El deshielo que nunca fue

    Digamos que tienes unos 20 años, que estudias Periodismo en la Universidad de La Habana, que todavía no has escrito nada que merezca ser leído y que el miércoles 17 de diciembre de 2014, aprovechando que termina el semestre, vas a ver a tus padres. 

    Quedaste con tu mejor amigo en ir más tarde a su casa y estudiar para el examen final de Gramática, por lo que la visita es corta. Mientras cocinan y conversan, tus padres mantienen el televisor encendido. Ves de refilón el programa, uno que te aburre al instante, como casi todo lo que transmiten esos canales estadounidenses para latinos que medio vecindario sintoniza gracias a una antena satelital oculta en las azoteas y los tejados. Aunque este servicio es ilegal, nadie se esconde para disfrutarlo. Los comerciales que venden autos y hamburguesas, los programas de farándula —una de la que en Cuba pocos están al tanto—, el porno soft core de las madrugadas, los shows de pastores evangélicos los fines de semana, las narconovelas y los culebrones más absurdos pueden escucharse desde la calle sin necesidad de prestar demasiada atención. Les dices que no sabes por qué pagan todos los meses por esa mierda. Ellos contestan que solo les interesan los noticiarios, pero no te lo crees. ¿Qué les importa a tus padres un tiroteo en Miami o un accidente de tránsito en Orlando, o que una marca de productos cárnicos retire por fin su mercancía de los supermercados cuando se sospecha que están contaminados?

    El programa de turno es interrumpido súbitamente. Una voz en off anuncia que el presidente Barack Obama va a hablarle a la nación. «Se trata de un momento histórico», dice la voz, con solemnidad. Te sientas frente al televisor con tus padres. El presidente mira fijo a la cámara. Habla y gesticula como un profesor que intenta ser amable y explicar una materia muy compleja. Otra voz, ahora la de una mujer, traduce:  

    No podemos seguir haciendo lo mismo y esperar obtener resultados diferentes. Intentar empujar a Cuba al colapso no sirve a los intereses estadounidenses ni a los del pueblo cubano. Hemos aprendido, tras una dura experiencia, que es mejor fomentar y respaldar las reformas que imponer políticas que convierten a los países en Estados fallidos. Hoy, al tomar estas medidas, hacemos un llamamiento a Cuba para que desencadene el potencial de 11 millones de cubanos, poniendo punto final a las innecesarias restricciones en sus actividades políticas, sociales y económicas. Con ese mismo espíritu, no debemos permitir que las sanciones de Estados Unidos impongan una carga aún mayor a los ciudadanos cubanos a los que estamos intentando ayudar.

    Inmediatamente después, el canal reproduce la intervención de Raúl Castro. Desde su austero despacho, apenas adornado con dos fotos viejas, el presidente-general confirma el restablecimiento de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos. 

    —Coño, siempre pensamos que no viviríamos para ver algo así —suelta tu padre. Están pálidos, emocionados—. Tú no entiendes, pero esto es como si nos dijeran que a partir de ahora vamos a vivir en otro país. Y está bien, pero es duro de tragar.

    De camino a casa de tu amigo intentas leer los efectos de la noticia entre quienes te rodean. Ninguno de los cuerpos pegajosos que se estrujan y comparten el sudor y la respiración en el ómnibus te dice algo. Solo hay silencio, uno simulado y extraño en el que quizás todos constriñen la emoción o el desencanto compartidos. 

    Concluyes el examen final. Tú y tus amigos deciden irse a la segunda taberna más barata entre las que frecuentan, una sin cucarachas ni borrachos escandalosos, muy cerca de la Universidad. Compran unas cervezas Tínima amargas y tibias. Y brindan. ¿Por qué?

    —Por el deshielo —dice alguien. 

    Luego comienzan a darle vueltas al asunto. La conversación se vuelve un juego en el que cada uno describe fragmentos de ese otro país que empezará a ser Cuba. Tiendas abastecidas, edificios modernos, facilidades para viajar, salarios dignos, Internet. Aun reducido a esto, ese nuevo país logra seducirlos. Ya quieren vivir en él. 

    Piensas entonces en la reacción de tus padres, tan distinta del modesto festejo junto a tus amigos. Te preguntas qué separa una cosa de la otra si ambas maneras de aceptar la noticia parten de la esperanza de tiempos mejores. Encontrarás la respuesta cuatro años después, cuando vuelvas a meditar sobre esto. Descubrirás que la alegría de tus padres miraba al pasado, como despidiéndose de él, y que esto siempre obliga al recuento de lo que se busca enterrar, de aquello que no debe repetirse. Eso, además, supone inevitablemente algo de dolor y vergüenza. Tus amigos, en cambio, ignoran el pasado. Con 20 años no hay mucho de qué arrepentirse cuando se mira atrás. Para ustedes cualquier día, cualquier hora, puede ser e inicio de algo, de manera que no sienten la necesidad de reinventarse. Sus pasatiempos se reducen a lanzar buenos augurios al aire, y nada más.  

    ***

    Ni siquiera tus padres habían nacido cuando el embajador estadounidense en La Habana, Phillip W. Bonsal, intentó infructuosamente que las relaciones entre Estados Unidos y el nuevo gobierno revolucionario comenzaran con el pie derecho. Su fracaso fue el primero de muchos. Durante las siguientes décadas una infinidad de personas dedicarán sus vidas a averiguar el porqué de tantos fracasos. Unos señalarán a Estados Unidos, otros a Cuba, y algunos todavía intentarán ser más racionales, escudándose en la idea de que la macropolítica, como la Historia, es un territorio con leyes inamovibles en el que el azar, la sorpresa y los individuos no intervienen. Y estarán equivocados los primeros y los segundos y los terceros, porque la culpa es compartida y porque a veces la macropolítica no responde tanto a complejos cálculos de costo y beneficio como al orgullo de los individuos, a juegos de adolescentes que compiten por quién la tiene más grande. 

    Tras el fracaso conciliatorio de Bonsal, fue el Ernesto Guevara -aunque tímidamente- quien intentó acercar a ambas naciones, y poco más tarde John F. Kennedy, o al menos eso se lee en Back Channel to Cuba: The hidden history of negotiations between Washington and Havana, volumen publicado en 2014 por la Universidad de Carolina del Norte, de los investigadores estadounidenses William LeoGrande y Peter Kornbluh. 

    Fue el presidente Kennedy quien abrió un canal secreto de comunicaciones con Fidel Castro, y para ello utilizó de mensajero a Ahmed Ben Bella, el primero en una lista de intermediarios de renombre que incluye, entre otros, a Mijaíl Gorbachov y a Gabriel García Márquez. En algún momento de inicios de la década de los sesenta, el líder argelino le comunicó a Castro la propuesta de Kennedy: Estados Unidos estaba dispuesto a aceptar un régimen comunista a 90 millas de sus costas, siempre y cuando este se mantuviera alejado de la órbita de la URSS. En otras palabras, Kennedy le abría a Cuba la posibilidad de ser una «Yugoslavia caribeña». Castro envió un mensaje de vuelta: Cuba no se acercaría a los soviéticos a cambio del levantamiento inmediato del embargo y la devolución instantánea del territorio ocupado por la Base Naval de Guantánamo. 

