Como quien nunca ha visto el mar (II)

    PAIDEIA dirigió una serie de cartas a instancias gubernamentales con el propósito de establecer un diálogo con ellas para discutir las cuestiones que a ustedes les inquietaban ¿Fueron respondidas, directamente, en algún momento? ¿Se pueden considerar las reuniones que sostuvo, por ejemplo, la UJC con PAIDEIA una respuesta política o, de alguna forma, un reconocimiento? ¿Cómo vivieron al interior de PAIDEIA todo ese proceso?

    A esas cartas que mencionas, y de las que se recogieron en el dossier ya citado sobre PAIDEIA que apareció en Cubista, las dirigidas a Abel Prieto, entonces Presidente de la UNEAC, y a Carlos Aldana, entonces Secretario del Comité Central del PCC, más una al Ejecutivo Nacional de la Asociación Hermanos Saíz, no se respondió, o no se respondió directamente. Lo más cercano a una respuesta directa, en lo dialógico —para no referirnos a actos de censura, a la pérdida del empleo por separación directa o indirecta del puesto de trabajo o la interrupción de la carrera universitaria, las amenazas, o, ya para cuando el núcleo más politizado de PAIDEIA se había metamorfoseado en Tercera Opción y finalmente auto-disuelto y adulterado en la Corriente Socialista Democrática Cubana, las agresiones físicas en plena calle u otros espacios públicos, o, peor aún, el castigo prolongado, como cuando Omar fue enviado al Ejército Juvenil del Trabajo, y, en general (manera menos corroborable pero no por ellos menos corrosiva y eficaz como respuesta represiva), a la circulación de rumores y sospechas entre los implicados y a la fermentación de un ambiente de desconfianza, recelo, división, censura mutua y autocensura, aislamiento y hasta miedo—, fueron unas reuniones —según Víctor Fowler, dos[i]— con el Comité Provincial de la UJC de Ciudad de La Habana, si mal no recuerdo presididas por Fernando Rojas y Juan Contino. Hay otra carta en el dossier, dirigida a Bruno Rodríguez Parilla, entonces Director de Juventud Rebelde, que sí constituyó una respuesta directa, pero nuestra, en este caso de Omar, en nombre de Tercera Opción, a un artículo publicado en ese periódico por el propio Bruno, cuyo blanco explícito y directo era Tercera Opción[ii].

    Alguna vez llegó a mí el rumor de la circulación entre los militantes del Partido del vídeo de una intervención de Carlos Aldana en alguna reunión a puertas cerradas —de haber existido, nunca tuve la oportunidad de verlo o de leer alguna transcripción o material conexos—, rumor que no me parecía descabellado, pues en un editorial de Granma de por aquellas fechas se aludía a Tercera Opción de manera indirecta pero claramente discernible, rumor según el cual Aldana había afirmado que nosotros—y por ese nosotros entiéndase aquí el nosotros político de PAIDEIA y Tercera Opción— nos habíamos convertido en el reto político más difícil que había enfrentado jamás la Revolución, por tratarse —por tratarnos nosotros— de jóvenes nacidos después de 1959, formados y educados por la Revolución, profesamente revolucionarios, consciente y electivamente alineados con los presupuestos generales filosóficos de la Revolución, abiertamente críticos del estado de cosas e insatisfechos con ese estado de cosas, pero sin renegar de esos presupuestos generales filosóficos ni aspirar a provocar un cambio de sistema político en Cuba, ni siquiera de tratar de crear una confrontación con el Estado. Por muy ingenuo o incompresible que les parezca a muchos ahora, esa hipotética caracterización por Aldana de nuestros antecedentes, filiaciones, propuestas y propósitos, era acertada, pues, nosotros —aquel nosotros—, si aspirábamos a algo era a suplementar al Estado de su agencia emergente más orgánica: nosotros mismos, y ello no sólo en la aplicación de la propia política cultural del Estado, sino en la creación de una nueva cultura política, no contra el Estado, sino a través del Estado.

