De videojuegos y literatura, de fuego y relato

    Soy un fontanero italiano que cruza el cosmos a lomo de fuerzas gravitacionales y coloridas de vértigo. Luego, sin previo aviso, me transformo en una saqueadora de tumbas que tiene dos pistolas, una en cada mano, que apuntan a las fauces abiertas y terriblemente dentadas de un dinosaurio. Ya no soy ella: soy un rebelde rubio con una espada más grande y más gruesa que su propio cuerpo, un exsoldado convertido en mercenario ambiental que intenta derribar a una corporación que está dejando al planeta (el suyo, transmutado en el mío; el mío, engullido por la caleidoscópica rimbombancia del suyo) sin recursos naturales. No, miento, soy un esposo que recibió una carta de su esposa muerta en que esta le pide que la visite en su lugar especial, un pueblo gris y miserable, perpetuamente cubierto por una niebla más gris y miserable aún. O puede que sea un estudiante japonés que cada noche, cuando el resto duerme, se pega un tiro en la sien para despertar su verdadera personalidad y así poder derrotar a unas criaturas que se alimentan de la vitalidad de los humanos hasta dejarlos convertidos en corazas vacías y apáticas, simulacros de sí mismos, versiones de la versión que un día fueron. Tal vez soy esa chica que conduce una motocicleta con la única misión de encontrar a su hermano, con la desdichada suerte de arribar a la ciudad en el preciso instante en que un virus zombi devora la aburrida cotidianidad de lo que era una urbe burocrática e industrial, sin mayor atractivo que ser un estandarte del capitalismo estadounidense de fin de siglo.

    Soy, me digo, mientras muto de piel, cambio de ojos, transformo mi sexo, amo a hombres y mujeres por igual, con la misma dolorosa pasión que me lleva a derribar castillos, matar dragones, traicionar aliados, enfrentarme con xenomórficas criaturas en una nave minera a miles de años luz, atrapar animales con superpoderes y condenados a repetir sisíficamente sus nombres.

    Una especie de Orlando moderno: una vida contenida entre muchas más, una existencia fragmentada hasta el filo de la locura, un cuerpo interconectado por el nervioso hilo de lo infinito.

    Soy yo, el videojugador, el hombre que juega, la persona que mira, quien aprendió lo que había que saber de los libros no en los libros, ni de las películas en las películas, ni de la música en la música, sino fuera, en ese formato narrativo y estético siempre bastardeado: los videojuegos.

    Soy yo, el primero de mi especie, el vengador de mi raza, el hombre que no debería estar escribiendo esto, pero lo hace.

    Arte rupestre de las montañas Drakensberg, en Sudáfrica; antigüedad de unos ocho mil años. / Foto: Bradshaw Foundation / Vía: www.tiempo.com
    Arte rupestre de las montañas Drakensberg, en Sudáfrica; antigüedad de unos ocho mil años. / Foto: Bradshaw Foundation / Vía: www.tiempo.com

    ***

    Como muchos, nací pobre. Y, como pocos, nací en una pobreza acomodada. Un oxímoron difícil de digerir o un trabalenguas social chocante, pero que para quienes la vivimos y luego la pudimos identificar tiene todo el sentido del mundo. Siempre tuve un techo bajo el cual vivir, no me faltaron nunca los servicios básicos (electricidad, agua, saneamiento), ni me vi obligado a rebuscar desde pequeño el sustento diario, como muchos otros a mi alrededor: trabajadores en miniatura que le robaban algunas horas al estudio para vender velas afuera de una iglesia, limpiar los asientos de los buses, ofrecer dulces a transeúntes que pasaban sin dedicarles una mirada, mucho menos una moneda. 

    Mi pobreza era otra, la de quien es convencido a fuerza de golpes publicitarios y artimañas elitistas de que mis padres, mi hermana y yo éramos clase media. Clase media: dos palabras con las que nos llenábamos la boca para separarnos de los pobres de la cuadra y que nos conectaba, o así lo creíamos, con los que vivían en los barrios realmente de clase media en Medellín (la ciudad en que nací y crecí, y de la que luego hui, sofocado por su estrechez y su mentalidad de montaña sin horizonte, cercada por una topografía de ombligo enfrascado en la patética observación de sus propias pelusas).

