Contar la serofobia

    La sombra del sida nos atañe a todos de muchas maneras. También como serofobia. El miedo biológico y muchas veces irracional, la ignorancia generalizada, la desidia en los medios de comunicación, los atajos reflexivos y la inercia psíquica que favorecen los prejuicios, el estigma y la discriminación sistemáticos, el inveterado autoritarismo de las políticas públicas dirigidas a las personas con VIH… Estos y otros elementos constituyen la receta de un fenómeno —extendido a escala social— cuyos damnificados principales, evidentemente, son los portadores del virus, sometidos habitualmente a una espiral de revictimización.

    Sin embargo, como suele ocurrir, creemos que bastaría el acceso a la información justa y suficiente, a innumerables historias y testimonios silenciados, y luego un compasivo esfuerzo de reflexión, para descubrirnos a nosotros mismos, a todos, de una manera u otra, víctimas de esos mismos prejuicios y, en última instancia, victimarios en una estructura de opresión que amenaza la salud física y mental, así como las vías para una completa realización social, de muchas personas en Cuba y el resto del mundo. En una época en que la medicación antirretroviral y el mejoramiento general en los cuidados permiten no solo la sobrevida a corto o mediano plazo, sino que ofrecen a las personas seropositivas la oportunidad de una existencia plena, larga y saludable, la serofobia continúa siendo un desafío apremiante, un tema imprescindible en la agenda pública.

    El Estornudo concibe lo anterior como parte de nuestro sostenido compromiso con la representación y la discusión —a menudo desde sus propias voces— de los reclamos y problemáticas de la comunidad LGBTIQ+, los feminismos y otros grupos, colectividades y activismos subalternos y/o marginados; algo que puede constatarse revisando nuestro historial de publicaciones. Por supuesto, es también el imperativo ético y profesional de la búsqueda de las verdades ocultas en los bordes de la sociedad lo que anima nuestra serie de crónicas titulada «Más que Números: Relatos cubanos de serofobia», firmada por el autor Manuel D La Cruz, cuya segunda entrega, aparecida el 5 de febrero de 2024, ha generado en los últimos días el comprensible «malestar» de un aludido, y también de colegas que pertenecen al ecosistema de medios independientes cubanos.

    Una de las personas que menciona Maykel González Vivero en la entrevista que constituye la base del texto en cuestión, días después de la publicación del reportaje, solicitó de manera formal el «retiro de[l] contenido» que lo involucra en dicha historia: a saber, cinco párrafos, «del 25 al 30», del testimonio íntimo de alguien que, en libre posesión de todas sus facultades psicológicas e intelectuales, no solo ilustra un fenómeno de alcance social, sino que se autopercibe como víctima del mismo.[1]

    Sin excepciones, nos proponemos evitar la revictimización de aquellos que nos cuentan sus historias a fin de poner a debate una cuestión grave, urgente. Creemos que es fácil coincidir en que mutilar unilateralmente el testimonio de Maykel González Vivero sería un gesto revictimizante; un acto de silenciamiento y censura que se ubica en las antípodas del interés público y de nuestro mandato social. Extirpar convenientemente solo una parte del mismo, y dejar el resto de pasajes en que la biografía del testimoniante se cruza y se trenza con otras vidas también sometidas a las inclemencias del prejuicio, la ignorancia y la violencia socializadas, sería a todas luces un hecho de injusticia relativa que nos descalificaría para este oficio.

    Puesto que nuestra revista se tiene a sí misma como un espacio abierto al debate de estos asuntos —incluidas las diversas visiones posibles, conformadas desde lugares distintos, en torno a la serofobia—, hemos estado dispuestos desde el primer momento a publicar una réplica en igualdad de condiciones (similar nivel de jerarquización y distribución), y ello se le hizo saber directamente a la persona inconforme, quien ha escogido desestimar esa oferta una y otra vez. Hasta aquí hemos contemplado esa posibilidad porque nos parecía justa y porque, en principio, pudiera contribuir a una discusión colectiva y con altura de miras.

