Como quien nunca ha visto el mar (I)

    A Rolando Prats (Cayo) ha de encontrársele, primero, en sus poemas, minuciosas piezas que devuelve a la lengua, según cuenta, tras exculparlas del habla. Su vocación por este oficio silencioso tal vez explique cómo alguien, él, no albergue odio ni resentimiento alguno después de haber sido asaltado y derribado de su bicicleta, despojado de su mochila y pateado en el suelo por otros cinco sujetos tras cruzar el puente del río Almendares, la noche del 29 mayo de 1992, y otra vez en la esquina de Reina y Campanario, a escasos metros del lugar donde vive, por dos que se bajan de un auto y recogen de un montón de escombros una viga que le descargan en la espalda.

    «Decir Cayo [en La Habana de los 90] era mentar al diablo»—escribe Reina María Rodríguez[i]. Debió Prats aprender, no sin desvelo y audacia, a oponerse al dolor, y en esa oposición, que pareciera eterna para él, equilibrar el tiempo ya sin noria, la plaza desierta ya sin centro, que se le abrían entonces expulsándolo de la posibilidad misma de lo patrio. Era la patria inalcanzada —y por la que había alzado el mástil— quien tiró de él hacia ese estado perpetuo en que, como si se hubiese convertido en tiempo, la guerra sigue… O como si la paz fuese un pabellón con palomas de mármol…[ii]. En la espalda, golpeada, que decía adiós, un adiós que duraría veintidós años, había cicatrizado con certeza su «vocación intelectual como actitud de constante vigilancia, como disposición permanente a no permitir que sean las medias verdades o las ideas comúnmente aceptadas las que gobiernen el propio caminar»[iii].

    A Rolando Prats, a Cayo, luego tendremos que encontrarlo en la conversación cadenciosa, en las ideas en que habita y en la manera en que no puede separarlas del mundo de la vida en el que cada porqué y cada cómo son indivisibles de la afectividad donde —me dice— se decide todo, hasta la verdad. Habrá de comprenderse que la (a)filiación que nos teje también a veces te arroja, con violencia, a la enemistad y la porfía. Habrá que recordar que juzgar a alguien por pronunciar el nombre de lo que es —comunista—, se traduce en un acto de pobreza si antes no escuchamos lo que, en los actos del habla, se queda como rumorando sus propios ecos.

    A Rolando Prats, a Cayo, después, habrá que encontrarlo en Patrias. Actos y Letras, sitio pobre en construcción permanente, en sus lecturas, re-escrituras y sus insistencias, e intentar comulgar con esa idea de Said para quien los intelectuales no pueden permitir que ni los gobiernos ni las instituciones los domestiquen, pero tampoco, querría añadir Cayo, el gusto de la época, la opinión que el esclavo cree suya sin saber que es ese otro grillete con que el amo lo maniata. Encontrémosle también en sus amistades leídas —las nombra— con Badiou o Quignard, Adorno o Bernhard, José Martí o Giorgos Seferis, por quien supo que despertarse es sentir, cada vez, el peso de la propia cabeza en las manos, la cabeza de mármol que le agota a uno los codos y no sabe en qué apoyarla. O con Cavafis, de quien tal vez haya aprendido que cuando se está de camino a Ítaca no se puede llevar dentro del alma al fiero Poseidón, a los Cíclopes y los Lestrigones; y que a favor de toda sabiduría se debe desear un largo camino.

    ***

    Es PAIDEIA un capítulo espectral de la historia política cubana y no sólo de la historia de la ejecución institucional de la política culturaldel Estado. Pues toda política cultural es ejercicio de ocultamiento que practica el poder para deslegitimar cualquier acto de resistencia. PAIDEIA fue un acto de resistencia. A finales de los ochenta un grupo de amigos —poetas, artistas, escritores, críticos, profesores— se congregaron en un proyecto de promoción, crítica e investigación de la cultura que había nacido de las manos de Rolando Prats y Reina María Rodríguez. La idea sobre la posibilidad de la formación de la virtud por la educación y la enseñanza, la eticización de la persona y la recuperación de la capacidad original del lenguaje para significar en unidad con la vida animaba aquel proyecto, cuyo nombre fue inspirado por la lectura de Werner W. Jeager en su Paideia. Los ideales de la cultura griega (1934).

    PAIDEIA fue también el gesto de emergencia de una nueva generación que deseaba «remover la pesada costra de las prohibiciones que, a consecuencia de la oficialización de la censura en los 70, padecieron la prensa, la educación y la cultura en el país»[iv]. Según Idalia Morejón Arnaiz, «la acción de proponer, para ellos, funcionó como un compromiso estoico»[v], así como el interés por la identidad definió sus métodos de preparación. Agrega Idalia que se propusieron «absorber filosofía como punto de ignición, para aplicar una disciplina de trabajo dirigida a proponer, con el entusiasmo del momento, la reevaluación de los mecanismos organizativos del Ministerio de Cultura dentro de la política general del Estado»[vi]. Por su parte, para Marta Hernández Salván[vii] PAIDEIA luchó por articular un proyecto cultural humanista con ideas emancipadoras, que, a la vez, lograra auto-colocarse dentro de un marco ético de acción. Según Hernández Salván, PAIDEIA fue el primer grupo intelectual que cuestionó abiertamente la política cultural vigente desde los primeros años de la Revolución. Rafael Rojas reconoce a PAIDEIA como «el único esfuerzo de introducir en Cuba una política cultural postmoderna (…); como un gesto que hiciera evidente que la producción artística y literaria de la isla resultaba inasimilable por el Estado»[viii].

    Seis meses después de su inauguración oficial, en febrero de 1989, en el Centro de Promoción Cultural Alejo Carpentier, y contra el éxito en términos de impacto de sus actividades y asistencia de público, el proyecto se vio frustrado por la incapacidad del Estado para coexistir con un frente cultural autónomo aunque acogido por una institución oficial (proyecto que catalogaron de intento de conformar un partido político), cuya incepción originaria no respondía a la iniciativa de ninguna institución de gobierno. Desaparecieron así los dos talleres de trabajo del proyecto, LOGOS y POIESIS, se había descontinuado ya la publicación de la revista Naranja Dulce, suplemento de El Caimán Barbudo, y cuyos animadores eran todos, a su vez, parte de PAIDEIA, y se había desestimado, antes de que la primera grabación saliera al aire, un proyecto de programa televisivo en que los fundadores de PAIDEIA —antes de PAIDEIA— intentaban mostrar al creador en la totalidad de su entorno. Se re-inició entonces —porque en rigor había comenzado ya antes— la larga peripecia de prohibiciones, reuniones ejemplarizantes, censuras, ataques directos y solapados y actuaciones incisivas para desmantelar el proyecto, objetivo que, finalmente, se logró y dejó tras sí saldos irreparables tanto para los animadores de PAIDEIA (la mayoría, hoy, exiliados o emigrados) como para la historia de las asociaciones voluntarias en Cuba. Las cartas dirigidas por PAIDEIA a directivos de instituciones (Carlos Aldana, Abel Prieto, Bruno Rodríguez Parilla) han quedado como preguntas sin respuesta, propuestas a oídos sordos.

    En 1994, Rolando Prats aceptó una beca de estudios del gobierno francés. Para entonces se había extinguido otro gesto suyo: Tercera Opción (movimiento independiente de opinión creado por Prats, César Mora y Omar Pérez en 1991), y Prats había sido apartado de la Corriente Socialista Democrática Cubana, de la que también había sido fundador, por diferencias políticas irreconciliables con el resto. Desde 1996 vive en Nueva York, donde trabaja en Naciones Unidas. No hay ficha de EcuRed que dé cuenta de su condición y su trayectoria como escritor e intelectual cubano.

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    Lo que comenzó por ser una entrevista puntual con Rolando Prats sobre PAIDEIA y Tercera Opción, continuó en sucesivos diálogos, que aún no se extinguen, y que probablemente hayan apenas comenzado. Los derechos, pero también los deberes del intelectual y el artista —y en particular en Cuba—, la censura o la represión que muchos han sufrido por tratar de articular otra visión y ejercer responsabilidades cívicas, la enajenación de lo político, de lo filosófico y la centralidad de la poesía como conocimiento y expresión de lo esencial humano, son temas a los que siempre querré volver con Rolando Prats. Tengo el placer de compartir algunas de esas reflexiones y reminiscencias como incitación a otras conversaciones, a otros (re)encuentros. Nо abreviemos el viaje, para que podamos todos, en una misma edad, recalar en Ítaca, para que, a través del hábito, comprendamos al fin qué significa esperar navegando.

    Sobre PAIDEIA, proyecto de finales de los 80 y principios de los 90, del que fuiste fundador y protagonista, se ha acumulado una bibliografía que tal vez haya alcanzado masa crítica[ix]. Ese no es el caso de Tercera Opción, del que también fuiste fundador y protagonista, a pesar de que Tercera Opción parece haber sido la culminación, en lo político, y por algunos de los mismos actores, de lo iniciado o insinuado por PAIDEIA como proyecto cultural. ¿A qué crees que se haya debido esa menor atención?