    Éramos pobres, pero podíamos comprar, a muchas cuotas mensuales, televisores, una nevera, un equipo de sonido con el cual mis padres no dejaban dormir a los vecinos los fines de semana, ropa que imitaba torpemente las modas de finales de los noventa e inicios de los dos mil, una lavadora que hoy en día escupe desperfectos y que cada tanto hace que mi mamá me llame preocupada ante la aterradora posibilidad de lavar a mano de nuevo.

    Pero, para nosotros, estaban prohibidos los bienes que hacen que alguien sea clase alta en este país: la cultura, los libros, las palabras, la posibilidad de decir «yo» no como un caprichoso pronombre, sino como una manera de habitar el mundo, de gritarle al mundo, de enrostrar el mundo: «yo soy, yo digo, yo pienso». Una victoria para los ilustrados franceses cuya arma contra el nepotismo de la monarquía iba ligada indisolublemente con su autorreconocimiento (para mí uno de los inicios más conmovedores de la literatura está en Las confesiones de Rousseau: su defensa del yo sin pudor ni disculpas). Ese yo desde el que tan bellamente ha escrito Annie Ernaux y sobre el cual habló en su discurso de aceptación del Nobel, porque desde esa antípoda pudo vengar su raza, como llama ella a quienes la precedieron, pobres campesinos convertidos en pobres obreros que parieron a una mujer que un día se supo ella, no otra, sino ella, un yo que leía, que pensaba, que escribía, que decía acá estoy yo, a quien siempre quisieron invisibilizar, a quien siempre quisieron borrar, y se quedaron con las ganas.

    Vine a saber quiénes eran The Beatles en la frontera de los 20. En esa misma época empecé a leer libros que entraban en mi casa como objetos prohibidos que debían escapar de la vigilancia filial. Los grandes maestros del cine, en buena parte, siguen siendo desconocidos que me causan una mezcla de fascinación y desconfianza. He visto tres obras de teatro en mi vida (y en esas tres ocasiones me sentí incómodo, como un gato al que le piden que ladre). No entiendo de eso que llaman música clásica ni he logrado oír jamás una ópera completa (y francamente dudo que alguna vez lo intente de nuevo). Mi pobreza, en la que nací, la que tenía lo básico para vivir (hasta que mi papá se lo jugaba todo a las cartas y teníamos que mendigar comida a mis tías acomodadas), era esa en la que nos decían: compren baratijas, imitaciones cutres, gasten la plata que no les sobra, hártense de cosas que no necesitan pero que queremos que crean que necesitan; ahora, con «la cultura» no se metan, esa es nuestra, no suya, nuestra.

    Y, sin embargo, los videojuegos estuvieron allí para rescatarme.

    ***

    Arturo era un adolescente larguirucho, delgado, con un rostro de hombre viejo en el cuerpo de un niño atlético. Ambos teníamos 13 años…

    Yo jugaba videojuegos sin método ni ambición distinta a la de hacer saltar a los monigotes multicolores en la pantalla, ya fuera Spyro, un simpático dragón morado, o Rayman, una criatura con torso, cabeza y extremidades móviles que no estaban interconectadas, sino que se mantenían cerca gracias a algún tipo de gravedad anatómica.

    No me importaba la historia: quería disfrutar. Después de años de rogarles, mis padres me habían regalado por fin una consola de videojuegos al cumplí los 11. Una Play Station 1: el deseo libidinal de todos los niños de mi generación, que gastábamos el dinero de los recreos (anémicas moneditas que, en nuestras manos, sonaban como si rugieran) alquilándolas por una hora. Todavía recuerdo su carcasa gris clara, la elegante curvatura de sus líneas, el modo repentino en que se abría para permitir insertar allí el disco, y ese sonido que hacía al encender: un eco fantasmagórico, de tos seca, que se iba aclarando en notas luminosas pero siniestras durante varios segundos, en un crescendo que luego decrecía solo para levantar el rosario de su música una vez más, como la última exhalación de un hombre que muere en paz tras ver el rostro de Cristo. Un sonido que aún hoy, con 32 años, me provoca al escucharlo un nudo de anticipación en el estómago.

    Era, pues, hasta mis 13 años, un jugador casual que se emocionaba con la novedad de que se pudiera jugar en la pantalla del televisor, y así podía robarle un par de horas a las responsabilidades escolares y a la disfuncionalidad de mi familia, que solo podía comunicarse a los gritos, a los golpes; porque nuestro lenguaje del amor estaba tapizado por el ruido de los platos rotos o por las maldiciones maternas y los insultos de mi padre, quien siempre juraba que se iba para para volver horas más tarde como si nada. Esto fue así hasta que Arturo me habló de un juego que yo nunca había escuchado: Final Fantasy VIII«Es el juego más increíble de todos», me dijo. «Se juega con cuatro cidís y los personajes parecen reales, es como ver una película». Encandilado y deseoso de pertenecer, corrí hasta mi dealer de juegos para buscar ese prodigio que un adolescente con cara de viejo me había recomendado.