    Durante las reuniones con el Comité Provincial de la UJC de Ciudad de La Habana, reuniones, como las recuerdo ahora, tensas y acaloradas, a ratos caóticas, entre otras razones porque nuestros interlocutores no insistían en que lo que proponíamos como proyecto cultural no tuviese valor o cabida, sino en que no había lugar para tratar de hacerlo como grupo autónomo o entidad para-institucional con su propio nombre —PAIDEIA— y con su propia agenda, y PAIDEIA carecía de todo tipo de estructura organizativa y jerárquica, y ninguno de nosotros podíamos hablar en su nombre. Se nos decía que éramos bienvenidos a trabajar en las instituciones culturales del país, y con ellas, a presentar propuestas y proyectos de trabajo, pero a título individual. En lo que me toca, expresé varias veces, tanto en aquellas reuniones con la UJC como en reuniones internas de PAIDEIA, mi aveniencia con que se corriera el riesgo relativo de autodisolvernos como grupo o proyecto autónomo a cambio de aquel hipotético espacio para trabajar no sólo en las instituciones, sino con ellas y para ellas. No todo el mundo estuvo de acuerdo y creo recordar que mi posición, en ese sentido, era minoritaria, si no exclusiva.

    Después del breve ejercicio institucional de PAIDEIA en el Carpentier (febrero a julio de 1988), aquella cada vez más diezmada itinerancia en que nos coagulamos halló espacios de reunión, en diversos momentos, simultáneos o consecutivos, en la sede de El Caimán Babudo, la azotea de Reina, el Parque Almendares, la biblioteca y círculo filosófico en el apartamento de Ernesto Hernández Busto en 25 y 0, la casa de Omar en Brisas del Mar, otros parques, otras esquinas, la calle. Y en esas reuniones, desde el principio, se dibujaron claramente las líneas divisorias. No encontraba casa yo en ninguna de ellas, ni en la del intelectual francotirador y satisfecho —figura que siempre he aborrecido—, especie de sacerdocio público sin obligaciones privadas, ni en la del agente político más interesado en las prebendas o incluso las seguridades filosóficas de su agencia que en los riesgos y las exigencias de la creación de lo histórico volitivo. Cada vez que escucho a alguien, por ejemplo, hablar de voluntarismo político como si se tratase de un error de adolescencia o, peor, de un gesto desesperado, en lo decrépito, contra el avance indetenible de la muerte, ya sé adónde ese alguien me querría llevar con su realismo. No se trataba para mí de sobrevivir a toda costa como grupo, sino de ir hasta el final por reivindicar la verdad del gesto contra el minucioso, tenaz encono con que se quiso, primero, descalificarlo, y, luego, expulsarlo de sus propias premisas; por hacer valer una verdad compartida con quienes, desde arriba o desde abajo, nos la negaban; no por confraternizar con la cofradía. De ahí que a la propuesta de nuestros interlocutores en aquellas reuniones con la UJC, hubiese estado yo dispuesto a decir que sí y tomarles, primero, la palabra; luego, el espacio en disputa. Humilde, constructiva, inteligentemente.

    Pero ya para entonces se había hecho tarde, y los sobrevivientes del naufragio se disputaban entre sí no los restos de la nave, sino la orilla. Una eficaz labor de zapa para distinguir, entre nosotros, aquel precario nosotros de apremio y circunstancia, a verdaderos (publicados) y falsos (inéditos), fiables y sospechosos, bien intencionados pero ingenuos y malintencionados y tramposos, buenos y malos, revolucionarios y contrarrevolucionarios —y yo, en la versión tanto oficial como oficiosa, pertenecía al segundo término de cada par—, había dado al traste con toda posibilidad de reencuentro en altamar. Así trataron, por ejemplo, de separar de PAIDEIA, y de cualquier vínculo con «los de PAIDEIA», a Iván de la Nuez o Rafael Rojas, quienes de otro modo habían sido y podrían haber seguido siendo presencias orgánicas en aquella cabecera de conversación que hubo de crear PAIDEIA, pero quienes también podrían haber sido recuperados y reencauzados por lo institucional constituido; a otros que llegaron o no llegaron a firmar ningún documento, pero que veían con simpatía el proyecto y habían participado en las actividades de PAIDEIA: Desiderio Navarro, Gerardo Mosquera, Alejandro Aguilera, Félix Suazo, Alexis Somoza —animadores del proyecto Castillo de la Fuerza—, varias profesoras del Instituto Superior de Arte… En algún momento se convocó una reunión en el Ministerio de Cultura, con el entonces ministro Armando Hart, a la que conveniente pero previsiblemente se invitó solamente a unos pocos «establecidos», etiqueta que les quedaba grande incluso a algunos de los invitados, por no hablar de los dejados fuera. Ahí se produjo un conato de escisión fatal en PAIDEIA, de ruptura, entre quienes veían en ello otra oportunidad de hacerse escuchar, de tratar de hacerse entender, y disipar tanta mala fe pero también tanto desconocimiento —el Estado carecía de una respuesta adecuada, coherente, incluso útil para sus propios propósitos, porque carecía de referencias y antecedentes para hacerlo, y actuó defensivamente y por instinto, y los primeros instintos, en política, de un lado y otro, suelen errar el tiro— y quienes se parapetaban en un altisonante pero pueril o se nos invita a todos, o no va ninguno, y el que vaya habrá tomado el partido contrario. Yo era de los primeros, y una vez más quedé en minoría y fui tildado, con la afectuosa sorna de rigor, de «politiquero», palmadita condescendiente en el hombro.