    La relativa falta de atención que ha recibido Tercera Opción como objeto de examen se debe, a mi juicio, y casi pensando en voz alta, a varias razones: 1) lo efímero y escueto de aquel esfuerzo que llegó a autodefinirse como «movimiento independiente de opinión», documentalmente exiguo, al menos en comparación con PAIDEIA, y situable apenas entre el verano de 1991 y el de 1992); 2) lo inambiguo o inequívoco, pero también lo más convencional y genérico, a nivel textual y orgánico, de aquel esfuerzo; excepción hecha de la Carta abierta al Director de Juventud Rebelde[x], redactada y firmada por Omar Pérez, de tenor y estilo similares a las Tesis de mayo (19 de mayo de 1990)[xi], última gran salva de PAIDEIA y en cuya redacción Omar tuvo una participación no sólo directa, sino coprotagónica; 3) lo diezmado del campo sementado pero también minado por PAIDEIA, y el efecto pendular que PAIDEIA había suscitado, entre propios y ajenos y en ambas direcciones —unos terminaron más lejos de lo que eran antes de PAIDEIA, otros de lo que habrían, con PAIDEIA, podido ser—: de una suerte de hiperactivismo filosófico a la apatía y el repliegue, políticamente hablando, por lo menos en Cuba, de la inmensa mayoría de quienes habían pasado, con diversos grados de complicidad o compromiso, por PAIDEIA; repliegue que, en el caso de César Mora y en el mío, también lo fue en términos de producción intelectual y que llegó a ser casi absoluto; ni me recliné, feliz, creídamente, en nuevas (post-)identidades, ni me despojé, como otros, del disfraz de las antiguas; no había llevado yo disfraz; 4) la soledad y el aislamiento de quienes concebimos y echamos a andar Tercera Opción. Razones a las que añadiría mi propia renuencia a hablar, ex post facto, al menos públicamente, de ese o ningún otro asunto, renuencia en la que se alojó la única manera que hallé natural y coherente de lidiar con mi extrañamiento, raigal, respecto de tanta amistad ya para entonces políticamente imposible y tanta compañería de viaje. A diferencia de PAIDEIA, que fue de cabo a rabo un esfuerzo colectivo, y cuyos actos y documentos nacieron, todos, del arduo, laborioso, extenuante parto de precarios consensos; actos y documentos que daban cuenta, en esta o aquella otra medida parcial, de todos, pero que al mismo tiempo no daban cuenta con plenitud de ninguno; documentos que, a pesar de mi participación directa y a menudo protagónica en ellos, no se me parecían mucho —me reconozco con mayor transparencia en los actos y gestos de PAIDEIA que en sus letras y sus dichos—, Tercera Opción fue, a todos los efectos prácticos, un acto a dos manos, de César y mío: Omar se encontraba en Italia y no participó en la redacción del programa, ni llegó, a su regreso, a firmarlo de manera formal, aunque lo habría hecho si se hubiese vuelto a imprimir y a distribuir; del mismo modo que, como dije antes, redactó y firmó, meses más tarde de su regreso, en nombre de Tercera Opción, la carta al Director de Juventud Rebelde; el tercer y último firmante del programa, Jorge Crespo, tampoco estuvo entre sus redactores, aunque, además de firmarlo, contribuyó activamente a la diseminación del documento.

     Copia facsimilar de Tesis de mayo, 19 mayo de 1990, p. 6, último documento hecho público por el Proyecto PAIDEIA. Tomado de Cubista magazine

    Por haber sido un gesto a cuatro manos, entre ellas la mía, en lo que toca a la concepción y la redacción de su programa me fue en ello una mayor responsabilidad individual y, habida cuenta de mis reservas de origen con su lenguaje y sus líneas generales de pensamiento, también una mayor y más pesada deuda conmigo mismo, con mis limitaciones e inconsecuencias filosóficas y políticas. Hace algunos años, por puro azar, leí en Cubadebate varios artículos[xii] sobre la «tercera opción», y una vez más lamenté el fácil blanco político en que hubimos de convertirnos por haber apelado, siquiera nominalmente, a la etiqueta del «tercerismo». Los de Tercera Opción, César, Omar y yo —y lo digo a reserva de todas las demás cautelas que mantuve con respecto a aquel programa—, nada teníamos que ver, ni ideológica ni políticamente, con la presunta «tercera vía» posteriormente asociada con un Fernando Henrique Cardoso, un Bill Clinton (¿!), un Tony Blair y otros personajes políticos de entonces y después (de Felipe González a Juan Manuel Santos[xiii]), y menos todavía, si cupiese la extrapolación, con los «centristas» cubanos de Espacio Laical o Vitral o Cuba Posible a quienes hacen referencia los citados artículos de Cubadebate; no se trata de desmarcamientos entre individuos, sino entre posiciones; una persona es siempre menos ente que proceso, menos molde que flujo; de ahí que las alianzas políticas, y hasta las amistades, a menudo sean más inestables y transitorias que los credos y las convicciones; todavía soy amigo, en lo afectivo reminiscente, o en lo meramente cordial, y ello más bien de manera ceremonial —en lo que la amistad tiene de rito y de liturgia, de recuerdos compartidos y de re-construcción de los hechos, de re-creación (re-enactment) de sus dichos y fábulas, más que de futuro, horizonte, promesa—, de algunos de los de PAIDEIA; pero políticamente no soy igual (peer) de ninguno —ninguno lo es de mí—, ni siquiera compañero de viaje. Nada teníamos que ver los de Tercera Opción con la «tercera vía» ni mucho menos con ningún equidistanciamiento de la Revolución y sus contrarios, pero actos de lenguaje tienen tanto peso —y por ellos se paga un precio tan alto— como hechos de armas, o, en este caso, hechos inermes. Había entonces, por supuesto, como la hay hoy, necesidad de nuevos discursos y praxis, revolucionarios, comunistas[xiv], en Cuba, necesidad sobre todo de pensamiento, que, aunque no en alineación simétrica con el discurso y la praxis del Estado, tampoco se alinearan, o alineen hoy, por lo difícil y complejo y hasta insostenible del acto mismo de perseverar en la diferencia que no abjura, con ninguno de los dos lados del encono: el de quien te excluye o distorsiona sin razón, te des-comuniza, y el de quien te incluye, tratando siempre de re-nombrarte (re-brand), de re-presentarte, para sus propios fines. Creencia, para serlo, no puede ser circunstancia.

    ¿Cómo definirías entonces Tercera Opción?

    Tercera Opción fue un gesto trunco, enconado, y finalmente abortado por la asfixia y la soledad, de proto-movimiento político de izquierda revolucionaria, comunista, para usar categorías y palabras que se han vuelto inoperantes para muchos; esos muchos que cuentan más en las urnas electorales o en los pasillos de las confesiones que en la producción del pensamiento: ¿qué ha producido, qué puede producir, la contrarrevolución, en Cuba o en el mundo, sino anti-pensamiento? —pues todo pensamiento, para serlo, lo quiera o no, lo sepa o no, no puede ser sino revolucionario, todo pensamiento, para llevar al extremo lo que Badiou tiene en mente cuando lo afirma de «todo acontecimiento histórico», no puede ser sino comunista[xv]—; o que han sido mancilladas menos por la presunta descalificación de sus postulados o sus hipótesis que por la pobreza o la inadecuación o la deformación de sus prácticas.

    Omar y yo nos habíamos conocido en PAIDEIA, nos habíamos re-conocido política y filosóficamente en PAIDEIA, fue en PAIDEIA que nos descubrimos en complicidades y disposiciones políticas que, desde un principio, rebasaban los postulados y objetivos declarados de PAIDEIA, en tanto que PAIDEIA se definía a sí mismo como proyecto cultural, y ya Omar y yo nos situábamos —en primer lugar, porque ya estábamosen ese lugar— en una visión y una conversación sobre lo inadecuado del concepto de cultura, pues cultura o significaba algo todavía demasiado angosto (arte, literatura, poesía, filosofía, ciencia, cualquier otra forma socialmente aceptada y legitimada como conocimiento o creación, incluso como esparcimiento, ocio, recreación, entretenimiento) o lo significaba todo —es decir, existencia humana, aventura intelectual, totalidad comprendida— y, por tanto, no significaba nada. Visto desde ese último ángulo, proyecto cultural no significa nada, o no significa nada específico, pues todo proyecto humano no puede ser sino proyecto cultural.

