No fumarás… marihuana. Sobre la política penal y la tenencia de drogas en Cuba

    La primera vez que vestí una toga fue en la ceremonia de nombramiento como fiscal. Me había licenciado en Derecho hacía apenas unos meses, y entre mi circunstancia y yo —«me hicieron este hombre enreverado»— habíamos creado un alma rebelde y a la vez clasicista —que no clasista—. Llevaba la rebeldía a flor de pie, pues asistí a la ceremonia vestido de traje, como mandan el protocolo y las buenas costumbres, pero calzaba unas zapatillas negras corte alto. El clasicismo lo llevaba menos a la vista: una absoluta adhesión a virtudes tan básicas como el propio ideal de Justicia.

    Una vez dentro de la institución encontré poco espacio para esas microexpresiones de rebeldía porque sí, y aún menos para el clasicismo tardío. ¡Tantísimas eran las situaciones penales —e institucionales— que iban deshojando mi idealismo! Una de las que mayor conflicto suponía para mí eran las imputaciones por tenencia de drogas —nombre simplificado utilizado extraoficialmente como alternativa a «Producción, Venta, Demanda, Tráfico, Distribución y Tenencia Ilícitas de Drogas, Estupefacientes, Sustancias Sicotrópicas y Otras de Efectos Similares»—. Como fui nombrado fiscal en el municipio Plaza de la Revolución, la inmensa mayoría de los hechos a juzgar ocurrían en las inmediaciones del parque G (Avenida de los Presidentes). Primer conflicto: en esos mismos contenes me senté en muchas ocasiones, pues a diferencia de Carlos Varela prefería esos a los de mi barrio, y desde ellos vi pasar el tiempo, vi pasar la gente y vi luces de colores. Aún me sentía —me creía— parte de ese colectivo contra el cual ejercía la acción penal en representación del Estado. Quizás por eso me negaba a abandonar aquellos Reebok Classic corte altos que calzaba d’estrangis en los juicios violando lo establecido en la instrucción 211 de 2013 del Tribunal Supremo Popular cubano —reguladora del código de vestimenta en los actos de Justicia—.

    Pero aun peor que procesar hechos que no solo no consideraba peligrosos,[1] sino que formaban parte de mi modus vivendi hacía escasos años, era la terrible lógica jurisprudencial acerca de la tenencia de drogas como figura delictiva.

    En ocasiones, por el propio ritual de compartir vicios y experiencias, eran varios los acusados por tenencia de droga en un mismo expediente; pero según una caprichosa jurisprudencia —o caprichosa redacción— debía perseguirse solo a quien tenía la droga al momento de la detención. Sin embargo, la policía acostumbraba a apresar a todos los que conformaban el grupo, y a todos les tomaba muestras de orina para su posterior análisis. De tal forma que un solo «cigarrillo contentivo de cannabis Indica»—o «fori», «mota», «taco», «maría», «yerba», «juana», «porro», «de la buena», «soñadora»…— podía hacer que todo el grupo diese positivo por consumo de la matica. Tocaba entonces esculpir ese arresto en una imputación fiscal a tono con los requerimientos legales, y para ello se formulaba a la policía esta despótica pregunta: «¿Quién tenía la droga al momento del arresto?»

    Siempre venía a mi mente el juego de las sillas. En esta jodida versión, el oficial del arresto ponía fin a la música y perdía quien se encontraba bailando en ese instante. El oficial a cargo podía declarar que presenció cómo el alegre cigarrillo pasaba de mano en mano, y que todos los integrantes del grupo lo tuvieron en algún punto de la canción, y ello vendría avalado documentalmente con el resultado positivo para el consumo que exponía a los implicados… Sin embargo, eso no importa en Cuba; así no es el juego.