    La historiografía castrista suele explicar la negativa de Kennedy argumentando que al entonces presidente norteamericano le interesaba más mantener «el bloqueo» y la Base Naval de Guantánamo que unas buenas relaciones con Cuba. Esta lectura, que no es más que una burda simplificación, ignora conscientemente el hecho de que Kennedy estaba en esos momentos bajo una presión tremenda que le impedía ceder en los términos que esperaba Castro. Tras el fracaso de la incursión militar por Bahía de Cochinos, el político demócrata tuvo que lidiar con los rencores de un exilio cubano con importante influencia en Estados Unidos y varios miembros duramente golpeados por los efectos de las nacionalizaciones en la isla. Además, estaba bajo el constante asedio de sus rivales, quienes seguían muy de cerca su supuesta «mano dura» con el comunismo. Uno de ellos era Richard Nixon, a quien Kennedy dejó en ridículo durante su campaña electoral de 1960 cuando, burlonamente, dijo: «si [Nixon] no puede enfrentarse a Castro, ¿cómo se puede esperar que haga frente a Kruschov?»

    Kennedy había dejado claro en más de una ocasión que profesaba cierta simpatía hacia Castro. De hecho, llegó a responsabilizar a Estados Unidos de la situación de Cuba por no haber hecho nada respecto a la crisis política abierta en la isla cuando Fulgencio Batista tomó el poder mediante un golpe de Estado (1952). Sin embargo, dijo también, era demasiado tarde para resolver el conflicto entre ambos gobiernos solo con buena voluntad. Las posibilidades de otro acercamiento entre ambos líderes se cerraron con el asesinato de Kennedy en Dallas, Texas, el 22 de noviembre de 1963. Muchos aspectos de su muerte continúan siendo un misterio, lo cual ha alimentado durante décadas todo tipo de teorías conspirativas. Una de ellas, quizás la más popular, señala como culpables del magnicidio a «la mafia» —y la comunidad— de los cubanos exiliados de aquellos tiempos, supuestamente dolidos por la tibieza mostrada por JFK con el régimen cubano. 

    La misión

    Es bastante común que alguien interrumpa las clases y pida salir a unos pocos estudiantes para encargarles tareas. Tareas tontas como cargar cajas de libros o sonreírle a una delegación de estudiantes gringos más interesados en los mojitos de la Fábrica de Arte Cubano que en las bondades del modelo de enseñanza superior en la isla. Estás adaptado a esas salidas, incluso las agradeces cuando te permiten escapar de un profesor aburrido y escabullirte después hasta el café de la esquina para fumarte un cigarro y conversar con cualquiera. Hoy, sin embargo, han pedido salir a un grupo de estudiantes muy específico. Han recitado nombres y apellidos, los tuyos entre ellos. 

    El motivo es una «reunión». Ocurre en un aula cercana, cuyas puertas se cierran una vez entran unos diez convocados. Frente a ustedes está un hombre alto, entre robusto y obeso, que lleva unos jeans y un pullover de cuello. El sujeto no dice su nombre ni menciona dónde trabaja o a qué institución representa. Todo lo que refiere a su persona lo resuelve con un sospechoso «nosotros». 

    Aclara que su intención —«nuestra intención»— es crear un grupo de trabajo especial de comunicación encargado de producir «contenidos estratégicos» en el nuevo contexto de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos. Los jóvenes allí presentes, por supuesto, son los elegidos para integrar dicho grupo. El contenido estratégico, dice, tiene que ser en favor de la normalización bilateral, nada agresivo con Estados Unidos, pero como reglas debía dejar claro dos cosas: que el gobierno estadounidense sigue siendo el enemigo histórico de Cuba y que el deshielo total solo es posible mediante la devolución del territorio ocupado en Guantánamo y el levantamiento incondicional del bloqueo. Con la marcialidad de un oficial que explica a sus soldados la estrategia de un combate próximo, recalca que aprenderán a simular neutralidad y matizar discursos. Es preciso, señala, que encuentren «puntos en común» entre ambos países. Da igual si tienen que buscarlos en el siglo XVIII, cuando aristócratas cubanas reunieron fondos para sufragar algunos gastos del ejército de George Washington. «Lo importante es devolverle el soft power a Obama», remata. 

    Durante las siguientes semanas nadie menciona aquella reunión. No les han asignado tareas, no les han dado «seguimiento»; nada. Es como si nunca hubiese sucedido. Cuando casi lo olvidas, alguien vuelve a convocarlos, aunque solo a un pequeño grupo del total, tú incluido. Esta vez es un joven, no mucho mayor que tú, también ataviado con unos jeans y un pullover monocromático de cuello. La uniformidad, además de la ridícula solemnidad con que hablan ambos, muestra lo evidente: «nosotros» es el Ministerio del Interior. El joven se esfuerza en parecer joven y resulta incluso más informal que su antecesor. Recuerda que el Papa Francisco dará una misa en la Plaza de la Revolución, e informa que esta será «nuestra primera misión». A varios de los presentes les entregan tablets con las que deberán hacer fotos y videos de la misa. Luego, una vez terminado el acto, se encontrarán en una casa, donde recibirán indicaciones sobre qué hacer con las imágenes obtenidas. Te avergüenza decirle al joven que ni siquiera sabes encender la tablet y casi en secreto consigues que una amiga te ofrezca un tutorial exprés sobre cómo manejar esta tecnología. 

    El Papa en Cuba / Foto: Prensa Latina

    Son de los primeros en llegar a la Plaza de la Revolución el día de la misa, cuando ni siquiera ha salido el sol. El joven repite paso por paso lo que deben hacer, y dicta la dirección de la casa donde se reunirán una vez el Papa concluya su homilía. Intenta dar ánimos a todos, como si fuera el entrenador de algún equipo deportivo. La puntualidad les permite lugares privilegiados entre el tumulto que crece por minuto. Te colocas muy cerca de la valla metálica que acordona al público. Sudas, cientos de cuerpos te rozan y te empujan levemente de un lado a otro. Debes mantenerte firme si quieres conservar ese sitio y no ser arrastrado al corazón de la muchedumbre que grita y agita banderitas cubanas y del Vaticano. 

    Apenas escuchas las palabras del Papa. El griterío de la gente es ensordecedor; el olor que despiden los cuerpos apretujados, nauseabundo. Te limitas a levantar los brazos con la tablet y presionar el obturador para hacer fotos o videos sin tener la más remota idea de lo que tienes enfrente. Nunca has sido bueno con las cámaras, por eso tomas cientos de imágenes. Al menos unas diez saldrán decentes, piensas. 