    A esa luz, de lo que se trataba para nosotros era de la vida misma, de su forma y su sentido libremente elegidos desde la comprensión de su necesidad, y no de esferas particulares y separadas, incomunicadas, enemistadas, como lo son política y cultura, y, por tanto, se trataba, ante todo, de filosofía, no como ejercicio académico, sino como praxis de creación de pensamiento. Teníamos ideas y sensibilidades políticas y estéticas comunes, y esas ideas y sensibilidades estaban, filosófica, política y estéticamente, (in)formadas por el marxismo (y, al menos en mi caso, también por el leninismo), no en su sentido de catecismo partidista —aunque habríamos podido comprender la necesidad histórica y el valor político relativo de ese catecismo—, sino de teoría y praxis en estado de permanente re-elaboración, de Marx, y de todo lo que había hecho posible el advenimiento de esa nueva episteme, ese nuevo paradigma, a Ernesto Guevara —ejemplarmente, litúrgicamente, moralmente, afectivamente, más de cerca, por razones obvias, pero también teóricamente de manera más limitada, trunca, por razones no menos obvias—, pasando por Gramsci, por el llamado marxismo occidental (territorialización que, a mi juicio, debe referirnos a todo el mundo occidental y no sólo a Europa, pues América Latina es parte de ese mundo del que la llamada Escuela de Frankfurt —la denominación me parece infeliz, comercial, quasi anti-adorniana— había sido la constelación más densa y entonces, y todavía hoy, la más constante), por Althusser (y Axelos, Castoriadis, Lucien Goldmann…) y por el post-estructuralismo. Pero el desiderátum, el fermento utópico, de aquellas ideas y sensibilidades rebasaba, ya entonces, lo político y lo estético; de ahí que nos sintiéramos tan alejados del gestor de la política o de la cultura que se creía en posesión del conocimiento y el derecho derivado necesarios, y suficientes, para administrar política o cultura, como del artista que se creía vaso comunicante entre cultura y política y, a la vez, indeterminado por ellas y, por tanto, descomprometido con ambas.

    Entre nosotros, con toda la ingenuidad del caso —pero Cuba misma, y su Revolución, y su excepcionalidad reclamada por bandos opuestos, de José Martí a nuestros días, han sido actos y gestos de ingenuidad para el mundo, provincia exótica para el ejercicio, entre condescendiente y desinformado, de solidaridades de circunstancia—, y para decirlo una vez en los términos en que lo plantea Badiou, todavía el pensamiento del nosotros, es decir el pensamiento de la fidelidad al acontecimiento fundador, octubre del 17 o enero del 59, no se había vuelto inoperante desde hacía más de veinte años —así lo escribe Badiou en 1998[xvi], siete años después de la auto-disolución de la Unión Soviética y casi diez después de PAIDEIA—, todavía para aquel nosotros camino del cual nos reconocíamos, no ya lo que Badiou llama muerte primera —es decir la muerte del nosotros—, sino ni siquiera lo que llama muerte segunda —la desaparición del Estado-Partido soviético, la llamada «muerte del comunismo»— era o podía ser una hipótesis pertinente. Es en ese respecto, y sólo en ese respecto, que PAIDEIA, filosóficamente hablando, desde el principio se concibió como proyecto —como proyecto de nosotros, de aquel nosotros que éramos pero al que también aspirábamos, aquel nosotros que no cabía, pleno, en ninguno de los compartimentos de una vida instrumentalizada, trunca, de una doctrina o dogma codificados— y nunca como grupo, o movimiento, y menos aún como partido. Y por esa razón, por muy dilatada que sea la asociación, y no, como han insinuado algunos, por ningún acto (anacrónico) de filiación programática o fidelidad (escolar) a la Paideia de Werner Jaeger —más allá de la complicidad, re-contextualizada, con aquel ideal griego, o helenístico, de la formación del sujeto ideal de la polis o el Estado mediante la (auto)educación, y de la educación humanística en particular—, propuse, desde el principio, que aquel proyecto se llamase PAIDEIA. No éramos, precisamente, un puñado de helenistas traídos de los pelos. Nuestras coordenadas —o las de aquellos sin cuya voluntad PAIDEIA no habría sido sino una serie de actividades culturales— pasaban, por decirlo de algún modo esquemático reconocible, por universos en apariencia incongruentes, pero, en las condiciones de Cuba, en diálogo heurístico, de José Martí a Mijail Bajtín, de Antonio Gramsci a Ernesto Guevara;pensamiento que no se ha vuelto inactual por errado o quimérico, sino porque se han desactualizado, exógenamente, los horizontes que lo harían todavía pensamiento vivo, actuante, a pesar del vencimiento endógeno de sus circunstancias de origen; pensamiento que ha sido abandonado, reducido a incienso ideológico para conmemoraciones; y hablo aquí de referencias fundadoras, no de credos militantes; estábamos conscientes, y lo teníamos bastante claro, siquiera por instinto, de que no podía haber emancipación sin hegemonía de lo emancipado, si no se subvertía, desde arriba y desde abajo, por la (auto)educación política pero también por la auto-formación social, la falsa conciencia de lo revolucionario ilustrado, moderno. Precisemos, de paso, que abandonar un pensamiento no es ni ostentoso ni mezquino gesto moral, sino trabajo político callado, y a menudo invisible, de subversión de las condiciones —y del sujeto— que le hayan conferido actualidad. Abandonar un pensamiento es inactualizarlo, volverlo inoperante, no desdecirlo ni negarlo.

    ¿Podrías abundar en la dinámica de grupo y las escisiones posibles o corroboradas que provocaron el tránsito de PAIDEIA a Tercera Opción y finalmente de esta a la Corriente Socialista Democrática Cubana?

    PAIDEIA era, o se creía, para la mayoría de sus sujetos, un proyecto cultural en la acepción menos dilatada del término. También en aquella época, en Cuba, se abusaba de la palabra proyecto. Todo, particularmente entre artistas, escritores, intelectuales, se calificaba de proyecto, y la mayoría de esos proyectos apenas rebasaban la fase de su mera ideación o formulación verbal. Todavía sigue siendo así. Una amplia zona del arte contemporáneo es, en Cuba y en el mundo —y lo era ya en aquel entonces, y desde mucho antes— proyecto de su propia imposibilidad, proyecto de algo que, de antemano, ya se sabía que no tendría otra existencia, otra plenitud, que la de su falsa anunciación. El anuncio era lo anunciado. La palabra proyecto se había convertido, ya entonces y desde hacía tiempo, en un cheque en blanco.

    En ese sentido, mi relación con PAIDEIA, desde el principio, a pesar de haber sido yo, junto con Reina María Rodríguez, fundador de PAIDEIA, y mi relación política con la inmensa mayoría de quienes pasaron por PAIDEIA —aquellos a quienes se reconocía y quienes se auto-reconocían como miembros de PAIDEIA por haber firmado alguno de los documentos elaborados y dados a conocer por PAIDEIA—, fue una relación de incomodidad, de extrañeza, de compañería de viaje, de contemporización y no de contemporaneidad, como si cada cual estuviese tratando de construir casa propia con materiales ajenos. Sospecho que esa relación era la de todos. La palabra cultural hacía rato que me resultaba inadecuada, por no decir que sospechosa, y de eso he hablado, o, mejor, he escrito, en otro lugar[xvii]. A Tercera Opción, Omar y yo llegábamos desde PAIDEIA, o, para ser más exactos, de aquella zona de PAIDEIA que podría haber sido el embrión de la posibilidad de la re-constitución de un «nosotros, los revolucionarios»[xviii] en Cuba. Un nosotros, revolucionario, comunista, no contra el poder político nacido de la Revolución, no para desbancar a ese poder, sino para re-constituirlo desde abajo, pues aunque estratégicamente estuviésemos alineados, en última instancia, y en aquel momento, con ese poder, con aquel poder, y con la historia afectiva y legitimante de aquel poder, en la circunstancia histórica en la que, entre accidental y fatalmente, nos habíamos convertido en agentes políticos conscientes a través de PAIDEIA, no podíamos auto-reconocernos en esa agencia política si hacíamos dejación no sólo de aquello que nos diferenciaba generacionalmente de aquel poder, sino que nos oponía, en cuestiones para nosotros igualmente fundamentales, tanto de lenguaje como de proceder, a aquel poder. A César lo habíamos conocido a través de dos de los miembros más activos e influyentes de PAIDEIA, Ernesto Hernández Busto (otro de los fundadores del proyecto) y Jorge Ferrer —con quienes mis diferencias políticas, sobre todo en lo que respecta a Cuba, no pueden ya sostener, si acaso, sino una relación post-mortem (Entre difuntos, si mal no recuerdo, tituló el propio Ernesto una de sus tempranas remembranzas de PAIDEIA[xix])—, pues los tres habían estudiado en la Unión Soviética y los tres habían sido o se habían visto obligados a regresar a Cuba sin haber terminado sus estudios por sus simpatías declaradas por la perestroika.