    Lo que vi en la secuencia inicial cambió mi vida para siempre; no exagero. Fue la primera vez que tuve la sensación de estar asistiendo a algo sublime, a ese misterio que el arte encierra y que algunos llaman «extrañamiento». En la pantalla aparecía una playa de arenas blancas, bañada por un mar azul turquesa, mientras las voces de un coro grecolatino (inserto conocimientos posteriores; mi inocencia se ha perdido) se alzaban poco a poco al tiempo la placentera escena se transformaba, con un trávelin hacia el horizonte, hacia el azul del cielo que se confundía con el mar, y todo cambiaba, porque lo que había sido un mar en calma era ahora un desierto resquebrajado, una tierra yerta en que ninguna semilla podría dar vida, hasta que aparecía una sucesión de personajes que me iban robando hilos de respiración: una joven vestida de azul en medio de un campo de flores, una misteriosa mujer con una máscara que se sentaba en un trono frío, un hombre vestido de blanco con una espada y otro hombre, su enemigo, vestido de negro, que se enzarzaban en una batalla de chispas y sangre. Y las voces grecolatinas acompañadas por una melodía que avanzaba como caballos a galope, primero tímidos, anticipando la violencia, rehuyendo el clímax, para luego lanzarse en una estampida que desbocaba mis latidos… Hasta que ambos hombres se herían en el rostro, la sangre inundaba el suelo, y luego… nada. Fundido en negro.

    Era la primera vez que encontraba una vocación cinematográfica en un videojuego (planos, banda sonora, movimientos de cámara). Quedé sorprendido por la calidad de los gráficos (en el playgame eran discretos, a pesar de ser prodigios para su época) y por los misteriosos personajes que había visto en esa secuencia inicial. Antes de tomar el mando, corrí por el diccionario inglés-español que usaba para las tareas de la asignatura de segunda lengua: tenía que saber qué carajos pasaba, quiénes eran esas personas, por qué estaban en ese mundo, cuál era la misión que había tras todo esto. A diferencia de mis experiencias videojugables previas, necesitaba entender.

    Y sin saber inglés, más allá del verbo to be, que todos los años nos repetía alguna profesora apática, me enfrasqué en desentrañar esta trama de viajes en el tiempo, memorias compartidas, brujas interdimensionales, jóvenes despojados de su inocencia para convertirse en máquinas de matar, y dilemas éticos sobre el uso de la fuerza como obediencia a poderes superiores (políticas, económicas, gubernamentales). No entendía la mitad de lo que sucedía, pero no podía despegarme. Nada de lo que había visto hasta ese momento en las películas televisivas de la tarde, o leído en los libros obligatorios de bachillerato, se parecía a aquello. Final Fantasy VIII fue la primera vez que sentí el embrujo del arte. 

    Que me disculpen los puristas, pero así fue.

    ***

    La gramática, en una de sus acepciones, se considera como un conjunto de reglas y normas para hablar o escribir bien. O, en palabras más interesantes: es el campo en que el lenguaje encuentra su infinito. Porque, contrario a la visión academicista y pedagógica que reduce la gramática a una cuestión de reglas inamovibles, la verdad es que la lengua es un rayo que busca escapar de ese laberinto interminable que es la palabra. Y mientras para muchos esa experiencia está delineada por un precoz encuentro con los libros, mi gramática particular está construida por las reglas del videojuego.

    Cuando hace 11 años empecé a estudiar Periodismo, los profesores de primer semestre tenían una perorata aprendida: Hemingway y su breve sequedad eran el modelo al que debíamos aspirar. El español, esta cosa viva, rebelde y barroca, tenía que amoldarse a una visión estadounidense de la vida. «Lo bueno y breve es doblemente bueno», repetían frente al tablero los profesores, parafraseando la máxima atribuida al autor de El viejo y el mar.[1] Pero yo no lograba comprender ese esquema tan limitado. Los videojuegos me habían abierto un lenguaje que no solo corría de izquierda a derecha, en la linealidad de la página, sino que para mí habitaba en tres dimensiones: había un arriba y un abajo, unas distancias laterales, sí, pero también posibilidades que iban en diagonal, además de tener todo esto un novedoso campo de profundidad.

