cosmopolita. La que le llevó a escribirle a María Mantilla, sintiendo la proximidad de la muerte: «Y si no me vuelves a ver, haz como el chiquitín cuando el entierro de Frank Sorzano: pon un libro, el libro que te pido, sobre la sepultura. O sobre tu pecho, porque ahí estaré enterrado yo si muero donde no lo sepan los hombres. Trabaja. Un beso. Y espérame». En ese pecho están enterrados también el niño ahogado por su madre cruzando la trocha y el viejo Ramón Santana. Martí no aspiraba a mejor compañía.

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    3 COMENTARIOS

    1. Un articulo muy nostálgico de Marti. Pensaba que iba a hablar de la obra y lo que nos ha metido es un resumen -biografía estilo ecured de Marti.

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