    Formal u oficialmente, César, por razones cronológicas, no pasó por PAIDEIA —de PAIDEIA, creo haber dicho o escrito antes, se sabe cuándo nació, no cuándo desapareció, pues no hubo ni cadáver, ni autopsia ni fecha ni certificado de defunción—, pero aunque hubiese podido, César tampoco habría pasado por PAIDEIA, pues desde el principio de nuestra relación—la de César con Omar y conmigo— quedó claro que nuestra extrañeza compartida, nuestra exterioridad respecto de la mediocridad y la pusilanimidad políticas del llamado medio intelectual cubano, sobre todo entre los más jóvenes, y principalmente entre quienes se creían ya héroes de la hora por armar el menor revuelo en el claustrofóbico e inconsecuente mundo de las artes y las letras, pesaba tanto como nuestra profunda insatisfacción con el estado de cosas en Cuba y con el discurso oficial sobre ese estado de cosas.

    Tercera Opción es, pues, una consecuencia no de PAIDEIA, sino del naufragio de PAIDEIA en su propia imposibilidad política —había que empezar por virar de una vez el lenguaje todo de la política, pero la política vive de la opacidad de su lenguaje, y es ahí, en esa opacidad, donde el Estado, y su política, no se permite la más mínima concesión—, en su imposibilidad inter- e intrageneracional. Porque PAIDEIA fue, por referirme una vez más a categorías que me son caras, un acontecimiento que excedió a su propio sujeto. Tercera Opción fue una respuesta política a las antinomias insolubles de PAIDEIA[xx], un retroceso o un repliegue, si se quiere, hacia un lenguaje político o una praxis política que PAIDEIA habría querido, desde un principio, no ya sólo circunnavegar, sino superar de nacimiento —el desiderátum profundo de PAIDEIA es negarse, y regenerarse, en el propio gesto que la fundaba[xxi]—, con la esperanza de re-construir, desde un nuevo cero, el suelo y el cuerpo mismos que a PAIDEIA se le había hurtado.

    Lo que no quita que haya existido una relación de continuidad, y no sólo de contigüidad, entre Tercera Opción y PAIDEIA, pues aunque PAIDEIA se materializó como proyecto cultural en el Centro Alejo Carpentier —recordemos que en aquel entonces el Carpentier se denominaba oficialmente Centro de Promoción Cultural y, por tanto, no parece ahora casual o fortuito que PAIDEIA hubiese encontrado en el Carpentier un anfitrión institucional—, la práctica institucional de PAIDEIA duró solamente seis meses, entre febrero y julio de 1989; práctica que se interrumpió por decisión del propio Centro, poco después o poco antes, ahora no sabría precisar, de concluida la Causa 1 (12 de junio a 13 de julio de 1989); al inicio, presuntamente, de manera temporal, y, luego, como pronto quedó claro, de manera definitiva. No olvidemos que 1989 llegó a marcar, simbólicamente, con la caída del Muro de Berlín, en noviembre, el fin de la Guerra Fría. De modo que después de sólo seis meses de cohabitación con la institución que lo había acogido, PAIDEIA se convirtió en un proyecto paria y, por consiguiente, en un proyecto político, y, por extensión, quisiérase o no, de contestación política —dada la ausencia de una esfera pública autónoma o independiente del Estado—, conversión inevitable en las condiciones de Cuba, y sobre todo en aquel momento de enorme tensión, de tensión máxima, en que ya se veía, con toda claridad, advenir un período excepcionalmente difícil y excepcionalmente peligroso para Cuba. La denominación de «período especial» me ha parecido siempre extrañamente eufemística y a la vez inadecuada —especial no dice por qué es especial lo que así se ha denominado, ni cómo lo es o por qué ni de qué signo—, pues el propio Gobierno de Cuba era el primer interesado, y así de hecho lo hacía, en advertir de que el país entraba en una situación tan crítica cómo habría podido «en tiempos de paz».

    En ese sentido, es decir, desde el momento en que PAIDEIA se convirtió, sin quererlo, en un proyecto político, y, por extensión fatal, de contestación política, Tercera Opción es consecuencia lógica o metamorfosis natural de PAIDEIA, о, me gustaría insistir, continuación de lo político, por medios inequívocamente políticos, que nos convocaba o movilizaba a aquellos pocos, muy pocos, que en PAIDEIA, por lo menos desde agosto de 1989, estábamos tan insatisfechos con el estado, político, de cosas como con la ilusión, impolítica, de que ese estado de cosas podía superarse acudiendo al consabido arsenal del gesto oblicuo del arte o la literatura, que se pretende situado o situable más allá de su circunstancia, pero que en realidad no hace sino legitimarla, por aceptación o rechazo, en el más acá de lo que se protege y justifica а sí mismo, y se excusa, como farsa. Recordemos que farsa viene, por el francés, del latín farcire, esto es,entre otras acepciones, rellenar.

    PAIDEIA era, pues, un proyecto —para decirlo en los términos convencionales del discurso sociológico, términos que a mí siempre me provocan la sensación de abstraer, de succionar, de lo que digo, lo que se resiste a ser domesticado— de reapropiación de las instituciones culturales del Estado desde una esfera pública o una sociedad civil postuladas, teóricas, pero de las que nos creíamos embrión, y a través de cuya figura —la de lo social soberano, o, como anteriormente ya dije, la de la auto-formación social— nos ofrecíamos, para parafrasear a Clausewitz, a ser la continuación de la política del Estado por nuestros propios y —sospechábamos— mejores medios. Y sociedad civil deber entenderse aquí, y todo debe entenderse aquí, todo —incluidos los tan llevados y traídos derechos y las tan llevadas y traídas libertades— en el contexto de lo que he dicho antes en nombre de aquel nosotros, constitutivo y no representable[xxii], no en nombre de ese nosotros genérico y abstracto que hoy se preconiza como si la humanidad fuese una y dada y como si ya no contasen, en lo que toca no sólo al ejercicio de esos derechos y esas libertades, sino a su propia definición, las viejas, tenaces diferencias entre capital y trabajo, centro y periferia, verdad y opinión[xxiii]. Se trataba, para nosotros, en tanto ese nosotros erа sujeto en movimiento de un consenso en formación, no de abrir un frente de confrontación con el Estado, sino de comenzar a revertir el proceso por el que hasta ese momento el Estado se había apropiado de la esfera pública, de todo espacio social hasta entonces autónomo, pero no por emprender la ruta de la conquista del poder del Estado —aquello, además de pretencioso, era innecesario por ajeno a nuestras perspectivas filosóficas stricto sensu—, y sí porque el Estado había creado instituciones culturales y re-creado espacios sociales de los que ni siquiera se hacía un uso coherente, que no ya óptimo, con los propósitos declarados de la política cultural del Estado, política cultural que rebasaba al Estado mismo, él mismo incapaz de aplicarla. Nuestro nosotros era el del sujeto en pos de la agencia que se le decía suya, pero se le hurtaba. Y se le hurtaba porque el hurtador era incapaz de ser agente de su propia negatividad.

    Pero ese proyecto del que hablas no era, digamos, una entidad supraindividual o un espacio institucional del que se entraba y se salía, no era sólo una idea, sino, de hecho, un grupo más o menos estable de personas que compartían una visión y unos objetivos, y hasta unos límites, y entre las que existían no sólo complicidades filosóficas o políticas, sino además lazos de amistad entonces tan fuertes como las diferencias de opinión o de comportamiento (de estilo) que hubiesen podido distinguirlas unas de otras, ¿o no?

    Dicho así, no dejas de llevar razón. PAIDEIA era un proyecto, y no un grupo, también entre otras cosas porque carecía, políticamente, de la imagen de una comunidad ideal que lo sustentara. Su contemporaneidad consigo mismo era más generacional que política; su coherencia emanaba más de la gravitación de la negatividad que de la eclosión en un horizonte compartido. Para entender el pecado original de aquellas diferencias más pronunciadas hacia adentro —la comunidad de origen imaginada— que hacia afuera —el Estado y el estado de cosas—, y para entender esas escisiones, en el seno de PAIDEIA, y esas transiciones a las que te referías en tu anterior pregunta, primero de PAIDEIA а Tercera Opción y, después, de Tercera Opción a la Corriente Socialista Democrática (CSDC), hay que recordar que el propio consenso de que se alimentaba la posibilidad y la articulación misma del proyecto se bifurcaba en líneas de falla: entre quienes no veían en PAIDEIA sino la posibilidad de afirmar el reclamo del ejercicio sin trabas de sus derechos —presuntamente fuera de toda discusión, pero ya esa es otra conversación y a ello podría referirme más adelante o en otro momento— como artistas, escritores, intelectuales (a la libertad de expresión y asociación y, en general, aunque no siempre se articulara expresamente así, a la autonomía individual respecto del Estado y, por tanto, al ejercicio de esas libertades con fines que pudieran sustraerse a lo político o incluso a cualquier restricción ideológica, ese querer sustraerse que es siempre, además de imposible, un acto de mala fe), y quienes, aun cuando se reconocían a sí mismos como tales artistas, escritores, intelectuales, asociaban ese reclamo igualmente con el ejercicio de deberes y responsabilidades en lo social y lo político, y esto último no como valor añadido, sino como condición constitutiva, necesaria. Para ese segundo grupo el concepto gramsciano de intelectual orgánico, o el de intelectual público reivindicado y encarnado por Edward Said, era sinónimo, axiológicamente hablando, de intelectual tout court: o se era, en Cuba y en el contexto de la Revolución Cubana, un intelectual orgánico o no se era un intelectual, o por lo menos no un intelectual revolucionario. Ese segundo grupo era, si bien el núcleo duro (noyau dur) de PAIDEIA, minoritario, y es de ese segundo grupo, o, como ya hemos visto, de la minoría de esa minoría, que surgió Tercera Opción. Quienes hayan seguido o deseen rastrear la trayectoria posterior a PAIDEIA y Tercera Opción de todos los que se vieron envueltos e implicados en esos dos momentos (a mi juicio, dos ramas de un tronco común, pero podrido) podrán ver claramente esas líneas de falla replicándose, casi sin excepción, en la subsiguiente biografía intelectual, política e ideológica de cada uno de nosotros. Quienes eran lo que ya entonces lo han seguido siendo, máscaras y vestiduras de cada hora a un lado, y a un lado también los decibeles de cada gesto de conversión o apostasía. En lo que concierne a PAIDEIA y Tercera Opción, revolución y contrarrevolución, comunismo y anticomunismo, anti-imperialismo y rendición a los dictados de la geopolítica o de la realpolitik, han mantenido, prácticamente inalteradas, sus respectivas nóminas.