    Teniendo en cuenta el «malestar» expresado a nuestra redacción, propusimos además como alternativa que esa persona redactase su versión de la historia impugnada, o sin más su protesta, para que esta constara en nota al pie a manera de reivindicación individual. También fue rechazado ese ofrecimiento.

    Pero vayamos a otro punto, porque se nos endilga una violación de «principios éticos fundamentales del periodismo», al no haberse solicitado «autorización», o «comentarios», a la contraparte previo a la publicación del testimonio. Como resulta evidente, Maykel González Vivero relata algo a lo cual no solo asistió en calidad de testigo privilegiado, sino que le ocurrió a él mismo. Cuenta su vida privada. De manera que es dueño en primera persona —en efecto, como quien compartió esa porción de su historia con él— de los hechos que leemos. Pero, ¿qué leemos? ¿Qué hechos…?

    No consideramos necesario, en términos periodísticos, recurrir a otras fuentes cuando se trata una materia íntima que, cierta, inevitablemente, adquiere la impronta subjetiva de quien la vivió y elige contarla de uno u otro modo. González Vivero no hace otra cosa que narrar su experiencia; entrega un relato de la memoria y de las emociones que, ahora, ha decidido someter al escalpelo de su reflexión. Porque esos son los hechos que leemos muy brevemente ahí: el (des)amor, el desasosiego, la lucidez, el sufrimiento, la rabia, el deseo, los subterfugios de una mente asediada por la implacabilidad del cuerpo y de la enfermedad; las filias y fobias de una psique destiladas, en el futuro de los sucesos, gracias al acto de recordar. Eso es un testimonio. ¿Qué iríamos a «verificar» en otra mente, en otra memoria?

    Insistimos… De acuerdo con los estándares del género y la profesión que compartimos y que hemos practicado durante años, no sería forzoso, cuando se trata de una crónica testimonial —y no de un texto de otra índole, con otros objetivos e implicaciones (legales, por más señas)—, recurrir a otras apoyaturas para dar a publicación un relato que, en su esencia, constituye el relato inalienable de una subjetividad sometida a determinadas estructuras de opresión social. Todavía más: hacemos notar que dicho pasaje deja traslucir, en su complejidad, que la otra parte de esta historia fue también víctima de unas estructuras que, por mucho, trascienden la esfera de la pareja —tal como hemos señalado al principio de este editorial.

    La mayoría de las guías de estilo de la profesión prescriben que los acontecimientos relevantes[2] contados por un testigo único se presenten con atribución inequívoca, salvo en casos excepcionales sólidamente justificados.[3] «Los testimonios de vida con una sola voz tienen validez cuando a los lectores se les plantea con claridad que son las historias, conceptos o experiencias de una determinada persona y se explican las razones por las que se privilegian la fuente y la historia», explicitaba hace unos años, por ejemplo, el Consultorio Ético de la Fundación Gabo. Pues bien, en el caso que nos ocupa, autor y fuente están perfectamente identificados, y lo que ahí se narra está claramente atribuido al testimoniante.

    En el marco de esta trilogía de «Relatos cubanos de serofobia», se acude del mismo modo a otras voces y otras experiencias (así como también a fuentes pasivas) que, en su conjunto, otorgan variedad y profundidad a la textura periodística global con que hemos abordado —y, desde luego, denunciado— la serofobia latente en la sociedad cubana. Porque no otro es el objeto de la serie; en ningún caso, lanzar ataques ad hominem o, menos aún si cabe, imputar conductas delictivas. Entonces, el procedimiento habría sido muy distinto, como igualmente ha dejado claro nuestra praxis editorial en otras ocasiones.