    En tu caso, además de la revocación de la decisión del jurado del concurso de poesía de El Caimán Barbudo que le había concedido el premio a Sin Ítaca, ¿qué otros incidentes ocurrieron o qué otras medidas se adoptaron que pudieran calificarse de actos de censura o represión, directa o indirectamente?

    Se me impidió volver a publicar, para lo cual no había que hacer nada, puesto que ya existía suficiente recelo en torno a mi persona; se me dejó de invitar a ciertos lugares y ciertas actividades —sólo los amigos más cercanos se mantenían en mi órbita—, y, ya en la época de Tercera Opción y la CSDC, se me propinaron un par de golpizas en la calle. En una ocasión se me detuvo por una noche en una estación de policía, en Lealtad y Cuchillo, pues a alguien —recuerdo la escena pero no a la otra persona—, tras detenerme mientras bajaba yo por Zanja, le pareció sospechoso, raro, el libro que yo llevaba —creo que Martí en Santo Domingo, de Emir Rodríguez Monegal—; recuerdo que esa noche se fue volando, como se dice, mientras escuchaba yo, entre curioso y aprensivo, las conversaciones de mis muchos compañeros en aquella celda atestada en la que fui exquisitamente ignorado, tal vez por mi propia pinta. Su pinta tampoco a mí se escapaba.

    Se me hizo ver, sentir, en tres centros de trabajo —el Instituto Superior Politécnico José Antonio Echeverría y el Comité de Estatal de Colaboración Económica, en ambos daba clases de ruso, y en la delegación provincial de Ciudad de La Habana del Comité Estatal de Normalización, donde fui sereno— que no seguía siendo bienvenido, y, en los dos primeros casos, se me despidió sin violencia pero también sin razones convincentes, recurriendo a tecnicismos o a motivos más bien opacos; en el tercero, renuncié, pues temía por mi seguridad o integridad física tras varios actos de amenaza, encerrona o agresión; se me dejó de invitar a algunos lugares, a algunas actividades, a algunos círculos privados. Nunca estuve preso, ni se me llevó a juicio, pero recibí advertencias, amenazas, mensajes ambiguos… Como cuando trabajaba de sereno, y el teléfono sonaba insistentemente en medio de la noche, y del otro lado no se escuchaba a nadie, o se escuchaba alguna voz profiriendo alguna amenaza, alguna vulgaridad; o me daba cuenta de que la puerta o ventana del edificio que ya había cerrado o asegurado yo, se encontraba de pronto, algún momento después, inexplicablemente abierta —como para crear las apariencias, tal vez, en caso de robo, de negligencia de mi parte—; o estaba sentado yo en el portal del lugar —era una oficina en El Vedado— y de pronto alguien lanzaba en mi dirección una botella de algún líquido maloliente, contra la pared o contra mi cabeza, quién podría saberlo; fue la única vez que sentí miedo. Mas el sujeto de esos reflexivos no fue siempre necesariamente un agente del Estado. No siempre el Estado necesitó hacer algo para que algún otro me excluyera, por conveniencia o por temor.

    Rolando Prats, Berlín, 26 de septiembre de 2016 / Foto: Cortesía del entrevistado.