    La suerte del fiscal es que carece de imperium: no juzga, no decide; el fiscal acusa, pero su acusación no condena. Recuerdo una conferencia que ofreciera el profesor Juan Mendoza[2] a distintos actores del sistema de Justicia en la cual decía, medio en broma medio en serio, que el poder del fiscal —entonces yo era fiscal— se reducía a presentarle el caso al tribunal: esa era toda su potestas. Tal enfoque me alivió sobremanera.

    La segunda vez que fui togado en una ceremonia, fue cuando me nombraron oficialmente como juez. Toma imperium.

    Ahora el problema derivado de mi conflicto con la «tenencia de drogas» no se limitaba a señalar que la conducta era penada por el Código Penal y pasarle la papa humeante a quien había de sancionar, sino que me correspondía decidir a mí el debido castigo una vez probado el hecho. Ahora las palabras de Mendoza no servían para aliviarme. Todo lo contrario.

    Probablemente la habilidad de mayor valía para los juristas litigantes sea la capacidad para interpretar y reinterpretar normas. No se trata de una interpretación lingüística de lo que dice algún artículo, sino de una interpretación holística de principios generales escritos o no, normas complementarias o relacionadas, jurisprudencia, usos y costumbres… Friedrich Savigny, un erudito de las ciencias jurídicas, definió cuatro reglas básicas: 1) la interpretación basada en la expresión literal, en el sentido estricto que tienen las palabras utilizadas; 2) la interpretación sistémica, que vincula la norma al tipo de derecho en el cual se inserta, es decir, se analiza el sentido de todo el sistema normativo para encontrarle sentido a esa norma en particular; 3) la interpretación teleológica, que subraya la intencionalidad de la norma, el fin perseguido por el legislador; 4) la interpretación histórica, que atiende al origen de la norma, las circunstancias que rodearon su promulgación, para comprender a qué iba dirigida.

    Los espartanos se regían por la Retra, un conjunto de normas atribuidas al legislador Licurgo que perfilaron la esencia de esa ciudad-estado griega. El orden establecido obligaba a todos los varones a becarse en campamentos militares desde los siete años de edad. Allí recibían instrucción militar —y normas de civismo a la espartana—; pero también había cierta permisividad regulada en ley respecto al pillaje inadvertido: se podía robar lo que fuere —comida, armas, vestimenta…— a los ilotas que habitaban las cercanías, o a los propios espartanos con que se compartía espacio. Tales robos no eran denunciables, pero si te atrapaban in fraganti podías ser sometido a tormentosos castigos.

    En este caso, la norma no condena el acto de robar, porque su objetivo no es erradicar dicha práctica; sino que castiga a quien se deja coger y premia a quien es lo suficientemente listo como para hacerse con el botín sin ser pillado: incentiva el sigilo que luego podrá utilizarse frente al enemigo. He aquí una interpretación teleológica, según la clasificación acuñada por Savigny, que sirve para comprender lo que en un inicio parecería una arbitrariedad.

    El Código Penal cubano, bajo el título III, «Delitos contra la seguridad colectiva», capítulo V, «Delitos contra la salud pública», regula en su artículo 191: «la simple tenencia de drogas estupefacientes, sustancias sicotrópicas u otras de efectos similares sin la debida autorización o prescripción facultativa, se sanciona: (…) b) con privación de libertad de seis meses a dos años o multa de doscientas a quinientas cuotas o ambas, cuando se trate de la Cannabis Indica conocida por marihuana».

