La Freddy, estrella fugaz

    El señor de la casa ordenaba lo que quería para cenar y allá iba ella a la cocina para hacer su magia, que consistía en mezclar esto con aquello hasta que probaba una cucharadita y quedaba satisfecha. Así hacía noche tras noche, un año aquí y otro allá, desde que, en 1947, con 12 años, se vino desde Camagüey hasta La Habana a levantar cabeza, porque en el pueblito en que nació —dicen algunos que Céspedes— ni con toda la suerte del mundo iba a dejar de ser una patidescalza condenada a parir chiquillos y trabajar de sol a sol por una miseria. No es que en la capital una mulata gorda como ella tuviera asegurada la fortuna, pero cocinar y limpiar se le daba bien, y a cambio la gente de dinero podía darle unos cuantos pesos, los necesarios para pagarse un cuartico, sus cajetillas de Salem, y también sus caprichos culinarios nada finos, tantos que la volvieron una mole de carne con más de 150 kilos y terminaron —dicen— provocándole un infarto mortal en San Juan, Puerto Rico, luego de haberse adueñado de las noches de La Habana, México DF, Caracas y Bogotá. 

    Nadie sabe a ciencia cierta si la causa de su muerte fue un infarto, como nadie conoce la fecha exacta de su nacimiento o si su segundo apellido era Valdés o Herrera, o si su verdadero nombre, el que le pusieron sus padres, era Fredesvinda. Toda ella pasó de manera tan fugaz que apenas dio tiempo a esbozar medianamente su biografía. Fueron solo tres años (1959-1961) los que tuvo para escapar del anonimato; tres años que le bastaron para convertirse en «La Estrella» de Cabrera Infante; «la Ella Fitzgerald cubana», según la prensa cultural de la época; «la Freddy» de la ilustrada boheme habanera.

    Fredesvinda cocinaba sabroso, para chuparse los dedos, tan bien que llegó a trabajar como empleada doméstica del señor Arturo Bengochea, hombre de buen gusto, cuya fortuna no hizo más que crecer desde que se convirtió en presidente de la Liga Cubana de Béisbol profesional. Sin embargo, lo mejor de aquella cocina no eran precisamente los platillos, sino las canciones que entonaba la mulata durante su faena, mientras contoneaba su cuerpo obeso con suavidad, al ritmo manso de algún bolero. No necesitaba la radio. Para qué, si tenía una espléndida voz de contralto, de esas que, dicen los que saben, son muy difíciles de encontrar y solo presumen cerca del dos por ciento de todas las mujeres del mundo. 

    Fue una jovencísima Ela O’Farrill, que entonces comenzaba a destacar como compositora, la primera en percatarse de su talento. Esa noche hacía de invitada en la cena, y todo fue bien en el salón, entre pláticas, hasta que le llegó, junto con el aroma de la comida, el eco suave de un bolero magistralmente interpretado. Ahí mismo dejó a sus anfitriones, plantados y con la palabra en la boca, y se fue a deambular por la casa, como hechizada, persiguiendo el rastro de aquella voz. Descubrió su origen en la cocina. Venía de una mastodóntica muchacha de veintipocos que la miraba perpleja, preguntándose qué hacía una señorita blanca, tan fina, invitada de los patrones, en el área de servicio, donde se supone que solo estén las criadas. Ela sintió que había dado con un diamante en bruto y, sin siquiera presentarse, le prometió el mundo. Que se fuera quitando el uniforme de sirvienta. Que sus días como empleada doméstica terminaban en ese preciso instante. Que la iba a proponer para un show. Que en el bar Celeste, la última parada de los peregrinos de las noches habaneras, necesitaban una estrella.

    Debió ser impresionante asistir a ese primer escenario que fueron las cocinas de las casas de ricos. Sin embargo, es muy probable que la historia de O’Farrill no sea del todo cierta y solo exista para sumarle al mito de Freddy un aura de Cenicienta. Algo que, por cierto, no necesita, porque nadie que haya cantado con la pasión con que cantaba ella puede colar en su leyenda semejantes ribetes de inocencia. Si Freddy supo llenar tan perfectamente de delirio la bohemia nocturna de La Habana, fue porque la conocía, porque ese era su ambiente, y allí sabía moverse como pez en el agua. Porque también ella era bohemia y pasional. Se supone que fue una de esas noches cuando la conoció Guillermo Cabrera Infante, y tan prendado quedó de «aquella mulata enorme, gorda gorda, de brazos como muslos y muslos que parecían dos troncos sosteniendo el tanque de agua que era su cuerpo», que la convirtió en La Estrella, protagonista de la secuencia titulada «Ella cantaba boleros» en su novela Tres Tristes Tigres.