    También se me visitó —durante PAIDEIA o después—; se me sacó a pasear en auto; se conversó conmigo, en privado, como no se había hecho o no se hacía en público, como se supone, como se esperaba, que se debía haber hecho en público; se me ofrecieron seguridades de que ni se cuestionaba la honestidad o incluso la validez —en principio y en otras circunstancias, más propicias— de mis motivos y mis proposiciones—, ni debía yo temer ningún tipo de represalias. La expresión de esas seguridades se hizo más frecuente a partir de mi regreso a Cuba, en octubre de 1993, de mi primer viaje por los Estados Unidos, América Latina y Europa, en ese momento en que, formalmente, ya no pertenecía yo a ningún grupo, ni público ni privado, ni literario ni filosófico ni político; en que, afortunadamente para mí, se me había destituído de mi cargo en la Corriente Socialista Democrática Cubana y se me había separado de ella por mis antiguos «colegas» —palabra, recuerdo, del gusto del hiperbólico, aunque conciso, Elizardo— a causa de mis declaraciones y actos durante aquel viaje, declaraciones y actos que a aquellos a quienes hasta la socialdemocracia más aguada e inocua les resultaba condimento demasiado picante para sus insípidas recetas —llevaban en ello razón mis «excolegas»— le parecían haber querido enrumbar demasiado a babor la nave. Poco más de seis meses después, andaba yo por Brasilia, en actos electorales del PT, soñando con nuevos octubres. Pero en el desenlace casi involuntario de aquella saga de errores políticos, me reencontré, aunque ya era tarde, con quien, alguna mañana perdida de 1988, fue a visitar junto con Reina María Rodríguez a Lilia Esteban de Carpentier en la casona de Empedrado No. 215.

    Para el momento en que, el 23 de mayo de 1994, tomé un avión en La Habana rumbo a Brasilia, me encontraba más solo y aislado que nunca antes hasta ese momento, sobre todo entre los míos —¿alguna vez, salvo las excepciones de rigor, lo fueron?—, pero aquella soledad y aquel aislamiento me permitían recalibrarlo todo y recentrarme, y me obligaban a ello, y amanecer de nuevo cerca de la fuente, aunque ya para ese entonces tuviese yo que conformarme con ser el único que viese al cántaro ir y venir sin quebrarse. En cuanto llegué a París, en agosto de 1994, gracias a una beca de estudios que me ofreció el gobierno francés con la intención expresa de protegerme, me impuse silencio, en acto de penitencia política, pero también de deferencia para con quienes me habían ayudado, siquiera involuntariamente, a deshacerme de tantas equivocaciones, silencio que no rompí hasta doce años después, luego de que, en 2005, Idalia Morejón Arnaiz (Ile) —a quien PAIDEIA et al prácticamente le deben no sólo haberse convertido en objeto de investigación sino haber sido rescatados, en lo que aquellos gestos todavía tengan de seminal inconcluso, frustrado, del frívolo e interesado, aunque no por ello menos errático, anecdotismo de cartón—, me propuso que colaborara con el dossier sobre PAIDEIA y Tercera Opción que aparecería en el número de Cubista correspondiente al verano de 2006. Silencio absoluto, y no sólo en público, era para mí el único acto posible de coherencia conmigo mismo en mis exilios —como irme de Cuba, en espíritu, lo fue cuando no pude regresar en cuerpo—, que no fueron ni son ni París, ni Miami, ni Nueva York, y más de veinte años después, hasta la propia Habana, sino, en una medida u otra, por una razón u otra, mis propios excompañeros.

    Obviamente, si no hubiese salido de Cuba, en 1994, quién podría ahora saber lo que me hubiese ocurrido… Todavía, aquella tarde de mayo del 94, era y ya no era aquel a quien alguna vez —esa vez o la anterior, recuerdos traspapelados—, antes de abordar el avión, se había conducido a una salita en el aeropuerto, en la que alguien, llamándome por el diminutivo de mi apodo, me dijo que andaba yo sobregirado y me alentó a que me tomara mi tiempo, todo mi tiempo, a que hiciera lo mío —leer, escribir, estudiar, viajar—, reconocimiento tardío, e irónico, de mi condición de intelectual, precisamente aquello que, siéndolo, nunca había querido ser. Ni esa vez ni ninguna otra he sentido otra cosa que orfandad.

    Hay en toda revolución —y tal vez en toda obra de progenie— dos momentos trágicos: el primero, de sobrecreencia —ese en que los hijos creen con más fuerza que sus propios padres en lo que han visto o se les ha inculcado—; el segundo, de descrédito —el de los nietos que ya no creen en nada salvo en la oportunidad de no ser ni como sus abuelos ni sus padres, de no imitarse sino a sí mismos. Hacedores y deshacedores de ayer se echan hoy, secretamente, de menos, en la memoria, asimétrica, de aquello que los definía a unos y otros y alguna vez se disputaron.