    Este artículo fue retocado por última vez en 1999, lo cual resulta un dato valioso al aplicar la interpretación histórica: por entonces Fidel Castro iniciaba su cruzada contra las drogas y la prostitución, y justo en ese año sentenciaba: «Aveces ha habido descuidos, blandenguerías en nuestras leyes; hay algunos delitos que hay que combatirlos con todos los hierros».[3] E inmediatamente Asamblea Nacional puso manos a la obra a fin de seguir esculpiendo la sociedad cubana según las recetas que se podían destilar de las bravatas del Comandante. Según la interpretación sistémica podemos concluir que, según el órgano legislativo, la «simple tenencia»es un problema de salud pública y en última instancia de seguridad colectiva; se trata de una conducta que según el Parlamento pone en peligro a la colectividad. La interpretación literal es sencilla en este caso: se persigue al tenedor, a quien tenga la droga en su poder en cantidades que indiquen consumo personal —en caso contrario, sería imputado un delito de tráfico de drogas[4]—.El sinsentido arriba cuando uno intenta comprender el objetivo de esta norma, cuando se intenta analizar teleológicamente la prohibición. Lo que se penaliza no es el consumo de drogas, pues la norma reza: «simple tenencia»; nada dice sobre el consumo, o las intenciones del tenedor. Asimismo, una persecución al consumidor inhabilitaría programas como la línea antidrogas, o los programas nacionales de prevención de drogas dirigido a poblaciones infanto-juveniles.

    Y aquellos miembros del grupo inicial, luego del resultado positivo por consumo de marihuana, quedarían imputados también de la correspondiente «tenencia de drogas» —porque para consumirla habrá que tenerla en algún momento. Entonces quedaría un halo espartano en este artículo: se castiga no a quien consume, sino a quien se deja coger. Como cuando papi dice: «¡Qué no te coja yo!», lo cual en fina hermenéutica supone que para que se concrete la amenaza habrá de cogerme justo cuando contradigo su deseo, distinto al: «¡Qué no me entere yo!», que abarca entonces una prohibición absoluta. O como cuando algún neoneandertal dice: «A mí no me interesa que sean gays, pero que no se besen delante de mí», lo cual implica que sobrelleva esa realidad, pero siempre que se mantenga una discreción suficiente como para pretender que no  existe.

    Recuerdo las veces, pocas, pero definitivamente más de las que hubiese preferido, que hube de presidir un juicio por tenencia de drogas. Recuerdo la confusión de los testigos, por lo general amigos del acusado; recuerdo la confusión del acusado, que aún no lograba entender las reglas del amargo juego… y recuerdo la declaración del acusado. Mientras este narraba los acontecimientos que perfilaban su suerte, me resultaba imposible no reconocer patrones y lugares comunes: concierto en el Salón Rosado de la Tropical, parque de G, guitarra, juegos universitarios Caribe, Magaly… Me obsesionaba entonces con el efecto mariposa, y cómo habíamos terminado el acusado y yo en una situación que André Breton hubiese sabido apreciar en toda su dimensión. Escuchaba en mi cabeza la voz de Calamandrei cuando sentenciaba: «Pero el juez, antes de decidirse, tiene necesidad de una fuerza de carácter que puede faltar al abogado; debe tener el valor de ejercitar la función de juzgar, que es casi divina, aunque sienta dentro de sí todas las debilidades y acaso todas las bajezas del hombre; debe tener el dominio de reducir a silencio una voz inquieta que le pregunta lo que habría hecho su fragilidad humana si se hubiese encontrado en las mismas condiciones del justiciable; debe estar tan seguro de su deber, que olvide, cada vez que pronuncia una sentencia, la amonestación eterna que le viene de la montaña: no juzgar»[5]. Y terminaba pensando si utilizaría en este caso una de mis pocas cartas de «salir gratis de la cárcel».

    En sede judicial hay dos conceptos que devienen claves para comprender la tormenta que rodea la deliberación en los casos relacionados con drogas en Cuba: «independencia judicial» y «política penal».

    La independencia judicial, en su dimensión individual, es un principio que plantea que todo juez debe ser inmune a cualquier tipo de injerencia de poderes políticos o extra políticos; la decisión habrá de ser resultado de su propio arbitrio, sin intromisiones de tipo alguno.

    La política penal se refiere a recomendaciones del consejo de gobierno del Tribunal Supremo dirigidas a los jueces sobre cómo enfrentar determinados delitos en atención a su incidencia territorial, tendencia al alza, peligrosidad, consecuencias, etcétera. Obviamente, ello atenta contra la independencia judicial. Aun cuando se trata de «recomendaciones al momento de sancionar determinadas conductas», las cuales por tanto no serían de obligatorio cumplimiento, estas provienen justamente de la máxima instancia del órgano al cual pertenecen los jueces.