    El tránsito de Tercera Opción a la Corriente Socialista Democrática Cubana, organización esta última en la que Tercera Opción hubo de fundirse, y desaparecer, y organización de la que Tercera Opción fue el núcleo duro desde el punto de vista de la elaboración programática, fue un gesto desesperado, casi agónico, de compromiso ideológico a cambio de una mayor visibilidad y viabilidad política, por causa pero también con la excusa de un cerco cada vez más opresivo y una crispación y una polarización cada vez más miope, de un lado y de otro, y con la ilusión, ingenua, de poder reencontrarnos, tras ese atajo táctico, con nosotros mismos y con una nueva mayoría de nuestro propio signo. Error estratégico que nos costó la vida política y la solvencia moral a quienes quedábamos en ese entonces de los fundadores o protagonistas de PAIDEIA. No fue aquella decisión —hacer desaparecer Tercera Opción en la Corriente Socialista Democrática Cubana a cambio de dirigirla, a través de mi persona, al menos de manera formal, y eventualmente re-encauzarla—, una exenta de incertidumbres y dilemas, pero toda decisión son sus consecuencias, no sus premisas o circunstancias. Habíamos llegado a ver en algunos de aquellos otros movimientos de contestación política que nos precedían y cuyo trasfondo político e ideológico y cuyo modus operandi nos resultaban ajenos y comprometedores, específicamente en la Comisión Cubana de Derechos Humanos y Reconciliación Nacional que había fundado y dirigía Elizardo Sánchez Santa Cruz, y concretamente en Elizardo, solapamientos de comunidades de origen y de sentido, por muy parciales e inactuales que fueran —Elizardo había sido miembro del Partido Socialista Popular, funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores y profesor de filosofía marxista en la Universidad de La Habana—, recursos humanos y organizativos recuperables, experiencias y contactos políticos e institucionales que eran o parecían ser independendientes del Gobierno de los Estados Unidos y de la entonces Sección de Intereses de los Estados Unidos en La Habana (SINA) y que mantenían una relación constructiva y respetuosa, incluso de amistad, con el Gobierno cubano y el Partido Comunista de Cuba; desde la Internacional Socialista y los partidos socialistas (socialdemócratas) europeos y latinoamericanos hasta el Partido de los Trabajadores en Brasil. Precaria distinción que no nos excusaba de ninguna ambigüedad táctica o retórica, y, en política, más aún que en la vida, las malas compañías son siempre peores que la soledad —condición inicial y última de la verdad y su certeza— o la insignificancia. Aquel, el de la disidencia oficial —a una cosa, la otra—, era un terreno no sólo minado, sino infectado y contaminado desde la colocación en él de la primera piedra —la implantación, en Cuba, desde los Estados Unidos y a través de la SINA, de grupos de activistas de derechos humanos sin otra agenda que un cambio de régimen en Cuba—, y, en lo que me concierne, pronto supe que el gesto político original de PAIDEIA no sólo había agotado su margen de error y se había desgajado ya de la parábola natural de su deriva, sino que también había extraviado su vocación original y corrompido sus ecos. El error del encono, de un lado y de otro, terminaba así por hacer de todos perdedores, pero algunos perdimos más que otros.

    Hablando de visibilidad, ¿cuál era su visibilidad, de manera general, en el ámbito literario cubano y su relación con ese ámbito antes de la constitución de PAIDEIA?

    Mi visibilidad, si cabe el término, se actualizaba en los confines, de por sí estrechos, de los espacios de socialización de algunos poetas y escritores de mi generación, en su mayoría novicios que habían probado poco —algunos nada—, pero ello en grado suficiente para ser reconocidos, siquiera como aspirantes o pretendientes, fuera de esos espacios. Creo que fue en 1978, tenía yo 19 años, tenía ella 26 (tal vez fue un año antes o un año después), que conocí a Reina. Recuerdo que fue en una casa de Quinta Avenida, en Miramar, puesta a disposición, o eso imagino ahora —algunos de mis recuerdos de aquella época son cada vez más vagos y difusos— de la entonces Brigada Hermanos Saíz. Reina presidía la sección de literatura de la Brigada en Ciudad de La Habana. En aquel primer encuentro, eso sí lo recuerdo, Reina me comunicó que se me había aceptado como miembro de la Brigada; había yo presentado, según parece, diez poemas —publicados o inéditos, tal era el requisito mínimo— y quienes los leyeron, o no, habían decidido que aquel joven poeta hacía el grado. Tampoco nunca supe cómo se probaba tal membresía. Por lo que cabe la posibilidad de que lo haya sido oficiosamente, como se dice, pero no oficialmente; muchos años después, el 12 de julio de 1990, cuando ocho miembros de PAIDEIA dirigieron una carta al Ejecutivo Nacional de la Asociación Hermanos Saíz[xxiv], no se me pudo incluir entre los firmantes, pues se había establecido que no era yo —y que nunca lo había sido— miembro de la Asociación. Aquella Cuba de 1978, y aquella Reina, aquella Habana, aquel país, son hoy, a más de cuarenta años, menos un recuerdo que el espejismo de una memoria sedienta. No habían ocurrido todavía ni siquiera los sucesos en la Embajada de Perú, ni el posterior éxodo por el Mariel, y era entonces Reina la autora de un solo libro, de una treintena de páginas (La gente de mi barrio, 1976), con el que había obtenido su primer premio. Pero aquella Cuba existió, y aquel era, para sus mayorías, para sus demostradas mayorías, no sólo un país de justa austeridad, de comunión y de certeza, optimista y orgulloso, sino además un país reconciliado con el largo, y tortuoso, camino de sus desmesurados sueños. Todo era, o parecía, precario, y a la vez inamovible, de una frugalidad dadivosa. En aquella Habana, y en aquel país, como se decía, no había nada. Tal vez por eso todo se veía más claro. Tal vez por eso era falso sólo el oportunista, el demagogo, el hipócrita. Hoy, hasta el que no lo es, lo que no lo es, parece falso, pues hoy todo es, de alguna manera, irreal, todo hoy parece adulterado. Aquel no haber nada de los sesenta y setenta en Cuba —cuando no había nada pero habría de todo, pues había ya futuro, y el futuro era más cierto que el presente mismo, el presente era mera estación de tránsito entre los únicos tiempos que contaban: el de la mentira cediéndole el paso a la verdad, el de la falsa conciencia cediéndole el paso a la buena práctica— no era el mismo no haber nada del Período Especial, cuando se había dejado atrás el futuro, y el pasado era una especie en extinción. Mi país no es un lugar continuo, permanente, fuera del tiempo; mi país son aquellos años, aquel tiempo que huye del lugar que lo deserta; aquella forma, en el tiempo, de Cuba —pues Cuba tampoco existe; Cuba en cada momento se nombra en la forma de su ayer—: jardines de escombros, canteras de reverberaciones, esplendor en ayunas. Y una calle lo fue para mí como ninguna otra, y en esa calle, derruida, fétida, melancólica —jardín de escombros, cantera de reverberaciones, esplendor en ayunas—, en esa calle, Reina —valga el azar, en el nombre, de su irredundancia—, lo extenuado era también lo transparente. No había nada, pero ya se había llegado adonde habría. Vivir era demorarse, extenderse, despedirse en lo verdadero —lo adelantado—, no sin cierta displicencia, frente al umbral de la abundancia, del aguardar inocente, sagrado. ¿Quién podría despertar ahora a aquel país de aquella tarde en que conocí a Reina María Rodríguez en una casa de Quinta Avenida, aquel país imposible pero cierto, tangible, revelado, del sueño de su olvido? ¿Quién querría hacerlo? Ese país dejará de ser junto con quienes lo recordemos. Errará entonces como sombra muda. Su literatura, su poesía, ni aún la que sobreviva a sus circunstancias, no podrá hacerle justicia ni devolverle el rostro que alguna vez se reconoció en el espejo de sus propias certidumbres, sus suspensiones del juicio. Y, sin embargo, lo que se escribe hoy en esta Cuba descentrada (desencajada), menesterosa —extenuación sin fulgor postrero— y ya desacomodada, antes de que llegue, de su nada embriagador futuro; futuro igualmente imposible desde cualquier vigilia o duermevela, castrado el sueño original—, no puede sustituir lo que se escribió entonces, pero sobre todo lo que no se escribió, lo que no se hizo. No es un lugar mi país, es una época, son aquellos años cubanos, aquellos solares yermos. Del mismo modo que nunca sentí el menor apego por la Cuba pre-revolucionaria —a aquella Cuba me umbilicaban, en lo político, sólo quienes le habían dado las espaldas, poetas o mártires: los de Orígenes se avergonzaban tanto de aquella Cuba como los del Moncada—, la Cuba de hoy, expulsada de la gramática, deambula, desorientada, por entre sueños enemistados. Hay quienes han convertido su presente reciclado en el futuro de su memoria.