    Tenemos por cierto que, lejos de lo que presume nuestro solicitante, hemos practicado en este episodio —tanto en la edición del texto como en el intercambio privado que siguió, y en este mismo instante— el principio de limitación o minimización de daños basado en la sensibilidad y la empatía hacia las víctimas y demás involucrados en la historia publicada. Recordamos que dicho principio se funda en la ponderación justa del daño posible a cada una de las partes —las cuales merecen respeto, tienen derechos y son capaces de agencia— y la pertinencia pública de los hechos y los dichos expuestos.

    En tal sentido, lo que se ha exigido a El Estornudo es la supresión sin atenuantes de un pasaje entero correspondiente a un testimonio legítimamente obtenido y publicado, lo cual vulneraría, como salta a la vista, la posición del testimoniante, quien es víctima de serofobia. Opinamos que un efecto invasivo y violento más o menos equivalente se habría conseguido puntuando quisquillosamente con la otra versión, o de plano contradiciendo, el relato de González Vivero en el mismo cuerpo textual.

    Algo más hacemos notar en esos cinco párrafos objetados por un presunto fallo ético. Maykel González Vivero se refiere a su pareja de entonces con apenas un nombre de pila; ello no es casual. Es el apelativo natural, cercano, que eligió el propio testimoniante y que han respetado autor y editor. Pero la utilización de ese nombre, bastante común, sin más precisiones (sin segundo nombre, sin apellidos, sin otras señas de identidad), confirma en todo momento, al interior de la historia, lo que ya hemos dicho: no es el objetivo del texto aparecido en El Estornudo propiciar acusación o escarnio personal alguno. Por el contrario, se limita al máximo la exposición del otro implicado y, en consecuencia, la posibilidad de perjuicio o menoscabo al individuo más allá, por supuesto, de un círculo muy específico de enterados; ello hasta donde es posible editorialmente sin desnaturalizar el testimonio, su carga emocional y, por tanto, su fuerza y su valor intrínsecos. Narrativamente, creemos, se privilegia más bien la naturaleza transversal y microfísica del fenómeno, puesto que la denuncia en nuestra serie apunta a la sociedad como un todo.[4]

    En resumen, tal como lo vemos, en «Más que Números: Relatos cubanos de serofobia (II)» escuchamos la voz de una víctima en posesión de la entereza necesaria para dejar de serlo, y luego, en nuestra revista, ofrecimos espacio para que se expresen, en igualdad de condiciones, aquellos interpelados.

    Por último, aclaramos que los editores de El Estornudo resolvieron suprimir dos frases que, en boca del autor, constituían juicios de valor no necesarios lógicamente. Recalcamos que ello no implicó amputación o cambio alguno en el testimonio original, de acuerdo con la versión del texto entregada desde el principio. La modificación —consignada mediante una nota en la propia entrada— se realizó, en efecto, luego de que nos fuera notificado el «malestar» de la contraparte, pero sobre todo luego de conocer sobre un intercambio personal con esta, totalmente ajeno a El Estornudo, iniciado por nuestro colaborador Manuel D La Cruz. Tras valorar los probables efectos nocivos o contraproducentes de esa comunicación sobre el marco interpretativo del texto y el testimonio en cuestión, se decidió intervenir con la anuencia del autor. También, a partir de este incidente, el equipo de nuestra revista sopesará qué medidas editoriales tomará en lo adelante respecto de un colaborador muy valioso y cercano.

    Esperamos que nuestros lectores sepan comprender.


    [1] Advertimos, si fuera necesario, que la calidad de testimonio de un pasaje del texto no depende únicamente del punto de vista desde el cual está contado. Este puede variar de la primera a la segunda a la tercera persona, ya que esto es solamente un recurso narrativo, no un indicador de la naturaleza de la información recogida.

    [2] Ya hemos insistido en las razones que hacen de esta una historia relevante para el público.

    [3] Y en este editorial no tratamos siquiera con «hechos noticiosos», sino, como hemos visto, de otra índole.

    [4] Debemos apuntar aquí que nuestra revista solo considera la protección de identidad en casos advertidos en nuestra carta editorial, los cuales suponen riesgo personal de carácter muy grave.

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