El niño en su cumpleaños

    En la foto, un chico escuálido en camiseta de marine desafía a la cámara con expresión de «cuidado, muerdo». Está sentado en un banco de hierro entre alocasias salvajes que lo asedian. Se llama Truman Capote y tenía 23 años cuando Cartier-Bresson le hizo la foto en New Orleans en 1947. Aún no había vendido millones de ejemplares ni creado la non-fiction novel, pero por su expresión ya lo traía en mente. 

    «Ayer por la tarde, el autobús de las seis atropelló a Miss Bobbit». Así comienza «Niños en sus cumpleaños», un cuento que escribió el chico de la foto, y que es sin duda uno de los cuentos más perfectos que se han escrito jamás en Norteamérica. Es la historia de Miss Bobbit, una niñita de diez años con ojos «color dorado girasol» que se muda provisionalmente junto a su madre a un pueblo de campo, y logra, con su precoz ambición, llamar la atención de todos los habitantes de allí. Hay quien cree que lo difícil es sorprender a la gente de la ciudad, cuando lo que es realmente difícil es sorprender a la gente del campo. Eso lo sabía bien Truman Capote quien pasó gran parte de su niñez en los campos de Alabama. 

    Lean este fragmento del cuento, que parece sacado de un cofre de prendas: 

    Miss Bobbit salió al jardín cargando el gramófono y lo colocó en el reloj de sol. Le dio cuerda y puso un disco; se escuchó El conde de Luxemburgo. Para entonces ya casi había oscurecido, era la hora de las luciérnagas, azul como un cristal opaco; los pájaros atravesaban el cielo en apretados arcos y se refugiaban en los pliegues de los árboles.

    Al final del cuento, como se dice desde el inicio, la niña que ya marchaba a cumplir su sueño de ser una estrella de Hollywood muere atropellada por el autobús de las seis; es muy triste eso. No puede uno leerlo sin llorar; es como si alguien te dijera: la belleza existe solo para desaparecer. Es una estocada. Algo que siempre hizo Capote con su literatura, darnos a sus lectores un paraíso y, luego, jalar el mantel. Quizá por eso, cuando Jean Cocteau convenció a su amiga Colette, La Grande Mademoiselle de las letras francesas, para que recibiera en su departamento del Palais Royal de París al joven escritor norteamericano (que había publicado apenas un libro: Other Voices, Other Rooms), le advirtió: «No te engañes, querida. Parece un ángel de diez años. Pero no tiene edad, y su mente es perversa». 

    II

    El primer libro que leí de Truman Capote, con 17 años, se titula El arpa de hierba, y es una novela donde Capote demuestra su total dominio sobre el vocabulario femenino. Acaba así: «La pradera es un arpa de hierba, que recopila y cuenta, un arpa de voces que recuerdan una historia. Escuchemos». En ese momento final, aunque pueda parecer una mentira, el viento pasa cargado de la calidez de los algodoneros, trayendo un suave olor de frutos silvestres, entre la hierba crecida hasta las rodillas que uno alcanza a tocar. Y uno toca las puntas de un verde tierno y se dice: ¡Cómo puede ser esto!

    III

    Cuando Capote viajaba, llevaba consigo una valijita negra; dentro, envueltos en franela, iban seis pisapapeles. ¿Por qué…? Decía que al desplegarlos en el más siniestro y anónimo cuarto de hotel convertían el sitio en un lugar seguro, y que cuando no podía dormir, bastaba mirar uno, que contenía una rosa blanca, para que el blanco de la rosa se convirtiera en el blanco del sueño. También escribía esto: «¿Les resulta familiar el término “loca asesina”? Es cierto tipo de marica cuyo flujo sanguíneo está refrigerado con freón. Diaghilev, por ejemplo. J. Edgar. Hoover. Adriano». 