    Así pues, para cuando mi nombre, y al parecer hasta mi destino, quedaron para siempre ligados (amputados y después trasplantados) al gesto PAIDEIA, era yo, todavía, es decir, tardíamente, un joven poeta miembro (¿?) de la ya para entonces Asociación Hermanos Saíz. No había publicado mi primer libro, pero sí poemas y artículos en revistas como El Caimán Barbudo, Naranja Dulce, Letras Cubanas… Era ya poseedor de un nombre y una presencia entre los míos, y de un perfil reconocible, no de ningún reconocimiento más allá de la sombra, lo cual era lo habitual para un joven poeta o escritor de entonces que no hubiese obtenido todavía algún premio literario, que era prácticamente la única vía para publicar un libro. Y aunque hacía mucho tiempo que mi vocación de origen y de destino —la poesía— se me había revelado, y sobrevivido a la inevitable entropía de los años de formación, no había enviado nada a ningún concurso literario y solía ignorar las exhortaciones o declinar las invitaciones puntuales a hacerlo, o a publicar algo, o a publicar más. Por otro lado, si bien apreciaba yo el talento individual de algunos de mis amigos o frecuentados de entonces, el rigor, por no hablar de la paciente humildad del aprendiz, de la alegría de serlo y no quemar ni naves ni etapas —como se supone que se viva toda infancia—, ese rigor y a la vez esa paciencia, esa humildad, no eran la regla. El Estado mismo estimulaba, y recompensaba generosamente, ese tipo de eyaculación intelectual precoz, de reinvención provinciana de la rueda, o, lo que es peor, de destrucción de la rueda por el niño mimado. Negarme a participar en ello me costó incluso algún que otro reproche —en particular, el de tomarme demasiado en serio—, y posteriormente se utilizó en mi contra para poner en duda la bona fides de mis credenciales. ¿Pero quién se toma demasiado en serio, aquel que se sabe o teme (¿todavía?) demasiado lejos de sí para hacer las veces de sí mismo, o el que se cree llegado y, por llegado, se permite el lujo de parodiarse a sí mismo, de quedarse, como Wertheimer, por debajo (untergeher), pero incapacitado para el suicidio? Así recuerdo aquella tarde habanera, hoy perdida, de 1987 u 1988, de antes de PAIDEIA, cuando un novelista mexicano, entonces residente en Cuba, hoy conocido y laureado, con quien había entablado amistad precisamente a través de Reina —y Reina estaba en esa tarde, y estaba Armando Suárez Cobián, quien también, después, pasaría por PAIDEIA, todos frente a una enorme ventana que daba a un macizo y herrumbroso edificio para técnicos soviéticos, búlgaros—, me hablaba de su bloqueo, de lo que le costaba, a veces, escribir. A su pregunta de si me ocurría lo mismo, respondí sentándome frente a su máquina de escribir y, de un tirón, entre burlón y pródigo, rellené una cuartilla del presunto inicio de una hipotética novela. Mi amigo mexicano de aquel entonces se sintió desarmado, desmoralizado, por la facilidad (ease) con que había completado yo mi autoimpuesto ejercicio retórico. Aquella facilidad, lejos de tentarme a aprovecharla para hacerme de una obra (y de todos los dividendos que de semejante estatus se derivan o se pueden extraer), me empujaba al gesto contrario, y contrariado, de la sospecha: muchos años antes de leer una página de Quignard —y en 1987 o 1988 Quignard no había publicado todavía el primero de sus libros por los que hoy es reconocido o ignorado—, ya sabía yo, ya sospechaba (¿hay o puede haber alguna diferencia?) que para escribir —si escribir es algo más que hablar por escrito—, hay que re-introducir, en la palabra, su sentido original, re-introducir el silencio en la lengua, des-contextualizar y des-condicionar la lengua rescatándola de la rehenía del habla, liberándola del habla, des-hablándola. Como también ya sabía entonces que toda política era, primero, una política del lenguaje, es decir, un acto de elocución en el que la verdad se decide.

    Y era esa inconciencia del lenguaje, o esa cultura del lenguaje como instrumento en vez de como sustancia, lo que en esencia me alejaba y todavía me aleja de mis contemporaneidades literarias cubanas, ese vicio de la literatura como habla escrita, vicio de la literatura que lo es también del lenguaje de la política que se juega sus verdades al sentido común, su utopía a lo irreal travestido en apremio[xxv], y PAIDEIA, como acto de lenguage realizativo contra la opacidad de lo constatativo, como proyecto de lenguaje de lo político, fue antes que cualquier otra cosa una apertura hacia el lenguaje como condición, él mismo, de la verdad, como prodecimiento de verdad[xxvi], y ello a pesar de todas las contaminaciones y deformaciones que, de entrada, desvirtuaron aquel gesto radical en una práctica de consenso, y, por tanto, en una máquina de auto-aniquilamiento propulsada por su propio instinto de supervivencia más que de significancia. De hecho, ya en una de las pocas cosas que me atreví a publicar por aquel entonces en El Caimán Barbudo, «Diez tesis provisionales sobre poesía», situaba yo la reflexión sobre la poesía en la conversación sobre el lenguaje mismo, en torno al eje saussuriano lengua-habla. De esa relación agónica, en la lengua, con el habla, contra el habla, nació Sin Ítaca. Y de esa relación agónica, de esa filiación imposible, de esas aporías, nadie se ha dado mejor cuenta, como lector de Sin Ítaca, que Ramón Fernández Larrea: «(…) [Sin Ítaca] concluye, viajando en concéntricas desilusiones, que nada será igual aunque se encuentre; vale la vuelta en redondo, el ciclo, el ir tras ello, la certidumbre de que, ya encontrado, no era, y posiblemente no haya más[xxvii]». La decisión de enviar Sin Ítaca al concurso literario organizado por El Caimán Barbudo tuvo tanto que ver con mi satisfacción con aquellos textos como con mi necesidad, a la vez personal y política, de responder y, literalmente, de darles un tapaboca, a quienes con tanto y tan empecinado encono, y no sólo desde arriba —no sólo desde allá arriba, y más bien invisiblemente, sino también y palpablemente desde abajo — no hacían sino dudarme, temerme. Reina, que era miembro del jurado de aquel concurso, ha contado la historia; de la que yo no fui ni siquiera testigo indirecto —si acaso objeto pasivo y, por demás, indiferente—, la de cómo se revirtió la decisión inicial del jurado de aquel concurso menor de concederle a Sin Ítaca el premio[xxviii].