    Sabes que todo ha terminado cuando la gente a tu alrededor da media vuelta y comienza el lento avance de la retirada. Vas directamente a la casa donde te espera el resto del grupo, no muy lejos de la Plaza. Allí, el joven les dicta la clave de una red wifi y luego las contraseñas de un sinfín de perfiles en Twitter y Facebook. Ordena que las mejores fotos y videos se posteen en dichos perfiles con media docena de hashtags, pero antes, dice, prefiere revisar las imágenes captadas por cada uno. 

    No es la primera vez que asistes a un intento de «granjas de tuits». De hecho, casi todos tus compañeros de la universidad alguna vez han tenido que hacer de bots para posicionar en redes sociales algún tema de interés de la Federación de Estudiantes Universitarios (FEU) o de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC). Esta práctica, tan común en la Universidad de La Habana, en ocasiones toma el nombre de «tuitazo», aunque a veces, quién sabe por qué, la llaman «avispero». Se suelen realizar en la colina universitaria, en laboratorios de computación habilitados para ello. No puedes recordar todos los hashtags que has compartido infinidad de veces en perfiles falsos, pero sin duda #FreeTheCubanFive y #NoAlBloqueo ocupan los primeros lugares. En realidad, nunca comprendiste la necesidad de aquellos tuitazos, y estás convencido de que la mayoría de tus compañeros tampoco. Tampoco te los tomabas en serio y, siendo sincero, más que hacer de bot utilizabas la Internet para revisar las novedades del mercado de fichajes del fútbol europeo o para saber en qué posición de la tabla se encontraba el Barcelona esa semana. 

    El líder de la misión observa cada una de las fotos que tomaste mientras mueves el índice sobre la pantalla táctil. De pronto, un video. Es quizás la mejor toma que has hecho en tu vida, la única donde no te ha temblado la mano. El encuadre del papamóvil es casi perfecto y hasta se percibe con total claridad a Francisco agitando levemente una mano para saludar a la masa emocionada que se santigua y extiende sus brazos, como si pretendiera alcanzar al mediador entre Dios y la humanidad que también hizo de teleoperador entre Barack Obama y Raúl Castro. El video muestra el momento en que un hombre cruza la valla y comienza a perseguir el vehículo papal. Francisco ni se percata de esto y sigue haciendo lo que mejor saben hacer los papas: sonreír y saludar. Luego cruzan otro hombre y una mujer que corren de un lado a otro, tan ágiles como para escapar de los guardias de esmoquin que custodian el papamóvil. Gritan, pero sus voces son suprimidas por el bullicio de la masa en éxtasis, una masa que no repara en la curiosa persecución que tiene frente a sus narices. Los dos hombres y la mujer, mientras burlan a sus perseguidores, alzan los brazos y dibujan eles con sus índices y pulgares. En el encuadre aparecen más sujetos. Visten de civil. Son más ágiles que los guardaespaldas papales, o al menos están mejor coordinados, como si supieran exactamente cómo moverse para dejar sin escapatoria a las tres escurridizas presas. En cuestión de segundos los someten: una torción de muñecas, el antebrazo presionándoles el cuello. Listo. Solo uno de los perseguidos logra escapar, pero rápidamente lo atrapan y desaparece de la escena mientras es arrastrado por el suelo. El joven te arrebata la tablet de las manos. Ves cómo borra el video. Te dice que puedes sentarte, tomarte un café o fumar un cigarro mientras él revisa el resto de las imágenes.  

    ***

    Fidel Castro intentó reabrir los canales secretos de diálogo con Lyndon B. Johnson, y para ello lanzó una primera oferta: Cuba se abstendría de brindarle apoyo material y logístico a los movimientos insurgentes en América Latina si Estados Unidos frenaba cualquier intento del exilio cubano de fomentar actos terroristas y alzamientos armados en la isla. Johnson hizo oídos sordos a esta propuesta y alegó no confiar en la palabra de Castro. 

    Cuando Richard Nixon asumió la Presidencia de Estados Unidos, Castro se cuidó de no dar señales de distensión. Ambos ya se conocían. Incluso, fue Nixon quien, en 1959, cuando ejercía de vicepresidente, convenció a Eisenhower de que el líder rebelde, aunque lo negara, tenía intenciones de instaurar un régimen comunista en Cuba. El mandatario republicano, que dimitiría del Despacho Oval unos años después, tras el escándalo de Watergate, opinaba que Castro iba a terminar implorando una negociación cuando la Unión Soviética le retirara el apoyo. En su lógica, el Kremlin dejaría Cuba a su suerte por lo caro que resultaba financiarla, pues le costaba al Campo Socialista más de un millón de dólares diarios. 

    Durante su mandato (1969-1974), Nixon dio un giro bastante radical a la política exterior de Estados Unidos al mejorar sus relaciones con la URSS, China y Egipto. Cuba, de momento, estaba fuera de sus planes. Sin embargo, Henry Kissinger, entonces consejero de Seguridad Nacional y secretario de Estado, una suerte de Rey Midas de la diplomacia estadounidense, pensaba que el presidente cometía un error al no intentar acercarse a Castro. A fin de cuentas, quien puede lo mucho puede lo poco. 

    Fashion

    La Habana, a veces, comienza a parecerte la capital de ese país que esperabas. Los bares, las paladares, los Airbnb, los portales donde a ojos de todos las señoras se hacen la manicure, los gimnasios y las residencias de mascotas brotan en la ciudad como hongos de la tierra. De repente se ha abierto un camino rumbo a la prosperidad que, como todos sospechaban, pasa lejos de la ruta del Estado. Por primera vez la gente se siente responsable de su vida, de su propio bienestar. Todos quieren ahora ser cuentapropistas.

    La Habana es una ciudad fashion. La Habana huele a progreso, y el progreso huele al perfume de la ropa de los turistas. Están por todos lados los viejos gordos y rosados de siempre, que vienen a singar putas y putos baratos y jóvenes necesitados, sí, por supuesto, pero también hay familias y estudiantes de medio mundo que ven quién sabe qué maravillas en la Fábrica de Arte Cubano, y sesentones que han comprado el merchandising de la nostalgia y del país varado en el tiempo, y que ahora se pasean en Chevrolet descapotables de colores chillones, tomando fotos mientras ceban los bolsillos de un cubano disfrazado de guayabera y sombrero panameño. 

    Fashion, bien fashion. Y de la noche a la mañana. ¿Te acuerdas de esa película alemana, Good bye, Lenin!? ¿Te acuerdas de la madre del protagonista, la señora que despierta en un país totalmente distinto, con letreros de Coca Cola y McDonald’s donde antes había propaganda comunista? A lo mejor, piensas, en tres años despertará una mujer que ahora está en coma en Cuba, entonces habrá que engañarla como a la señora de aquella película.   