    El bar Celeste quedaba en el cruce de las calles Humboldt e Infanta. Era un lugar de farándula, pero no precisamente de desenfreno. Después de la fiesta y la rumba, los noctámbulos catadores de La Habana orgiástica de los cincuenta iban a parar allí por unos bocadillos, unos tragos y un poco de la música suave y romántica, casi siempre boleros, de su victrola. El bar Celeste fue La Meca del reposo melancólico en la ciudad, y el lugar donde murió Fredesvinda García Valdés (¿Herrera?) y nació Freddy

    Cuentan que nomás iniciar la noche se le podía ver en el Celeste, siempre con un vestidito barato y unas sandalias sin tacón, sudorosa, la cajetilla de Salem sobre la mesa, y que era una parroquiana tan asidua que con decirle «dame lo mío» al cantinero de turno ya este sabía exactamente qué trago servirle. Envalentonada por el alcohol, seguía los boleros de la victrola. Hasta que una vez la retaron a cantar sola, y desde entonces ahí cantó; se adueñó de un show medio improvisado que pagaba a duras penas sus cuentas. La única condición que puso fue que no la acompañara instrumento musical alguno, porque su voz se bastaba, porque era en sí misma una orquesta, porque la vibración de su garganta hinchada era todos los instrumentos del mundo sonando a la vez. A golpe de bolero, Freddy hizo del bar Celeste su feudo y de su silla un trono a donde iba a rendir pleitesías la farándula habanera, que en cuestión de poco tiempo la volvió parte de su circuito.  Todos sabían qué le gustaba tomar, qué canciones cantaba y a qué hora…

    Dicen que mientras trabajó en el Celeste anduvo de casa en casa de amigos, y que si pudo vivir de esa forma fue porque todas sus pertenencias cabían en una maletica. 

    Freddy, «La Estrella», escribió Cabrera Infante, «ponía algo más que el falso azucarado, sentimental, fingido sentimiento en la canción, nada de bobería amelcochada, del sentimiento comercialmente fabricado del feeling, sino verdadero sentimiento y su voz salía suave, pastosa, líquida, con aceite ahora, una voz coloidal que fluía de todo su cuerpo». Si atendemos a los testimonios de quienes, como Caín, la escucharon en vivo, no cabría otra palabra para describir el efecto de su canto: «hechizo». La voz de Freddy, canto de sirenas, flauta de Hamelin, cuando entonaba un bolero seducía a su público insomne, que gustosamente la seguía hacia los terribles despeñaderos de la melancolía y el desamor.

    Cierta noche de 1959, Aida Diestro, para entonces consagrada con su famoso cuarteto Las D’Aida, escuchó por primera vez cantar a Freddy. Quedó tan maravillada que al día siguiente se fue al cabaret del hotel Capri a contar a los gerentes que había dado con la prodigiosa gorda del bar Celeste de la que todo el mundo hablaba, y que era tan buena como decían. La gerencia del Capri, que hacía tiempo buscaba montar un show que le plantara cara a La Lupe en el Club La Red, encontró en Freddy una candidata inigualable y le ofreció un espacio, «Pimienta y Sal», que terminaría siendo uno de los más populares de la época. El salto, sin embargo, tenía un precio: debía cantar acompañada de una orquesta, algo que ella aceptó muy a regañadientes, por más virtuosos que fueran los músicos y aun cuando al piano estuviera nada menos que Rafael Somavilla, el joven príncipe del jazz cubano.

    De empleada doméstica, Freddy pasó a ser la estrella de uno de los cabarets más glamorosos del país, cuyo esplendor había sido costeado, desde Tampa, Florida, por los gánsteres de Santo Trafficante Jr. Por esa época también apareció en televisión, junto a Celia Cruz y Benny Moré, en el programa Jueves de Partagás, donde cantó versiones en español de «The Man I Love» y «Night and Day» con tal derroche de virtuosismo que al otro día la prensa le endilgó el sobrenombre de «la Ella Fitzgerald cubana».

    Podría decirse, sin embargo, que su despunte hacia el éxito vino en el peor momento, que llegó tarde al reparto de la fama, cuando el ambiente estaba sobresaturado de divas que se disputaban a los melómanos de la ciudad, cada una desde un cabaret distinto: Elena Burke, Olga Guillot, Merceditas Valdés, Celia Cruz, Marta Valdés… Aquellos tiempos, además, auguraban el ocaso de la fiesta —«Se acabó la diversión, llegó el Comandante y mandó a parar», cantaría pocos años después Carlos Puebla. Los magnates de la industria discográfica y los productores musicales abandonaban el país, los bares y cabarets amenazaban con cerrar. La Habana noctámbula, la del documental PM, se aproximaba peligrosamente al filo de la censura.

