¿Qué sabes tú de la humillación, querido niño? / Tu generación, Ambrosio, tiene serios problemas con el lenguaje

    ¿Qué sabes tú de la humillación, querido niño?

    Eliades, con la luz apagada, mira por la ventana a su vecina. Eliades jadea, el tabaco gastado en la boca, su mano dándole al rabo rápidas sacudidas. La vecina es gorda y menea las tetas mientras baila, la toalla tapándola de la cintura hacia abajo. Piensa Eliades: «Esa cabrona hoy no se va a quitar la toalla, solo para joderme. No me va a enseñar sus nalgas con huequitos ni sus muslos de elefante. Gorda cochina. Yo no te olería tu pipi ni loco. Solo así de lejos, y todo por necesidad imperiosa de una paja retroactiva. Ya voy, Caimana. ¡Todo tuyo!», y apuntó con el rabo hacia el vaso con pétalos en el fondo que esperaba la esperma. La Caimana se quitó la toalla y se rio del otro lado.

    Eliades cerró la ventana de un golpe. Llenó de agua el vaso hasta la mitad, revolvió el contenido con una cucharita, y se lo tomó.

    Imaginó que desde el estómago la esperma, impoluta, seguía viaje por la espina dorsal hasta el hipotálamo: y que allí se cristalizaba en una piedra de jade.

    «Mira que tocarme Cantón», piensa Eliades.

    Una vez intentó armar la historia familiar y solo pudo contar con este vago inicio: Cantón. «Así que Cantón», musita. Imaginaba Cantón como el último lugar del Universo. Veía hileras de chinos idénticos, ajetreados bajo la luz conjetural de un sol especialmente luminoso, que tapizaba con polvo de arroz y escamas de pescados el paisaje como de tela espuria.

    «Cantón», piensa mirando el calzoncillo de repuesto, empercudido y con un agujero.

    Se miró en el espejo: la camiseta gastada apretaba las costillas, encima las clavículas salientes. Tenía el pecho plano, pero en el centro dos huesitos pujaban simétricamente por salir de aquel angosto cajón de aire.

    Eliades adivinaba bajo su constitución china otro golpe de sangre que sabía Dios de dónde venía. Un gracioso una vez le dijo:

    —Te he visto nadar, patizambo y boqueando como una rana claustrofóbica. Vienes de la prehistoria, no busques más.

    De Zanja sus padres se habían mudado hacia el Malecón, y la brisa le vino de maravilla, aunque un tufillo a pescado muerto a veces lo remitía a un pasado bárbaro, indescifrable.

    Eliades se había dejado una barbita incipiente, cosa que lo hacía parecer a la vez un mulato discreto y petulante, entre intelectual y músico avezado de pailas o de violoncete retozón. La recortaba hasta que su cara conseguía la forma de un chivo. Un chivo lento y ceremonioso que atisbaba a los lados con atención neutra, aunque no exenta de brillo malévolo.

    Acomoda en el portafolios los papeles y libros que va a citar esta tarde en la clase. Piensa: «¿Aprenderán algo hoy esos bobacos? Se imaginan que Hegel tenía la cabeza grande y el pelo ensortijado noblemente sobre la frente. Les diré que Hegel tenía dos defectos: que se afeitaba el pecho y que se comía las uñas de los pies. Pero dudo que aprendan algo. La cabeza enorme de Hegel volverá a llenar sus cabecitas de pájaros, y oirán el gorjeo redentor y no sabrán de qué iba la música».

    Se puso la guayabera cremita clara. Se ajustó el relojito poljot a la muñeca. Abrió la ventana: enfrente la Caimana tendía unas ropas. La gorda sonrió tímidamente y Eliades le devolvió el saludo: la cara de chivo se estiró enseñando los dientes amarillos. «Dulces sueños en que me caso con esa gorda. Donde soy irremediablemente feliz. Pero la dialéctica tiene sus trampas».

    Baja las escaleras y ya en la calle se las ingenia para que el portafolios se balancee sin mover excesivamente la otra mano. Así disimulaba la ciática que le apretaba un flanco, ciática que en circunstancias menos afortunadas lo hacía caminar como un cangrejo en el laberinto habanero.

    Para Eliades el tiempo era una entidad brumosa. Pero no en el sentido habitual en que el tiempo suele ser visto como un fenómeno brumoso, vago. Eliades se refería a una bruma de otra especie, suerte de burbujeo de la realidad que se dilataba en zonas imprecisas, pero no exentas de consistencia. Decía que los relojes y otras formas de medición no eran simples «añadidos» a la dimensión temporal. Y aseveraba con sorna que los franceses, cuando dispararon contra los relojes durante la Revolución, no estaban abocados a un acto de desatino o puramente simbólico, como se había querido ver. Lástima que se detuvieran en aquellas nimiedades, cuando el tiempo había que degradarlo desde todos los ángulos posibles.

