Cuando me lo contaron sentí el frío

De una hoja de acero en las entrañas, 

me apoyé contra el muro, y un instante

la conciencia perdí de dónde estaba.

Cayó sobre mi espíritu la noche

En ira y en piedad se anegó el alma

¡y entonces comprendí por qué se llora!

¡y entonces comprendí por qué se mata!

Gustavo Adolfo Bécquer. «Rima XLII».

Agárramela, y no la sueltes, 

agárramela, que ella no muerde

Fernando Bécquer. «Y no me la dejes caer».

En la carrera de Ciencias Jurídicas la asignatura de Derecho Penal se divide en tres bloques principales. En mis años universitarios, primero venía la «Parte General»: esta desencantaba un tanto al estudiantado, que esperaba con morbo seminarios anecdóticos y en su defecto se encontraba con cuatro corrientes teóricas por institución, veinte instituciones por tomo, y tres tomos impresos con tipografía Trixie, que queda espectacular en pullovers de Rage Against the Machine, pero que era terrible para leer a Renén Quirós.

El segundo bloque era «Derecho Penal. Parte Especial», donde lo único «especial» era ese componente anecdótico. Se trataba de los anexos necesariamente prácticos de la parte teórica. Finalmente, el «Derecho Procesal Penal», que es el derecho adjetivo, el know how del proceso: cómo procesar un delito desde la perspectiva de todos los actores implicados. 

La mal nombrada «parte especial» tenía una abrumadora carga anecdótica —real o ficticia. Sujetos que se llamaban Roberto X o Susana Y, donde Roberto X cometía una serie de transgresiones penales que afectaban a Susana Y. El estudiantado debía calificar el delito, las circunstancias agravantes, atenuantes o eximentes, la responsabilidad civil derivada del mismo, y cuanta institución resultase aplicable al señor X.    

Pocos años después me entregaron una resolución de Darío Delgado Cura —otrora fiscal general en Cuba— que me habilitaba como fiscal municipal: una toga impecable, una PC cifrada, un ventilador de mesa, y un sinfín de expedientes. Los expedientes penales son guiones malos de cine gore independiente latinoamericano. Al pobre Roberto X lo sancionábamos teóricamente a penas fortísimas, y ahora parecía que se nos quedaba corto el espectro de sanciones a nivel cuantitativo. 

A medida que resolvía expedientes, desarrollaba cierta tolerancia al gore, al splatter. La solicitud de sanciones penales comienza a descender en la escala de posibilidades; la hipersensibilidad comienza a dejar terreno a la «objetividad». Empero, los delitos que más afectaban mi moderación eran los que atacaban la libertad e la indemnidad sexual. Entonces la impecabilidad a que aspiraba en mi quehacer profesional se tornaba implacabilidad. No es algo de lo cual blasonar; au contraire, perder esa objetividad es un error capital en quienes inciden en un resultado punitivo. 

El peor escenario sobrevenía con las transgresiones que el legislador cubano ha calificado como «abusos lascivos». 

Antes del paradigma consensualista, la violación era solo considerada como la penetración efectiva y no consensuada del pene en la vagina o el recto. Lo demás era reunido bajo alguna figura penal que protegía «el pudor», «la familia» o «las buenas costumbres». El legislador cubano compiló las distintas maneras de violentar la indemnidad sexual en un título denominado: «Delitos contra el normal desarrollo de las relaciones sexuales y contra la familia, la infancia y la juventud». Reservó la severidad para la violación, en tanto sinónimo de penetración, y ninguneó el resto de formas de violar

El primer artículo que compone dicho título es el delito de violación (298.1): «Se sanciona con privación de libertad de cuatro a diez años al que tenga acceso carnal con una mujer, sea por vía normal o contra natura». Reconoce como violación la penetración tanto vaginal como anal, pero excluye de la conceptualización cualquier otra forma de abuso sexual, y excluye además la posibilidad de que un hombre pueda ser víctima de una violación. Esta idea excluyente de «violación versus no violación» resulta fuente de debates insulsos sobre lo que en última instancia son abusos sexuales violatorios del bien jurídico a proteger. 

En el siguiente artículo del Título XI, «pederastia con violencia» (299), se lee: «El que cometa actos de pederastia activa empleando violencia o intimidación, o aprovechando que la víctima esté privada de razón o de sentido o incapacitada para resistir, es sancionado con privación de libertad de siete a quince años». Aquí se describe una violación contra un hombre, pero se le ofrece una nomenclatura abiertamente machista. La Real Academia de la Lengua excluyó en su vigesimotercera edición la acepción tercera de esta palabra como «práctica del coito anal», como sinónimo de sodomía. Actualmente solo se aprecian dos acepciones: «inclinación erótica hacia los niños» y «abuso sexual cometido con niños». El término «pederastia» se utilizaba anteriormente como sinónimo de «homosexualidad» —incluso luego de ser acuñada la palabra «homosexual»—, y en última instancia como nomenclatura para designar el coito anal. En el artículo del Código Penal cubano relativo a la violación ya se preveía la posibilidad de cometer violación contra una mujer a través del coito anal. De tal suerte, el contenido del artículo 299 ha sido escindido y puesto en redacción aparte con la única «utilidad» de distinguir la misma agresión en base al género de la víctima, y de castigar con mayores penas a quien atente contra el sacro ojete de un macho patrio. 