    ¿Dónde estaríamos, padres e hijos, hoy —dónde la casa común—, de no haber olvidado que, en el horizonte que avanza, y que se aleja, cielo y tierra se encuentran—tras cada paso— una sola vez?

    Para responder a tu pregunta en un sentido menos anecdótico, se me reprimió, entonces, por muy violenta que haya sido la respuesta en ocasiones, selectivamente, tal vez con el propósito y la esperanza de que desistiera, y no realmente de dañarme física o mentalmente de manera irreparable. Incluso las golpizas, violentas, fueron actos de una precisión quirúrgica, propinadas por profesionales con instrucciones no sólo de asustar, sino también de castigar, de infligir dolor —pues, a todas luces, no se me estaba imponiendo una medalla—, pero sin excederse. También se evitó llevarme a la cárcel, como se llevó a otros que hicieron menos, muchísimo menos, y que dijeron menos, o no dijeron nada, porque no tenían mucho o nada que decir. ¿Por qué ese trato a la vez enconado y calculadamente preferencial? —se preguntarán ahora algunos con sorna y con sospecha. Tal vez por ser yo uno de los pocos —no era yo el único, no, pero no abundábamos— que no se conformaba al molde de la figura convencional del contrarrevolucionario sin escrúpulos ni principios —como se decía siempre, y como podía y de hecho era el caso con no poca frecuencia—, pero igualmente sin pensamiento político alguno ni programa político claro o coherente, sin discurso alguno que sobreviviera, en el gesto y la impronta, al más elemental anticomunismo, al menos visceral rechazo de todo lo que hubiese o pudiese estar asociado con la Revolución y el socialismo. No lo era yo, contrarrevolucionario, nunca lo fui, nunca lo he sido. Y tal vez lo supieran. No es que me estuviesen recompensando por mi buen gusto o tino político o preservando para tiempos mejores, pero de algún modo y por alguna razón evitaron alcanzar conmigo algún punto de no retorno, ni para ellos ni para mí.

    Ni entonces albergué, ni albergo hoy, el menor sentimiento de odio ni de resentimiento, contra los agresores, o contra quienes me llamaban en medio de la noche, en mis días de sereno, para amenazarme, fuese ya mediante un largo silencio —solía yo quedarme con el auricular en el oído, a ver quién pestañeaba primero— o alguna vulgaridad sin el menor trazo de esfuerzo o de imaginación. No pertenecía yo a ninguna guerrilla en la ciudad o en el monte; tampoco pertenecían ellos a ningún escuadrón de la muerte. Gajes, en cada caso, del oficio. Ejercieron ellos el suyo con mayor eficacia, y tal vez, en los hechos, con mayor convicción que yo el mío, los míos.

    En ausencia de un orden ideal en que verdad y justicia se presupongan, hay que saber a lo que atenerse en el mundo de la vida y en el sistema —para usar dos categorías en el sentido en que las usa Habermas, que es la referencia que privilegias en el análisis a que ha dado lugar esta entrevista[iii]— en que se vive y actúa, sobre todo si se lo hace para alterar la relación entre el mundo de la vida y el sistema que hallan uno en el otro cuerpo compartido y anclaje. Y como mismo uno desea, siempre, ser escuchado, quien no escucha desea ser comprendido. ¿Por qué es tan difícil comprender entonces que el Estado revolucionario amenazado, sitiado, que todo estado amenazado, de sitio, es un Estado que persevera en su sustancia así comprometida? Todo Estado amenazado es un estado de excepción. Infructuoso, e insincero, tratar de reconvertir ese Estado a su regla anterior o tratar de convertirse en la nueva regla apaciguadora —en vez de llevar esa excepción a sus últimas consecuencias— del Estado, sin pagar, por ello, ningún precio, incluido el precio de no ser comprendido. Es a lo que se refiere Benjamin en la octava tesis de Sobre el concepto de historia: «La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el ‘estado de excepción’ en que vivimos. Debemos llegar a una concepción de la Historia que se corresponda con esa enseñanza. Se nos revelará entonces que nuestra misión consiste en procurar el advenimiento de un verdadero estado de excepción[iv]».