    Concierto de the Rolling Stone en Cuba / Foto: EFE-Alejandro Ernesto

    Vas al concierto de The Rolling Stones. Nunca te ha gustado mucho el rock, pero vas igual, por curiosidad, porque dicen que es «un momento histórico». Los que te rodean tampoco son muy rockeros ni dominan el inglés, lo que descubres cuando ves que son incapaces de tararear una sola canción, aunque disfruten y bailen desenfrenadamente o se queden boquiabiertos, admirados por los juegos de luces y la decoración del escenario. «Sabemos que años atrás era muy difícil escuchar nuestra música aquí en Cuba, pero aquí estamos tocando para ustedes. Definitivamente, los tiempos están cambiando», suelta Mick Jagger, y la gente enloquece. Desde que una enfermedad obligó a Fidel Castro a aceptar el paso de los años y a recluirse para luchar por su vida, nadie en Cuba ha reaccionado con tanta euforia a las palabras de un hombre con un micrófono delante. Sí, Jagger, tienes razón, los tiempos están cambiando. 

    When I’m watchin’ my TV/ And a man comes on and tells me/ How white my shirts can be/ But, he can’t be a man ‘cause he doesn’t smoke/ The same cigarettes as me/ I can’t get no, oh, no, no, no, hey, hey, hey/ That’s what I say/ I can’t get no satisfaction/ I can’t get no girl reaction/ ‘Cause I try, and I try, and I try, and I try/ I can’t get no, I can’t get no…

    Dicen que en las revistas turísticas extranjeras todos recomiendan venir al «último reducto del comunismo en Occidente», que lo hagan ya, que si demoran un poco se lo pierden y, para cuando lleguen, solo encontrarán el mismo capitalismo tercermundista de los países de Centroamérica y el Caribe, y entonces será mejor que pasen sus vacaciones por enésima vez en Cancún o en Punta Cana. Las estrellas han hecho caso, y se adelantan. La Habana es ahora una ciudad llena de estrellas, o mejor, es otra vez una ciudad llena de estrellas. Nacer y vivir aquí implica saber que Nat King Cole, Marlon Brando, Libertad Lamarque y Joséphine Baker pasaron alguna vez por Tropicana, sin que uno mismo haya ido jamás a Tropicana, y que Frank Sinatra, Ava Gardner, Winston Churchill, John Wayne, María Félix, Cantinflas y la crema y nata de la mafia italoamericana —la clásica, la del glamour— se hospedaron en el Hotel Nacional, sin uno se haya hospedado jamás en el Hotel Nacional, ni en ningún otro hotel. 

    La gente dice que La Habana está fashion y la ciudad, como para darle la razón, acoge lo que quizás sea el espectáculo más fashion del mundo: un desfile de Chanel. Un desfile exclusivo para el cual cierran el Paseo del Prado, rodeado de policías. Solo algunos artistas bien llevados con el régimen, uno que otro funcionario político y ciertos miembros de la familia Castro son invitados a conocer cómo asume el establishment de la moda europea las maneras de vestir en el Caribe. 

    —¿Y te hubiese gustado ir? —preguntas a un amigo.

    —¿Yo? ¡Qué va! ¿A qué?

    —¿Pero no crees que la mayoría de la gente hubiese querido verlo?

    —Querer sí, por curiosidad na’má. Pero ponte a pensar, asere. ¿Qué puede gustar una rubia famélica de esas o un tipo carilarga y andrógino aquí, donde la gente busca tetas y culos que se desborden o tipos duros y musculosos? Además, ¿qué pinta esa ropa rara llena de floripondios y trapos y diseños de extraterrestres en un país donde la gente va de made in Panamá’s timbirichi y made in Eduador’s timbirichi?

    Pero tu amigo, estudiante universitario igual que tú, sí que disfrutó del rodaje habanero de Rápido y Furioso 8. Otro socio suyo le consiguió un trabajo de extra y «de lo que hiciera falta» durante la filmación. Cuando al fin sale la película quedan en verla en su casa. Después de reproducir una y otra vez los pocos minutos rodados en La Habana y no encontrarse en la pantalla, se deja caer derrotado en el sofá. Pero luego se anima y dice que no importa, que con lo que le pagaron pudo arreglar el baño de su casa y levantar un cuartico en la azotea, que le basta con eso y con haberle estrechado la mano al mismísimo Dominic «Dom» Toretto. 

    Otro de tus amigos te dice que ayer vio a Robert De Niro. Lo dice emocionado, como si se hubiese encontrado una maleta con un millón de dólares. Al terminar las clases, se fue para la cooperativa de pulidores de pisos en que trabaja, y asegura que lo tuvo cerca, cerquita, mientras sacaba brillo al suelo de granito de un hotel. Tú no le crees. Sabes que hay gente famosa por La Habana —Madonna, Beyoncé, Rihanna, Jay Z, Jodie Foster—, y también alguna gente que se inventa ver a gente famosa por La Habana. Como si no bastara con las estrellas del pop, los fashionistas más cotizados y una de las sagas fílmicas más taquilleras, en las calles juran que el tipo de las gafas oscuras con pelos largos en la barbilla era Leonardo DiCaprio, de incógnito, frente al Capitolio, y que aquel rubio de brazos venosos que tomaba un daiquirí en la Fábrica de Arte Cubano era Josh Klinghoffer, el guitarrista de Red Hot Chili Peppers. Sin embargo, tu amigo tiene una prueba de su encuentro: una foto suya al lado de Robert De Niro, cerca, cerquita, como compadres de toda la vida. 

    Lo fashion es la expresión más evidente del deshielo bilateral, lo que lo vuelve un acontecimiento experiencial, no solo político… o histórico. Lo fashion a veces deja entender que lo nuestro era un problema estético, de chealdad, de abandono, de falta de estilo. Sabes que no es así, pero esa es la impresión que deja: un poco más de «yumas» y ya, listo: bienvenidos al siglo XXI. La cosa es que lo fashion —o sea, las señales del deshielo— tiene un radio muy limitado: El Vedado, Miramar y algunas zonas de Centro Habana y La Habana Vieja. La bonanza tiene sus fronteras ahí donde los turistas detienen sus pasos, ya por cansancio, ya por curiosidad saciada. Mientras tanto, en los barrios pobres nadie se da por enterado de los efectos de la normalización; allí los emprendedores de ahora son los de siempre: el presidente de los CDR que, desde su ventana, hace pasar mazacotes harinosos por pizzas; una vecina que revende café de la bodega; un viejo encorvado que anda y desanda las calles con pomitos plásticos rellenos de aromatizante; otro que revende cigarros Criollos en un portal enrejado y se gana un peso por caja. De 2014 a 2016 nadie fue aquí más próspero ni más miserable que antes. 