    Pero, sobre todo, lo que me enseñaron títulos como Final Fantasy y los JRPG en general (es decir, los juegos de rol de origen japonés) fue que todo lo más grande podía serlo aún más, que cada historia podía ser todo lo rocambolesca que quisiera ser, que un villano siempre podía ser más malo aún, que la magia (y cuando hablo de magia también hablo de la palabra, porque cuando los enemigos lanzan el hechizo de mudez los protagonistas pierden la capacidad de hablar, o sea, de invocar la magia) es un espectáculo de luces, sombras y colores que se alzan como las llamas de un incendio cuya belleza de fin del mundo nadie se atreve a apagar. ¿Qué coños tenía yo que ver con la telegráfica manera de un Hemingway? ¿En qué me parecía yo, que podía cambiar mi género en los videojuegos y que de adolescente creaba familias homoparentales de sims, con ese estandarte del macho gringo y su lenguaje de macho muy macho? ¿Cómo podía encorsetarme en la pirámide invertida: base, paredes y techo de la enseñanza periodística?

    No, mi gramática no había sido arruinada por el culto de la literatura. Y tampoco iba a arruinarse por el periodismo. Yo iba a encargarme de que eso no pasara.

    ***

    El filósofo noruego Jon Elster postula que el arte surge y se mejora a sí mismo a partir de sus limitaciones. Dos casos emblemáticos me vienen a la mente: el primero, es el neorrealismo italiano, cuyas características principales se dan a partir de la Italia de la posguerra, sin infraestructura cinematográfica a causa de las ciudades bombardeadas, con pocos actores profesionales y un hambre de arte que se tradujo en una improvisación que cohabitaba con naturalidad en los guiones; el segundo caso sería el autor francés Georges Perec, quien concebía la literatura como una concatenación de juegos en que había reglas claras y cuya expresión más extrema fue su novela La disparition, donde no aparece ni una sola vez la letra «e», la más común en su idioma.

    Los videojuegos no son ajenos a las limitaciones, que casi siempre han tenido que ver con razones tecnológicas: el no poder hacer algo porque la tecnología del momento no lo permite. Silent Hill, uno de los juegos de terror más icónicos de la Play 1, debe uno de sus rasgos más característicos a la imposibilidad. A finales de los noventa era casi imposible que una consola de videojuegos pudiera mostrar de manera fluida un pueblo completo, no sin problemas líos técnicos. La solución del director del juego (sí, los videojuegos tienen directores) fue sencilla: ocultar el mundo tras una neblina para que las edificaciones, calles y enemigos pudieran cargarse fuera de la vista de quien sostenía el mando. La niebla, seña de identidad de este pueblo maldito, adquirió además una función narrativa: es el hogar de las criaturas (proyecciones del infierno personal de cada personaje) y una estrategia de suspenso, pues podemos oír los sonidos guturales y siniestros de los adversarios, pero no los podemos ver hasta no toparnos de frente con ellos. Silent Hill (como saga y como espacio narrativo) no sería el mismo sin su niebla, que surgió de la imposibilidad de mover un mundo.

    De esta experiencia del equipo de Konami (la empresa productora del juego) aprendí a trabajar con mis limitaciones. Ante alguien que creció con la cultura como un derecho de nacimiento (y como una forma de reafirmar la identidad de su «yo»), me siento pequeño. En esa carrera estúpida e imaginaria que son las vocaciones culturales, salí de la línea de partida con años de diferencia, con mis propias carencias de bolsillo que pesan como siglos de injusticias e iniquidades. En este tiempo (poco más de una década) he tenido que leer más bien por hambre de literatura, y porque nunca tuve compás lector (no he leído a Flaubert; jamás mi abuelo me leyó a Dickens frente a su biblioteca de roble, porque jamás hubo Dickens, ni abuelo lector ni biblioteca; Víctor Hugo es un desconocido para mí… y así con decenas y decenas de nombres en los que muchos se zambullen durante el verano de la adolescencia). He leído desordenadamente, como quien machaca los botones de un control de consola con la esperanza de que el combo del luchador surja en pantalla por arte de birlibirloque. 

