Hace algunos años, cuando se cumplió el centenario de la Constitución de Querétaro, el crítico mexicano Vicente Quirarte compiló un libro titulado Constitución y literatura (2017), que exploraba las resonancias literarias de aquel documento constitucional. Identificaba Quirarte ecos del patriotismo y el agrarismo, de la soberanía nacional y la política educativa y cultural, de las leyes obreras y el Estado laico, en la poesía de Ramón López Velarde, Manuel Maples Arce y Germán List Arzubide, en la prosa de Mariano Azuela, José Revueltas y Edmundo Valadés.
Ejercicio similar podría realizarse con la nueva Constitución chilena, que será sometida a plebiscito el próximo 4 de septiembre. ¿A qué escritoras y escritores chilenos se parece esta Carta Magna? Seguramente a muchos, especialmente, de la más joven generación (Lina Meruane, Alejandra Costamagna, Nona Fernández, Alejandro Zambra), conectados de una u otra forma con el proceso constituyente. Pero también podrían advertirse diálogos entre el nuevo texto constitucional y la obra de autores como Diamela Eltit (Santiago, 1947) y Roberto Bolaño (Santiago, 1953), dos escritores muy diferentes, que comenzaron a escribir en el periodo de la dictadura.
Las novelas de Eltit de los ochenta, Lumpérica (1983), Por la patria (1986) y El cuarto mundo (1988), encauzaron desde la ficción tramas de la sociedad chilena como el patriarcalismo, el racismo y la represión sexual y política. El artículo 6 de la nueva Constitución, dedicado a la «igualdad sexo-genérica», recoge viejas demandas del movimiento feminista chileno, asociadas a la búsqueda de una equidad «sustantiva» de las subjetividades, tanto en la «representación» como en el «ejercicio pleno» de la democracia y la ciudadanía. El artículo 6 establece, además, la composición paritaria de hombres y mujeres en todos los órganos, poderes e instituciones del Estado, mientras el 10 admite diversas modalidades parentales, «sin restringirlas a vínculos exclusivamente filiativos o consanguíneos».
Aquellas novelas, especialmente El cuarto mundo, intentaban hacer visible la estratificación social en Chile y toda América Latina y el Caribe. Como en la obra ensayística de Nelly Richard, la marginalidad se desplazaba de la periferia al centro de la argumentación y el mundo de las comunidades indígenas y mestizas era entendido fuera de la captura ideológica del discurso de la identidad nacional o continental. Los artículos 5 y 11 de la nueva Carta Magna reconocen «la coexistencia de diversos pueblos y naciones en el marco de la unidad del Estado», en referencia a las comunidades Mapuche, Aymara, Rapanui, Quechua, Colla y otras, y abogan por el «diálogo intercultural, horizontal y transversal entre las diversas cosmovisiones de pueblos y naciones que conviven en el país».
El profundo acento garantista de la nueva Constitución, que se basa en un respeto irrestricto a todos los derechos fundamentales, que suman más de cien, a su titularidad y progresividad, es resultado de una cultura política que ajusta cuentas con su pasado autoritario. No solo los derechos básicos modernos a la libertad y la igualdad, nuevas garantías, como las de los niños, niñas y adolescentes, la neurodiversidad, el medio ambiente, la muerte digna, el cuidado, la bioética, la soberanía alimentaria o la conectividad digital, están contempladas y aseguradas. Tanto la amplia zona de los derechos fundamentales como la más acotada pero no menos importante de los mecanismos de representación y participación son una lección de compromiso con la democracia en el siglo XXI.
Entre los derechos fundamentales garantizados por el Estado aparecen la cultura y la educación. En un conocido pasaje de Nocturno de Chile (2000), Farewell, crítico literario rugoso, dice: «en este país de dueños de fundo, la literatura es una rareza y carece de mérito saber leer». Reacio a todas las pastorales sobre la cultura letrada chilena, que abundaron en el arranque de la transición, Bolaño seguía a Nicanor Parra en aquello de que los cuatro grandes poetas de Chile no eran cuatro (Huidobro, Mistral, Neruda o Parra) sino dos: Alonso de Ercilla y Zúñiga, madrileño del siglo XVI, que había cantado a la Araucanía, su naturaleza y sus pobladores, y Rubén Darío, sin el que, a su juicio, no se entendía esa eminente tradición poética chilena del siglo XX.
En la boutade de Parra y Bolaño había una clara abjuración del nacionalismo y el racismo ramplones de las élites chilenas, liberales o conservadoras, católicas o socialistas. Los artículos constitucionales dedicados a la nacionalidad y la ciudadanía no dejan el menor resquicio a la xenofobia o al desconocimiento de los derechos fundamentales de chilenos radicados en el exterior. El 114 señala que para obtener la nacionalidad chilena no se exigirá renuncia a la nacionalidad anterior y abre varias rutas para la naturalización. En el 118 se estipula que todos los chilenos que se encuentren fuera del país preservan las garantías fundamentales y tienen derecho a votar en las elecciones nacionales, presidenciales o parlamentarias, y en los plebiscitos, referéndums, consultas ciudadanas y otros mecanismos de democracia directa.
La obra de Bolaño específicamente localizada en Chile, La literatura nazi en América (1996), Estrella distante (1996), Nocturno de Chile (2000) y las prosas de Entre paréntesis (2004), contiene múltiples testimonios de su rechazo a la dictadura de Augusto Pinochet, un régimen autoritario que con frecuencia equiparó a los de Alfredo Stroessner en Paraguay y Fidel Castro en Cuba. Escenas recurrentes de aquellos textos, relacionadas con censuras, represiones, interrogatorios, torturas y desapariciones, cuya muestra más citada es la del sótano de la tertulia de María Canales, en Nocturno de Chile, apuntan a un reclamo de justicia transicional basado en la memoria, la verdad y la reparación.
El artículo 24 de la nueva Carta Magna chilena, que deberán aprobar o no los chilenos este 4 de septiembre, pero que en caso de rechazarse derivará en un proceso de reforma profunda de la ley de leyes vigente, dice que «las víctimas tienen derecho al esclarecimiento y conocimiento de la verdad sobre violaciones de derechos humanos, especialmente cuando constituyan crímenes de lesa humanidad, guerra, genocidio o despojo territorial». Ese artículo proscribe y penaliza la desaparición, pero también la tortura y los «tratos crueles, inhumanos o degradantes» de las fuerzas del orden contra la ciudadanía. Y agrega: «las víctimas de violaciones a los derechos humanos tienen derecho a una reparación integral».
Muy bien, Chile. Saludos.