    Le gustaba subrayar que ninguna Revolución había llevado el problema del tiempo hasta sus últimas consecuencias. ¿Para qué eliminar a los judíos si solo había que mezclarlos hasta conseguir su verdadera desaparición? El tiempo ejercía su propia violencia.

    Iba sumido en tales reflexiones cuando vio llegar a Ambrosio.

    —¡Eh, Ambrosio, ¡qué sorpresa!

    Ambrosio exclamó:

    —¡Maestro, sí que es una sorpresa, ahora mismo venía pensando en usted!

    Eliades se relamió de gusto: no pudo controlar que su lengüita, empapada de saliva, se ajustara, en un movimiento retráctil, sobre el labio inferior. Su cara de chivo se abrió en una mueca narcisista.

    —A ver, niño, cuéntame.

    Ambrosio, ansioso, se hurgó en la nariz:

    —Nada, maestro. Tuve un sueño espantoso: su cuerpo, su verdadero cuerpo, aún dormitaba en algún lugar de China, rodeado de ratones blancos. Y soñé también que ese cuerpo con que usted anda, es un cuerpo prestado.

    Eliades torció la boca en una mueca de asco. «Si este gordo sigue pensando de ese modo, provocará serios disturbios a mi identidad. No tiene otra cosa que hacer en la vida que mostrarles a los demás sus miserias. Gracias a que carece de consistencia, puede adivinar la consistencia de los demás. Tengo que pararle los pies». 

    —Explícate. Y mejor nos sentamos, que ya me duele la cintura.

    Fueron hasta un parquecito.

    —Bueno —empezó Ambrosio—, que si usted revienta un buen día a lo mejor recibe la mala noticia de que no ha vivido nada.

    «No tiene alma», pensó Eliades, «no tiene ni una gota de realidad ensoñada o no, cristalizada en su interior. Sin embargo, su vacío es un molde esperando un contenido para una vida».

    —¿Qué insinúas? ¿Que no vivo mi propia vida? —dijo Eliades, dejando caer una mano en la rodilla redonda de Ambrosio, que en vez de una caricia sintió el picotazo de un pájaro que se ocupaba de los planos bajos de la realidad.

    Ambrosio susurró un secreto:           

    —En cada uno de nosotros hay un homúnculo —la cerrada hizo de la boca de Ambrosio un círculo reluciente, carnoso.

    Eliades siguió acariciando la rodilla de Ambrosio, un movimiento lejano, lentísimo, enajenado:

    —¿El hombrecito bueno y el hombrecito malo? ¿Malo y bueno a la vez? ¿No sería repugnante que alguien estuviera durmiendo por nosotros? ¿No sería repugnante y obsceno que algo de nosotros quedara intacto para siempre, querido niño?

    Ante Ambrosio la realidad empezó a multiplicarse en llamas. Todo ardía. Líneas fugaces y formas caóticas se impulsaban desde un centro hacia afuera. Donde había un edificio quedó un campanario. Encima un gallo, rojo como el fuego, que voló partido en fragmentos.

    Dijo Eliades:

    —Las visiones generalmente no son buenas. Y menos las que no se sostienen más de un segundo en la cabeza.

    —Quisiera ser como los demás —clamó Ambrosio en voz baja.

    Eliades rio:

    —¿Como los demás? Ven, que voy a mostrarte algo.

    Caminaron por Belascoaín rumbo al malecón y torcieron a la derecha. Llegaron a casa de Eliades.

    El aire de mar había trabajado la fachada. Antes de llegar a la ventana de barrotes, ya se presentía el interior de la casa. Que la fachada no hubiera sido socavada en profundidad no quería decir que el interior de la casa no fuera el objetivo supremo de una uña gigante. Y ya dentro, en la sombra espesa de la sala, viendo alguna rata deslizarse subrepticia en el patio del respiradero, acostumbrándose uno a la progresiva pérdida de los rasgos. Todo estaba intacto y sin embargo mutilado, esperando el destrozo que montaría un ciclo de tiempo sobre el siguiente.

    Ambrosio se sentó en un balance y empezó a mecerse. Eliades lo aquilataba desde la ranura de los ojos de chivo, pensando: «Si hundo mi brazo en sus costillas encontraría que no tiene corazón. Sin embargo, tiembla, tiembla. Ay, Dios, no es de este mundo».