    ¿Por qué hablo hoy, en público, por primera vez de estas cosas que a mí ya me parece como si no hubiesen ocurrido, o como si le hubiesen ocurrido a otro? ¿Por qué corro, hoy, el riesgo de que, una vez más, se me malentienda? ¿Por qué lo hago aquí, contigo? Cuando una noche de febrero de 1988, al leer unas palabras en la inauguración oficial del Proyecto PAIDEIA, que hoy me son de todo punto tan ajenas que no puedo, frente a ellas, sino vivir de espaldas, y se me escuchó convocar a «[hacer] de la cultura una igualdad de las diferencias, una tensión de vasos que se comunican en el rechazo y la búsqueda, una gravitación histórica hacia la forma de la esencia, la forma que es el núcleo de mañana»[v], no habías cumplido tú ni dos años. Tu generación, infinitamente más distante de la nuestra que lo que nosotros lo fuimos de quienes nos precedieron, era, esa noche, todavía, un mañana imposible. ¿Cómo llegamos, todos, aquí, para siempre extraviados? Tal vez para empezar a responder esa pregunta, y, en el acto, renunciar a hacerlo, te he hablado de todas estas cosas.

    Durante las reuniones a las que asistías en casa de Reina María Rodríguez, ¿viviste algún episodio de vigilancia, censura o intento de cerrar aquel espacio de diálogo entre escritores, artistas, intelectuales?

    Desde por lo menos mediados de los 80, antes de que la azotea se convirtiese en un espacio de socialización, iba yo a casa de Reina prácticamente a diario. Como ya he dicho, vivíamos cerca, y su esposo en ese entonces, Armando Suárez Cobián, era uno de mis más viejos amigos, de mucho antes, de por lo menos diez años antes, de cuando ambos vivíamos en El Cerro. Armando conoció a Reina a través mío, durante una lectura de poesía en el Hubert de Blanck. Por lo que la azotea de Reina, como espacio de socialización, no fue para mí sino extensión del espacio doméstico privado en que Reina y yo nos veíamos desde hacía ya mucho tiempo. Es de suponer que se mantuviera algún grado de vigilancia sobre el lugar y que se llevara a cabo alguna labor más activa, no sólo de inteligencia sino de infiltración del espacio, con fines operativos. Pero jamás presté la menor atención a cualquier rumor o especulación en ese sentido, y no me preocupaba en absoluto ser vigilado, grabado, infiltrado. En absoluto. Se me antojaba pueril toda aquella paranoia. Y cada vez que alguien comentaba en mi presencia que este o aquel podría ser «agente de la seguridad», por reacción natural respondía yo que ni lo sabía ni me inquietaba, pero, en todo caso, que ojalá tuviésemos entre nosotros —ya aquel era para mí un nosotros, de tan abigarrado, promiscuo, pero inocuo— a alguien que informara, y que informara bien para que nos conocieran un poco mejor, para que se supiera mejor lo que pensábamos, lo que decíamos, lo que queríamos. Mi paso por la azotea fue fantasmagórico —ni era yo un intelectual santurrón que se creía con derechos especiales, ni mis actividades políticas de entonces tenían el menor eco en aquel ambiente: se suponía, incluso, que si uno se dedicaba a esas actividades entonces no era un escritor, un intelectual; ni tenía yo una doble vida: era lo que era y decía lo que decía en público y en privado. Ni siquiera tenía, exactamente, una vida privada. Y si recuerdo algo, es haber recibido allí cobija y protección, por Reina —cuya capacidad para la solidaridad humana, más allá de cualquier desacuerdo, y ya entonces teníamos ella y yo unos cuantos, y definitorios, estuvo siempre fuera de toda duda: mi amistad con Reina pudo sostenerse, al margen de cualquier afecto, gracias a ese reconocimiento mutuo y esa complicidad secreta en el ejercicio de la solidaridad sin mediaciones—, tras una golpiza a plena luz del día en la esquina de Reina y Campanario, precisamente en camino de su casa.

    Se reunían también en casa de Ernesto Hernández Busto, donde estaba la biblioteca de PAIDEIA.