    ***

    No fue hasta la dimisión de Nixon y la llegada a la Casa Blanca de Gerald Ford que Kissinger dio luz verde a su plan de distensión con Cuba. La primera parte consistía en insinuarle a Castro sus intenciones de negociar, algo de lo que Ford estaba enterado en cierta medida y que, al ser una iniciativa muy personal del secretario de Estado, debía hacerse a espaldas de la CIA y del FBI. Cada paso se ejecutó de forma ultrasecreta, a la manera de las películas de espías más cargadas de clichés: grabaciones ocultas, citas entre agentes disfrazados y con falsas identidades, mensajes en clave. 

    Una vez consiguió la atención de Castro, Kissinger dio a conocer sus demandas —las cuales estaba dispuesto a cambiar según el rumbo que tomaran las negociaciones y cuánto fuera capaz de ceder el dictador—: compensación por las expropiaciones de principios de la Revolución, libertad de los presos estadounidenses en cárceles cubanas, mejoras en materia de derechos humanos en la isla y retirada del apoyo del régimen a grupos insurgentes en América Latina. Por su parte, Castro pidió el fin del embargo, el cese de las violaciones del espacio aéreo cubano y de las actividades terroristas de los cubanos exiliados en Estados Unidos, la devolución del territorio ocupado por la Base Naval de Guantánamo y el apoyo de Washington para la reinserción de Cuba en la Organización de Estados Americanos (OEA). 

    Los ciclos de conversaciones apenas sirvieron para concretar acuerdos. Cada una de las partes actuó con recelo, siempre a la espera de que la otra tomara la iniciativa y cumpliera sus demandas. Kissinger no se desanimó y apostó por esperar pacientemente el primer paso de su contraparte. Sin embargo, todo se vino abajo cuando el gobierno cubano envió tropas militares para auxiliar al Movimiento Popular para la Liberación de Angola. A Ford esto le pareció una burla de Castro y le reclamó a su secretario de Estado, a quien no le quedó más remedio que cerrar momentáneamente los canales secretos de diálogo. 

    El líder cubano se sentía entonces con la mano ganadora, pues podía mantener el eterno conflicto bilateral con el apoyo del Campo Socialista. Además, de a poco había restablecido nexos con buena parte de los países del hemisferio. Esto último hizo que Kissinger se planteara abandonar por más tiempo el diálogo, ya que pensaba que si Estados Unidos cedía en algún aspecto con Cuba todo parecería obra de la presión diplomática de los gobiernos de América Latina, lo cual, a su vez, podría ser tomado como un signo de debilidad suya. 

    Un freno y pa’trás

    Michelle y Barack Obama en La Habana / Foto: Reuters

    El hombre obeso del pullover monocromático vuelve a citarlos. Esta será «nuestra» segunda misión, dice, una muy importante, la más importante, y tiene que ver con la visita del Barack Obama. Esperas que la orden sea participar en la cobertura de la visita, que te permitan ver al presidente de Estados Unidos y, sobre todo, que te den entradas para el tan anunciado duelo entre Tampa Bay Rays y el equipo Cuba en el estadio Latinoamericano. Pero la misión no va de eso.

    La orden es clara. El día en que Obama aterrice en La Habana, irás con tus compañeros a un concierto de QVA Libre, un grupillo del que apenas conoces una canción y solo porque la han reproducido hasta el cansancio en la televisión. Sin embargo, antes debes pasar por el tecnológico Pablo de la Torriente, donde te darán un pullover con una frase «revolucionaria» estampada y alguna otra instrucción más específica. Ustedes, los elegidos, el grupo élite de periodistas, serán llevados entonces al concierto y, casi por obligación, deben bailar, cantar, reír y hacer como si no quisieran estar en ningún otro lugar que no fuera ese. 

    —Muy cerca se reúnen algunos grupos de contrarrevolucionarios que están en contra de las nuevas relaciones con Estados Unidos y que quizás quieran echar a perder el concierto. A esa gente vamos a darle una respuesta revolucionaria. Ahí seguro estarán medios de prensa extranjeros, pero, si les preguntan, dicen que ustedes estaban ahí, disfrutando, y que esa gente fue a provocarlos. Después pasen de nuevo por el Pablo de la Torriente para registrar su participación y darles entradas para el partido de pelota. 

    Eres ingenuo, pero no tanto como para no saber que el tecnológico Pablo de la Torriente, en el municipio Playa, queda muy cerca de la iglesia de Santa Rita de Casia, donde se reúnen cada domingo las Damas de Blanco. Como el resto del equipo, prometes que irás. Pero sabes bien que ese día estarás en casa pegado al televisor o durmiendo. Dices que irás porque no quieres problemas. Mejor desobedecer y desaparecer, y si insisten, fingir una enfermedad o la muerte de un familiar cercano; lo que sea por no golpear a las madres, esposas, hermanas e hijas de los presos políticos cubanos. Si alguna vez te preguntaste cuál era el límite de tu capacidad para bajar la cabeza y cumplir órdenes, aquí está, es este. Ahora lo sabes. Y el partido de pelota… ¡qué se lo metan por el culo!

    El tiempo que dura la visita de Obama lo pasas en casa de tus padres. Lo ves hablar en la televisión y su intervención te parece magnífica, muy medida, cada una de las frases bien calculada. Obama se presenta como profeta de una nueva era. Lo que viene a decir gusta, convence. Desde Fidel Castro —y ahora Mick Jagger—, ningún orador ha seducido tanto en este país. ¿Cómo fue que en apenas una década hayamos pasado de aplaudir eufóricos a un hombre que pedía austeridad y sacrificio a enamorarnos de otro que promete riqueza y prosperidad? El que sí no ha merecido aplausos es Raúl Castro, que siempre parece incómodo, como un actor que no solo olvidó prepararse para su personaje, sino que odia el rol que le han asignado. Sin nadie con quien compararse más que con el recuerdo de su hermano, Raúl Castro parecía demasiado simplón a la hora de hablar, un tipo sin gracia. Sin embargo, con Obama al lado, su mediocridad brilla. Le tiembla la voz, implora por que se acabe esa tortuosa costumbre de las democracias que son las conferencias de prensa. El presidente cubano quiere huir del escenario como un niño que, de repente, en un matutino escolar, no recuerda el poema que debe declamar frente a toda la escuela. Un periodista le pregunta si en Cuba hay presos políticos. La pregunta exige un «sí» o un «no» como respuesta, y quizás un complemento, el de siempre: «en Cuba están en prisión solo los condenados por delitos comunes». Sin embargo, Raúl Castro contesta: «Dame la lista de los presos políticos ahora mismo, para soltarlos. Dame un nombre, o los nombres, o cuando concluya la reunión me das una lista. Y si hay esos presos políticos, antes de que llegue la noche van a estar sueltos». El cinismo de Raúl Castro no es premeditado, sino efecto de la torpeza. Su respuesta no es realmente la de un dictador, o al menos no de uno que se precia de serlo, sino la de un chiquillo nervioso que busca escapar del atolladero sin echarse a llorar. 