    Dijo:

    —Saber aguardar. Saber aguardar, Ambrosio. Mientras, hay que lamer las botas. Mis antepasados se suicidaron en masa para que yo sacara la lección. ¿Qué sabes tú de la humillación, querido niño? Si pudieras mirarte dentro. Pero mejor ni te mires, que no entenderías nada del proceso. A veces oigo sonidos que no comprendo, sílabas que se escurren riñón abajo. No hay nada que comprender. Los componentes se han ido diluyendo y aquí me tienes, una componenda de chivo y hombre —abrió los brazos como para recibir a Ambrosio en el lecho de un pozo negro, vacío, infinito.

    Siguieron hablando hasta que la noche agrupó la escena en una densidad espesa, casi amorfa, si no fuera por el tabaco que había quedado prendido en los dedos de Eliades, que ya dormía.

    ***

    Tu generación, Ambrosio, tiene serios problemas con el lenguaje

    Un muro de La Habana (2015) / Foto: Jesús Adonis Martínez
    Un muro de La Habana (2015) / Foto: Jesús Adonis Martínez

    Cuando llegó al aula de Filosofía, Ambrosio había contado, justo desde el pie de la escalinata hasta el aula, ciento nueve pasos con el pie izquierdo y ciento once con el derecho. Estaba asombrado o, mejor dicho, atribulado. La semana anterior había surgido la misma diferencia, pero en sentido contrario: en esa ocasión el pie izquierdo se había adelantado al derecho.

    Desde pequeño contaba los pasos, el número de escalones, de baldosas, las cuadras, las pulsaciones del corazón, los pájaros posados en los cables telefónicos, las hormigas que trepaban por las paredes de las casas, los zapatos en las vidrieras, las estrellas, los lagartos extáticos bajo el sol… Ambrosio aseguraba que una observación correcta de la realidad era el único sentido de la vida.

    Cuando llegó al aula, afuera lo esperaba Ulyses, con su viejo ejemplar de Ser y tiempo. La tarde anterior Ulyses lo había invitado a su casa, le había preparado una tisana con flor de campana, y Ambrosio había vomitado profusamente en la sala de la casa de Ulyses. Ulyses lo había invitado para leerle parte de su tesis sobre Heidegger. Durante la lectura, Ambrosio se había sentido atrapado por una malla pegajosa de palabras y trataba de escapar para caer nuevamente en la profundidad legamosa. También la voz de bajo ruso de Ulyses propiciaba la caída.

    Ulyses postulaba la idea de que la realidad estaba tan degradada que, solo envolviéndola en un discurso infinito, en un flujo inacabable de palabras, podía devolvérsele su antiguo vigor.

    El profesor Eliades se burlaba de Ulyses. Decía que Ulyses había nacido dañado en una zona cerebral donde nadie podía tener salvación respecto a que jamás podría salir del lenguaje. Y Eliades hundía un dedo en su occipucio, hurgando en la zona donde supuestamente radicaba el lenguaje como núcleo secreto de la realidad.

    Decía Eliades:

    —Tu generación, Ambrosio, tiene serios problemas con el lenguaje. O son afásicos o productores natos de lenguaje vacío. Y qué decir de los más jóvenes, los hijos del sueño del sueño, que van por ahí con sus patas enclenques, enmudecidos desde nacimiento. Mi generación nunca tuvo problemas con el lenguaje. Nosotros vivíamos al día con nuestras palabras. Si mentíamos era porque la mentira era consustancial a la realidad. Si un senador arrojaba una perorata mentirosa, no mentía, pues sus palabras no discrepaban, en lo esencial, con la grandilocuencia ridícula que nos había tocado vivir. En cambio, ustedes crecieron en un momento en que entre la realidad y el lenguaje había un enorme abismo, cosa que pasaba porque las palabras se utilizaban en un sentido temporal desproporcionado. Se apelaba al futuro. Pero esto no es exacto: se apelaba, más bien, a la imagen invertida del futuro. Cuesta trabajo comprender dicha paradoja si no se vive en carne propia. Y, por otro lado, una vida humana no basta para comprender el proceso en su totalidad. La Revolución elabora su propio sentido de la muerte. Ahora bien, la pregunta es saber si ustedes nacieron con un grave problema de lenguaje o de realidad. Y no quiero ofenderte a ti y a los demás, pues puestos a pensar ya han nacido muertos… Hijos de la Destrucción… ¡Hay que estar loco para pensar que habían nacido para una Empresa tan alta! Cada vez que falta algo sobre la tierra, invocamos la destrucción. Como si un vaso roto pudiera poner en crisis nuestra relación con el agua. Te cuento. Una vez fui de visita a Juanelo, mi barriecito. Yo era tan joven y servicial con la realidad que hasta Juanelo me parecía un bonito barrio de La Habana. Iba silbando un estribillo que estaba de moda, las manos en los bolsillos, mis zapatos de dos tonos brillando y produciendo un agradable taconeo en la tarde. El sol resplandecía furioso. Tanto, que nada de la realidad podía escurrir el bulto de aquella luminosidad que la devoraba. De pronto oí un lamento. Yo iba cruzando por un puentecito sobre una zanja, y el lamento venía de abajo. Primero tuve la ingrata sensación de haber oído el lamento de un niño. Pero no era un niño, era un perro que había rodado infelizmente hasta el fondo de la zanja, rompiéndose una pata o vaya usted a saber qué, pues gemía que daba grima, levantándose apenas sobre sus patas traseras, apelando quizás al cielo, sea el cielo en general o el cielo de los perros. Te dije, querido mío, que yo era joven, y lo peor que puede pasarle a uno en la vida es ser joven, que es el estado natural en que la realidad parece abrirse a tu paso para mostrarte sus secretos y engranajes, y luego resulta que es mentira. El camino hacia el fondo de la zanja fue tortuoso. Yo creo que allí Juanelo arrojaba toda su basura. Bajé de lado. Y me caí. Dando trastazos llegué al fondo de la zanja, cerca del perro.  Tuve la certeza de que me había roto una cadera. Pero lo peor fue luego, pues el perro, haciendo esfuerzos supremos con sus dos patas traseras, empezó a morderme en una pierna. Yo traté de sonsacarlo diciéndole: «Perrito, perrito mío», pero el muy diablo no soltaba presa, al contrario, redoblaba sus zarandeos y mordidas. Yo volvía: «Ay, perrito, como es que me haces esto a mí, tu Salvador». Nada, que cada uno cumplió su papel. Además de mi cadera rota, me mordió sin cumplimientos. Aún guardo las pequeñas cicatrices.