    Una vez culmina el juicio oral, los jueces han de deliberar. La deliberación es el proceso reflexivo donde los jueces, haciendo uso del imperium, brindan solución al caso en atención al desarrollo del proceso. Fundamentalmente se centra en decidir sobre la culpabilidad o no de los acusados, y en determinar, si es necesario, la pena adecuada para el caso concreto. Toda pena viene marcada, en principio, por el marco sancionador dentro del cual puede moverse el juez para reprimir la conducta. Si la redacción del artículo reza: «con privación de libertad de seis meses a dos años o multa de doscientas a quinientas cuotas o ambas», está indicando que la sanción puede ser monetaria o de prisión dentro de los límites respectivos, o ambas.

    Aquí es donde interfiere la política penal, pues el órgano superior, a través de la Instrucción 170/2002 del Consejo de Gobierno del Tribunal Supremo Popular de la República de Cuba, «aconseja» que la pena habrá de ser severa en los siguientes términos: «(…) En la adecuación de sanciones penales a las personas declaradas judicialmente responsables de los delitos relacionados con la (…) tenencia ilícita de drogas, estupefacientes, sustancias sicotrópicas y de otros efectos similares, los tribunales actuarán con el rigor necesario tomando en cuenta la alta peligrosidad social y el grave daño que tales conductas implican para nuestra sociedad (…) En los casos de los delitos a que se contrae la presente Instrucción no es recomendable la imposición de sanciones subsidiarias de la de privación de libertad, ni la aplicación de la remisión condicional de la sanción, excepto cuando circunstancias muy calificadas aconsejen lo contrario (…)». Lo cual destierra de facto la posibilidad
     de reprimir monetariamente esa conducta, así como también una pena cercana a los seis meses de cárcel porque es el mínimo del marco sancionador.

    De tal forma, no importa cuánta razón lleve el abogado defensor al subrayar la juventud del implicado; no importa que el juez no perciba peligrosidad alguna en una conducta que per se no implica un deterioro directo de la salud pública, como sugiere un análisis sistémico de la norma; no importa que las consecuencias individuales de una sanción extremadamente severa sean desproporcionadas en relación con el presunto daño causado a una colectividad difusa e intangible… Nada de eso importa, puesto que la independencia judicial ha quedado anulada por indicaciones políticas que persiguen esculpir a trompones al «hombre nuevo».

    La política penal cubana opera, sobre todo, a nivel estadístico. De esta manera, en determinadas oportunidades, como juez puedes argumentar razones que aconsejan desatender la política penal; pero esas oportunidades, estadísticamente, no pueden insinuar que elevas a regla lo que esperan sea una excepción. Así que, a sabiendas de que posees unos pocos salvoconductos,[6] cada juicio se convierte en una decisión de Sophie.

    En esos casos no sentía en modo alguno que estuviese impartiendo justicia, sino repartiendo injusticias de la manera menos lesiva que encontrase; una deformación absoluta de la función judicial. No pretendo insinuar que en el resto de los casos fui la justicia togada, pero pocas situaciones atentaron tanto contra mi clasicismo, mi tranquilidad, mi bienestar interno, como los juicios por tenencia de drogas. Errar no solo es posible, humanum est; dudar sobre la justeza de una sentencia después de dictada, también forma parte del tormento de quien juzga de manera vinculante. Pero nada mata la ataraxia con tanta perfidia como imponer un castigo que de antemano se sabe desmedido y caprichoso.

    Esa cruzada, que excede toda noción de proporcionalidad y sentido común, ha atentado contra el futuro de muchísimos jóvenes que enfrentan penas privativas de libertad como resultado de un berrinche del Comandante y de un sinsentido teleológico que aún aplaude el Ministerio de Salud Pública a través de la resolución 23/2020. El análisis sesgado sobre las consecuencias del consumo de marihuana deriva en un absurdo «te mato para que no te mueras» que nada tiene que ver con una voluntad honesta de ayudar a desestimular dicho consumo —si fuese esa la intención.