    ¿Pero saben qué tuve, tengo y tendré? Los videojuegos y la cultura pop. Mis ritmos, mis palabras, mis cadencias, mi horizonte y mis fraseos vienen de allí. Si bien no es un videojuego, aprendí con Los Simpson que todo cuento en realidad cuenta dos historias (a mitad de la veintena supe que Cortázar había teorizado sobre lo que episodios de veinte minutos me enseñaron).[2] Aún no he leído la Divina comedia, pero he transitado los círculos infernales del poeta italiano gracias a un videojuego: Dante’s inferno. 

    ¿Es suficiente esto? Para mí lo es. ¿Soy un bastardo de la cultura? Quiero creer que sí, porque me parece una hermosa insignia. Qué aburridos los niñatos con sus historias calcadas en el hartazgo de la genialidad: abuelo, biblioteca, ingenio precoz, baba sin gracia ni personalidad.

    ***

    Mientras escribo este artículo me topo con un artista canadiense desconocido para mí, pero que de inmediato me conmueve. Su nombre es Alex Colville y sus cuadros son feos, tan simple como eso. Feos porque las fisonomías, humanas y animales, son rígidas y antinaturales. Feos porque la física de sus pinturas parece disociada de la física de nuestro mundo. Feos porque las personas en sus cuadros parecen drenadas de cualquier tipo de vida, humanidad, calidez. Feos porque el mundo parece generado por un computador cutre, de esos que había en la casa de mis tías las ricas y que yo solo podía usar después de todo un ritual de zalamerías y adulaciones.

    Pero me conmueven esas imágenes porque son anteriores a los videojuegos en tres dimensiones. Ver sus cuadros es ver un juego de computador 3D de finales de los noventa, a pesar de que fueron creados en las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta. La mujer de los binoculares de la pintura de Colville llamada To Prince Edward Island no se diferencia casi en nada de los modelados de los personajes de la serie de videojuegos Half Life. Gordon Freeman, el silencioso protagonista que dispara a criaturas inspiradas en el terror cósmico de Lovecraft, bien podría ser el callado y semioculto hombre tras esta desconocida mujer que mira directamente al espectador. Y viceversa: ella podría, sin mayores cambios, recorrer las instalaciones del laboratorio Black Mesa con un arma futurista para despedazar criaturas vagamente humanoides.

    ‘To Prince Edward Island’ (1965; Acrylic polymer emulsion on hardboard; 60.9 x 91.4 cm); Alex Colville. Perteneciente a la colección de la National Gallery of Canada / Imagen: Vía www.alexcolville.ca
    60.9 x 91.4 cm); Alex Colville. Perteneciente a la colección de la National Gallery of Canada / Imagen: Vía www.alexcolville.ca

    ¿Pero es la aparente torpeza adulta de Colville o sus pueriles trazos de niño vagamente dotado lo que realmente me conmueve? No, es una idea que me asalta: los videojuegos siempre estuvieron allí, antes de que ellos mismos existieran. Así como el David de Miguel Ángel siempre estuvo en el interior de todo pedazo de mármol, no solo del que surgió, quiero creer que los videojuegos siempre estuvieron en cada niño que imaginaba una escoba como un caballo o una escopeta o una especie de varita mágica con que conjurar mundos. Incluso, voy más allá: el cineasta e investigador francés Marc Azéma sostiene que las pinturas rupestres fueron, en realidad, las primeras salas de cine de la humanidad: nuestros antepasados prehistóricos creaban escenas en movimiento a través de un juego de perspectivas y sombras por medio del fuego. ¿Habrá sido ese fuego el primer mando de videojuegos de la historia? ¿Algún niño o niña de las cavernas habrá tomado el mando de las figuras en las paredes para simular que cazaban bisontes?

    Quizá sí, decido creer que sí. Me convenzo de que un hilo invisible me une a una niña que, aburrida un día, tomó el control remoto del fuego para abstraerse e imaginar. Soy ella que juega a cazar bisontes o que, por medio de la imaginación, se convierte en el bisonte que debe escapar de esas odiosas criaturas que luego se llamarán humanos.

    Gordon Freeman en ‘Half Life 2’ / Imagen: www.popmatters.com
    Gordon Freeman en ‘Half Life 2’ / Imagen: www.popmatters.com

    ***

    Hace un par de días terminó de transmitirse por HBO la primera temporada de The Last of Us, adaptación del juego del mismo nombre. Muchos periodistas culturales, asombrados, se preguntan cuáles son las claves del éxito de esta producción. Hay una especie de miopía adrede, una urticaria intelectual en sus postulados que les impide, en ocasiones, buscar las claves en primer lugar en el bastardeado material original: el videojuego. Porque si bien la versión protagonizada por Pedro Pascal y Bella Ramsey añadió elementos que expandieron y mejoraron el lore original (el tercer episodio de la serie es una joya que el juego no tenía), lo cierto es que esta adaptación sigue casi paso por paso, escena por escena, diálogo por diálogo lo que hizo que The Last of Us (el videojuego) fuera considerado una obra maestra no solo de la narrativa digital, sino de la narrativa en general.