    Y concluyó:

    —Cuídate de gente como Ulyses. No me gusta el tipo de violencia que prometen. Prefiero a los afásicos. En gente como Ulyses las cosas se prestan a una confusión terrible. Ulyses es del género de seres que cuando se te aparecen en sueños vienen en nombre de una realidad que nunca existirá. Pueden ser especialmente malsanos, diabólicos. ¿No te has fijado en los labios gruesos y como sin sangre de Ulyses? ¿Y en el color gris de sus pómulos y alrededor de los ojos? La sangre no afluye con la debida velocidad y consistencia a todas las partes de su cuerpo. Sucede que está muerto. Y no lo digo en algún sentido metafórico o metafísico. Ulyses está muerto. Pero, para colmo, no sabe nada del mundo de los muertos. Los muertos que logran restablecerse en el mundo de los vivos vuelven con graves problemas de lenguaje. Y, visto desde esta perspectiva, resulta aterrador.

    *Dos cuentos del libro inédito de ficción «Vida de Ambrosio».

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    Rolando Sánchez Mejías
    Rolando Sánchez Mejías
    Rolando Sánchez Mejías (Holguín, Cuba, 1959). Ha escrito ficción, poesía y ensayo. Libros de narrativa: 5 piezas narrativas (Ed. El Libro, la Habana), Escrituras (Ed. Letras Cubanas, La Habana), Cuaderno de Feldafing (Ed. Siruela, España), Historias de Olmo (Ed. Siruela, España). Poesía: Collage en azul adorable (Letras Cubanas, La Habana) Derivas (Letras Cubanas, La Habana), Geschichten von Olmo (Ed. Schöffling&Co., Alemania) La condición totalitaria (Ed. Casa Vacía, USA) En antologías se han publicado cuentos y poemas suyos , ejemplos: Poésie Cubaine du XXe Siécle (Géneve), Antología de la poesía cubana siglo XVIII al XX (Ed. Verbum, España), Antología de la Poesía Latinoamericana del siglo XXI (Siglo XXI, México), Prístina y última piedra. Poetas latinoamericanos (Ed. Aldus, México) Cuban Poetry Today, Antología del cuento latinoamericano del siglo XXI, An Anthology of Cuban Stories (Londres /USA), Cuerpo plural. Antología de la poesía hispanoamericana contemporánea (España, Ed. Pretextos, España), Cuentos latinoamericanos (Ed. D.T.V), bilingüe, Alemania) Ha antologado y prologado libros como : Obras maestras del relato breve (Ed. Océano, España), Cuentos chinos maravillosos (Ed. Océano, España), Mapa imaginario: nuevos poetas cubanos (La Habana). Fue director del grupo y revista de literatura y pensamiento DIÁSPORA(S) en Cuba y Barcelona realizada al margen del Estado cubano en forma de zamisdat. Sus libros Derivas y Collage en azul adorable recibieron el premio nacional de la crítica. Próximamente se publicará en México su Poesía Completa y una antología de su trabajo en varios géneros en la Ed. Linkgua, España. Vive desde 1997 en Barcelona.
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