    En mis años vinculado al sistema de Justicia en Cuba, recuerdo muchos delitos cometidos bajo la ingestión de bebidas alcohólicas: asesinatos, accidentes fatales en la vía pública, hechos de violencia doméstica, riñas tumultuarias, violaciones, historias intrafamiliares que harían de David Copperfield un muchacho con suerte… Una verdadera afrenta contra «la salud pública» o «la seguridad colectiva» que supuestamente tanto preocupan a los legisladores cubanos. Sin embargo, tenemos ron en cajita a precio de confitura.

    No recuerdo en todos aquellos años un solo caso en que el consumo de marihuana hubiese precedido la comisión de un hecho que amenazase la seguridad colectiva, o simplemente un hecho que tuviese alguna relevancia en el orden penal.

    En mi opinión, la cuestión responde un discurso político insubstancial e incoherente que pretende disfrazar de preocupación paternal lo que en definitiva resulta otra campaña de fría guerra o, como mejor ilustraran los animados cubanos, de: «Mi perro le gana al tuyo». Se trata de situar el consumo de drogas ilegales dentro de la categoría de «vicios burgueses», o «problemas del capitalismo».

    Al Estado cubano le falta previsión para comprender el efecto de sus bravatas; le falta capacidad para entender que «un pueblo no se funda como se manda un campamento»; le falta humanidad y entereza para amar al «hombre» real en vez de soñar   con uno «nuevo» que, todos lo sabemos, ya no vendrá.


    [1] Y consecuentemente no consideraba delictivos, en atención a la teoría que sigue el Código Penal cubano, en el artículo 8, al considerar que los delitos no solo han de encontrarse tipificados —descritos en una ley penal—, sino que además han de ser peligrosos socialmente para entenderse como tal.

    [2] Vicedecano docente de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana, y profesor titular de Derecho Procesal en la propia facultad.

    [3] Discurso de Fidel Castro Ruz en el acto por el aniversario 40 de la constitución de la Policía Nacional Revolucionaria, efectuado en el teatro «Karl Marx» el día 5 de enero de 1999.

    [4] En el mismo discurso, al tocar el tema del tráfico internacional de drogas —entrar por el aeropuerto con un gramaje de marihuana suficiente como para consumir una vez al día durante una o dos semanas puede ser interpretado, según la normativa cubana, como tráfico internacional de drogas—, Fidel Castro decía: “Para los que cometan la infame afrenta, el monstruoso crimen contra nuestra Patria y la humanidad de utilizar el territorio de Cuba para el narcotráfico internacional, ¡la pena capital!”. Frase coronada de aplausos inconscientes.

    [5] Piero Calamandrei (1889-1956): «Elogio de los jueces escrito por un abogado».

    [6] Que en modo alguno suponen un perdón, sino una pena que no conlleve internamiento.

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    4 COMENTARIOS

    1. Excelente artículo. No todos los días existe la posibilidad de leer críticas al sistema judicial provenientes de un juez. Gracias.

      • ex juez ;), un juez en ejercicio no puede escribir un artículo criticando políticas penales sin autorización de superiores jerárquicos, mucho menos en una revista como el estornudo, así como también tiene prohibido manifestar públicamente su opinión acerca de asuntos que pudiese conocer en sede judicial (como el que trata este artículo)… no son prohibiciones exclusivas de la judicatura cubana, y acarrean medidas disciplinarias que pudiesen derivar en una revocación del nombramiento. agradezco la lectura, y me satisface que hayas disfrutado del contenido. un saludo

    2. Wow, que bien escrito!! No solo desde el punto de vista profesoinal (informatdo y preciso) , si no desde el punto de vista periodistico o literario. Gracias !!!

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