    Este mundo de terror verde en que el hongo Cordyceps infecta a la humanidad hasta llevarla a una distópica realidad emparentada con lo zombi, nació como un videojuego. Y los grandes temas de la serie (la paternidad, la orfandad, la pérdida de la inocencia, el hombre devorado por el mismo hombre al borde de la extinción) son producto de la madurez de los videojuegos. Ya no se juega únicamente para asistir al vodevil de los saltos tecnológicos (si hubo una carrera espacial, si las naciones se enquistan en carreras armamentistas, también las compañías miden sus vergas por medio de los saltos tecnológicos), sino también para experimentar emociones, que es lo mismo que acceder al goce estético, que es a fin de cuentas encontrarse con la forma, la esencia misma del arte.

    Así, el éxito de la serie se encuentra en la solidez de su material original. Qué pena arrancarle la magia de las especulaciones a mis colegas periodistas culturales, pero la conversación debe iniciar en el formato digital. Incluso he encontrado algunas expresiones de estupefacción al ver que el argentino Gustavo Santaolalla sea el responsable de la música original de The Last of Us, cuando no es más que la extensión natural de lo que empezó en la Play 3: los acordes melancólicos que acompañan este road trip, que es al tiempo una novela de iniciación, fueron pensados desde el principio para el disfrute del videojugador, no del crítico cultural snob.

    Perdón por estallar sus burbujas, de bibliotecas de roble y películas exquisitas. Pero no todo fue hecho para ustedes. O no únicamente para ustedes.

    ***

    La vida adulta y sus responsabilidades superfluas, producto de una sociedad que sucumbió a las lógicas neoliberales de acumulación, deudas y necesidades creadas, sumadas a una eterna crisis en ciernes que nos heredaron las generaciones anteriores, han hecho que el tiempo que actualmente dedico a los videojuegos sea mínimo. Sin embargo, siempre están allí, como sustrato intelectual, bahía emocional y goce estético. Si bien no puedo jugarlos tanto como quisiera, consumo ávidamente videoensayos sobre el tema: otros señores treintañeros, con canas en el cabello y comienzos de arrugas en el rostro, compartiendo este mismo amor, esta misma obsesión, esta sensibilidad que sobreanaliza y sobrepiensa y sobresiente las narrativas digitales.

    Si pudiera tener un año sabático, no lo usaría para leer y escribir: sería para jugar videojuegos, revisitar mundos que conocí cuando era pequeño y embarcarme por nuevos rumbos. Lo usaría para ser otros, para ser plural como el universo, como lo pedía a fuerza de melancolía Fernando Pessoa. 

    En un año de descanso sería un enamorado que debe vencer bestias gigantes para revivir a su amada muerta. O quizá un círculo con boca que devora puntos luminosos y fantasmas siempre al acecho. Tal vez un pequeño mago de sombrero puntiagudo que busca el sentido de su vida en mundos de fantasía y cristal. Quizá realmente sería esa chica que debe destruir un culto demoníaco que quiere obligarla a parir a su dios. El azar también pudiera convertirme en un mimado príncipe que en su viaje de autodescubrimiento descubre que no es más que un replicante y que nunca fue el verdadero heredero al trono. ¿Y si me transformo en un agente estadounidense que debe rescatar a la hija de Estados Unidos atrapada en las garras de una conspiración bioterrorista internacional? Me miraría en el espejo y todo lo que vería es una niña prehistórica con el fuego de todos los mundos en la palma de su mano.

    Sea como sea, sea quien sea, siempre seré yo: el primero de mi especie, el vengador de mi raza, el hombre que no debió escribir esto, pero lo hizo.

    Arte rupestre / Foto: Vía www.humanidades.com
    Arte rupestre / Foto: Vía www.humanidades.com

    [1] La frase original que se cita habitualmente pertenece al español Baltazar Gracián: «Lo bueno, si breve, dos veces bueno». [Nota del Editor].

    [2] El autor argentino Ricardo Piglia tiene esta como la primera de sus «Tesis sobre el cuento»: «Un cuento siempre cuenta dos historias». [Nota del Editor].

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