Finalmente, el gran saco, los «abusos lascivos»: «El que, sin ánimo de acceso carnal, abuse lascivamente de una persona de uno u otro sexo, incurre en sanción de privación de libertad de seis meses a dos años o multa de doscientas a quinientas cuotas […]. Si en el abuso lascivo no concurre ninguna de las circunstancias a que se refieren los apartados 1, 2,3 y 4 del artículo 298, la sanción es de privación de libertad de tres meses a un año o multa de cien a trescientas cuotas». Nuevamente, la idea de la violación solo como penetración y menudencias conexas

El problema con los abusos lascivos es que tienen un marco sancionador ridículamente benévolo en comparación con la severidad que caracteriza al legislador cubano, y sobre todo en atención a la gravedad, en el plano consecuencial, para quien sufre el acto del violador —que no «abusador», porque se trata, en efecto, de un «violador» de la indemnidad sexual, de la libertad sexual, con o sin penetración. 

Esa pusilanimidad del legislador, yo intentaba compensarla con implacabilidad en las peticiones fiscales. 

Tiempo después cambié de asiento en el estrado. Como juez la labor judicial implica aún mayor responsabilidad; porque el fiscal propone, considera, opina, pero el juez concluye. El fiscal entiende que Roberto X es culpable, y defiende su tesis, pero es el juez quien debe señalarlo como tal, o no, y condenarlo, o no. 

Recuerdo un juicio donde los descargos del acusado eran harto coherentes, y las acusaciones de los familiares de la víctima perdían consistencia una vez se ahondaba en detalles. Asimismo, la víctima, una niña de unos siete años, no era suficientemente asertiva en la entrevista con la psicóloga, y yo no quería citarla para examinarla personalmente para no revictimizarla —ya bastante habría sufrido las impertinencias del Ministerio del Interior durante la investigación. Dejar libre a un violador es una duda que no desea ningún juzgador, pero aún peor resulta condenar a un inocente. Tal deliberación hace esfumarse el sueño. Así que opté inicialmente por una condena sin prisión, una condena cobarde, de quien no quiere concluir, de quien no se quiere responsabilizar: una condena para que la probable víctima confiara en la justicia, pero según la cual el potencial inocente no sufriría excesivas consecuencias. Incontinenti, recordé el corolario de un debate con quien fuera mi jefa durante mi judicatura: «En los abusos lascivos no existen entrezonas punitivas, o se absuelve ante la duda, o se mata al violador». 

Desconozco las motivaciones de los jueces para encontrar culpable a Fernando Bécquer —las supongo, pero no he leído la sentencia—; pero, una vez culpable, me horrorizo ante una condena cobarde, pusilánime, irrespetuosa. No se «limita» la libertad de quien anuló la de tantas mujeres, de quien usó —y luego se jactó de— su posición como patente de corso, de quien acosó a sus acusadoras y a periodistas, de quien no se arrepiente más que de haber sido descubierto. 

Una condena de limitación de libertad para un violador —haya o no penetrado— es una duda sobre la culpabilidad del imputado o una cobardía punitiva, una inconsistencia para con la severidad que ha demostrado ese mismo Tribunal condenando manifestaciones de descontento civil. Es irrespeto para con quienes señalaron al violador, desaliento a la denuncia, sociopatía elevada a sentencia, palmadita en el hombro que le extiende el patriarcado al Bécquer que en lugar de escribir «hoy la tierra y los cielos me sonríen, hoy llega al fondo de mi alma el sol; hoy la he visto…; la he visto y me ha mirado… hoy creo en dios», ha pergeñado monumentos a la poesía como: «no sé si hacerte una canción es suficiente para que tú te desorbites con mi cuchi cuchi», o: «que pienso en Elena, me acuerdo de Irene, que pienso en Irene, me acuerdo de Elena, mi pene se apena, se apena mi pene, y una mano amena, mi pene sostiene». 

Ante esta condena de limitación de libertad, que es una no-condena en la realidad judicial cubana, recuerdo entonces a mi amiga y mentora: «En los abusos lascivos no existen entrezonas punitivas, o se absuelve ante la duda, o se mata al violador». Pero al Bécquer sin musa lo podrá condenar el Tribunal a saltar tres veces la cuerda, a jurar con el meñique que no lo hará más, o a no asistir a la próxima presentación de Raúl Torres: esa es solo la condena oficial, la de papel. La verdadera condena fue la que canalizó El Estornudo, la que prospera en las redes sociales, la de decenas de víctimas contra quien no puede mantener su mano amena lejos de su pene. 

3 Comentarios

  1. Este texto supura fascismo por los cuatro costados. Léase, FIDELidad. Tremendos personajes jurídicos que tenemos para cuando llegue la democracia. El autor y El Estornudo son la personificación del Proceso kafkiano: la acusación es la condena.

    Este espacio le debe una tribuna al acusado (y ahora sentenciado por la tiranía) para que pueda estructurar su defensa y reclamar su inocencia o aceptar su culpabilidad.

    Frank Ajete Pidorych ha expuesto en todo su esplendor la debacle judicial del castrismo.

    Teresa, Legna, Frank y editores: no se sientan a salvo ni como salvadores. La acusación también llegará a ustedes. Los violadores también seràn ustedes.

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