    En 1960, Freddy firmó un contrato que la ataba como artista exclusiva de Discos Puchito, la compañía de Jesús Gorís, un genio en eso de lanzar a la fama a los desconocidos y llevar de vuelta al ruedo a las estrellas del pasado; alguien que tenía entonces derechos sobre grabaciones de Arsenio Rodríguez, Olga Guillot, Joseíto Fernández, Miguelito Valdés, Félix Chapottín, Celina y Reutilio, así como de las orquestas Riverside y Sensación y de Senén Suárez y su Conjunto. De la mano de Gorís, Freddy grabó su primer y único álbum, La voz del sentimiento, que incluyó 12 canciones. 

    Quienes la conocieron aseguran que aquel disco no le hizo más favor que salvarla del olvido; que la mejor Freddy era la que cantaba a capella, y que es una pena que esa placa de acetato sea la única huella de su voz. Porque hacerla grabar en un estudio era como enjaular a una bestia salvaje: su timbre, su boca redonda de labios morados, el exagerado volumen de su cuerpo, su sensualidad envolvente, aquella sensación de que todo lo que cantaba, la soledad, el desamor, las pasiones más inconfesables, estaba viviéndolo ahí, en ese instante único, frente a su público.

    Si hay un genuino jirón biográfico en ese álbum, está en la canción «Freddy» que Ela O’Farrill compuso exclusivamente para su intérprete. Este bolero, auténtico y visceral, revela una complicidad pocas veces vista entre compositora y cantante, el acuerdo tácito entre ambas para contar una historia, la de Fredesvinda, a dos manos y una voz: «De las horas vividas y perdidas / me queda solo esto / decirle a la noche todo lo que yo siento […] No era nada ni nadie / y ahora dicen que soy una estrella / que me convertí en una de ellas / para brillar en la eterna noche».

    En 1961, Freddy se fue a probar suerte fuera de Cuba; quién sabe si por aquello de que nadie es profeta en su tierra. Cantó en México DF, Miami, Colombia, y también en Caracas, donde el público de los night clubs la amó tanto como lo hicieron en su día los parroquianos del Celeste. 

    Dicen que, mientras tanto, en el DF se ajustaban los últimos detalles para su segundo álbum, uno que nunca vio la luz. Las grabaciones fueron quemadas o lanzadas a la basura, u olvidadas para siempre, en cuanto los productores conocieron la noticia de que, en San Juan de Puerto Rico, última parada de aquella extensa gira, había muerto su estrella en ascenso. Estrella masiva y fugaz de 26 años.

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    Darío Alejandro Alemán
    Darío Alejandro Alemán
    Nació en La Habana en 1994. Periodista y editor. Ha colaborado en varios medios nacionales e internacionales.
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    10 COMENTARIOS

    1. Muy poética biografía de Freddy, la cantante, que echa mucha leña al mito de esta artista originado en las páginas de la novela Tres Tristes Tigres dónde Cabrera Infante la convirtió en La Estrella Rodríguez, a partir de lo que varios asiduos de la farándula nocturna de La Habana le contaron. Segun su certificado de defunción nació en El Cerro. No en Céspedes, Camagüey un 11 de noviembre de 1934.. Su nombre Fredelina García Herrera. Murió de un infarto en San Juan Puerto Rico el 31 de julio de 1961 en la casa de Boby Collazo dónde se hospedaba. Gracias por intentar una vez más, que siga vivo este mito de una voz única en medio de tanta propuesta musical sin ninguna magia ni calidad, puesta de moda a la fuerza como sucede en estos días.

    2. FORMIDABLE ESCRITO, SOBRE FREDESVINDA, LA FREDDY CUBANA, LA NOMBRARON LA ELA FITZGERALD DE CUBA, LO MAS DURO ES CONOCER QUE LOS CUBANOS DE LA ISLA NO SEPAN DE SU ARTE Y DE SU VOZ, YO COMO SOY MAYOR LA PUDE VER EN EL «BAR MELODICO DE OSVALDO FARREZ» EN TV, MAS QUE RESPETADA Y ESPERADA. ADEMAS ERA UNA LEYENDA SU VIDA, DE COCINERA A DIVA DE LA CANCION DE LAS NOCHES HABANERAS.
      FINALMENTE LLEVADA A SUS LIBROS POR CABERRA INFANTE, QUE LA INTERNACIONALIZO EN LA LITERATURA.
      Y GRACIAS A LA ENORME COMPOSITORA ELA O’FARRIL QEPD POR ESA CANCION QUE LA DEFIENE Y LA ENGALANA,,,,,FREDDY, DIJO ELA ES UNA ESTRELLA QUE CANTA Y BRILLA EN LAS NOCHES DE NUESTRA HABANA, GRACIAS

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