    ¿Tenía esa visibilidad relativa y tensa un reverso de soledad constitutiva, irredimible, al menos en lo asociativo? Ab

    Abolutamente. Mi vida asociativa o institucional antes de PAIDEIA —excepción hecha de lo laboral y de lo social o políticamente compulsivo en la escuela, el trabajo, el vecindario— había sido nula. No fui nunca miembro de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC) ni del Partido Comunista de Cuba (PCC), ni se me propuso nunca que lo fuera —si bien aquellos habrían sido, de otro modo, mis espacios naturales por vocación, pero que no lo podían ser por causa de mi des-identificación con quienes habrían sido mis compañeros—, jamás tuve ni me interesó tener el menor vínculo con la Iglesia (sin que, por otro lado, albergarse yo sentimientos de hostilidad hacia lo religioso por rechazo a la mojigatería e hipocresía de tanto creyente de a pie, ni sintiese yo la menor atracción por los cultos sincréticos), nunca fui a un taller literario, ni siquiera puedo estar seguro ahora de haber pertenecido formalmente a la Brigada o la Asociación Hermanos Saíz. Tampoco nunca me interesaron los cenáculos de ningún tipo ni me reconocía en la figura del escritor o intelectual que, por serlo, o creer serlo, se cree con derechos civiles o políticos particulares, incluso con derechos sociales y económicos particulares. En ese sentido, como escritor, viví siempre en Cuba rodeado de congéneres, con las excepciones de rigor —Omar Pérez una y la primera, y de las pocas, o César Mora después, quien ni siquiera nunca se ha definido socialmente como un intelectual ni ha tratado de vivir, y medrar, de esa vida, de esa sinecura—, que ni me acompañaban políticamente ni de manera particular como escritores o intelectuales (de hecho, la mayoría me veía como una especie de figura socrática curiosamente empecinada en no vivir del cuento, anacrónicamente eticizante, exigente). Tal vez si hubiese tenido razones para apreciarlos más como escritores, habría yo tratado de situarme por encima de las para mí, desde siempre, irreconciliables diferencias filosóficas, políticas y, por tanto, irreconciliables maneras de pensar la vida, la muerte; pero esas diferencias se tornaban decisivas ante la ausencia de esas otras afinidades y complicidades, digamos, en la palabra. Y fue desde ahí, desde esa des-asociatividad y esa soledad raigal, al mismo tiempo inercial y electiva, perforadа apenas por ejercicios sociales selectos, y selectivos, para todos los cuales, en lo público y en lo privado, me veía obligado a desdoblarme en la tregua de toda tolerancia, que llegué a PAIDEIA. Y fue entonces que descubrí que, como quien nunca ha visto el mar, jamás había estado yo, de pie, frente a la alegría de lo igual, jamás me había visitado la gracia de lo semejante distinto. Y eso es algo que nadie te perdona. Nada hay que inquiete o hiera más que darse cuenta de que uno, el otro, es territorio vedado aunque se esté parado en él. Lo que, en mi caso, ha ignorado siempre ese alguien que no te perdona la autarquía es que mi soledad es política y que es sólo con los muertos, con mis muertos emancipados —con quienes murieron por lo que ni siquiera he sido yo capaz de vivir— con quienes, vicariamente, he estado en esa alegría del reconocimiento mutuo, y quienes único me han acompañado. Frente a su sacrificio, casi siempre prematuro, la vida, y hasta la vejez, en la apacibilidad de lo inconsecuente, son indignas.

    Quién podría saber ahora cuán diferente habría sido mi destino en Cuba, y fuera de Cuba, sin mi amistad con Reina, sin aquellos largos años frecuentando a diario esa amistad —vivíamos los dos en Centro Habana, a una pocas cuadras de distancia uno del otro—, sin la amistad de aquellos a quienes conocí a través de Reina, pero también sin la ausencia de aquellos a quienes no llegué a conocer y con quienes habría podido llegar a los mismos pero también a otros lugares que todavía hoy sigo echando, terriblemente, de menos. PAIDEIA no habría llegado a ser, en su forma original pero ya de hecho constitutiva, fatal, sin mi amistad con Reina, sin aquella conversación, algún día ahora extraviado de 1988, entre Reina y yo, sobre la posibilidad de «hacer algo» en el Carpentier, por la relación personal de Reina con Lilia Esteban de Carpentier, viuda de Alejo, y entonces directora del Centro.

    Esta entrevista forma parte de la serie La censura silenciosa.

    Notas:


    [i] Reina María Rodríguez, “El aire robado”, La Habana Elegante, segunda época (http://www.habanaelegante.com/Summer2005/Azotea.html).

    [ii] Tomado de “Selección de poemas de Sin Ítaca” en http://www.habanaelegante.com/Summer2005/Azotea.html.

    [iii] Edward Said, Representaciones del intelectual: Ensayos sobre literatura clásica, Debate, 2016.

    [iv] Víctor Fowler, “Limones partidos”, Cubista magazine, verano de 2006. (https://cutt.ly/vyNMlDN)

    [v] Idalia Morejón Arnaiz, “Irrupciones”, Cubaencuentro, 2016 (https://cutt.ly/ayVG1Yi).

    [vi] Idem.

    [vii] Marta Hernández Salván, Mínima Cuba. Heretical Poetics and Power in Post-Soviet Cuba State University of New York Press, 2015.

    [viii] Rafael Rojas, “Memorias de PAIDEIA”. (2006), en Cubista magazine, verano de 2006 (https://cutt.ly/1yN9u0i).

    [ix] Entre incontados ensayos, artículos, entrevistas, testimonios y referencias desperdigados en múltiples fuentes y medios, y para citar solamente los estudios más exhaustivos, véase: Jorge Cabezas, Proyectos poéticos en Cuba, 1959-2000: algunos cambios formales y temáticos, Publicaciones Universitat Alacant, 2012; Marta Hernández Salván, Mínima Cuba. Heretical Poetics and Power in Post-Soviet Cuba, State University of New York Press, 2015; Walfrido Dorta, Dinámicas políticas y proyectos culturales en la posrevolución cubana (1989-2015): Paideia, Diáspora(s) y Generación cero, manuscrito a que se remite en

    https://search.proquest.com/openview/331bd2f3011e462a914b3b023b53c315/1?cbl=18750&diss=y&pq-origsite=gscholar. (Nota de Melissa C. Novo. Todas las demás notas son de Rolando Prats.)

    [x] Véase el texto íntegro de la carta en el dossier sobre PAIDEIA y Tercera Opción publicado en Cubista en su número correspondiente al verano de 2006 (http://cubistamagazine.com/050013.html).

    [xi] Véase el texto íntegro de Tesis de mayo en el citado dossier de Cubista (http://cubistamagazine.com/050006.html).

    [xii] Véase “La tercera vía o centrismo político en Cuba”, Elier Ramírez Cañedo, Cubadebate, 30 de mayo de 2017; “La tercera opción en Cuba: El drama de los equilibristas”, Raúl Antonio Capote, Cubadebate (26 de junio de 2017); y “ ‘Centrismo’ y ‘Tercera vía’, ¿sólo etiquetas? (+ Video)”, Iroel Sánchez, Cubadebate, 28 de junio de 2017.

    [xiii] Actual Presidente de Colombia.

    [xiv] Dejemos claro, desde ahora, de qué hablo cuando hablo de comunismo, y desde dónde —es decir desde quién— hablo de comunismo, o me defino como comunista —política, pero también filialmente, afectivamente, en fidelidad al acontecimiento fundador de mis (a)filiaciones, la Revolución Cubana, que es, de hecho, el único lugar, en mí, de lo materno, de lo patrio—, definición a la vez trans-política, trans-filosófica, pero no, en mi caso, trans-afectiva, por constitutiva, insubvertible: “Todo conocimiento vivo está hecho de problemas, que han sido o deben ser construidos o reconstruidos, no de descripciones repetitivas. El marxismo no es una excepción. Ni es una rama de la economía (teoría de las relaciones de producción), ni una rama de la sociología (descripción objetiva de la ‘realidad social’) ni una filosofía (conceptualización dialéctica de las contradicciones), sino (…) el conocimiento organizado de los medios políticos necesarios para deshacer la sociedad existente y por fin hacer realidad una forma igualitaria y racional de organización colectiva cuyo nombre es ‘comunismo’”. Cf. Alain Badiou, Le réveil de l’histoire (Circonstances, 6), Éditions Lignes, Paris, 2011, p. 18 (la traducción es mía) [en inglés: The Rebirth of History: Times of Riots and Uprisings (trad. Gregory Elliot), London, Verso, 2012]; [en español: El despertar de la historia (tr. Begoña Moreno-Luque), Clave Intelectual (Claves de la Historia), 2012]. A propósito de lo cual valdría que se me excusase citar in extenso a Badiou contra reproches de lo que es objeto y que cabe esperar que estas, mucho más modestas, remembrazas y reflexiones mías podrían, también, suscitar: “A menudo se me reprocha, también desde el ámbito de mis potenciales amigos políticos, no tener en cuenta algunas características del capitalismo contemporáneo (…) Según ellos, el comunismo sería para mí una idea suspendida en el aire y, en definitiva, sería yo un idealista sin ningún anclaje en el mundo real. Se me acusa, además, de pasar por alto las asombrosas mutaciones del capitalismo, mutaciones que permiten hablar, con glotonería, de un ‘capitalismo posmoderno’ (…) Antonio Negri, por ejemplo, en una conferencia internacional (…) sobre la idea del comunismo, me puso como ejemplo de aquellos que pretenden ser comunistas sin ser marxistas. Básicamente le respondí que más valía eso que pretender ser marxista sin ser comunista. Si tenemos en cuenta que, para la opinión corriente, el marxismo consiste en conceder un papel preponderante a la economía y a las contradicciones sociales que esta implica, ¿quién no es marxista hoy? Nuestros amos son los primeros que son ‘marxistas’. Se echan a temblar y organizan reuniones nocturnas en cuanto fluctúa la bolsa o disminuye la tasa de crecimiento. Sin embargo, saltarían del susto y considerarían un criminal a quien pronunciara la palabra ‘comunismo’.” Cf. Alain Badiou, El despertar de la historia [entrevista], El País, Blogs Cultura, 8 de mayo de 2018, accedido en https://blogs.elpais.com/tormenta-de-ideas/2012/05/el-despertar-de-la-historia.html (he modificado ligeramente la redacción de la cita).