    En el apartamento, minúsculo, en que Ernesto vivía con su madre en 25 y O, teníamos una biblioteca circulante colectiva, a la que cada cual aportaba lo que quisiese o pudiese. Y allí nos reuníamos una vez a la semana y se leía a Marx o Baudrillard, Heidegger o Derrida, Gramsci o Adorno, Benjamin, Lyotard, Foucault, Deleuze, Habermas… Los autores y obras privilegiados lo eran así por las preferencias o prioridades de Ernesto, Ferrer, Ulises Álvarez, en menor medida Omar… quienes marcaban la pauta en aquel momento. Ya para entonces me sentía yo, por un lado, como superado por la mayoría de aquellos discursos, y, por el otro, desinteresado de ellos en tanto que esos discursos no podían traducirse fácilmente en acción política… Pero la limitación, y el error, coyunturales ambos, eran míos, pues si alguna vez llegó a configurarse con cierta recognoscibilidad e inter-referencialidad estables aquello que se llamó a sí mismo PAIDEIA fue por la conciencia precoz de que la política, para volver una vez más a Badiou, no era sólo cuestión de práctica refleja de un pensamiento pre-existente (incluso no convertido todavía en dogma) sino, ella misma, la política, procedimiento de verdad, condición del pensamiento. Mis fatigas, y hasta mis impaciencias de entonces, las eran con los sujetos que me rodeaban, no con los referentes compartidos. PAIDEIA, entonces, se había convertido en una suerte de círculo filosófico peripatético: en casa de Ernesto, o en cualquier otro lugar, público o privado, se debatía algún texto (libro, ensayo, artículo) que alguno de nosotros había leído con ese propósito y se había preparado para exponer. Y eso en que se había convertido PAIDEIA, aquella fantasmagoría que era a la vez crepúsculo y alba, fue su momento de mayor consistencia consigo misma.

    Ya entonces, en ese momento último pero inconcluso de PAIDEIA, se había puesto en marcha un proceso interno de re-definición y re-afiliación, desde el punto de vista político y filosófico, y comenzaban a perfilarse y dibujarse con trazos más claros y definidos las orientaciones que re-encauzarían por caminos paralelos o cruzados a quienes habíamos coincidido en PAIDEIA o Tercera Opción, proyectos, ambos, que se apoyaban en una posición común en relación con el Estado y las instituciones políticas y culturales, por lo menos desde la perspectiva de la política cultural y de la presunta función social del intelectual. Cuando esa posición común, y el consenso en torno a ella, comenzaron a verse desplazados, subvertidos desde dentro, también dejaron de ser definitorios y constitutivos en grado suficiente como para continuar haciéndonos girar en la misma órbita, y afloraron divergencias y fuerzas centrípetas cuya acción probablemente había sido postergada por imperativos morales.

    ¿Sabremos algún día cuánto pudo haberle costado al país, no a nosotros, que se hubiera cercenado aquel espíritu, desocupado el lugar que éramos?

    Es esa la única pregunta que aún no ha agotado su posibilidad de redimir alguna verdad por encajar en el curso de las cosas. Todo lo demás es anécdota, y cada vez más pequeño.

    Esta entrevista forma parte de la serie La censura silenciosa.

    Notas:


    [i] Véase Víctor Fowler, “Limones partidos”, en http://cubistamagazine.com/050108.html.

    [ii] Bruno Rodríguez Parrilla, “A caballo regalado no se le mira el colmillo”, Juventud Rebelde, 16 de febrero de 1992.

    [iii] Melissa Cordero Novo, La censura silenciosa:el papel del Estado cubano en la legitimación de una historia de la literatura nacional tras el triunfo de la Revolución (1959-1999) y sus consecuencias en la construcción de una esfera pública estatal, Tesis para optar por el grado de Maestra en Ciencias Sociales, Universidad de la Guadalajara, 2020 (por defender).

    [iv] Cf. Walter Benjamin, On the Concept of History, CreateSpace Independent Publishing Platform, 2016 (la traducción es mía). Accedido en https://folk.uib.no/hlils/TBLR-B/Benjamin-History.pdf [en español: Walter Benjamin, Sobre el concepto de historia. Tesis y fragmentos, Buenos Aires, Ed. Piedras de Papel, 2007].

    [v] Véase “Palabras en la inauguración del Proyecto PAIDEIA”, en: http://cubistamagazine.com/050009.html.

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    1 COMENTARIO

    1. […] Rolando Prats, por ser gestor principal del proyecto PAIDEIA, Tercera Opción y más tarde por su liderazgo en la Corriente Socialista Democrática Cubana (CSDC), fue expulsado en 1990 del Instituto Superior Politécnico José Antonio Echeverría y del Comité Estatal de Colaboración Económica, donde impartía clases de ruso. Así lo ha narrado el propio Prats: «se me despidió sin violencia pero también sin razones convincentes, recurriendo a tecnicismos o a motivos más bien opacos». […]

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