    IV

    Allá. There

    Esa palabra, aparentemente pueril, es una de las observaciones más sofisticadas de la historia del periodismo de investigación. Aparece en la primera línea de A sangre fría. «El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman “allá”». Da miedo esa palabra puesta así. Allá. Lo indefinido. Allá. Lo desconocido. Allá. Lo mortal. Puesta así, como se da un último martillazo. Todas las palabras del libro transmiten eso, una especie de exclusividad, de rebuscamiento, hasta la más simple conjunción. Ese libro le dio a Capote la fama que sabía que tarde o temprano le daría su talento, pero también fue su autobús de las seis. «Escribir el libro no me resultó tan difícil como tener que vivir con él». Ahí está el libro, su obra maestra. Una nota de prensa más convertida en historia de la misma forma que se hace una novela, pero una novela donde es real todo lo que se dice, lo que se ve, lo que sucede. Una puerta abierta en el periodismo para inmortalizar hechos que estaban destinados a ser solo leídos y comentados en el desayuno, mientras se lee la prensa. 

    V

    Los árabes tienen un proverbio que reza: «Los perros ladran, pero la caravana continúa». Capote se quedó con la primera parte del proverbio y publicó bajo ese título un compendio de crónicas de viaje, perfiles y artículos sobre los sitios exóticos que visitó: Isquia, Tánger, Haití… y la gente fabulosa con la que se codeaba: Marilyn Monroe, Jean Cocteau, Marlon Brando. Leer el libro es como asistir a una cata de vinos en que el nuevo vino siempre es mejor que el anterior, aunque el anterior también pudiera ser tan bueno como este. Uno no sabe, no puede decidir. Algo así. Electrizante. Es un hechizo. Lo leí en una edición especial del año 1975, de Emecé Editores, que me robé cuando tenía 18 años de una biblioteca, y una década después me acompaña. El libro concluye con un autorretrato, una entrevista que Capote se hace a sí mismo. La última pregunta es maravillosa y terrible como él. «Supóngase que se estuviera ahogando. Siguiendo la suposición clásica, ¿qué imágenes cree que atravesarían su mente?», y él mismo responde en un concierto único de sucesos hermosos, tristes, tragicómicos, destellos de toda su vida. Termina así, con un recuerdo de su niñez en Alabama, del año 1932, digamos. 

    Otra vez el arroyo. El sabor a nabo crudo en la lengua, el fluir del agua de verano que abraza mi desnudez. Y allí, justo allí, girando, dando vueltas en la superficie moteada por el sol, la exquisitamente flexible y letal víbora mocasín. Pero yo no tengo miedo, ¿verdad que no?

    Genio. Drogadicto. Homosexual. Truman Streckfus Persons le arrebató al segundo marido de su madre su apellido icónico y así siguió arrebatando todo lo que podía utilizar para estar mejor, para escribir mejor, durante el resto de su vida. Coleccionaba palabras y se leía hasta las recetas de cocina, y todos los diarios de New York, todos los días. Tan supersticioso como una viejita del Sur (no volaba en un avión si iban dos monjas, no comenzaba ni terminaba nada un viernes). Lo que más le gustaba, según dijo en entrevistas, era conversar. Necesitaba sentir el pavimento debajo de sus pies. Nació el 30 de septiembre del año 1924 en New Orleans, Luisiana, y murió el 25 de agosto de 1984 en Bel-Air, Los Ángeles, a causa de una intoxicación por múltiples drogas. 

    Al final de Desayuno en Tiffany´s, el narrador encuentra por fin el gato de Holly, que estaba perdido. Lo ve de pronto en una casa que parece ser su nuevo hogar, entre macetas de flores; se alegra y desea que Holly, en cualquier sitio, haya encontrado también su lugar en el mundo. Hoy, que es su cumpleaños, una que lo ha leído hasta amarlo quisiera confiar en que él, alguna vez, haya encontrado un sitio así. Su playa a media mañana. Su propia casa del árbol. 

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    Katherine Perzant
    Katherine Perzant
    Ha sido funambulista y chainsmoker. Como el Paterson de Jarmusch, escribe poemas que nunca publica. Posee una debilidad alarmante por los puentes y las boyas. La toman, tan a menudo por extranjera, que se siente así en todas partes. Quisiera creerle a Issa, que le sobrevive, le sobrevive a todo, la frialdad.
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