    El discurso de Obama en el Gran Teatro de La Habana supera sus cortas intervenciones en la conferencia de prensa. Entre los selectos invitados a escucharlo muchos aplauden por obligación, pero estás seguro de que también hay quien lo hace con ganas, porque desea todo lo que el presidente ha venido a vender. Crees que si Obama fuera cubano y mañana se convocara a elecciones democráticas en el país tendríamos al primer presidente negro de nuestra historia. Las cámaras captan a Obama marchándose del teatro. Es la hora del recuento. La misma periodista que hace unos minutos apoyaba la oferta de una nueva era de paz entre ambos países y alababa la disposición al diálogo del líder demócrata, ahora repite el viejo discurso de la hostilidad, el del eterno enemigo. «Tiene la desfachatez de convidarnos a olvidar nuestra historia…», «Otra vez la política imperialista…», «Ha dado una muestra de soft power que busca someternos…», dicen también los entrevistados. 

    Cuando regresas a la Facultad, los miembros del grupo élite conversan sobre el partido de béisbol y se comparten fotos del momento. Por suerte, nadie reparó en tu ausencia. 

    Muchas cosas cambian tras la visita de Obama. Por ejemplo, varios profesores ordenan trabajos relacionados con el cuentapropismo. El tema comienza a interesar como si hubiera sido ayer que se permitió la propiedad privada en Cuba. Bueno, propiedad privada no, «propiedad no estatal», que parece un eufemismo diseñado para prevenir infartos entre la vieja guardia del régimen. Todos los trabajos de clase deben seguir una misma máxima: «poder económico es poder político», de manera que tu misión y la de tus compañeros es reafirmar esa idea, demostrar que es verdadera frente al aula, para complacencia de los maestros. Por supuesto, no pueden decir que el emprendimiento —una palabra sospechosamente burguesa, pero más pasable— es negativo per se. A fin de cuentas, fue Raúl Castro quien lo permitió, de manera que hasta los más ortodoxos revolucionarios hacen bien en callar y hacer como que reciben con los brazos abiertos la iniciativa del presidente. Eso sí, se puede ser cuentapropista, pero no dejarse arrastrar por las mieles de la bonanza, que son el canto de sirena del capitalismo. «Hay que andarse con cuidado, pues el capitalismo es un sistema autopropulsado», te llega a decir Esteban Morales en una entrevista para tu tesis. 

    La cosa es que se puede emprender, pero ese emprendimiento no puede generar demasiada riqueza. Y te preguntas: ¿qué es demasiada riqueza? «A ver, para que entiendas, el Estado tiene que ocuparse de muchas cosas importantes y no puede estar al tanto de cuántas croquetas vende el cafetín estatal de la esquina. Para eso están los cuentapropistas», te explica otro profesor. Emprender, comprendes entonces, es eso: vender croquetas. Cualquier otra cosa es avaricia burguesa, contrarrevolución. 

    La Habana fashion tiene sus días contados. 

    ***

    El demócrata Jimmy Carter se mostró desde el principio muy optimista respecto a la idea de retomar los canales secretos de diálogos con Cuba que sus antecesores habían abierto y cerrado incontables veces. La misión de acercarse a Castro recayó entonces sobre los hombros del politólogo de origen polaco Zbigniew Brzezinski, nuevo consejero de Seguridad Nacional. Las conversaciones entre enviados de ambos gobiernos sucedían en terceros países, como era costumbre, sin embargo, la parte cubana comenzó a presionar para que se realizaran en La Habana. Según argumentaron los enviados cubanos, ciertos temas debían ser tratados directamente con Fidel Castro. Washington no estuvo de acuerdo, pues llevar el diálogo a la isla suponía un riesgo para lo secreto del asunto, además de que, de salir a la luz, el mundo se llevaría la idea de que era el dictador quien dominaba los encuentros. 

    De cualquier forma, esta nueva ronda de negociaciones estaba condenada al fracaso, pues Castro se encontraba muy a gusto bajo el amparo soviético y Brzezinski creía que intentar entenderse con el líder cubano resultaba para la Casa Blanca un gasto innecesario de energía y recursos. Si para Kissinger mejorar las relaciones con la isla solo garantizaba mejorar la imagen de Estados Unidos en América Latina durante los años del Plan Cóndor, para Brzezinski solo era, según sus palabras, «una zona erógena de la política exterior norteamericana» puesto que, si bien «Cuba generaba emoción, realmente no importaba mucho». 

    Tras meses de diálogos secretos, Fidel Castro decidió en 1978 hacer ciertas concesiones y permitir la visita de algunos exiliados a la isla. Indirectamente esto influyó en los llamados «sucesos de la embajada del Perú», los cuales utilizó Carter para recordar al mundo que los cubanos vivían bajo una dictadura. Castro respondió con el «éxodo del Mariel» y el cierre de las posibilidades de entendimiento hasta nuevo aviso. 

    Periodismo alternativo

    Querías conocer a Elaine Díaz casi desde que comenzaste la carrera, y pertenecer a ese grupo cool o que se veía a sí mismo cool por el mero hecho de conocerla. Al menos entre los estudiantes, decir que conocías a Elaine Díaz te empapaba de cierto prestigio. En los pasillos, a toda hora, aquella mujer era alabada lo mismo por «excelente profesora» que por «excelente persona». Temías que en cualquier momento alguien recordara —como recordaban tal clase magistral o la vez que ayudó a no sé quién— un milagro y que enviaran las pruebas al Vaticano, y entonces la profesora Elaine Díaz adelantara en tiempo récord al padre Félix Varela en la carrera por la santificación. El milagro, de hecho, ya estaba consumado: ¡se había ganado una beca en Harvard!

    Hoy, por los pasillos, te enteras de que Elaine Díaz ha vuelto de su beca. La noticia de su regreso, sin embargo, no ha despertado la euforia que esperabas. «Elaine es tremenda singá. O sea, lo que hizo no sirvió», escuchas decir a uno de sus más fervientes adoradores, un estudiante que, sabrás años después, hace de organizador informal de lo que podría llamarse la «brigada de respuesta rápida» de la Facultad. 

    Lo que escuchas te deja atónito. ¿Qué habrá hecho santa Elaine Díaz, la hija pródiga de la Academia de Periodismo cubana, para que renieguen así de ella tras su regreso? Te avergüenza preguntar porque, ya sabes, no estar al tanto de Elaine Díaz es como reconocer que no perteneces ahí. Entonces vagabundeas por los pasillos con la esperanza de escuchar más. «Así que para eso era su bequita en Harvard. Eso no se hace. Es una traidora», dice alguien. La curiosidad te come por dentro a medida que llegan a tus oídos más y más comentarios así. Incluso, oyes a alguno decir: «Ni me hables de ella». Pero, sí, que hablen, que digan, por fin, qué hizo Elaine Díaz. 