    [xv] “Por lo demás, ¿cómo podría ‘muerte del comunismo’ servir de nombre de ningún acontecimiento, desde el momento en que se advierte que ‘comunista’ designa la subjetividad transtemporal de la emancipación y, por tanto, todo acontecimiento histórico es comunista?” Cf. Alain Badiou, D’un désastre obscur. Sur la fin de la vérité d’État, Editions de l’Aube, La Tour-D’aigües, [France], 1998, p. 12 (la traducción es mía) [en español: Alain Badiou, De un desastre oscuro. Sobre el fin de la verdad de Estado (trad. Irene Agoff), Amorrortu editores, Buenos Aires-Madrid, 2006, pp. 15-16].

    [xvi] Badiou (1998), cit., p. 7.

    [xvii] “¿Qué significa, qué puede significar [‘]cultura[’], como particularidad, sino carencia y redundancia? ¿Cómo empezar a hablar, así, de cultura sin, por lo mismo, haberse ya situado en su exterior, en esa parcialidad desde la que, precisamente, se quiere invocar la totalidad —desiderátum o falsa memoria— para trascender la escisión histórica, y cultural, entre política y cultura, cultura y vida?” Véase Rolando Prats, “Fragmentos griegos, imanes persas”, Cubista, Verano [de] 2006.

    [xviii] Badiou (1998), cit., pp. 7-10.

    [xix] No tengo a mano ese presunto texto, y espero que la (des)memoria no me esté jugando una mala pasada, pero ya que hablo de mis diferencias políticas con Ernesto Hernández Busto, y que más adelante hablo de la “imposibilidad” de PAIDEIA, también debo recordar aquí algo que escribió o dijo Ernesto hace poco más de cuatro años en una entrevista con Jamila M. Ríos para Hypermedia, “Escribir como un forastero”, aparecida el 9 de mayo de 2016, y que se me antoja una descripción cándida y precisa de aquel momento ahora inseparable de cómo cada cual lo recuerde: “Las propuestas de PAIDEIA (…) rebasaban la política cultural y requerían de un interlocutor imposible: un revolucionario capaz de asimilar a Adorno y Horkheimer, de hacer la crítica de la tradición estalinista, de releer a Gramsci y Axelos desde una perspectiva crítica (…) PAIDEIA defendió sus ideas hasta el final, repudió los pactos y las concesiones que hubieran podido garantizarle un estatus oficial y acabó arrinconado dignamente como un grupo opositor en medio de un éxodo masivo de artistas e intelectuales. Nunca tuvo posibilidades de triunfar, y decir otra cosa sería ceder a la nostalgia.”

    [xx] “(…) el ámbito en que intersecan (…) lo que el hábito o la conveniencia (…) llaman [‘]cultura[’] (literatura, arte, vida académica, turismo, ocio) y [‘]política[‘]: administración de la cosa pública (…) en gesto intrínseco a la relación tributaria en que la política subsume a la cultura, tanto como a la relación especular en que la cultura vive, subsidiada, de la política (…)” (Prats, cit.)

    [xxi] “A lo que apuntó PAIDEIA es a la superación de aquello de lo que partía y en lo que, con sentimientos y hábitos encontrados, se quedaba: la cultura, una cultura de la que política, arte, literatura, pensamiento, discurso, praxis… no podían ni pueden ser sino parcialidades atrofiadas. A lo que apuntó PAIDEIA es a la apropiación (¿creación de la posibilidad?) de la unidad de la existencia, a la anulación de los dualismos mediante la implosión de cada término que los anime.” (Prats, cit.)

    [xxii] Aludo aquí al par presentación y representación como lo entiende Badiou: “Lo que revela la crisis de lo político es que todos los conjuntos son inconsistentes, que no hay franceses ni proletariado, y que, por ese mismo hecho, tanto la figura de la representación como su reverso, la figura de la espontaneidad, son ellas mismas inconsistentes, pues falta el tiempo simple de la presentación. Lo que se disipa es la tesis de una esencia de las relaciones propias de la ciudad, esencia representable en el ejercicio de la soberanía, así fuese la dictadura de los esclavos, y en la relación, así fuese la de la guerra civil, en la estructura de clases.” Cf. Alain Badiou, Peut-on penser la politique?, Éditions du Seuil, París, 1985, p. 13 (la traducción es mía) [en español: ¿Se puede pensar la política?, Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 1990, p. 10].

    [xxiii] ‘(…) si este mundo se debe proteger contra los bárbaros (albaneses arrepentidos tanto como musulmanes ‘fanáticos’), es porque [este mundo] no es el mundo, sino un simple fragmento cuyo perímetro se mantiene estable gracias a severos filtros reglamentarios que determinan quién tiene derecho a vivir en él. Y si este mundo no es el mundo, ¿qué autoridad de significado universal pueden reivindicar sus habitantes para dar a conocer a los demás, por la fuerza de las armas si fuera necesario, cuáles son sus derechos y deberes?” Cf. Badiou (1998), cit., p. 41 (la traducción es mía).

    [xxiv] Véase la carta de marras en http://cubistamagazine.com/050013.html.

    [xxv] Permítaseme regresar una vez más, en estas reflexiones de circunstancia, a la fulgurante pertinencia de las aproximaciones, en círculos concéntricos todavía fieles al choque original de la piedra contra el agua, de Alain Badiou, escogido para presidir estos asechos, estos atajos: “Estamos como investidos de una opinión dominante según la cual existirían realidades que son apremiantes a tal extremo que no se puede imaginar una acción colectiva racional cuyo punto de partida subjetivo no consista en aceptar ese apremio.” Cf. Alain Badiou, À la recherche du réel perdu, Librairie Arthème Fayard, 2015, p. 7 (la traducción es mía) [en español: Alain Badiou, En busca de lo real perdido (tr. María del Carmen Rodríguez), Amorrortu editores, Buenos Aires-Madrid, 2016, p. 7].

    [xxvi] Badiou distingue cuatro procedimientos de verdad: la ciencia, el arte, el amor y la política. Cf. Alain Badiou, Condiciones (tr. Eduardo Molina), México, Siglo XXI, 2003.

    [xxvii] Ramón Fernández Larrea, “El regreso a todos los regresos”, Revista Encuentro de la Cultura Cubana, 40, primavera de 2006 (A-1) pp. 276-278.

    [xxviii] Reina María Rodríguez, “El aire robado”, La Habana Elegante (segunda época), [verano de 2005]. Accedido en http://www.habanaelegante.com/Summer2005/Azotea.html.

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    6 COMENTARIOS

    1. […] PAIDEIA dirigió una serie de cartas a instancias gubernamentales con el propósito de establecer un diálogo con ellas para discutir las cuestiones que a ustedes les inquietaban ¿Fueron respondidas, directamente, en algún momento? ¿Se pueden considerar las reuniones que sostuvo, por ejemplo, la UJC con PAIDEIA una respuesta política o, de alguna forma, un reconocimiento? ¿Cómo vivieron al interior de PAIDEIA todo ese proceso? […]

    2. […] ¿Por qué se sigue, todavía hoy, más de treinta años después —y cuánto ha cambiado todo, cuánto ha cambiado el mundo (para mal, cortesía del indeciso, inconvincente y a la larga catastrófico Mijaíl Gorbachov) y cuánto ha cambiado Cuba (verdad mucho más ardua y que nos toca más de cerca y por la que todavía hay que pelear: yo echo de menos aquella Cuba, y la mucho más vieja, en que cada palabra pública era como el último cartucho que te quedaba y había que saber en qué gastarlo)—, por qué se sigue hoy rumiando sobre PAIDEIA, esa gloriosa escaramuza de la Revolución Cubana tratando de corregirse y rehacerse a sí misma, desde sí misma —desde el interior mismo de una de sus constantes revoluciones—, por qué se sigue buscando ahí —por desconocimiento y proyección algunos; por mala voluntad, otros— lo que nunca hubo: revolución saliéndose de su órbita? Porque Revolución Cubana, en este caso, es planeta que gira en torno a su propia fuente de luz, es decir, de combustión —punto de partida y horizonte que constantemente se alejan para de nuevo dibujarse, dibujársenos, e invitarnos, obligarnos, a vivir en todos los tiempos—, no tren desbocado hacia ningún lugar. PAIDEIA, esa —todavía — recuperable escaramuza de algún sujeto en ciernes entre la panfletería y el filosofema, de la que ya se ha escrito lo suficiente —aunque tal vez un día de estos me anime a publicar las más de 120 páginas de la “versión larga” de una entrevista, en dos partes, que Melissa C. Novo me hiciera, hizo por estos días ya dos años, pa…. […]

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