    Como siempre que termina una clase, bajas a fumar con tus amigos. Libros, películas, chismes; los temas de conversación de siempre… Hoy, por suerte, el chisme de turno es justo el que deseas oír. 

    —¿Viste el lío que hay con Elaine? —dice una. 

    —Sí. Ufff. Ahora es persona non grata, la enemiga pública número uno. Están que la quieren linchar por lo del medio ese que abrió. ¿Cómo es que se llama?

    Periodismo de Barrio

    —¿Y ahora qué? ¿Va a ser Yoani Sánchez 2.0?

    —Nadie dijo que fuera contrarrevolucionaria. Su proyecto de abrir un medio alternativo, así como lo explicó, no suena mal. Lo que sí es, digamos, sospechoso que lo haya hecho justo cuando volvió de Harvard. Y creo que hasta le dieron dinero para eso y todo. De Estados Unidos no te dan dinero así, de gratis, para que abras un medio alternativo. 

    «Alternativo» es la palabra de moda. Es normal que, mientras el país se vuelve fashion, los medios no estatales que surgen se llamen así mismos de esta forma. Para cuando termine el deshielo, las relaciones entre Cuba y Estados Unidos seguirán siendo un témpano y ya nada será fashion, volverá la represión política sin máscaras ni disimulos y los medios que antes eran «alternativos» pasarán a ser «independientes». Pero todo eso ocurrirá después. De momento, las revistas digitales nacen y son más ignoradas que atacadas, o son atacadas con cierta «sutileza». 

    Hay variedad para escoger: de deportes, de corte más local o ecologista, de farándula y moda, de todo y nada a la vez, escuetas, de escritura rimbombante… Se trata de un boom del periodismo en Cuba, facilitado por el precario acceso a Internet que comienza a haber en la isla. La academia no lo ve con buenos ojos. La prensa estatal pareciera forzada a ignorarlo. Como mucho señalan, y nunca en buenos términos, a OnCuba, la revista de un empresario cubanoamericano, un marielito llamado Hugo Cancio. Todo esto te resulta un poco confuso. ¿Por qué solo concentrarse en OnCuba y hacer como que los demás no existen? ¿Por qué atacan a OnCuba mientras en unas minúsculas oficinas, ubicadas en una ruidosa imprenta lejos del centro de la ciudad, los trabajadores de Cubadebate y la Mesa Redonda, medios que alguna vez fueron hechos por y para Fidel Castro, se quejan de estar ahí y, sobre todo, de que la revista de Hugo Cancio se ubique en el cómodo edificio de El Vedado donde antes estaban ellos?

    Hugo Cancio / Foto: Facebook

    ***

    Cuentan que el congresista Robert G. Torricelli escribió la Ley para la Democracia en Cuba («Ley Torricelli») en Coral Gables, rodeado de sus amigos de la Fundación Cubanoamericana. Cuentan también que ese político no hizo entonces más que traducir cuanto le dictaban sus poderosos compinches del exilio cubano, quienes deseaban ampliar las facultades del embargo e incluir la posibilidad de aplicar sanciones a empresas estadounidenses y a gobiernos extranjeros que mantuvieran algún tipo de trato preferencial con Cuba. Nadie puede asegurar que Robert G. Torricelli solo hizo de escriba o traductor. Lo que sí es cierto es que apenas unos meses después se volvió el principal asesor para América Latina de la campaña presidencial del aspirante demócrata a la presidencia, Bill Clinton. 

    El núcleo del exilio cubano, que para entonces había recuperado las influencias políticas de las que gozaba hacía décadas y que festejaba la caída de los regímenes comunistas en Europa del Este, ofreció su respaldo a Clinton, cosa extraña en una comunidad que históricamente se había vinculado con políticos republicanos. Este apoyo se materializó con el aporte de cuantiosos fondos a su campaña electoral, aunque no fue suficiente como para entregarle el voto de Florida. De cualquier modo, el futuro presidente de Estados Unidos ya había hecho un pacto muy difícil de romper. 

    Clinton creía que sin la protección y las ayudas de la URSS, Cuba necesitaría un «aterrizaje suave en la democracia», de manera que procuró no ser demasiado agresivo con la dictadura caribeña. Si la crisis económica que significaba el Período Especial llegaba a límites realmente extremos, la escasez se traduciría en un caos político sin precedentes. Para Washington era más viable lidiar con el régimen de siempre que con un país inestable y hundido en la violencia. El demócrata dio un primer paso hacia el entendimiento con La Habana al promover el intercambio people to people y flexibilizar las restricciones a los viajes de estadounidenses a Cuba, así como de intelectuales y artistas cubanos a Estados Unidos. Todavía más, impidió en 1993 que la organización Alpha 66 recibiera un cargamento de armas que supuestamente sería usado para un levantamiento armado en la isla. Por su parte, Castro respondió a esta cortesía con la liberación de varios prisioneros estadounidenses y con la captura y extradición de criminales de Estados Unidos que buscaban refugio en aguas cubanas. De momento, todo iba bien. 

    Pronto Clinton confirmaría sus sospechas sobre el caos y la violencia que podría desatar la crisis económica cuando llegó a sus oídos la noticia del hundimiento del remolcador 13 de Marzo. En la madrugada del 13 de julio de 1994, fuerzas cubanas embistieron una vieja embarcación en la que 72 ciudadanos intentaban emigrar de manera ilegal y escapar así de la miseria en la isla. Debido a la embestida murieron 41 personas, incluidos menores de edad. La condena internacional y, en particular, del exilio cubano a este hecho puso a Clinton entre la espada y la pared; en Florida los cubanos opinaban que el presidente estaba siendo demasiado complaciente con la dictadura. La Crisis de los Balseros tensó aún más esa situación, por lo que el mandatario demócrata se vio obligado a tomar algunas medidas respecto a Cuba, como recortar el envío de remesas y aumentar los fondos para financiar Radio y Televisión Martí. La Fundación Cubanoamericana exigió, además, que se le impusiera un bloqueo naval a la isla, pero Clinton prefirió rechazar dicha demanda. 

    El inquilino de la Despacho Oval sabía que no todo estaba perdido. La firma de acuerdos migratorios con Cuba permitió abrir nuevos canales secretos de comunicación con Castro, quien, por primera vez en mucho tiempo, parecía dispuesto al diálogo. En esta ocasión el mensajero fue el Nobel de Literatura Gabriel García Márquez, amigo íntimo del gobernante cubano y autor de la novela favorita del estadounidense. 

    El diálogo iba viento en popa cuando Castro ordenó el derribo de dos avionetas de la organización cubanoamericana Hermanos al Rescate, las cuales, aunque sin fines violentos, habían violado en varias ocasiones el espacio aéreo cubano. Estos hechos precipitaron el fin de las conversaciones secretas y sirvieron al núcleo duro del exilio cubano para presionar a Clinton y exigirle el pago de su vieja deuda. Muy a su pesar —luego reconocería Clinton— fue aprobada la «Ley Helms-Burton», la cual reforzaba aún más el embargo. No obstante, Clinton evitó siempre que las sanciones se aplicaran con toda la dureza que le exigían desde la Florida.

    Hacia finales de los noventa, el Período Especial dejaba atrás los momentos más críticos. Mientras el presidente de Estados Unidos no descartaba nuevos canales de diálogo secretos, Castro encontró en la historia del niño balsero Elián González otro motivo para reforzar la retórica antiestadounidense y propulsar la próxima gran campaña propagandística al interior de la isla. 

    El resto de la historia ya la conoces. 

    ‘Cachivache’

    Consigues tu primer trabajo, es decir, por primera vez alguien cree que unos cuantos párrafos escritos por ti merecen ser recompensados. Se trata de Cachivache Media, uno de esos «medios alternativos» de moda; un magazine digital para jóvenes que va de tecnología, música, videojuegos, comics y cine. Solo eres colaborador, pero intentas escribir dos o tres textos mensuales, y así te aseguras una suerte de salario de entre 40 y 60 CUC.

    Cachivache te resulta un tanto misterioso. La mayor parte de su equipo original tiene más o menos tu edad, y casi todos ya formaban una suerte de staff en otro proyecto no menos intrigante: «la oficina de René». Ubicada en los bajos de un edificio que se alza en la avenida 23, entre F y G, «la oficina» reunía a un grupo de jóvenes periodistas, comunicadores y diseñadores que, al mando de René González, el primero de los cinco espías cubanos liberados por el gobierno de Estados Unidos, realizaba productos comunicativos contra el embargo y en favor del restablecimiento de relaciones entre Cuba y Estados Unidos. O eso pensabas. 

    «La oficina de René» desapareció un buen día, después del 17 de diciembre de 2014, y casi un año después surgió Cachivache Media. El equipo se mantuvo, excepto por dos o tres bajas y una o dos incorporaciones. Su sede era un sitio cómodo, habilitado con navegación de alta velocidad. Luego se mudó a un apartamento de un pequeño edificio ubicado en la calle O, más cerca de Infanta que de 23, donde mantenía aquel servicio de internet veloz y sin restricciones que te maravilla. 

    Es tarde. Vas a recoger un pago y a preguntar qué otro tema les interesa, o si te necesitan en uno de sus podcasts para hablar del último hit comercial de Hollywood. Tus conocidos te reciben algo serios, o fingen estar muy ocupados. No necesitan ningún texto de momento, ya te llamarán si se les ocurre alguno. Firmas la nómina de colaboradores y estás a punto de irte cuando un golpe de viento abre la puerta del fondo y ves a David Vázquez, el joven director de la revista, muy metido en una conversación con Rosa Miriam Elizalde, directora de Cubadebate, de quien todos dicen que será la próxima presidenta de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), organización gremial que acoge a los periodistas de los medios estatales y, por supuesto, rechaza —y ataca— a aquellos que trabajan en medios alternativos. No logras escuchar la conversación. David Vázquez nota que la puerta se ha abierto y se levanta rápido para cerrarla. 

    Es la primera vez que te preguntas en serio sobre Cachivache Media. ¿Por qué la prensa oficial no lo ataca, ni siquiera sutilmente, si es un medio alternativo? ¿Qué hace allí Rosa Miriam Elizalde? Si los medios oficiales suelen cuestionar el origen de los fondos de sus rivales alternativos como forma de justificar su ilegalidad y sus vínculos con el gobierno estadounidense, ¿por qué no es así con Cachivache? ¿De dónde sale el dinero que recibes mensualmente y la veloz conexión a Internet en la oficina?

    Desde sus inicios, la revista se declaró patrocinada por Resumen Latinoamericano. Una rápida búsqueda en Google te informa que se trata de un medio con poca presencia en redes sociales y con una plataforma web aún más precaria que la de Cachivache. Su contenido y su visualidad son más parecidas a las de un abandonado blog de primera generación que a las de una agencia de prensa. En la declaración de su política editorial lees que es un espacio comprometido «con las diversas luchas que se venían dando en el Tercer Mundo contra el capitalismo, el imperialismo y el patriarcado». En su equipo, además, se encuentra Graciela Ramírez. 

    Todo empieza a tener sentido. Cachivache Media nació de «la oficina de René». Graciela Ramírez, por su parte, es algo más que una argentina simpatizante del régimen cubano, pues durante muchos años fue la coordinadora principal del Comité Internacional por la Liberación de los Cinco, una organización impulsada y financiada por el gobierno de la isla. Al principio supones que los fondos de ambos proyectos —Cachivache Media y Resumen Latinoamericano— vienen del mismo lugar, y te convences de ello cuando otro día vas a recoger tu paga y descubres otra disimulada conversación entre David Vázquez y uno de los sujetos de jeans y pullover monocromático que has conocido en los últimos dos años, quien está sentado donde antes viste a Rosa Miriam Elizalde. 

    Todo tiene sentido. Ciertamente, el Ministerio del Interior no está para nada interesado en financiar reseñas de videojuegos, comics y series de Netflix, sino que ensaya una fachada para disimular la falta de libertad de expresión en la isla. A la vez que varios medios alternativos son ignorados, no reconocidos o directamente censurados, Cachivache Media ofrecería cierta idea de apertura en materia de información; sería posible decir a quienes dudan sobre la intención del gobierno de responder con flexibilizaciones a la política de Obama: «Miren, sí existen medios no estatales en Cuba, y no los perseguimos».  

    Barack Obama concluirá su mandato y le seguirá Donald Trump. En Cuba se aferrarán a la idea de que un empresario como Trump hará a un lado las distancias ideológicas y continuará las políticas de su antecesor, solo que bajo la lógica del business are business. Craso error. El republicano dará marcha atrás al deshielo. La Habana dejará de ser fashion y Cachivache Media cerrará casi de inmediato, con excusas poco convincentes. Los medios alternativos se convertirán en «independientes» y sufrirán el asedio constante de la policía política de tu país. Será una auténtica cacería de brujas y para entonces tú estarás ahí, en el lugar de la caza. Aquellos sujetos que unos años antes te encomendaban «misiones» serán los mismos que te perseguirán, te encerrarán en tu propia casa, te cortarán la internet, te interrogarán, te intentarán chantajear y te prometerán toda una vida en prisión. Y tú nunca te sentirás más útil y feliz que en esos días. 

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    Darío Alejandro Alemán
    Darío Alejandro Alemán
    Nació en La Habana en 1994. Periodista y editor. Ha colaborado en varios medios nacionales e internacionales.
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